El piso de los Wingfield se encuentra en la parte trasera del bloque, una de esas apretadas colmenas de habitáculos celulares que crecen como setas en los centros urbanos superpoblados por la clase media baja y que son sintomáticas del impulso de este sector, el mayor de la sociedad norteamericana y esencialmente esclavizado, por evitar la incertidumbre y la diferencia y existir y funcionar como una confusa masa bien provista de automatismo.
El piso da a un callejón y tiene salida a una escalera de incendios, elemento cuyo nombre posee un toque accidental de verdad poética, porque todas estas enormes edificaciones se encuentran siempre en llamas, sumidas en los lentos e implacables fuegos de la desesperación humana. La escalera de incendios forma parte de lo que vemos: esto es, el rellano y un tramo descendiente de la escalera ocupan una parte del escenario.
El escenario es el recuerdo y, por lo tanto, no es realista. La memoria se toma muchas licencias poéticas. Según el valor emocional de los elementos que toca, omite algunos detalles y exagera otros, porque se asienta sobre todo en el corazón. Así pues, el interior recibe una luz tenue y es poético.
Cuando se levanta el telón, el público ve la oscura y lúgubre fachada trasera de la vivienda de los Wingfield. El edificio está flanqueado a ambos lados por dos callejones estrechos y sombríos que topan con turbios cañones de cuerdas de tender enredadas, cubos de basura y el siniestro entramado de la escalera de incendios de los vecinos. Es a estos callejones laterales adonde se hacen las entradas y salidas al exterior en el curso de la obra. Al concluir la intervención inicial de Tom, la oscura fachada de la vivienda se hace transparente y revela el interior del piso de los Wingfield, que es una planta baja.
En el proscenio está situado el cuarto de estar, que también utiliza Laura como dormitorio: abriendo el sofá y convirtiéndolo en cama. Más al fondo, separado del cuarto de estar por un arco amplio o segundo proscenio con un telón transparente y apagado, se encuentra el comedor. En una estantería pasada de moda del cuarto de estar hay montones de figurillas de animales de cristal. Un retrato desvaído del padre cuelga en la pared del cuarto de estar, a la izquierda del arco. El rostro es el de un hombre joven y muy guapo con gorra, la que llevaban los soldados norteamericanos en la Primera Guerra Mundial. Esboza una sonrisa galante, ineludible, como si dijera: «Nunca dejaré de sonreír».
Sobre la misma pared, cerca de la fotografía, cuelgan un cartel con una reproducción de un teclado mecanográfico y un diagrama de símbolos taquigráficos. Bajo ambos carteles, sobre una mesita, hay una máquina de escribir apoyada sobre la parte de atrás.
El público oye y ve la primera escena, que se desarrolla en el comedor, a través tanto de la cuarta pared transparente del edificio como de las cortinas de gasa transparentes del arco del comedor. Es en el curso de esta escena reveladora cuando asciende, lentamente, la cuarta pared y desaparece. Esta pared exterior transparente no vuelve a bajar hasta el final de la obra, en el último parlamento de Tom.
El narrador constituye una convención no disimulada de la pieza. Se toma las licencias que hagan falta con la convención dramática siempre que convenga a sus propósitos.
Entra Tom. Va vestido como un marino mercante. Cruza hasta la escalera de incendios, donde se detiene y enciende un cigarrillo. Se dirige el público.
TOM: Es cierto, me reservo algunos trucos, me guardo algún as en la manga. Pero soy lo contrario de un mago de la escena. Él ofrece una ilusión con apariencia de verdad, yo os entregaré la verdad con el amable disfraz de la ilusión.
Para empezar, retrocedo en el tiempo, regreso a aquel curioso período, los años treinta, en el que la inmensa clase media norteamericana se matriculaba en una escuela para ciegos. La vista les falló, o fueron ellos quienes no reaccionaron a lo que veían sus ojos, y así, a la fuerza, sus dedos empezaron a presionar el impetuoso alfabeto Braille de una economía en disolución.
En España se libraba una revolución; aquí no había más que alboroto y desconcierto. En España estaba Guernica; aquí los trabajadores organizaban algaradas, a veces muy violentas, en ciudades por lo demás pacíficas como Chicago, Cleveland, St. Louis… Éstas son las circunstancias sociales que rodean la obra.
(Empieza a sonar la música.)
La obra es recuerdo, memoria. Por ser una pieza de recuerdos, la iluminación es tenue, sentimental, no realista. En la memoria parece que todo sucediera con música. Eso explica el violín que se oye entre bastidores.
Yo soy el narrador de la obra y también uno de sus personajes. Los demás son mi madre, Amanda, mi hermana, Laura, y un pretendiente que aparece en las últimas escenas. Él es el personaje más realista de esta historia, un emisario del mundo real del que, de algún modo, los demás vivíamos apartados. Pero, puesto que en mi condición de poeta tengo debilidad por los símbolos, recurro a ese personaje también como símbolo; representa ese algo que no acaba de llegar pero que seguimos esperando y por lo que vivimos.
Existe un quinto personaje que no aparece salvo en esa impresionante fotografía que está en la pared, encima de la repisa. Se trata de nuestro padre, que nos abandonó hace mucho tiempo. Era empleado de la telefónica y se enamoró de las largas distancias; dejó su trabajo en la compañía de teléfonos y se marchó batiendo palmas…
Lo último que supimos de él fue una postal de Mazatlán, una ciudad mexicana de la costa del Pacífico. La postal tenía un mensaje, dos palabras: «¡Hola! ¡Adiós!»; y ninguna dirección…
Y creo que el resto de la obra se explica por sí misma…
(Se oye la voz de Amanda al otro lado de las cortinas del arco del comedor.)
(En la pantalla puede leerse lo siguiente: «Ou sont les neiges».[2])
(Tom separa las cortinas y entra en el comedor. Amanda y Laura están sentadas en una mesa de alas abatibles. Comen de forma mímica, es decir, sin cubiertos ni comida. Amanda está de cara al público, Tom y Laura estarán sentados de perfil. El interior se ha iluminado suavemente y a través de la pared exterior transparente vemos a Amanda y a Laura, sentadas a la mesa.)
AMANDA (llamando): ¡Tom!
TOM: Sí, madre.
AMANDA: ¡No podemos bendecir la mesa hasta que vengas!
TOM: Ya voy, madre. (Se inclina ligeramente y se retira, reapareciendo instantes después en su sitio de la mesa.)
AMANDA (a su hijo): Cariño, no te ayudes con los dedos. Si tienes que ayudarte con algo, hazlo con lo que hay que hacerlo, con un trozo de pan. ¡Y mastica, mastica! Los animales secretan ciertas sustancias que les permiten digerir la comida sin masticar, pero las personas tenemos que masticar la comida antes de tragar. Come despacio, hijo, y disfruta de la comida. Un plato bien cocinado ofrece un montón de sabores deliciosos y hay que mantener la comida en la boca para apreciarlos. Así que mastica, ¡y da a tus glándulas salivares la oportunidad de funcionar!
(Tom deja en la mesa su tenedor imaginario y, sin levantarse, se aparta de la mesa.)
TOM: No he disfrutado ni un solo bocado de esta comida por culpa de tus constantes indicaciones sobre cómo hay o no hay que comer. Como deprisa por tu culpa, por esa atención de halcón con la que observas cada uno de los bocados que me llevo a la boca. ¡Me pone enfermo, me quita el apetito tanta charla sobre las sustancias que secretan los animales, sobre las glándulas salivares, sobre la masticación!
AMANDA (alegremente): ¡Qué carácter! ¡Igual que las estrellas del Metropolitan!
(Tom se levanta y se acerca al cuarto de estar.)
No te he dado permiso para que te levantes.
TOM: Voy por un cigarrillo.
AMANDA: Fumas demasiado.
(Laura se levanta.)
LAURA: Voy a traer el postre.
(Tom se queda junto a las cortinas del arco del comedor, con un cigarrillo.)
AMANDA (levantándose): Nada de eso, hermanita, nada de eso. Esta vez usted será la dama y yo la negrita.
LAURA: Ya me he levantado.
AMANDA: Vuelve a sentarte, hermanita. Quiero que estés guapa y descansada… ¡para los caballeros que puedan venir!
LAURA (sentándose): No espero a ningún caballero.
AMANDA (acercándose a la cocina, vivazmente): ¡A veces llegan cuando una menos se los espera! Escucha, me acuerdo de que un domingo por la tarde en Blue Mountain…
(Entra en la cocina.)
TOM: ¡Esa historia me suena!
LAURA: Ya, pero déjala. Que la cuente.
TOM: ¿Otra vez?
LAURA: Le encanta contarla.
(Vuelve Amanda con una pequeña fuente con el postre.)
AMANDA: Un domingo por la tarde en Blue Mountain… tu madre recibió… ¡a diecisiete caballeros! Fijaos, había veces en que no teníamos sillas suficientes para acomodarlos a todos. Teníamos que mandar al negro a buscar sillas plegables a la parroquia.
TOM (sin moverse de las cortinas del arco del comedor): ¿Y cómo lo hacías para agasajar a tanto caballero?
AMANDA: ¡Conocía el arte de la conversación!
TOM: No me cabe duda.
AMANDA: Que no te quepa duda. En mis tiempos, las chicas sabíamos hablar.
TOM: Ah, ¿sí?
(Imagen en la pantalla: Amanda de joven en el porche de una casa recibiendo a unos caballeros.)
AMANDA: Sabíamos recibir a un caballero. No bastaba con tener una cara bonita o una figura esbelta, aunque yo no podía quejarme en ninguno de esos aspectos. Además, había que tener un ingenio vivaz y una lengua capaz de adaptarse a las circunstancias.
TOM: ¿De qué hablabais?
AMANDA: ¡De cosas importantes, de lo que pasaba en el mundo! Nada de groserías, ni de cosas vulgares y corrientes.
(Se dirige a Tom como si estuviera sentado en la silla vacía de la mesa aunque él sigue junto a las cortinas del arco del comedor. Tom interpreta la escena como si estuviera leyendo el texto.)
Los jóvenes que me cortejaban eran unos caballeros, ¡todos ellos! Entre mis pretendientes se contaban algunos de los jóvenes hacendados más importantes del delta del Mississippi: ¡los dueños de grandes plantaciones o sus hijos!
(Tom hace una señal y comienza una música y la luz se concentra sobre Amanda, que levanta los ojos. Le brilla la cara y su voz se hace rica y elegíaca.)
(En la pantalla: «Ou sont les neiges d’antan?».[3])
Estaban el joven Champ Laughlin, que luego llegaría a ser vicepresidente del Banco de los Plantadores del Delta. Hadley Stevenson, que se ahogó en el lago de la Luna dejando viuda y ciento cincuenta mil dólares en bonos del Estado. Estaban los hermanos Cutrere, Wesley y Bates. ¡Bates era uno de mis guapos particulares! Se peleó con el chico de los Wainwright, un salvaje. Acabaron a tiros en el casino del lago. Bates recibió un disparo en el estómago. Murió en la ambulancia que lo llevaba a Memphis. Pero también dejó bien apañada a su viuda: ocho o diez mil acres de tierra ni más ni menos. Se casó con ella por despecho —no la quería—, ¡la noche que murió llevaba una foto mía! ¡Y estaba aquel chico en el que habían puesto el ojo todas las chicas del Delta! El chico de los Fitzhugh, de Greene County, ¡era tan guapo y tan inteligente…!
TOM: ¿Qué le dejó a su viuda?
AMANDA: ¡No llegó a casarse! ¡Qué gracia! Lo dices como si todos mis antiguos admiradores estuvieran criando malvas.
TOM: ¿No es el primero de los que has dicho que todavía vive?
AMANDA: Ese chico de los Fitzhugh se marchó al norte e hizo una fortuna. ¡Le llamaban el rey de Wall Street! Igual que el rey Midas: convertía en oro todo lo que tocaba. Y yo, si no te importa, podría haberme convertido en la señora de Duncan J. Fitzhugh. ¡Pero escogí a tu padre!
LAURA (levantándose): Madre, deja que quite la mesa.
AMANDA: No, querida, tú ve al salón y ponte a estudiar mecanografía. O practica un poco de taquigrafía. ¡Y te quiero guapa y descansada! Es casi la hora de que empiecen a llegar nuestros caballeros. (Sale corriendo hacia la cocina, como una jovencita.) ¿Cuántos crees que vendrán esta tarde?
(Tom suelta el papel con un gruñido.)
LAURA (sola en el comedor): No creo que venga ninguno, madre.
AMANDA (reapareciendo, alegre): ¿Cómo que ninguno? ¿Ninguno? ¡Será una broma!
(Laura se suma nerviosamente a su risa. Atraviesa como una fugitiva las cortinas entreabiertas y las cierra con cuidado. Sobre su rostro, enmarcado por la tela desvaída de las cortinas del arco del comedor, recibe un haz de luz muy clara. La música de «El zoo de cristal» empieza a sonar débilmente mientras Amanda continúa, con la misma alegría.)
¿Ningún caballero? Eso no puede ser. ¡Habrá habido alguna inundación, algún tornado!
LAURA: No ha habido ninguna inundación, ni ningún tornado, madre. Es sólo que yo no soy tan popular como lo eras tú en Blue Mountain…
(Tom gruñe otra vez. Laura lo mira con un sonrisa débil, de disculpa. Se le agarra un poco la voz:)
Madre teme que me convierta en una solterona.
(El escenario se va apagando con la música de «El zoo de cristal».)