PORT MESA, TEXAS

OCTUBRE DE 1998

Una noche en Crockett’s Last Stand, Rachel Smith participa en una conversación de borrachos sobre las razones por las que valdría la pena morir en esta vida.

—Por el país —dice un tipo que acaba de incorporarse al Ejército. Y los otros brindan por ello.

—Por el amor —dice otro. Y consigue que la gente lo abuchee.

—Por los Mavericks de Dallas —grita alguien—. Hemos dado la vida por ellos desde que entraron en la NBA.

Risas.

—Hay muchas cosas por las que vale la pena morir —dice Rachel Smith, mientras se acerca a la mesa, una vez finalizado su turno, con un vaso de whisky en la mano—. Muere gente todos los días —dice— por cinco dólares. Por mirar a la persona equivocada en el momento equivocado. Por un puñado de camarones. El hecho de morir no es lo que nos indica el valor de una persona.

—¿Qué es, pues? —grita alguien.

—Matar —contesta Rachel.

Hay un momento de silencio mientras los hombres del bar piensan en lo que acaba de decir, y se dan cuenta de que ese tono de voz duro y tranquilo guarda una estrecha relación con algo que hay en su mirada, algo que pone muy nervioso a quien lo observa desde demasiado cerca.

Elgin Bern, capitán del Blue’s Edén, el mejor barco pesquero de camarones de Port Mesa, pregunta al cabo de un rato:

—¿Por qué estaría dispuesta a matar, Rachel?

Rachel sonríe. Alza el vaso de whisky para que la luz fluorescente que hay encima de la mesa de billar se refleje y permanezca dentro de los cubitos de hielo.

—Por mi familia —asegura Rachel—. Y sólo por mi familia.

Un par de tipos ríen tímidamente.

—Sin pensarlo dos veces —insiste Rachel—. Sin mirar atrás.

Sin compasión.

FIN