ENCUENTRO ENTRE MADRE E HIJA
El encuentro entre madre e hija, tal y como lo designaron los titulares del News de la mañana siguiente, fue retransmitido en directo a las 8.05 de la tarde, en todas las cadenas de televisión locales el día 7 de abril.
Bañada por la blanca luz de los focos, Helene daba brincos de alegría en el porche principal, completamente rodeada de periodistas, mientras recibía a Amanda de brazos de la asistenta social. Dio un grito y, con las mejillas bañadas en lágrimas, le besó los pómulos, la frente, los ojos y la nariz.
Amanda rodeó el cuello de su madre con los brazos, apoyó la cara junto a su hombro, y en ese momento varios vecinos empezaron a aplaudir con fuerza. Helene alzó la vista para ver de dónde procedía ese sonido, totalmente confundida. Entonces sonrió con una timidez recatada, parpadeó a causa de las luces, acarició la espalda de su hija y su sonrisa se ensanchó.
Bubba estaba en la sala de estar delante de mi televisor; se dio la vuelta.
—Entonces todo ha salido bien, ¿no?
Asentí.
—Eso parece.
Volvió la cabeza en el momento en que Angie cruzaba el pasillo de un salto con otra caja, la colocaba en el montón que había fuera de la puerta principal, y volvía a entrar apresuradamente en el dormitorio.
—¿Por qué se marcha?
Me encogí de hombros.
—Pregúntaselo a ella.
—Ya lo he hecho, pero no me lo quiere decir.
Volví a encogerme de hombros. No confiaba en mí lo suficiente para poder hablar.
—¡Eh, hombre! —se excusó—. No me siento nada cómodo ayudándola a trasladarse, ¿sabes?, pero me lo ha pedido.
—Está bien, Bubba, no pasa nada.
En la televisión, Helene le contaba a un periodista que se consideraba la mujer más afortunada del mundo.
Bubba movió la cabeza y salió de la habitación, cogió el montón de cajas que había en la entrada y las bajó penosamente por las escaleras.
Me apoyé en la puerta del dormitorio y observé a Angie, que sacaba las camisas del armario y las tiraba encima de la cama.
—¿Te encontrarás bien?
Alargó la mano y cogió un montón de perchas.
—Estaré bien.
—Creo que deberíamos hablar sobre ello.
Alisó las arrugas que había en la primera camisa.
—Ya lo hablamos en el bosque. No tengo nada más que decir.
—Pues yo sí.
Abrió la cremallera de una bolsa, levantó el montón de camisas, las colocó dentro y cerró la cremallera.
—Pues yo sí —repetí.
—Algunas de estas perchas son tuyas, ya te las devolveré.
Cogió las muletas y se balanceó hacia mí.
Permanecí donde estaba, bloqueando la puerta.
Bajó la cabeza, miró el suelo.
—¿Te vas a quedar ahí para siempre?
—No lo sé. Dímelo tú.
—Sólo lo decía por si dejaba o no las muletas. Si no me muevo, después de un rato se me duermen los brazos.
Me hice a un lado, cruzó la puerta y se encontró con Bubba, que subía por las escaleras.
—Hay una bolsa encima de la cama —le dijo—. Es la última.
Se encaminó hacia la escalera y oí el ruido que hizo al juntar las muletas; las sostuvo con una mano mientras con la otra se apoyaba en la barandilla y empezó a bajar las escaleras.
Bubba cogió la bolsa que había en la cama.
—¡Hombre! —me espetó—. ¿Qué le has hecho?
Recordé a Amanda sentada en el banco del porche entre los brazos de Tricia Doyle, la manta que les protegía del frío, las dos hablando tranquila e íntimamente.
—Le he roto el corazón —contesté.
Durante las semanas que siguieron, Jack Doyle, su mujer, Tricia, y Lionel McCready fueron acusados por el gran jurado federal de los cargos de secuestro, encarcelación de un menor, imprudencia temeraria y negligencia grave de un menor. Jack Doyle también fue acusado de los asesinatos de Chistopher Mullen y del Faraón Gutiérrez, así como del asesinato frustrado de Lionel McCready y del agente federal Neal Ryerson.
A Ryerson le dieron el alta en el hospital. Los médicos pudieron salvarle el brazo, pero se le quedó inútil, tal vez de forma temporal pero seguramente para siempre. Regresó a Washington, donde le asignaron tareas de oficina en el Programa para la Protección de Testigos.
Fui llamado a declarar ante el gran jurado y se me pidió que contara bajo juramento todo lo que sabía respecto a lo que la prensa había calificado de escándalo del secuestro de policías. Nadie pareció comprender que el término en sí implicaba que eran los policías los que eran secuestrados y no los que habían llevado a cabo los secuestros; bien pronto esa designación se convirtió en sinónimo del caso, de la misma forma que Watergate se relacionó con la gran cantidad de actos de traición y de corrupción insignificante que Nixon cometió.
Ante el gran jurado, no aceptaron mis comentarios sobre los últimos minutos de vida de Remy Broussard, ya que no podían ser corroborados. Solamente me permitieron exponer los hechos exactos que había examinado sobre el caso y que había archivado en la carpeta correspondiente.
Nunca se llegó a acusar a nadie de las muertes de David Martin el Pequeñajo, Kimmie Niehaus, Sven «Cheese» Olamon, o de Raymond Likanski, cuyo cuerpo jamás apareció.
El fiscal federal me dijo que dudaba que llegaran a acusar formalmente a Jack Doyle de las muertes de Mullen y Gutiérrez, pero que como era totalmente evidente que había estado involucrado, dictaría una sentencia severa por la acusación de secuestro para que no volviera a ver la luz del día en su vida.
Rachel y Nicholas Broussard desaparecieron la misma noche en que Remy murió; se marcharon con, según supusieron casi todos los que estaban en el lado de la fiscalía, doscientos mil dólares del dinero de Cheese.
Los esqueletos que encontraron en el sótano de Leon y Roberta Trett fueron identificados como el de un niño de cinco años que había desaparecido hacía dos años de Western Vermont y el de una niña de siete que aún no ha sido identificada ni reclamada.
En junio pasé por casa de Helene.
Me dio un abrazo, y me apretó tanto con sus huesudas muñecas que me amorató los músculos del cuello. Olía a perfume y llevaba los labios pintados de un color rojo brillante.
Amanda estaba sentada en el sofá de la sala de estar y miraba una comedia sobre el padre soltero de dos precoces hermanos gemelos de seis años. El padre era gobernador o senador o algo así, y por lo que llegué a ver, siempre parecía estar en la oficina y no tenía canguro. Siempre se dejaba caer por allí un manitas hispano que se quejaba de que su mujer, Rosa, tenía dolor de cabeza. Contaba chistes verdes sin parar mientras que los gemelos se reían maliciosamente y el gobernador intentaba dar una imagen de seriedad y tenía que esconder sus sonrisas. Al público le encantaba, y se ponía como loco cada vez que contaba un chiste.
Amanda simplemente estaba allí sentada. Llevaba un camisón de color rosa, que necesitaba que lo lavaran, o como mínimo que lo dejaran en remojo con un poco de Woolite. No me reconoció.
—Cariño, éste es Patrick, mi amigo.
Amanda me miró y levantó una mano.
Le devolví el saludo, pero ya estaba mirando la televisión de nuevo.
—Le encanta este programa. ¿No es así, cariño?
Amanda no dijo nada.
Helene cruzó la sala de estar, con la cabeza ligeramente inclinada porque se estaba colocando un pendiente en la oreja.
—¡Tío, Bea te odia por lo que le hiciste a Lionel!
La seguí hasta el comedor mientras ella iba recogiendo rápidamente cosas de la mesa y las metía en el bolso.
—Seguramente por eso no me ha pagado.
—Podrías demandarla —dijo Helene—, ¿no es verdad? Podrías hacerlo, ¿no?
Lo pasé por alto.
—¿Y tú qué? ¿También me odias?
Negó con la cabeza, se alisó el pelo a ambos lados de la cara.
—¿Estás de broma? Lionel se llevó a mi hija. Por muy hermano que sea, que se vaya a la mierda. A Amanda le podría haber pasado algo, ¿sabes?
A Amanda se le crispó ligeramente la cara cuando oyó a su madre decir la palabra «mierda».
Helene se pasó tres pulseras de plástico color pastel por la muñeca y movió el brazo para colocarlas en el lugar adecuado.
—¿Vas a salir? —pregunté.
Sonrió.
—Sí, claro. Hay un tipo que me vio en televisión y cree que soy… bien, como una gran estrella —se rió—. ¿No te parece divertido? Bien, me ha pedido que salga con él. Es muy mono.
Miré a la niña en el sofá.
—Y Amanda, ¿qué?
Me dedicó una gran sonrisa.
—Dottie la vigilará.
—¿Dottie ya lo sabe? —pregunté.
A Helene le dio la risa tonta.
—Estará aquí dentro de cinco minutos.
Observé a Amanda mientras la imagen televisiva de un abrelatas eléctrico se le reflejaba en la cara. Veía la lata abrirse como una boca en su frente, con su cuadrada barbilla teñida de azul y de blanco, con los ojos abiertos y mirando la televisión sin ningún interés mientras sonaba la melodía del anuncio. Un setter irlandés sustituyó al abrelatas, saltó a través de la frente de Amanda y se revolcó en un verde prado.
—El caviar de la comida para perros —decía la locutora—. Porque, ¿no creen que su perro merece que lo traten como si fuera uno más de la familia?
«Depende del perro —pensé—. Y de la familia».
Sentí una súbita punzada de dolor justo debajo del tórax; me dejó sin respiración; se alejó tan rápidamente como había llegado, pero sentí un punzante dolor que se instaló permanentemente en mis articulaciones.
Recobré la fuerza necesaria para cruzar la sala de estar.
—Adiós, Helene.
—¡Oh! ¿Te vas? Adiós.
Me detuve junto a la puerta.
—Adiós, Amanda.
Sin apartar la mirada del televisor, con la cara totalmente bañada de sus destellos plateados, Amanda dijo adiós. Tuve la sensación de que se lo decía al manitas hispano, que se disponía a ir a su casa para ver a Rosa.
Una vez fuera anduve durante un rato, y finalmente me detuve en el parque Ryan; me senté en el columpio en que me había sentado esa noche con Broussard, observé el estanque inacabado, donde una vez, Oscar y yo salvamos la vida de un niño de la locura de Gerry Glyn.
¿Y ahora? ¿Qué habíamos hecho? ¿Qué crimen habíamos cometido en el bosque de West Beckett, en la cocina donde habíamos arrancado a una niña de los brazos de unos padres que no tenían ningún derecho legal sobre ella?
Habíamos devuelto a Amanda a su casa. Eso es todo lo que habíamos conseguido, me dije a mí mismo. No habíamos cometido ningún delito. Sencillamente la habíamos devuelto a su propietario legítimo. Nada más y nada menos.
Eso es lo que habíamos hecho.
La habíamos llevado a casa.