—… Entonces el hombre que más tarde fue identificado como el detective Pasquale respondió: «Tenemos que hacerlo. Tenemos órdenes. Hazlo ahora». —La ayudante del fiscal del distrito Lyn Campbell se quitó las gafas y se pellizcó entre los ojos—. ¿Es eso correcto, señor Kenzie?
—Sí, señora.
—Señorita Campbell estaría mucho mejor.
—Sí, señorita Campbell.
Se puso las gafas de nuevo, me miró a través de los delgados cristales.
—¿Usted qué entendió exactamente que querían decir con eso?
—Entendí que había alguien, además del detective Pasquale y del agente Broussard, que les había dado órdenes de asesinar a Lionel McCready y seguramente a todos nosotros en el Edmund Fitzgerald.
Hojeó sus notas, que —durante las seis horas que llevaba en la sala de interrogatorios 6 A del Distrito Seis del Departamento de Policía de Boston— ya ocupaban más de la mitad de la libreta. El sonido frágil y quebradizo que se producía cuando pasaba las hojas de papel y garabateaba frenéticamente con un fino bolígrafo me recordaba al susurro que hacían las hojas muertas de finales de otoño al caer en la cuneta.
Además de mí y de la ayudante del fiscal del distrito Campbell, también había dos detectives de homicidios, Janet Harris y Joseph Centauro, que no parecían sentir ni la más mínima simpatía hacia mí, y mi abogado, Cheswick Hartman.
Cheswick observó durante un rato cómo la ayudante del fiscal del distrito iba pasando las hojas.
—Señorita Campbell —dijo.
Alzó la mirada.
—¿Hummm?
—Comprendo perfectamente que éste es un caso que presupone mucha presión y que recibirá una cobertura periodística muy extensa. Por ese motivo, mi cliente y yo hemos colaborado en todo lo posible, pero ha sido una noche muy larga, ¿no cree?
Pasó otra hoja con resolución.
—El Estado no tiene ningún interés en las pocas horas que ha dormido su cliente, señor Hartman.
—Bien, ése es un problema del Estado, pero yo sí que estoy interesado en mi cliente.
Dejó caer la mano sobre las notas, alzó la mirada.
—¿Qué espera que haga, señor Hartman?
—Espero que salga por esa puerta y hable con el fiscal del distrito Prescott. Espero que le diga que lo que ocurrió en el Edmund Fitzgerald es evidentemente obvio, que mi cliente actuó de la misma forma que lo habría hecho cualquier persona sensata, que no es sospechoso de la muerte ni del detective Pasquale ni del agente Broussard, y que ya va siendo hora de que lo suelten. Apunte, también, señorita Campbell, que hasta este momento nuestra colaboración ha sido total y que lo seguirá siendo siempre y cuando nos muestren un poco de cortesía.
—Ese maldito tipo se cargó a un policía —dijo el detective Centauro—. ¿Tenemos que soltarle, su señoría? Yo creo que no.
Cheswick cruzó las manos sobre la mesa, pasó por alto el comentario de Centauro y le dedicó una sonrisa a la ayudante del fiscal del distrito Campbell.
—Esperamos su respuesta, señorita Campbell —concluyó.
Pasó unas cuantas hojas más de sus notas, con la esperanza de encontrar algo, cualquier cosa, que le diera derecho a retenerme.
Cheswick siguió allí dentro cinco minutos más para revisar unas cosas con Angie, y mientras tanto yo me esperé en las escaleras de la puerta principal. Por las miradas que me dirigieron los policías que entraban y salían del edificio, tuve la certeza de que más valía que no me pararan por exceso de velocidad durante un tiempo. Quizá durante el resto de mi vida.
Cuando me reuní con Cheswick, le pregunté:
—¿Han llegado a algún acuerdo?
Se encogió de hombros.
—Piensan retenerla durante un tiempo.
—¿Por qué?
Me miró como si yo necesitara que me inyectaran un tranquilizante.
—Ha matado a un policía, Patrick. Fuera o no en defensa propia, ha matado a un policía.
—Bien, ¿no debería estar…?
Me interrumpió haciéndome una señal con la mano.
—¿Sabe quién es el mejor abogado criminalista de esta ciudad?
—Usted.
Negó con la cabeza.
—Mi nuevo compañero, Floris Mansfield. Y está ahí dentro con Angie. ¿De acuerdo? Así que relájese. Floris es buenísimo, Patrick. ¿Lo comprende? Angie estará perfectamente, pero aún tiene muchas horas por delante. Si presionamos demasiado el fiscal del distrito nos dirá: «A la mierda», y pasará el caso al gran jurado sólo para mostrar a los policías que está de su parte. Si todos cooperamos y nos portamos debidamente, todo el mundo se tranquilizará, se cansará del asunto y se darán cuenta de que cuanto antes finalice, mejor.
Empezamos a andar por la calle West Broadway a las cuatro de la mañana, con los fríos dedos ventosos del oscuro abril entrando en nuestro cuerpo.
—¿Dónde tiene el coche? —preguntó Cheswick.
—En la calle G.
Asintió con la cabeza.
—No vaya a su casa. Seguro que más de la mitad de los periodistas se encuentra allí y no quiero que hable con ellos.
—¿Por qué no están aquí? —dije, mientras volvía la cabeza hacia la comisaría del distrito.
—Porque les han informado mal. El sargento que estaba de guardia dejó caer a propósito que les iban a interrogar en la sede central. El ardid funcionará hasta que salga el sol; luego volverán.
—Entonces, ¿dónde voy?
—Buena pregunta. Angie y usted, al margen de que lo hayan hecho de forma deliberada o no, han puesto al Departamento de Policía de Boston en la situación más difícil que han tenido que afrontar desde el caso de Charles Stuart y Willie Bennett. Si estuviera en su lugar, saldría del estado.
—Quiero decir ahora, Cheswick.
Se encogió de hombros, apretó el diminuto mando a distancia que llevaba junto a las llaves del coche, sonó un pitido en su Lexus y los cerrojos se abrieron automáticamente.
—Al infierno con todo —dije—, me voy a casa de Devin.
Volvió la cabeza.
—¿Amronklin? ¿Está loco? ¿Piensa ir a casa de un policía?
Asentí.
—Directamente a la boca del lobo.
A las cuatro de la madrugada, la mayoría de la gente duerme, pero Devin, no. Rara vez duerme más de tres o cuatro horas al día, y cuando lo hace, es durante las últimas horas de la mañana. El resto del tiempo lo pasa trabajando o bebiendo.
Abrió la puerta de su piso en Lower Mills, y el hedor a bourbon que le precedió, me indicó que no estaba trabajando precisamente.
—Míster popularidad —dijo, mientras se daba la vuelta.
Le seguí hasta la sala de estar; en la mesa auxiliar había un libro de crucigramas abierto entre una botella de Jack Daniel’s, un vaso medio lleno y un cenicero. El televisor estaba encendido, pero con el volumen bajado, se oía a Bobby Darin cantar La buena vida por los altavoces.
Devin llevaba un albornoz de franela encima de unos pantalones de chándal y de una sudadera de la academia de policía. Se ciñó el albornoz mientras se sentaba en el sofá y levantaba el vaso, tomaba un trago y me miraba fijamente con unos ojos que, aunque algo vidriosos, eran tan duros como todo su cuerpo.
—Coge un vaso de la cocina.
—No me apetece mucho beber —le comenté.
—Sólo bebo solo cuando estoy solo, Patrick. ¿Lo pillas?
Cogí el vaso, lo llevé a la sala y me lo llenó generosamente. Alzó el suyo.
—Brindemos por el asesinato de los policías —dijo, y tomó un trago.
—Yo no he matado a ningún policía.
—Pero tu compañera, sí.
—Devin, si piensas tratarme como una mierda, me marcho.
Alzó el vaso en dirección al pasillo.
—La puerta está abierta.
Dejé rápidamente el vaso en la mesa; tiré un poco de bourbon mientras me levantaba de la silla y me dirigí hacia la puerta.
—Patrick.
Me di la vuelta, con la mano en el pomo de la puerta.
Ninguno de los dos dijo nada, la voz aterciopelada de Bobby Darin fluía por toda la sala. Permanecí de pie junto a la entrada, todo lo que había quedado por decir en mi amistad con Devin flotaba en el aire, mientras Darin cantaba, como si se lamentara con indiferencia de lo inalcanzable, del abismo que existe entre lo que deseamos y lo que conseguimos.
—Entra —dijo Devin.
—¿Por qué?
Se quedó mirando la mesa. Quitó el bolígrafo del libro de crucigramas y lo cerró. Puso el vaso encima. Observó la ventana y la tenue luz de primera hora de la mañana.
Se encogió de hombros.
—Aparte de los policías y de mis hermanas, Angie y tú sois los únicos amigos que tengo.
Me senté de nuevo, limpié con la manga de la camisa el bourbon que había derramado.
—Esto aún no se ha acabado, Devin.
Asintió con la cabeza.
—Alguien ordenó a Broussard y a Pasquale lo del tiroteo.
Se sirvió un poco más de Jack Daniel’s.
—Y crees que sabes quién fue, ¿no es así?
Me recliné en la silla, tomé un pequeño sorbo.
—Los licores fuertes nunca han sido mi droga favorita.
—Broussard dijo que Poole no era tirador. Siempre había pensado que Poole fue el que se llevó el dinero de la cantera, el que se cargó a Mullen y al Faraón, y el que entregó el dinero. Pero nunca pude adivinar a quién se lo dio.
—¿Qué dinero? ¿De qué demonios estás hablando?
Pasé la media hora siguiente poniéndole al corriente.
Cuando acabé, encendió un cigarrillo y resumió.
—Broussard secuestró a la niña, y Mullen le vio. Olamon le hace chantaje para que encuentre y devuelva los doscientos mil dólares. Broussard juega a dos bandos: por un lado, se encarga de que alguien se cargue a Mullen y a Gutiérrez, y por otro, consigue que alguien elimine a Cheese en la cárcel. ¿Voy bien?
—Asesinar a Mullen y a Gutiérrez era parte del trato que había hecho con Cheese —dije—. Todo lo demás es correcto.
—¿Y tú creías que Poole era el que había disparado?
—Hasta que hablé con Broussard en el tejado.
—Así pues, ¿quién fue?
—Bien, de hecho no se trata tan sólo de averiguar quién disparó. Alguien tuvo que coger el dinero de Poole y hacerlo desaparecer delante de ciento cincuenta policías. Eso no lo podía hacer cualquiera. Tenía que ser alguien con un cargo importante. Alguien que estuviera por encima de toda sospecha.
Alargó la mano.
—¡Eh! Espera un momento, si estás pensando que…
—¿Quién consintió que Poole y Broussard se saltaran todas las normas y procedieran a entregar el dinero del rescate sin la intervención de los federales? ¿Quién ha dedicado su vida entera a ayudar, encontrar y rescatar niños? ¿Quién estaba allí esa noche —dije—, y no tenía que dar cuentas a nadie de su paradero?
—¡Hostia! —Tomó un sorbo del vaso e hizo una mueca al tragar—. ¿Jack Doyle? ¿Crees que Jack Doyle está metido en esto?
—Sí, Devin. Creo que Jack Doyle es el tipo que buscamos.
—¡Hostia! —dijo Devin de nuevo.
Lo repitió varias veces. Durante un buen rato, hubo un silencio total, a excepción del ruido que hacían los cubitos de hielo al derretirse.