Segunda escena

Sobre el escenario a oscuras, la pantalla se ilumina con la imagen de unas rosas azules. Poco a poco se va viendo a Laura y la pantalla desaparece. La música va bajando hasta que deja de oírse.

Laura está sentada en una delicada silla de marfil junto a una mesita con un pie con forma de garra. Lleva un vestido violeta de un tejido muy delicado, de kimono, y el pelo recogido con una cinta. Limpia y saca brillo a su colección de animalitos de cristal. Amanda aparece en la escalera de incendios. Al oírla subir, Laura contiene la respiración, aparta el bote con los adornos y se sienta muy rígida, y como si la tuviera hipnotizada, ante el gráfico que representa el teclado de una máquina de escribir. A Amanda le ha ocurrido algo. Lo lleva escrito en la cara: su mirada es sombría y desesperanzada y un poco absurda. Lleva uno de esos abrigos baratos de paño de imitación con cuello de piel de imitación. Su sombrero, uno de esos horribles sombreros de casquete que se llevaban a finales de la década de 1920, tiene cinco o seis años, y lleva un bolso negro de piel auténtica con adornos dorados y sus iniciales. Es su atuendo de visita, el que suele ponerse para ir a las DAR[4]. Antes de entrar, se asoma a la puerta. Aprieta los labios, abre mucho los ojos, los levanta y niega con la cabeza. A continuación entra, muy lentamente. Al ver la expresión de su madre, Laura se toca los labios con nerviosismo.

LAURA: Hola, madre, estaba… (Hace un ademán nervioso hacia el gráfico que cuelga en la pared. Amanda se apoya en la puerta cerrada y dirige a Laura una mirada de mártir.)

AMANDA: Qué engaño, qué engaño. (Se quita muy despacio el sombrero y los guantes sin perder su mirada dulce y doliente. Deja que el sombrero y los guantes caigan al suelo… de modo algo teatral.)

LAURA (temblando): ¿Qué tal la reunión de las DAR?

(Amanda abre el bolso muy despacio y saca un delicado pañuelo que extiende muy delicadamente y que, delicadamente, se lleva a los labios y a la nariz.)

¿No has ido a la reunión de las DAR, madre?

AMANDA (de forma débil, casi inaudible): … No… No. (A continuación, de forma más forzada:) No tuve fuerzas, para ir a las DAR. En realidad, no tuve valor. Quería encontrar un agujero en la tierra y esconderme en él y no salir más. (Cruza lentamente hasta la pared y arranca el cartel con el gráfico del teclado mecanográfico. Se lo queda mirando unos instantes, con dulzura y tristeza, y a continuación se muerde los labios y lo rasga por la mitad.)

LAURA (débilmente): ¿Por qué has hecho eso, madre?

(Amanda repite la misma acción con el diagrama del alfabeto taquigráfico.)

¿Por qué estás…?

AMANDA: ¿Por qué, por qué? ¿Cuántos años tienes, Laura?

LAURA: Ya lo sabes, madre.

AMANDA: Te tomaba por una persona adulta, pero parece que me equivocaba. (Se acerca despacio hasta el sofá y se desploma en él. Mira fijamente a Laura.)

LAURA: Madre, por favor, no me mires así.

(Amanda cierra los ojos e inclina la cabeza. Pausa de diez segundos.)

AMANDA: ¿Qué vamos a hacer, qué va a ser de nosotras, qué futuro nos espera?

(Otra pausa.)

LAURA: ¿Ha ocurrido algo, madre?

(Amanda con un largo suspiro, vuelve a coger el pañuelo para secarse las lágrimas.)

Madre, ¿ha ocurrido… algo?

AMANDA: Espera a que me tranquilice. Todavía estoy perpleja… (vacila) ante la vida.

LAURA: Madre, me gustaría que me contases lo que ha pasado.

AMANDA: Como sabes, esta tarde iban a nombrarme para un nuevo cargo de las DAR.

(Imagen de la pantalla: Un mar de máquinas de escribir.)

Pero pasé por la Escuela de Comercio Rubicam para hablar con tus profesores y decirles que habías cogido un resfriado y para preguntarles qué tal te iba.

LAURA: Oh…

AMANDA: Me presenté a la profesora de mecanografía y le dije que era tu madre. No sabía quién eras. «¿Wingfield? —dijo—. En esta escuela no hay ninguna alumna llamada Wingfield.»

Insistí, le dije que ibas a clase desde primeros de enero.

«¿No se estará usted refiriendo —dijo la profesora— a esa chica tan espantosamente tímida que dejó de venir después de algunas clases?»

«No —le dije yo—, Laura, mi hija, ¡lleva seis semanas asistiendo a sus clases sin faltar un solo día!»

«Perdone un momento», dijo la profesora. Cogió el diario de asistencia y allí estaba tu nombre, en letra impresa, sin error posible, junto a todos los días que has faltado hasta que dieron por supuesto que habías abandonado la escuela.

Yo entonces dije: «¡No puede ser, tiene que haber un error! ¡Seguro que se han traspapelado los registros!».

Y tu profesora me respondió: «No… Ya me acuerdo de ella, perfectamente. Le temblaban tanto las manos que no acertaba con las teclas. La primera vez que hicimos una prueba de velocidad se vino abajo completamente… Vomitó y casi tuvimos que llevarla en brazos al cuarto de baño. Y ya no volvió a aparecer por aquí. Llamamos a su casa, pero no cogían el teléfono…». Supongo que llamaron cuando yo trabajaba en Famous-Barr, pasando esos…

(Reproduce la forma de un sujetador con las manos.)

¡Ah! ¡Me sentí tan débil que casi no me tenía en pie! ¡Tuve que sentarme, tuvieron que traerme un vaso de agua! Cincuenta dólares de matrícula, todos nuestros planes; mis esperanzas, mis ambiciones para ti; todo se ha echado a perder, se ha echado a perder así, en un abrir y cerrar de ojos.

(Laura, tras un largo suspiro, se pone en pie con dificultad. Cruza hasta el gramófono y comienza a darle a la manivela.)

¿Qué haces?

LAURA: ¡Oh! (Suelta la manivela y vuelve a su sitio.)

AMANDA: Laura, ¿adónde ibas cuando fingías que ibas a la Escuela de Comercio?

LAURA: Iba a dar un paseo.

AMANDA: ¿A dar un paseo? ¿A dar un paseo en pleno invierno? ¿Para coger una pulmonía con ese abrigo tan fino? ¿Y por dónde dabas un paseo, Laura?

LAURA: Por muchos sitios… sobre todo por el parque.

AMANDA: ¿También después de coger ese resfriado?

LAURA: Tenía que escoger entre lo malo y lo peor, madre.

(Imagen en la pantalla: Escena invernal en el parque.)

No podía volver. ¡Devolví! ¡En el suelo!

AMANDA: ¿Me estás diciendo que todos los días desde las siete y media de la mañana hasta las cinco de la tarde te ibas a dar un paseo por el parque para que yo pensara que seguías yendo a la Escuela de Comercio Rubicam?

LAURA: No era tan malo como parece. Me metía en algunos sitios para entrar en calor.

AMANDA: ¿En qué sitios?

LAURA: En el museo y en las pajareras del zoo. Iba a ver los pingüinos todos los días. Y a veces me quedaba sin comer y me iba al cine. Últimamente he pasado muchas tardes en El Joyero, ese invernadero donde cultivan plantas tropicales.

AMANDA: ¿Y hacías todo eso para engañarme, porque querías engañarme?

(Laura agacha la cabeza.)

¿Por qué?

LAURA: Madre, cuando te llevas una decepción pones esa horrible mirada de sufrimiento. ¡Igual que la madre de Jesucristo en uno de los cuadros del museo!

AMANDA: ¡Chist!

LAURA: No me atrevía a enfrentarme a esa cara.

(Se produce una pausa. Se oye un murmullo de música de cuerda. En la pantalla puede leerse: «La costra de la humildad».)

AMANDA (toqueteando su enorme bolso con los dedos): ¿Qué vamos a hacer en lo que nos queda de vida? ¿Quedarnos en casa, salir a ver tiendas? ¿Jugar con tu zoo de cristal, cariño? ¿Poner hasta la eternidad esos discos gastados que tu padre nos dejó de recuerdo? ¡No podremos trabajar en ninguna empresa, eso se acabó, porque nos da indigestión nerviosa! (Se ríe con una risa cansada.) ¿Qué nos espera de ahora en adelante más que dependencia? Sé muy bien qué les ocurre a las mujeres solteras y sin preparación. He visto casos lamentables en el sur… ¡solteronas a las que se tolera a duras penas y que viven gracias a la mezquina ayuda del marido de una hermana o de la mujer de un hermano!, encerradas en habitaciones como ratoneras, siempre de visita, de pariente en pariente, como pájaros sin nido, ¡comiendo toda su vida la costra de la humildad!

¿Es ése el futuro que nos espera? ¡Te juro que es la única posibilidad que se me ocurre! (Hace una pausa.) Y no es muy agradable, ¿o sí? (Otra pausa.) Naturalmente… algunas chicas se casan.

(Laura se retuerce las manos con nerviosismo.)

¿Nunca te ha gustado ningún chico?

LAURA: Sí, una vez me gustó uno. (Se levanta.) Hace poco encontré su foto.

AMANDA (con cierto interés): ¿Te regaló una foto suya?

LAURA: No, es una foto del anuario del instituto.

AMANDA (decepcionada): Ah, un chico del colegio.

(Imagen en la pantalla: Jim en el papel de héroe del colegio con una copa de plata.)

LAURA: Sí, se llamaba Jim. (Levanta el pesado libro escolar de la mesita con pie en forma de garra.) Aquí está en Los piratas de Penzance.

AMANDA (ausente): ¿En qué?

LAURA: La opereta que representaron los alumnos de último curso. Tenía una voz maravillosa y en el salón de actos se sentaba a mi lado, justo al otro lado del pasillo, lunes, miércoles y viernes. ¡Aquí está con la copa que ganó en el concurso de oratoria! ¡Mira qué sonrisa!

AMANDA (ausente): Seguro que era un chico muy alegre.

LAURA: Me llamaba «Blue Roses».

(Imagen de la pantalla: Unas rosas azules.)

AMANDA: ¿Y por qué te llamaba así?

LAURA: Cuando tuve aquel ataque de pleurosis… cuando volví a clase me preguntó qué me pasaba, yo le dije que tenía «pleurosis», ¡y él entendió «Blue Roses»! Y así me llamó a partir de entonces. Siempre que me veía, decía: «Hola, Blue Roses». La chica con la que salía no me preocupaba. Emily Meisenbach. Emily era la chica mejor vestida de Soldan. Pero nunca me pareció que fuera sincera… En la sección de Datos Personales dice que estaban comprometidos. Pero de eso hace seis años, así que ya se habrán casado.

AMANDA: Las chicas que no están hechas para trabajar suelen acabar casándose con hombres estupendos. (Se levanta con una nueva chispa de vitalidad.) Hermanita, eso es lo que vas a hacer.

(Laura ríe, dubitativa y sorprendida. Coge rápidamente un trozo de cristal.)

LAURA: Pero, madre…

AMANDA: ¿Sí? (Se acerca a la fotografía.)

LAURA (en un tono de disculpa y temor): ¡Estoy coja!

AMANDA: ¡Tonterías! Laura, ya te he dicho que nunca, nunca pronuncies esa palabra. No eres coja, sólo tienes un pequeño defecto… que además apenas se nota. Cuando las personas tienen una ligera desventaja como ésa, desarrollan otras virtudes para compensar: cultivan su encanto, su vivacidad… su ¡encanto! ¡Eso es lo que tienes que hacer! (Vuelve a mirar la fotografía.) Es una de las cosas que tu padre tenía de sobra, ¡encanto!

(El escenario se va oscureciendo con música.)