35

—Antes de constituir la Brigada contra el Crimen Infantil —dijo Oscar—, Doyle trabajaba para la Brigada Antivicio. Era el sargento de Broussard y de Pasquale. Fue él quien dio el visto bueno a su traslado a la Brigada de Narcóticos, y unos años más tarde, cuando le nombraron teniente, se los llevó a la Brigada contra el Crimen Infantil. Fue Doyle quien evitó que trasladaran a Broussard a la academia de policía, después de que se casara con Rachel y los jefazos enloquecieran. Deseaban acabar con Broussard. Querían que se fuera. En este departamento, casarse con una prostituta es como reconocer que uno es homosexual.

Cogí uno de los cigarrillos de Devin, lo encendí, e inmediatamente me empezó a rodar la cabeza de tal forma que me quedé sin sangre en las piernas.

Oscar chupaba su cigarro; lo dejó en el cenicero, volvió a pasar otra hoja de su libreta.

—Todos los traslados, recomendaciones y condecoraciones que recibió Broussard fueron siempre aprobados por Doyle. Era el rabino de Broussard. Y también el de Pasquale.

Ya se había hecho de día, aunque era imposible darse cuenta de ello en la sala de estar de Devin. Las cortinas estaban totalmente corridas y la sala aún conservaba un vago aire metálico de la noche profunda.

Devin se levantó del sofá, quitó el CD de la bandeja, y lo sustituyó por los Grandes éxitos de Dean Martin.

—Lo peor de todo —dijo Oscar— no es que quizás esté colaborando en la destitución de un policía, sino que lo estoy haciendo mientras escucho esta mierda. —Volvió la cabeza para mirar a Devin en el mismo momento que éste volvía a colocar el CD de Sinatra en la estantería—. Hombre, ¿por qué no pones algo de Luther Allison, el disco de Taj Mahal que te regalé las navidades pasadas, cualquier cosa menos esto? ¡Mierda! Antes preferiría oír la basura que normalmente escucha Kenzie, toda esa panda de chicos blancos esqueléticos con una vena suicida. Como mínimo, tienen corazón.

—¿Dónde vive Doyle? —preguntó Devin, mientras se acercaba a la mesa auxiliar y cogía su taza de té; había dejado el Jack Daniel’s al rato de haber llamado a Oscar por teléfono.

Oscar frunció el ceño mientras Dino gorjeaba: «No eres nadie hasta que alguien te ama».

—¿Doyle? —dijo Oscar—. Tiene una casa en Neponset, a unos ochocientos metros de aquí. Aunque una vez, cuando organizaron una fiesta sorpresa porque cumplía sesenta años, fui a la segunda residencia que tiene en un pueblecito llamado West Beckett. —Me miró—. Kenzie, ¿de verdad crees que tiene a esa niña?

Negué con la cabeza.

—No estoy seguro, pero si está metido en esto, me apuesto cualquier cosa a que tiene al hijo de alguien en su casa.

A Angie la soltaron a las dos de la tarde; fui a buscarla en coche a la puerta trasera para esquivar a toda la multitud de periodistas que se encontraban en la puerta principal, atravesamos la calle Broadway y nos pusimos detrás del coche de Devin y Oscar, en el momento en que éstos apagaban las luces de estacionamiento y cruzaban el puente en dirección a Mass Pike.

—Ryerson saldrá con vida de esto —dije—, pero aún no se sabe si le podrán salvar el brazo.

Ella encendió un cigarrillo, asintió.

—¿Y Lionel?

—Ha perdido el ojo derecho. Aún está bajo el efecto de los calmantes. Y el camionero al que Broussard golpeó tiene una conmoción cerebral, pero se recuperará.

Le dio un ligero golpe a la ventana y dijo dulcemente:

—Me caía bien.

—¿Quién?

—Broussard. Me caía muy bien. Ya sé que fue a ese bar para matar a Lionel, y quizás a todos nosotros, y que me estaba apuntando con su pistola cuando yo le disparé…

Levantó las manos pero luego las dejó caer sobre el regazo.

—Hiciste lo que debías.

Asintió.

—Ya lo sé. Ya sé que lo hice. —Miraba fijamente el cigarrillo, que le temblaba en la mano—. Pero ojalá… ojalá las cosas no hubieran ido de ese modo. Me gustaba. Eso es todo.

Giré en dirección a Mass Pike.

—A mí también.

West Beckett era como una pintura de Rockwell en el corazón de las montañas Berkshire. Blancos campanarios rodeaban toda la ciudad; a ambos lados de la calle principal había paseos entablados de pino y bonitas tiendas de antigüedades y de edredones. El pueblo estaba situado en un pequeño valle, como si fuera una delicada figura de porcelana en el hueco de una mano; montañas verde oscuro —cubiertas por residuos de nieve que flotaban entre tanto verdor como si fueran nubes— lo rodeaban.

La casa de Jack Doyle, igual que la de Broussard, estaba algo apartada de la carretera, al final de una pendiente y escondida detrás de los árboles. Sin embargo, la suya estaba situada más cerca del bosque, al final de un camino de unos cuatrocientos metros a unos dos kilómetros de la casa más cercana, y tenía las contraventanas cerradas y la chimenea apagada.

Escondimos los coches a unos dieciocho metros de distancia de la carretera principal, junto al camino de entrada, e hicimos el resto del camino andando a través del bosque, despacio y con cautela, no sólo porque nos sentíamos totalmente neófitos en medio de la naturaleza, sino también porque Angie no podía apoyar las muletas con tanta facilidad como en el suelo. Nos detuvimos a unos ocho metros de distancia del claro que rodeaba la casa de Doyle; contemplamos detenidamente la veranda que la rodeaba y el montón de troncos apilados bajo la ventana de la cocina.

No había nadie en el camino de entrada y tampoco parecía que hubiera nadie en la casa. La vigilamos durante quince minutos y no vimos que nada se moviera detrás de las ventanas. No salía humo de la chimenea.

—Voy a entrar —dije, al cabo de un rato.

—Si está en casa —comentó Oscar—, legalmente tendrá todo el derecho de dispararte tan pronto como pongas un pie ahí.

Me dispuse a coger la pistola; en el mismo momento que toqué la funda vacía, recordé que me la había quitado el Departamento de Policía.

Me volví hacia Devin y Oscar.

—Ni hablar —dijo Devin—. Nadie va a disparar a más policías. Ni que sea en defensa propia.

—¿Y si me apunta?

—Intenta rezar —terció Oscar.

Negué con la cabeza, aparté los pequeños árboles que tenía delante, y fui a dar un paso cuando Angie intervino:

—¡Espera!

Me detuve, escuchamos con atención, y oímos el ronroneo de un motor. Miramos a nuestra derecha y vimos un jeep antiguo Mercedes-Benz, que aún llevaba una pala quitanieves acoplada a la rejilla delantera, que subía a sacudidas por el camino y aparcaba en el claro. Aparcó junto a las escaleras, con la puerta del conductor de cara a nosotros; la puerta se abrió y una gruesa mujer, con una expresión amable y sincera, salió del coche. Inhaló el aire fresco y miró los árboles con atención; parecía que nos estuviera mirando a nosotros. Tenía unos ojos preciosos —del azul más claro que jamás haya visto— y la cara saludable por la vida en la montaña.

—Es su esposa —susurró Oscar—. Tricia.

Se dio media vuelta y entró en el coche; al principio pensé que saldría con la bolsa de la compra o algo así, pero de repente, algo brincó y desapareció a la vez en mi pecho.

Amanda McCready tenía la barbilla apoyada en el hombro de la mujer, y me miraba fijamente a través de los árboles con ojos soñolientos, el dedo pulgar en la boca, y un gorro rojo y negro con orejeras cubriéndole la cabeza.

—Alguien se ha quedado dormida al volver a casa —dijo Tricia Doyle—. ¿Verdad?

Amanda volvió la cabeza y la apretó contra el cuello de la señora Doyle. La mujer le quitó el gorro y le alisó el pelo, que bajo los verdes árboles y el reluciente cielo se veía brillante, casi como el oro.

—¿Me quieres ayudar a preparar la comida?

Vi cómo Amanda movía los labios, pero no pude oír lo que decía. Inclinó la barbilla de nuevo, y la tímida sonrisa de sus labios era tan dichosa y encantadora, que sentí como si me partieran el pecho con un hacha.

Las observamos durante dos horas más.

Estaban en la cocina preparando bocadillos calientes de queso; la señora Doyle se ocupaba de la sartén y Amanda, sentada encima del mármol, le pasaba trozos de queso y de pan. Se sentaron a la mesa para comer y yo me subí a un árbol, con los pies en una rama, y las manos en otra, para poder contemplarlas.

Mientras se comían los bocadillos y la sopa charlaban, hacían gestos con las manos y se reían con la boca llena.

Después de comer, lavaron los platos, y luego Tricia Doyle sentó a Amanda en el tablero de la cocina, le puso de nuevo el abrigo y el gorro y la observó con aprobación mientras ella ponía las zapatillas en el tablero y se ataba los cordones.

Tricia se fue a la parte trasera de la casa a buscar, supongo, su propio abrigo y sus zapatos, y Amanda permaneció sentada en el tablero. Miró por la ventana y una creciente sensación de angustioso abandono le cubrió totalmente la cara y se la transfiguró. Miraba por la ventana más allá de ese bosque, más allá de las montañas, y no estaba muy seguro de si era el terrible abandono que había sufrido en el pasado o la abrumadora incertidumbre de su futuro —aún no debía de creer que fuera real— lo que desgarraba su rostro. En ese momento, la reconocí como la hija de su madre —como la hija de Helene— y me di cuenta de que ya había visto esa expresión antes. La había visto en la cara de Helene la noche que me la encontré en el bar y que me prometió que, si alguna vez tenía una segunda oportunidad, nunca perdería a Amanda de vista.

Tricia Doyle regresó a la cocina, y una nube de confusión —de antiguas y nuevas heridas— cruzó por su semblante, luego fue sustituida por una sonrisa indecisa y cautelosamente esperanzadora.

Salieron al porche en el mismo momento en que yo bajaba del árbol; les acompañaba un bulldog achaparrado, cuyo pelo era una mezcla de manchas y blancura a juego con las colinas que había detrás de ellas, allí donde el terreno se extendía abiertamente, a excepción de un peñasco de nieve helada anclado entre dos rocas.

Amanda jugaba con el perro, y soltó un grito cuando éste se abalanzó sobre ella y la baba empezó a gotearle encima de la mejilla. Consiguió alejarse de él, pero el perro la siguió y empezó a dar saltos junto a ella.

Tricia Doyle lo sujetó y le enseñó a Amanda cómo tenía que cepillarle el pelo; se puso de rodillas y se lo mostró, suavemente, como si se estuviera cepillando su propio pelo.

—No le gusta —oí que decía.

Fue la primera vez que oí su voz; era curiosa, inteligente y clara.

—Le gustará cuando lo hagas mejor que yo —dijo Tricia Doyle—. Se lo cepillas con mucha más suavidad.

—¿Yo? —dijo Amanda, mientras miraba fijamente la cara de Tricia y seguía cepillando el pelo del perro con caricias lentas y uniformes.

—¡Oh, sí! ¡Mucho mejor que yo! ¿Ves estas manos de persona mayor, Amanda? Tengo que asir el cepillo con tanta fuerza, que a veces lastimo al pobre Larry.

—¿Por qué le pusiste Larry? —preguntó Amanda, con un tono de voz que se tornó musical al pronunciar el nombre, y que se hizo más agudo en la segunda sílaba.

—Ya te he contado la historia —contestó Tricia.

—Otra vez —insistió Amanda—. ¡Por favor!

Tricia se rió entre dientes.

—Cuando hacía poco que nos habíamos casado, conocí a un tío del señor Doyle que parecía un bulldog; tenía la quijada muy grande y le colgaba.

Tricia Doyle usó la mano libre para estirarse la piel de las mejillas hacia bajo.

Amanda rió.

—¿Se parecía a un perro?

—Así es, jovencita; a veces, incluso ladraba.

Amanda rió de nuevo.

—No, no…

—¡Oh, sí! ¡Guau!

—¡Guau! —repitió Amanda.

El perro empezó a ladrar en el momento en que Amanda guardaba el cepillo y que la señora Doyle soltaba a Larry; los tres, de frente y sentados en cuclillas empezaron a ladrarse unos a otros.

Junto a los árboles, ninguno de nosotros se movió o pronunció palabra durante lo que quedaba de tarde. Las observamos mientras jugaban con el perro, luego cuando jugaban ellas dos y mientras construían una versión en miniatura de la casa con viejos bloques de construcción. Las vimos sentarse en el banco que había apoyado contra la barandilla de la veranda y taparse con una manta para protegerse del frío, con el perro a sus pies, mientras la señora Doyle le hablaba con la barbilla apoyada en la cabeza de Amanda y ésta, apoyada en su pecho, le contestaba.

Creo que todos nos sentimos sucios en ese bosque, insignificantes y estériles. Sin hijos. Comprobamos que, hasta ese momento, éramos incompetentes, inútiles y que no estábamos dispuestos a asumir el sacrificio que el hecho de ser padres comportaba. Burócratas en el desierto.

Ya habían entrado en la casa, cogidas de la mano y con el perro jugando entre sus piernas, cuando Jack Doyle aparcó en el claro. Salió de su Ford Explorer con una caja debajo del brazo, y fuera lo que fuere lo que había dentro, hizo que tanto Tricia Doyle como Amanda gritaran de alegría cuando la abrió unos minutos más tarde.

Los tres entraron en la cocina y Amanda volvió a sentarse encima del tablero; hablaba sin parar y gesticulaba con las manos para explicarle cómo había cepillado al perro y se estiraba las mejillas para imitar la descripción que Tricia había hecho de la mandíbula de su tío lejano, Larry. Jack Doyle echaba la cabeza hacia atrás, reía, y abrazaba a la pequeña niña contra su pecho. Cuando él se levantó del tablero, Amanda se le agarró y frotó sus mejillas contra su sombra de las cinco de la tarde.

Devin se puso una mano en el bolsillo, sacó un móvil y llamó al 911. Cuando la telefonista contestó, dijo:

—Con la oficina del sheriff de West Beckett, por favor —repetía el número en voz baja mientras ella se lo daba, y entonces grabó el número en la memoria del móvil.

Antes de que pudiera llamar, Angie le puso la mano en la muñeca.

—¿Qué vas a hacer, Devin?

—¿Y tú, qué es lo que haces, Ange? —preguntó a su vez, mientras le miraba la mano.

—¿Tienes intención de arrestarles?

Miró de nuevo hacia la casa, luego la miró a ella, frunció el ceño.

—Sí, Angie, voy a arrestarles.

—No puedes.

Apartó la mano.

—Oh, sí, sí que puedo.

—No, ella… —Angie señaló los árboles—. ¿No les has estado observando? Se portan muy bien con ella. Son… ¡Dios, Devin, la quieren!

—La han secuestrado —aclaró—, ¿o te has perdido esa parte?

—Devin, no. Ella… —Angie bajó la cabeza un momento—. Si les arrestamos, se la devolverán a Helene y destrozarán a Amanda.

Se la quedó mirando fijamente, con una expresión de incredulidad y aturdimiento.

—Angie, haz el favor de escucharme. El hombre que hay ahí es policía. No me gusta tener que arrestar a un policía, pero por si lo has olvidado, ese policía es el que tramó las muertes de Chris Mullen y del Faraón Gutiérrez, y de Cheese Olamon, aunque sólo fuera de manera tácita. Ordenó que asesinaran a Lionel McCready, y seguramente a vosotros dos. Tiene las manos manchadas con la sangre de Broussard. Tiene las manos manchadas de la sangre de Pasquale. Es un asesino.

—Pero… —ella miró hacia la casa con desesperación.

—Pero ¿qué? —La expresión de Devin se había convertido en una máscara de enfado y confusión.

—Quieren a la niña —dijo Angie.

Devin observó cómo Angie miraba hacia la casa, hacia Jack y Tricia Doyle, y a cada uno de ellos, que le cogía una mano a Amanda y la balanceaban en la cocina.

La expresión de Devin se suavizó un poco mientras les observaba, y sentí cómo el dolor le invadía a medida que una nube le cruzaba el rostro y abría totalmente los ojos como por efecto de una ráfaga de aire.

—Helene McCready —dijo Angie— le destrozará la vida. Lo hará. Ya lo sabes. Patrick, tú también te das cuenta.

Aparté la mirada.

Devin respiró profundamente y sacudió la cabeza, como si le hubieran dado un puñetazo. Negó con la cabeza, y los ojos se le empequeñecieron al apartar la mirada de la casa y disponerse a llamar.

—No —dijo Angie—. No.

Observamos cómo Devin sostenía el teléfono junto a la oreja y el teléfono sonaba y sonaba al otro lado. Al cabo de un rato, lo cerró.

—No hay nadie. El sheriff seguramente está repartiendo el correo, teniendo en cuenta el tamaño de este pueblo.

Angie cerró los ojos y respiró profundamente.

Un halcón sobrevoló la copa de los árboles y cortó el aire frío con su agudo grito; era un sonido ensordecedor que siempre me hacía pensar en la furia repentina, en una herida abierta.

Devin guardó el móvil en el bolsillo y se quitó la placa.

—¡A la mierda, hagámoslo!

Me giré hacia la casa, Angie me asió del brazo y me hizo dar la vuelta. Tenía una expresión salvaje, desencajada y el pelo le cubría los ojos.

—¡Patrick, no, no, no! ¡Por favor! ¡Por el amor de Dios! ¡No! Habla con él. No podemos hacerlo. No podemos.

—Es la ley, Ange.

—¡Eso es una tontería! Es… totalmente erróneo. Ellos aman a esa niña. Doyle ya no supone un peligro para nadie.

—¡Y una mierda! —soltó Oscar.

—¿Para quién? —dijo Angie—. ¿Para quién supone un peligro? Ahora que Broussard está muerto, nadie sabe que él estaba involucrado. No tiene nada que proteger. No se siente amenazado por nadie.

—¡Nosotros somos la amenaza! —gritó Devin—. ¿Estás colgada, o qué?

—Solamente si hacemos algo —dijo Angie—, pero si nos marchamos de aquí ahora mismo y nunca le contamos a nadie lo que sabemos, todo esto habrá acabado.

—Retiene a la hija de otra persona ahí dentro —remarcó Devin, con la cara pegada a la de Angie.

Angie se volvió hacia mí.

—Patrick, escucha, sólo escúchame. Si… —Me dio un golpe en el pecho—. ¡No lo hagas, por favor, por favor!

No había nada racional en su expresión, nada razonable. Sólo desesperación, miedo y un anhelo salvaje. Y dolor. Torrentes y torrentes de dolor.

—Angie —dije dulcemente—. Esa niña no les pertenece. Le pertenece a Helene.

—Helene es como el arsénico, Patrick. Ya te lo dije hace mucho tiempo. Destrozará todo lo que hay de bueno en esa niña. La encarcelará. La… —Empezaron a rodarle lágrimas por las mejillas, le borbotaban en los extremos de la boca, y ella ni siquiera se daba cuenta—. Helene es como la muerte. Si sacáis a la niña de esa casa, eso es a lo que la estáis condenando. A una larga muerte.

Devin miró a Oscar y luego a mí.

—Ya no puedo seguir escuchando esto —dijo.

—¡Por favor! —gritó Angie, con un tono de voz tan agudo que parecía el silbido de una tetera; dejó caer la cara con resignación.

Le puse las manos en los brazos y le dije dulcemente:

—Quizá te equivoques con respecto a Helene. Ha aprendido algo. Sabe que fue una madre horrible. Si la hubieras visto esa noche en…

—¡Vete a la mierda! —soltó, con un tono de voz frío y metálico. Me apartó las manos y se secó violentamente las lágrimas de la cara—. No me vengas con ese rollo de que la viste y estaba muy triste. ¿Dónde la viste, Patrick? En un bar, ¿no es así? A la mierda contigo y con todas esas chorradas de que la «gente aprende». La gente no aprende nada. La gente no cambia.

Se alejó de nosotros, y empezó a hurgar el bolso en busca de cigarrillos.

—No tenemos ningún derecho a juzgar —le dije—. No…

—Entonces, ¿quién lo tiene?

—Ellos no —contesté, mientras señalaba hacia la casa—. Esa gente ha decidido juzgar que otros no están capacitados para criar a sus hijos. ¿Quién le da a Doyle el derecho de tomar esa decisión? ¿Qué pasaría si conociera a un niño y no le gustara la religión en la que lo habían educado? ¿Y si no respetara a los padres que son homosexuales, que son negros o que van tatuados? ¿Eh?

Una ráfaga repentina de furia glacial le oscureció la cara.

—No estamos hablando de eso y tú lo sabes. Estamos hablando de este caso concreto y de esta niña. No me vengas con toda esa filosofía barata que te enseñaron los jesuitas. No tienes huevos para hacer lo correcto, Patrick. Ninguno de vosotros los tiene. Es así de simple. Sencillamente no tenéis los huevos para hacerlo.

Oscar miró a los árboles.

—Quizá no los tengamos.

—¡Venga! —dijo—. ¡Id a arrestarles, pero yo no me voy a quedar aquí para verlo!

Se encendió un cigarrillo y enderezó la espalda con la ayuda de las muletas. Puso el cigarrillo entre los dedos y asió las muletas.

—Os odiaré a los tres el resto de mi vida por esto. Movió las muletas hacia delante y le observamos la espalda mientras cruzaba el bosque en dirección al coche.

En todo el tiempo que llevo como detective privado, nada ha sido tan desagradable y agotador como el rato que pasé observando cómo Oscar y Devin arrestaban a Jack y Tricia Doyle en la cocina de su casa.

Jack ni siquiera ofreció resistencia. Se sentó en la silla que había junto a la mesa de la cocina y empezó a temblar.

Lloraba, y Tricia arañó a Oscar mientras éste le arrancaba a Amanda de sus brazos. Amanda lanzaba gritos de dolor, golpeaba a Oscar con los puños y gritaba: «¡No, abuela! ¡No! ¡No dejes que se me lleve! ¡No se lo permitas!».

El sheriff contestó la segunda llamada de Devin y unos minutos más tarde subía por el camino de la entrada. Entró en la cocina y puso una expresión de confusión al ver que Oscar sujetaba a Amanda con los brazos y Tricia apoyaba la cabeza de Jack contra su abdomen, y le mecía mientras éste lloraba.

—¡Oh, Dios mío! —susurró Tricia Doyle, al darse cuenta de que su vida con Amanda había llegado a su fin.

Era el final de su libertad, era el final de todo.

—¡Oh, Dios mío! —susurró de nuevo, y me encontré preguntándome a mí mismo si Él podía oírla, si Él oía cómo Amanda lloriqueaba en los brazos de Oscar, mientras Devin leía sus derechos a Jack; si Él oía siquiera alguna cosa.