El 26 de diciembre de 1944, mientras Estados Unidos sintonizaba la radio para seguir el desarrollo de la crucial batalla de las Ardenas en Bélgica, un autor joven e inquieto se esforzaba por calmar sus nervios a propósito de asuntos menos internacionales. El telón estaba a punto de alzarse en el Civic Theatre de Chicago y él, mientras esperaba, daba vueltas de un lado a otro con una preocupación no del todo infundada. Los últimos ensayos no habían ido bien, las rencillas entre bastidores amenazaban la química del escenario y la ciudad parecía haber echado el cierre a causa de un tiempo glacial. Además, ese joven dramaturgo no podía dejar de pensar en su estreno anterior: un desastre. En efecto, casi cuatro años antes, un bisoño Tennessee Williams había tenido que hacer frente a la humillación y al más hondo desaliento tras el calamitoso estreno en Boston de Battle of Angels [Batalla de ángeles], la primera de sus obras que había sido llevada a escena con una producción de envergadura. Tras el fiasco y después de vagar durante dos años por Estados Unidos sumido en una penuria económica casi absoluta, Williams recaló finalmente en Hollywood, donde consiguió un prometedor pero a la postre breve contrato con la Metro-Goldwyn-Mayer. En Hollywood trabajó con denuedo y escaso agrado como guionista de plantilla al tiempo que continuaba la escritura de sus propias obras (entre ellas, la que finalmente habría de convertirse en El zoo de cristal), lamentándose de lo que consideraba «una especie de rayo de la muerte espiritual proyectado sobre los salones de Hollywood».
Aunque llevaba trabajando en El zoo desde finales de la década de 1930, que Williams se concentrara plenamente en concluirla, lo que ocurrió mientras estaba a sueldo de la MGM, fue con toda probabilidad consecuencia de su recurrente regreso a cuanto ocurría en la casa familiar. En 1943, poco antes de su llegada a la costa Oeste, a su hermana Rose le habían efectuado una lobotomía prefrontal en St. Louis y bien puede decirse que, a cierto nivel, El zoo de cristal representa el intento de Williams de aceptar la enfermedad de su hermana y, quizá, de exorcizar su culpa por no haber hecho más para evitar la operación. En la MGM, mientras escribía lo que llamaba «sujetadores de celuloide» para actrices como Lana Turner, Williams continuaba escribiendo El zoo y llegó a ofrecer una adaptación cinematográfica del texto (por aquel entonces titulado The Gentleman Caller [El pretendiente]) a la Metro (que luego perdería una guerra de ofertas por conseguir los derechos para el cine de la pieza teatral). Por supuesto, el objetivo de Tennessee Williams era acabar en Broadway, pero de común acuerdo con la compañía decidió estrenar en Chicago «antes de enfrentarse a los críticos de Nueva York». Pese a que antes de la noche del estreno había resuelto muchas dificultades, el autor se enfrentaba todavía a diversos obstáculos de última hora, incluidas las admoniciones de Eddie Dowling, el productor, y de otros que le instaban a introducir cambios significativos en el texto. Gracias a su flexibilidad y resistencia, a la calidad extraordinaria del texto, al estupendo trabajo de los actores y tal vez a la suerte, su obstinada persecución de la fama obtuvo por fin sus frutos. A medida que iban publicándose las críticas y la compañía se preparaba para su traslado al Playhouse Theatre de Nueva York (donde se hicieron 563 representaciones de la obra), todos tenían la sensación de que el teatro norteamericano se encontraba ante una notable transformación. El público se conmovía profundamente por el patetismo que reina en el hogar de los Wingfield y, en el papel de Amanda, Laurette Taylor hizo una interpretación casi mítica, pero fue el autor novel de maneras sureñas, lenguaje poético y gran habilidad dramatúrgica quien más fascinó a críticos y aficionados. Con no poco asombro por su parte, Tennessee Williams pasó a ser objeto de adulación, a convertirse en una celebridad. Tres años después, cuando todavía intentaba acostumbrarse a su nuevo estatus, Williams describió este giro copernicano del siguiente modo: «Me arrancó de un anonimato casi total y me empujó a una relevancia repentina […] la catástrofe del Éxito»[1].
En el período inmediatamente anterior a la redacción definitiva de El zoo de cristal y mientras trabajaba en varios textos a la vez, Williams se dedicó también a la formulación de una nueva estética del teatro. Asiduo a las salas de cine desde la infancia, experimentaba con una estructura dramática más fluida que, de algún modo, emulase la técnica de puesta en escena cinematográfica, el método mediante el cual un director de cine orquesta un acontecimiento en beneficio de la cámara. Argumentando la necesidad de un «drama escultural» Williams escribió: «Lo imagino con una movilidad reducida dentro del escenario, con poses estatuarias o cuadros vivos, algo parecido a un tipo de baile en el que los movimientos se han destilado hasta lo esencial o lo más significativo». (Nos viene a la cabeza de inmediato un ejemplo de esta técnica: la última escena de El zoo, en la que vemos que, como una Virgen Madre, Amanda consuela a Laura.) En cierto modo, las innovaciones escénicas de Williams eran un reciclaje del teatro expresionista europeo, pero la combinación de los elementos de su «teatro plástico» (con su énfasis en la representación de la realidad) con su exquisito lirismo romántico dio como resultado una nueva y formidable fuerza en la escena norteamericana.
Hoy resulta fácil comprender por qué en la década de 1940, en medio de un clima teatral estático y predecible, el público estadounidense, cansado de tanto teatro en exceso realista y prosaico, acogió los proteicos dones de Williams con tanto entusiasmo. Su voz novel resultó oportuna en un ambiente propicio, de acuerdo, pero ¿por qué El zoo de cristal continúa causándonos fascinación? ¿Por qué atrapó a actrices del talento de Helen Hayes, Jessica Tandy, Katharine Hepburn y Joanne Woodward? ¿Por qué se ha traducido, tan improbablemente, a idiomas como el árabe y el tamil? ¿Por qué se han hecho de ella cuatro adaptaciones para el cine? ¿Por qué incluso hoy puede verse en institutos o en el teatro Haymarket de Londres? ¿Por qué ha dado pie a un número casi incontable de análisis literarios? Más de cincuenta años después de que los Wingfield subiesen al escenario por vez primera, esta familia disfuncional continúa siendo igual de popular.
No es mera casualidad que muchos de los textos dramáticos más memorables del teatro norteamericano, desde Largo viaje hacia la noche hasta El niño enterrado, pasando por Muerte de un viajante y Quién teme a Virginia Woolf, describan tensiones familiares y enajenaciones, el toma y daca de las guerras domésticas. En realidad, la venerable tradición de dramatizar los conflictos familiares no es en modo alguno únicamente norteamericana: el tema trasciende las culturas, es anterior al Hamlet de Shakespeare y se remonta al teatro de Esquilo. Ciertamente, Tennessee Williams se percató de que situar las crisis del corazón en el seno de la familia proporcionaría material más que suficiente para conseguir la empatía del público y su catarsis, puesto que la mayoría puede identificarse con facilidad con esos niveles de conflicto emocional.
Los años que Williams pasó en St. Louis fueron de los más desgraciados de su vida. Cuando, en una entrevista, le preguntaron qué le había llevado a Nueva Orleans, Williams contestó: «St. Louis». Escribir El zoo fue una experiencia nacida de la pena: «La obra más triste que he escrito. Está llena de dolor. Verla me resulta doloroso». Su escritura convocó poderosos recuerdos de su vida familiar, particularmente las diferencias con su madre y la triste existencia de su hermana Rose.
Los paralelismos entre las familias Williams y Wingfield los han puesto de manifiesto el propio Williams y sus biógrafos. En St. Louis los Williams vivían en un piso muy modesto, tras sufrir un golpe que los alejó de forma traumática de su acomodada y socialmente bien considerada existencia con los Dakin (los abuelos maternos de Tennessee) en Mississippi. Al igual que el inconsolable narrador de El zoo, Tennessee (cuyo nombre de pila auténtico era Tom) trabajaba en un almacén de zapatos sin dejar de soñar en convertirse en escritor. Su hermana Rose (modelo para Laura) tenía muchos problemas y quienes la conocieron bien admitían que Edwina Williams era «idéntica» a Amanda. Tom invitó a casa a un posible pretendiente para Rose y ésta tenía una colección de animalitos de cristal, aunque Dakin, el hermano menor de Tennessee, recordaría más tarde que no constaba «más que de dos o tres figurillas […] muy baratas, compradas probablemente en Woolworth’s». Aunque puede decirse que la mayoría de los textos de Williams son autobiográficos en cierta medida, es importante recordar que por cada semejanza evidente existe también una desviación significativa. En primer lugar, en los años de St. Louis, los que describe El zoo, Dakin también vivía en el hogar de los Williams. Además, a diferencia del señor Wingfield, Cornelius Williams, el padre del autor, solía estar en casa cuando no estaba trabajando. Como Dakin Williams recordaría: «Mi padre se pasaba en casa todo el tiempo; ése era uno de los mayores problemas de nuestra familia». En la búsqueda de huellas autobiográficas en los textos de Williams es, por tanto, más indicado considerar su oeuvre no como una reproducción de la experiencia real, sino como un hológrafo orgánico, sintetizado y embellecido por la experiencia, análogo a la serie de Monet sobre la catedral de Ruán o a los cuadros de Gauguin dedicados a la vida en Tahití. De los tristes años de St. Louis, Williams extrajo material suficiente para escribir una historia totalmente accesible y compleja sólo en apariencia.
A medida que se va desplegando el fracturado mundo de los Wingfield, la primera fisura evidente es el anonimato social en el que han caído, porque viven en «una de esas apretadas colmenas […] como una confusa masa llena de automatismo». Marginados como colectivo, en su condición de individuos en busca de su identidad se las bandean aún peor. Amanda, Laura y Tom habitan nuestros miedos secretos mientras procuran, sin conseguirlo, ocultar sus respectivos demonios a los demás o reprimirlos. En consecuencia, El zoo es la historia de los miembros de una familia cuyas vidas forman un triángulo de pacífica desesperación. Sumidos en su personal versión del infierno, los Wingfield se esfuerzan al mismo tiempo por escapar a la fuerza de gravedad de las patologías de los demás.
En realidad, sus pautas de huida constituyen un leitmotiv que contribuye a estructurar la obra, y es que todos los personajes quieren huir; si no literalmente, sí a través de la imaginación. El señor Wingfield, el «empleado de la telefónica que se enamoró de las largas distancias» es el primer fugitivo de la «apretada colmena». La sonrisa de su omnipresente imagen y su escueta postal («¡Hola!-¡Adiós!») sugieren que su partida no le causa el menor pesar. Tom se siente una víctima de este abandono, lo cual dificulta todavía más su inevitable elección entre el sacrificio y la libertad. El remedo de aventura que Tom vive «en el cine» ha de ceder al final a su apresurada evasión para enrolarse en un barco mercante. Parte para «intentar encontrar en el movimiento lo que estaba perdido en el espacio». Pero su partida exige un alto precio, porque, finalmente, se percata de que la reclusión de Amanda y de Laura las confinará todavía más en sus respectivos mundos de recuerdos y unicornios de cristal. Aunque Tom acaba por seguir los pasos de su padre, las inextinguibles llamas de su hermana condenarán, como el albatros de la Balada del viejo marinero, su viaje para siempre. Es posible que Tom pueda interpretar su propia versión de «Malvolio el Mago» y exiliarse del piso-ataúd de los Wingfield, pero al final ha de volver para contar su historia empleando otros trucos de magia (como el de describir la acción para luego «desaparecer» en ella) para validar su punto de vista. Asimismo, las diversas complejidades de Tom —es el artista/soñador/romántico/incomprendido marginado y prototípico de Williams— le identifican como uno de los «fugitivos» más fácilmente reconocibles del autor, lo cual demuestra qué fino puede ser el velo con que el arte disimula lo biográfico.
Es posible que Tom sea un soñador, pero nadie tiene un asidero con la realidad más tenue que Amanda. Adecenta su patética existencia con recuerdos inventados de posibles pretendientes y con la ajada confianza en lo que pudo ser. Sus raptos poéticos, en particular los de su memorable cuadro vivo, la retrotraen a un tiempo y a un espacio en los que la vida consistía en elecciones prometedoras. Sus divagaciones, que casi funcionan como monólogos interiores, parecen una confusa y desenfocada yuxtaposición de quizá con es muy improbable (¿de verdad tuvo diecisiete pretendientes?) y ponen de relieve hasta qué extremo puede huir hacia el pasado, lejos de las exigencias del piso de St. Louis, en otra dimensión donde los recibos de la luz sí se pagan, un porche sustituye a la escalera de incendios y conciliar las citas con sus galanes se convierte en su preocupación más acuciante. De forma irónica, su idealizado pasado se convierte en un deseo no cumplido de felicidad futura para su hija, esperanza que contrasta tristemente con las perspectivas reales de que Laura encuentre novio. Amanda, que normalmente se niega a admitir la improbabilidad de que Laura encuentre la felicidad, se ve obligada a afrontar la verdad tras el desastroso paso de El pretendiente y arremete contra Tom y reconoce, por primera vez, que es una «madre abandonada» y que su «egoísta» hijo tiene una «hermana soltera, coja y sin trabajo». Espectadores y lectores pueden demonizar a Amanda o considerarla una santa torpe y errada, pero la complejidad de su carácter (sugerida en primer lugar por Williams en su descripción de los personajes) impide una valoración simplista de su faceta maternal. Al desear lo mejor para sus hijos ya adultos y al mismo tiempo querer dictar las condiciones en que han de vivir, Amanda es una madre para quien todo ha de permanecer en el terreno de la ambivalencia.
Si inventando un pasado idealizado Amanda procura compensar su existencia presente, el retiro de Laura al mundo de sus figurillas de cristal le proporciona su única evasión imaginativa. Con una timidez casi patológica y una vulnerabilidad absoluta, Laura se sitúa simbólicamente junto a las figuritas de su estantería. Incapaz de conservar un empleo, incapaz de completar siquiera un curso de mecanografía, se diría que su retiro —su reclusión— de ese «mundo de truenos» la aísla de un caos mayor… hasta que surge la promesa de una relación.
En el triángulo de desesperación de los Wingfield entra un joven insufriblemente banal, «simpático y corriente» llamado Jim O’Connor. Jim es uno de esos personajes que, como el Mitch de Un tranvía llamado Deseo, aspira a la normalidad y obtiene un éxito completo. En cierto modo más unidimensional que otros personajes recortables de Williams, Jim cree en el veloz avance de la democracia y en el «Siglo del Progreso» del sistema. Además, tiene una confianza absoluta en el futuro, lo cual, paradójicamente, es un indicativo seguro de que no forma parte de la «compañía de visionarios» de Williams. Cuando su llegada pone en peligro el aislamiento de Laura, el primer impulso de ésta es echar a correr, la reacción propia de una criatura herida. A medida que la visita avanza, lo mismo sucede con el efímero coqueteo de Laura con el mundo de la normalidad. Cuando se rompe el cuerno del unicornio, uno de los momentos más brillantes y simbólicos de la obra, creemos por unos segundos que se ha liberado de su maldición, especialmente después del beso. Sin embargo, ese breve interludio romántico va seguido de un pasaje disonante y horrible, la irrupción de Betty, y en ese punto la rotura del cuerno cobra un significado más oscuro. Aunque Jim corteja a Laura sin maldad, tampoco lo hace con sensatez, y cuando «sonríe y se escabulle con rapidez», lo hace relativamente ajeno al daño que deja a su espalda, al universo de unicornios rotos y al sueño hecho añicos de Laura de encontrar compañía.
Con esta «obra de recuerdos», Tennessee Williams nos transporta a universos íntimos en los que el deseo choca con la obstinada realidad, en los que la pérdida sustituye a la esperanza. Después de más de medio siglo esta obra que explora tantos aspectos de la condición humana continúa atrayéndonos. Con este su primer gran éxito artístico de su nuevo «teatro plástico», Tennessee Williams demostró que era capaz de sintetizar música, poesía y efectos visuales en situaciones emocionalmente absorbentes y poderosas subrayadas desde la estructura con episodios simbólicos tan cautivadores que el espectador abandona su butaca —y el lector la última página— enriquecido con una colección de momentos capaz de cautivar a cualquier persona sensible. En cierta ocasión, Williams dijo: «[El zoo es] mi primera obra tranquila y tal vez la última». Desde esa tranquilidad, sin embargo, sus personajes gritan de desesperación mientras tienden la mano en busca de comprensión. En tanto estemos allí para escucharlos.
ROBERT BRAY,
director de The Tennessee Williams Annual Review