Este invierno se ha cumplido el tercer aniversario del estreno en Chicago de El zoo de cristal, un acontecimiento que puso fin a una parte de mi vida y, como bien puede imaginarse, dio comienzo a otra muy distinta a la anterior en sus circunstancias externas. Me sacaron del olvido casi absoluto para colocarme directamente en el vértice de la fama, y de las precarias habitaciones de alquiler amuebladas me trasladaron a la suite de un hotel de lujo de Manhattan. No he sido yo el único. El éxito ha irrumpido bruscamente en la vida de muchos otros norteamericanos. La historia de la Cenicienta es nuestro mito nacional favorito, la piedra angular de la industria del cine si no de la propia democracia. Lo he visto encarnado tantas veces en la pantalla que últimamente me entran ganas de bostezar, y no porque me parezca increíble, sino como quien se dice ¿y qué más da? Cualquier chica con una dentadura y un cabello tan hermosos como la protagonista de la versión cinematográfica de una historia así estaba destinada a triunfar de una forma o de otra, y puede el lector apostar su último dólar o todo el té de China a que no la van a encontrar ni viva ni muerta en ninguna reunión que tenga algo que ver con la conciencia social.
No, mi experiencia no fue excepcional, pero tampoco fue corriente y, si el lector desea creer mi afirmación algo ecléctica de que no he seguido escribiendo con esa experiencia en mente —sé que muchos no aceptarán que un autor de teatro se interese por algo más que por la popularidad—, es posible que comparar ambas situaciones tenga algún sentido.
El tipo de vida que llevaba antes de alcanzar la popularidad requería aguante. La vida era una pared vertical a la que había que aferrarse con uñas y dientes, por la que había que ascender centímetro a centímetro agarrándose a la roca con los dedos desnudos. Pero era una buena vida, porque es la vida para la que ha sido creado el organismo humano.
Yo no era consciente de cuánta energía vital había invertido en esa lucha hasta que ya no tuve necesidad de luchar. Había alcanzado una meseta y seguía moviendo los brazos y en mis pulmones seguía entrando aire que ya no se resistía. Por fin tenía seguridad.
Me senté y miré a mi alrededor y, de pronto, me sentí muy abatido. Me dije: «Esto no es más que un período de ajuste. Mañana me despertaré en esta suite de este hotel de cinco estrellas desde el que se oye el discreto zumbido de un bulevar del East Side y apreciaré su elegancia y disfrutaré de sus comodidades y sabré que estoy en la versión americana del Olimpo. Mañana por la mañana, cuando mire el sofá de seda verde, me voy a enamorar de él. Que la seda verde me parezca cieno o agua estancada es sólo cuestión de tiempo».
Pero, por la mañana, el pequeño e inofensivo sofá me daba más náuseas que la noche anterior y yo estaba demasiado gordo para enfundarme el traje de 125 dólares que un conocido experto en moda había escogido para mí. En la suite, las cosas empezaron a romperse accidentalmente. El sofá perdió un brazo. En la pulida superficie de los muebles aparecieron quemaduras de cigarrillo. Alguien había dejado las ventanas abiertas y una tormenta inundó el salón. Pero la doncella siempre estuvo al quite y la dirección del hotel tenía una paciencia inagotable. Las fiestas nocturnas no les ofendían demasiado y, como no fuera una carga de demolición, daba la impresión de que a mis vecinos nada podía molestarlos.
Yo vivía gracias al servicio de habitaciones. Pero también en esto sufrí algunos reveses. En algún momento entre la hora en que pedí la cena por teléfono y el instante en que entró rodando en mi habitación como un cadáver sobre una mesita con ruedas de goma, perdí todo interés por ella. Una vez pedí un filete ruso y un helado de chocolate, pero los platos y los cubiertos estaban tan astutamente disimulados que creí que el chocolate era salsa y la eché sobre el filete.
Por supuesto, todo esto no era más que el aspecto más trivial de una dislocación espiritual que empezó a manifestarse de forma mucho más perturbadora. Pronto caí en una profunda indiferencia hacia la gente. Nació en mí un manantial de cinismo. Era como si todas las conversaciones hubieran sido grabadas años atrás y ahora las reprodujeran al revés. Las voces de mis amigos parecían haber perdido todo rasgo de sinceridad y bondad. Sospeché que se habían vuelto unos hipócritas. Dejé de llamarlos, dejé de verlos. Me impacientaba lo que tomaba por inane adulación.
Me harté de oír decir a la gente: «¡Me ha encantado tu obra!», hasta el extremo de que me resultaba imposible decir gracias. Me ahogaba con las palabras y me apartaba con brusquedad de personas que normalmente eran sinceras. Dejé de sentirme orgulloso de la obra. Al contrario, empezó a no gustarme, probablemente porque por dentro me sentía demasiado muerto para escribir otra. Estaba perplejo o bloqueado y lo sabía, pero por aquel entonces no tenía amigos que conociera o en los que confiara lo suficiente para decirles en un aparte lo que ocurría.
Esta curiosa condición se prolongó tres meses, hasta finales de la primavera, cuando decidí operarme otra vez de la vista, sobre todo porque me daba la excusa perfecta para retirarme del mundo tras una máscara de gasa. Era la cuarta vez que me operaban de la vista y quizá debería explicar que llevaba unos cinco años con cataratas en el ojo izquierdo, dolencia que requirió varias operaciones con agujas y, finalmente, una operación en el músculo del ojo. (El ojo sigue en mi cabeza, así que no fue para tanto.)
El caso es que la máscara de gasa cumplió su propósito. Mientras descansaba en el hospital, los amigos a quienes había rechazado o con quienes me había enemistado de una forma u otra empezaron a llamarme y, sumido yo en el dolor y la oscuridad, sus voces parecían cambiadas, o acaso la incómoda mutación que yo había sospechado había desaparecido ya y sus voces sonaban como en los llorados días de mi anonimato. Otra vez, sus voces eran sinceras y amables y lucían el aura de la verdad y ese matiz de comprensión por el que en otro tiempo yo había buscado su compañía.
En cuanto a mi vista, esa última operación no sólo fue relativamente fructífera (y me dejó una pupila negra y despejada que parecía justo en su sitio, o casi), sino que, en sentido figurado, sirvió a un propósito mucho más profundo.
Cuando me quitaron la máscara de gasa me encontré en un mundo reordenado. Abandoné mi elegante suite en el hotel de cinco estrellas, metí en una maleta mis papeles y algunas de mis pertenencias y me fui a México, un país elemental en el que rápidamente se puede prescindir de las falsas solemnidades y poses impuestas por el éxito, un país en el que vagabundos inocentes como niños se echan a dormir en las aceras y las voces humanas, especialmente cuando su lengua no resulta familiar, son suaves como las de los pájaros. Mi yo público, ese artificio de espejos, allí no existía, así que pude recuperar mi ser natural.
A continuación, a modo de gesto de recuperación definitivo, me instalé durante un tiempo en Chapala para trabajar en una obra titulada Noche de póquer que posteriormente se titularía Un tranvía llamado Deseo. Sólo en su obra puede un artista encontrar realidad y satisfacción, porque el mundo real es menos intenso que el mundo por él inventado y, por tanto, su vida, sin el recurso de los desórdenes violentos, no se antoja muy sustancial. El estado apropiado para él es aquel en el que su obra no sólo es conveniente, sino inevitable.
Para mí, un sitio apropiado para trabajar es un lugar remoto y entre extraños donde se pueda nadar a gusto. Pero la vida debe requerir cierto esfuerzo mínimo. No puede haber demasiada gente atendiéndote, debería ser posible hacer algunas cosas por uno mismo. El servicio de habitaciones es embarazoso. Las doncellas, los camareros, los botones, los porteros y los demás empleados son las personas más engorrosas del mundo, porque continuamente te recuerdan desigualdades que sin embargo aceptamos como normales. La visión de una anciana respirando con dificultad mientras arrastra un pesado cubo de agua por el pasillo de un hotel para limpiar los restos de la juerga de algún cliente borracho y con demasiados privilegios es molesta y pesa en el corazón, y lo marchita de vergüenza por este mundo que no sólo tolera la escena, sino que la considera una prueba de que los engranajes de la Democracia funcionan como es debido, sin interferencias de abajo arriba. Nadie debería tener que limpiar la basura dejada por otros. Es terriblemente malo para ambas partes, pero tal vez mucho peor para el que recibe el servicio.
Me he corrompido tanto como el que más por el enorme número de servicios de ínfima importancia que nuestra sociedad se ha acostumbrado a esperar y de los que ha llegado a depender. Tendríamos que encargarnos personalmente de esos servicios, o dejarlos para las máquinas, la gloriosa tecnología que, según se dice, es la nueva luz del mundo. Somos como un hombre que se ha comprado un gran equipo para ir de acampada y lleva canoa, tienda y cañas de pescar y el hacha y las escopetas, el chaquetón y las mantas, pero al que, a la hora de disponer, con mano experta, todos los preparativos y las provisiones, de repente le entra una gran timidez y, en lugar de emprender el viaje, se queda donde estaba el día anterior y el día anterior al anterior, observando con suspicacia a través de los visillos el cielo despejado del que desconfía. Nuestra gran tecnología es la oportunidad que Dios nos ofrece para la aventura y el progreso en los que nos da miedo embarcarnos. Nuestras ideas e ideales siguen siendo exactamente lo que eran hace poco y lo que eran hace tres siglos. No. Perdón. ¡Ya ni siquiera es seguro para un hombre declararlos!
Hemos hecho una larga excursión pasando de un tema pequeño a uno más grande, cosa que no pretendía, así que permítanme volver a lo que estaba diciendo.
Esto es una simplificación excesiva. Uno no escapa tan fácilmente a la seducción de la vida decadente. No es posible decirse, arbitrariamente: «Continuaré con mi vida igual que estaba antes de que esta cosa, el Éxito, me sobreviniera». Pero, una vez que te percatas de la vacuidad de una vida sin lucha, te ves dotado de imprescindibles medios de salvación. En cuanto te das cuenta de que esto es verdad, de que el corazón de un hombre, y su cuerpo y su cerebro, han sido forjados en un horno al rojo vivo para afrontar el conflicto (la lucha de la creación), y de que sin conflicto el hombre es una espada que corta margaritas, de que no son las privaciones sino el lujo el lobo que acecha a la puerta y de que las fauces de ese lobo son pequeñas vanidades y engaños y comodidades que el Éxito hereda, en cuanto sabes todo esto, estás en disposición de saber dónde reside el peligro.
Entonces descubres que ese Alguien público en que te has convertido «tiene un nombre», es una ficción creada con espejos en la que el único alguien que merece la pena es el tú solitario y desconocido que existe desde tu primer aliento y que es la suma de tus acciones y que, por tanto, constantemente corre peligro de ser víctima de tu propia violación. Y, sabiendo estas cosas, se puede sobrevivir a la catástrofe del Éxito.
Nunca es demasiado tarde a no ser que te aferres con ambos brazos a la Diosa Puta, como la llamaba William James, y encuentres en sus asfixiantes caricias exactamente lo que el niño que echa de menos su casa, al que todos llevamos dentro, siempre quiso: protección absoluta y falta de esfuerzo. La seguridad es una especie de muerte, pienso, y puede abalanzarse sobre ti un alud de cheques por royalties al lado de una piscina con forma de riñón en Beverly Hills o en cualquier otro lugar que te aparte de las condiciones que te convirtieron en artista, si es eso lo que eres o lo que querías ser. Pregunten a todo aquel que haya experimentado ese éxito del que estoy hablando. ¿Tiene algo de bueno? Quizá para obtener una respuesta sincera haya que inyectarle un poco de suero de la verdad, pero la palabra que finalmente gruñirá es impublicable en las revistas de buen tono.
Entonces, ¿dónde está lo bueno? El interés obsesivo por los asuntos humanos y cierta cantidad de compasión y convicción moral que primero hizo de la experiencia de vivir algo que debe traducirse en pigmentos o en sonidos o en movimiento del cuerpo o en poesía o en algo dinámico y expresivo… eso es lo que es bueno para ti si te tomas en serio tus objetivos. William Saroyan escribió una gran obra sobre este tema, que la pureza de corazón es el éxito que merece la pena obtener. «Cuando te toque vivir… ¡vive!». Esa ocasión dura poco y no vuelve. Se escapa mientras escribo estas líneas y mientras el lector las lee, y el reloj dirá: «Fracaso, fracaso, fracaso», a menos que dediques tu corazón a enfrentarte a él.