33

Seguí el rastro de Broussard a través de la calle Broadway y por la calle C, donde se desvió hacia el barrio de transportes y almacenes a lo largo de East Second. No era difícil seguirle. Se había deshecho de la máscara de Casper en cuanto salió del bar; estaba tirada en el suelo cuando salí de allí, con agujeros en vez de ojos y la sonrisa desdentada. Gotas de sangre, tan recientes que relucían a la luz de las farolas, mostraban el camino desigual que había seguido su propietario. Tenían un diámetro cada vez mayor a medida que se acercaban a la pobremente iluminada zona de almacenes, cuyas calles estaban en un estado lamentable; las zonas de carga y descarga se encontraban vacías y los bares cutres de camioneros tenían las cortinas corridas y en casi todos los letreros luminosos faltaban más de la mitad de las bombillas. Los trailers que se dirigían hacia Búfalo o hacia Trenton avanzaban a sacudidas por el roto asfalto, lleno de hoyos y baches, e iluminaban el final de la calle, allí donde Broussard se había detenido el tiempo suficiente para poder orinar delante de una de las puertas. La sangre había formado un charco y había salpicado ligeramente la puerta. Nunca me había imaginado que una pierna pudiera sangrar tanto, pero quizá mi bala le había reventado el fémur o una de las arterias principales.

Contemplé el edificio. Constaba de siete plantas y estaba construido con los ladrillos color chocolate que solían usar a finales de siglo. Las malas hierbas llegaban a la altura de la primera planta y los marcos de las ventanas estaban rotos y llenos de pintadas. Era lo suficientemente grande para haber sido usado como almacén de grandes objetos o para la fabricación y el ensamblaje de máquinas.

Para el ensamblaje, decidí en el mismo momento en que entré. Lo primero que vi fue la silueta de una cadena de montaje, con las poleas y las cadenas que colgaban de los ganchos a unos seis metros de altura. La cadena en sí y las ruedas que alguna vez habrían estado debajo ya no existían, pero la estructura principal seguía intacta, sujeta al suelo con tornillos, y los ganchos colgaban de los extremos de las cadenas como si fueran dedos que llamaran con señas. El resto del suelo estaba totalmente vacío, cualquier cosa de valor debía de haber sido robada por vagabundos y niños o había sido desmontada y vendida por los últimos propietarios.

A mi derecha, había una escalera de hierro forjado que conducía al piso superior; subí lentamente, sin poder seguir el rastro de sangre debido a la oscuridad, mirando muy de cerca los peldaños de la escalera, asiendo con fuerza la barandilla antes de dar un paso, con la esperanza de pisar el metal y no el cuerpo de alguna rata hambrienta. Cuando llegué a la segunda planta, mis ojos ya se habían acostumbrado un poco a la oscuridad, y sólo vi un espacio diáfano vacío, las sombras de unas cuantas tablas volcadas y la tenue luz de las farolas que se filtraba a través de las ventanas color plomo destruidas a pedradas. Las escaleras se apiñaban unas encima de otras en el mismo lugar en cada una de las plantas, así que, para llegar a la siguiente, sólo tuve que girar a la izquierda, seguir la pared unos cuatro metros hasta llegar al rellano y subir los gruesos peldaños de hierro hasta llegar al rellano de la planta superior.

Mientras permanecía allí de pie, oí un sonido metálico que procedía de unas plantas más arriba, el ruido sordo y metálico de una puerta al moverse sobre las bisagras y golpear el cemento.

Empecé a subir los escalones de dos en dos, tropezándome varias veces, giré la esquina de la tercera planta y me dirigí a toda velocidad hacia el siguiente tramo de escaleras. Aceleré el paso; mis pies iban cogiendo cierta velocidad y tenía la sensación de que cada peldaño me elevaba a través de la oscuridad.

Todas las plantas estaban vacías, y cuanto más subía, más luz —procedente del puerto y del centro de la ciudad— se filtraba bajo los arcos de las enormes ventanas. La escalera, a excepción del rellano que había al final, seguía sumida en la oscuridad; cuando llegué a la última, bañada por la luz de la luna y prácticamente al descubierto, Broussard me llamó desde el tejado.

—¡Hola, Patrick! Si estuviera en tu lugar, no daría un paso más.

—¿Por qué no? —le contesté. Tosió.

—Porque estoy apuntando al rellano; si asomas la cabeza, te la haré saltar por los aires.

—¡Oh! —dije, mientras me apoyaba en la barandilla y percibía el olor del puerto y de la fresca brisa nocturna—. ¿Qué cree que puede hacer ahí arriba? ¿Llamar a un helicóptero para que lo evacuen?

Soltó una risita.

—Con una vez ya tuve bastante. Sencillamente quería sentarme aquí un rato y contemplar las estrellas. ¡Qué puntería más mala tiene!

Observé la luz de la luna. Por el sonido de su voz, estaba casi seguro de que se encontraba a mi izquierda.

—Al menos le di.

—Me dio de rebote, desgraciado —soltó—. Y tengo el tobillo lleno de trozos de loza.

—¿Me quiere hacer creer que disparé al suelo y que le acerté de rebote?

—Eso mismo. ¿Quién era ese tipo?

—¿Qué tipo?

—El que estaba con usted en el bar.

—¿Al que le disparó?

—Sí, ése.

—Del Departamento de Justicia.

—¿No me diga? Lo tomé por un agente secreto. Estaba demasiado tranquilo para eso. Le pegó tres balazos a Pasquale como quien hace prácticas de tiro. Como si no pasara nada. Lo recuerdo allí sentado en la mesa y diciendo: «Las cosas se van a poner muy feas».

Volvió a toser y yo le escuché con atención. Cerré los ojos mientras él tosía violentamente durante unos veinte segundos más; cuando acabó, sabía con certeza que estaba a la izquierda del rellano a unos nueve metros de distancia.

—¿Remy?

—¿Qué?

—Voy a subir.

—Le volaré la cabeza de un balazo.

—No, no lo hará.

—¿No?

—No.

Disparó en el aire de la noche y la bala fue a dar contra uno de los soportes de la escalera metálica que la sujetaba contra la pared. El metal relució como si alguien hubiera encendido una cerilla; me tumbé boca abajo justo en el momento en que la bala pasaba por encima de mi cabeza, rebotaba contra otro trozo de metal y se empotraba, con un ligero siseo, en la pared que tenía a mi izquierda.

Permanecí tumbado durante un rato, con el corazón estrujado por el esófago, un poco angustiado por la posición en que me encontraba, junto a la pared y luchando por salir de allí.

—¿Patrick?

—¿Sí?

—¿Le he dado?

Me arrastré por los escalones, me puse de rodillas.

—No.

—Le dije que iba a disparar.

—Gracias por el aviso. Es un encanto.

Volvió a toser violentamente, gorgoteó con fuerza al respirar y escupió.

—No parece que se encuentre muy bien —dije.

Rió con voz ronca.

—Eso parece, pero su compañera sí que sabe disparar.

—¿Le dio?

—Oh, sí, desde luego. Con lo que me hizo, creo que voy a dejar de fumar muy pronto.

Apoyé la espalda en la barandilla, apunté hacia el tejado y empecé a subir despacio por la escalera.

—Personalmente —dijo— no creo que hubiera sido capaz de matarla. A usted quizá sí, pero ¿a ella? Seguramente no. ¿Que había disparado a una mujer? No es eso precisamente lo que me gustaría que pusieran en mi esquela. «Agente del Departamento de Policía de Boston dos veces condecorado, marido y padre ejemplar, con un promedio de dos-cincuenta-dos en los juegos de bolos, y que se cargaba a las mujeres con mucha facilidad». ¿Sabe? Queda muy mal, la verdad.

Me puse de cuclillas en el quinto escalón, empezando a contar desde arriba; mantuve la cabeza agachada debajo del rellano y respiré profundamente unas cuantas veces.

—Ya sé lo que está pensando: «Pero, Remy, si le pegó un tiro a Roberta Trett por la espalda». Es verdad. Pero Roberta no era una mujer. ¿Sabe? Era… —suspiró y empezó a toser de nuevo—. Bien, no sé muy bien lo que era, pero, desde luego, «mujer» me parece una palabra un poco restrictiva.

Me puse en pie en el rellano, con el brazo extendido y apuntando en dirección a Broussard. Ni siquiera miraba hacia mí. Estaba sentado con la espalda apoyada en un respiradero industrial, con la cabeza ligeramente inclinada, con el perfil de la ciudad delante, teñido de amarillo, azul y blanco sobre el fondo color cobalto del cielo.

—Remy.

Volvió la cabeza, alargó el brazo y me apuntó con su Glock.

Permanecimos así durante un buen rato, sin saber cómo iban a ir las cosas, si una mirada equivocada, si un gesto involuntario o un temblor provocado por la adrenalina o el miedo nos iba a hacer apretar el gatillo, y hacer salir la bala por el cañón de la pistola con un gran destello de fuego. Broussard parpadeó varias veces y tragó saliva debido al dolor que le causaba lo que parecía el bulbo volcado de una rosa de color rojo brillante que se esparcía lentamente por su camisa, que florecía y abría sus pétalos con una finura constante e irrevocable.

Sin mover la mano en que llevaba la pistola y sin apartar el dedo del gatillo, dijo:

—¿No tiene la sensación de que de repente se encuentra en una película de John Woo?

—Odio las películas de John Woo.

—Yo también —dijo—. Creía que era el único.

Moví la cabeza ligeramente.

—Son como una recreación de las películas de Peckinpah pero sin un fondo emocional.

Le dediqué una sonrisa forzada.

—¿A qué se dedica ahora, a crítico de cine?

—Me gustan las películas de tías.

—¿Qué?

—Es verdad. —Vi cómo le brillaban los ojos al otro lado de la pistola—. Ya sé que parece un poco bobo. Quizás es porque soy policía, pero cuando miro esas películas de acción, no puedo dejar de pensar: «Vaya mierda». ¿Sabe? Cuando miro películas de vídeo como Memorias de África o Eva al desnudo, ¡estoy encantado!

—Es una caja de sorpresas, Broussard.

—¡Así es!

Era muy agotador tener el brazo extendido tanto tiempo y apuntarle con la pistola. Si teníamos alguna intención de disparar, ya lo hubiéramos hecho. Claro que, seguramente, es lo que piensa mucha gente antes de que le peguen un tiro. Noté cómo el frío cambiaba el tono de piel de Broussard y cómo el sudor oscurecía los cabellos plateados de las sienes. No creo que durara mucho. Por muy cansado que yo estuviera, no tenía ni una bala en el pecho ni fragmentos de loza en el tobillo.

—Voy a dejar de apuntarle —anuncié.

—Haga lo que quiera.

Le miré a los ojos, y quizá porque era consciente de que le estaba observando, tan sólo me dedicó una mirada opaca y uniforme.

Levanté la pistola, quité el dedo del gatillo, y subí los peldaños que me quedaban. Permanecí de pie en la ligera capa de grava que cubría el tejado, le miré y alcé una ceja. Sonrió.

Dejó la pistola en el regazo y apoyó la cabeza en el respiradero.

—Pagó a Ray Likanski para que hiciera salir a Helene de casa —dije—, ¿verdad?

Se encogió de hombros.

—Ni siquiera tuve que pagarle nada. Le prometí que le dejaría escapar en alguna redada que hiciéramos. Fue así de sencillo.

Seguí avanzando hasta que estuve justo delante de él. Desde allí, vi claramente el oscuro círculo que tenía en la parte superior del tórax, allí donde crecían los pétalos de rosa. Estaba un poco a la derecha del corazón, pero le seguía bombeando con fuerza, aunque lentamente.

—¿El pulmón? —pregunté.

—Me lo ha destrozado, creo —asintió con la cabeza—. Maldito Mullen. Mullen no estaba allí esa noche. Si hubiera estado allí, todo hubiera salido a pedir de boca. El estúpido de Likanski no me contó que habían estafado a Cheese. Eso hubiera cambiado las cosas, lo sé. Debe creerme —cambió de posición y se quejó a causa del esfuerzo—. Me obliga, a mí, ¡por el amor de Dios!, a irme a la cama con un bobo como Cheese. Aunque le estuviera engañando, eso hiere el orgullo, sin lugar a dudas.

—¿Dónde está Likanski? —dije.

Inclinó ligeramente la cabeza hacia mí.

—Mire por encima del hombro y un poco hacia la derecha.

Miré. El Canal Fort Point se separaba de un trozo de tierra blanco y polvoriento, discurría por debajo de los puentes de las calles Summer y Congress y se extendía hacia la línea del horizonte, hacia el embarcadero y hacia la azulada libertad del puerto de Boston.

—¿Ray duerme en las pesquerías? —inquirí.

—Eso me temo.

Broussard me dedicó una indolente sonrisa.

—¿Desde cuándo?

—Lo encontré esa noche de octubre, justo después de que ustedes dos empezaran a trabajar en el caso. Estaba haciendo las maletas. Le interrogué sobre el dinero que le había estafado a Cheese. No me lo dijo. Nunca pensé que tuviera tanto valor, supongo que doscientos mil dólares hacen que cierta gente se envalentone. Bien, la cuestión es que él planeaba marcharse, y yo no quería que lo hiciera. Nos pegamos.

Tosió con violencia, se arqueó hacia delante, se llevó la mano al agujero que tenía en el tórax y asió con fuerza la pistola.

—Tengo que sacarle de aquí.

Me miró, se limpió la boca con la palma de la mano con la que asía la pistola.

—No creo que llegue muy lejos —dijo.

—¡Venga! No tiene ningún sentido que muera.

Me dedicó una de sus estupendas muecas infantiles.

—Sería divertido que a estas alturas nos pusiéramos a discutir por eso. ¿Tiene un móvil para llamar a una ambulancia?

—No.

Dejó la pistola en el regazo, cogió la chaqueta de piel y sacó un Nokia muy pequeño.

—Yo sí.

Se dio la vuelta y lo tiró.

Oí cómo se hacía pedazos al chocar contra la acera siete plantas más abajo.

—No se preocupe —dijo, riéndose entre dientes—. El maldito cacharro tiene una garantía muy larga.

Suspiré y me senté ante él en la pequeña cornisa de alquitrán que había junto al borde del tejado.

—Así pues, está empeñado en morir aquí —dije.

—Estoy empeñado en no ir a la cárcel. ¿Un juicio? —negó con la cabeza—. No es para mí, colega.

—Entonces dígame quién la tiene, Remy. Ahora mismo.

Abrió los ojos.

—¿Para qué? ¿Para que vaya a buscarla? ¿Para que se la entregue a esa maldita cosa que la sociedad considera que es su madre? ¡Que le den por el culo, tío! Amanda seguirá sin aparecer. ¿Lo ha entendido? Y seguirá siendo feliz. Seguirá estando bien alimentada, limpia y cuidada. Se reirá todo lo que pueda en esta vida y crecerá con todo tipo de oportunidades. Si realmente cree que le voy a decir dónde está, Kenzie, es que tiene una lesión cerebral.

—La gente que la tiene son secuestradores.

—¡Ah, no! Respuesta errónea. El secuestrador soy yo. Ellos tan sólo la acogieron. —Parpadeó varias veces por el sudor que le bañaba la cara en esa fría noche y respiró tan profundamente que le hizo crujir el tórax—. Esta mañana ha estado en mi casa, ¿verdad? Mi mujer me llamó para decírmelo.

Asentí con la cabeza.

—Ella fue la que llamó a Lionel para el dinero del rescate, ¿verdad?

Se encogió de hombros y se quedó mirando el horizonte.

—¡Que usted fuera a mi casa! ¡Dios, eso sí que me cabreó!

Cerró los ojos por un momento, los abrió de nuevo.

—¿Vio a mi hijo?

—No es su hijo.

Parpadeó.

—¿Vio a mi hijo? —repitió.

Contemplé las estrellas durante un buen rato, algo poco usual en esa zona, en esa clara y fría noche.

—Vi a su hijo —dije.

—Un niño estupendo. ¿Sabe dónde le encontré?

Negué con la cabeza.

—Estaba hablando con un soplón en el proyecto urbanístico de Somerville cuando oí llorar a un bebé. Gritaba de un modo tan estremecedor que parecía que le estuvieran mordiendo una manada de perros. Ni el soplón, ni la gente que pasaba por el pasillo lo oían. No lo oían porque lo oían cada día. Así pues, le digo al soplón que hemos acabado, sigo el sonido, le pego una patada a la puerta de ese piso con olor a mierda, y le encuentro en la parte trasera. El lugar está vacío. Mi hijo —porque es mi hijo, Kenzie, y que le jodan si no está de acuerdo— se muere de hambre. Está tumbado en una cuna, tiene seis meses y se muere de hambre. Se le ven perfectamente las costillas. Lleva puestas unas esposas, Kenzie, y el pañal está tan lleno que gotea por las costuras, y está pegado… ¡está pegado al colchón, Kenzie!

Sus ojos se le salían de las órbitas y daba la impresión de que todo su cuerpo arremetía contra él mismo. Escupió sangre, le cayó encima de la camisa, la limpió con una mano y se manchó toda la barbilla.

—Un bebé —murmuró al cabo de un rato— pegado al colchón por sus propias heces y por llevar allí demasiado tiempo. Abandonado en una habitación durante tres días, gritando todo lo que podía, y a nadie le importa. —Extendió la mano izquierda cubierta en sangre, la dejó caer sobre la grava y repitió dulcemente—: Y a nadie le importa.

Puse la pistola en el regazo y observé el perfil de la ciudad. Quizá Broussard tenía razón. Una ciudad entera de No me importa. Un estado entero. Un país entero, quizá.

—Me lo llevé a casa. Conocía mucha gente que se dedicaba a falsificar documentos de identidad y pagué a uno de ellos para que lo hiciera. Mi hijo tiene un certificado de nacimiento en el que consta mi apellido. Destruimos el documento del ligamento de trompas de mi mujer, y redactamos uno nuevo en el que ella daba su consentimiento para esa operación después del nacimiento de su hijo, Nicholas. Todo lo que yo tenía que hacer era aguantar estos últimos meses y jubilarme, abandonar el estado, conseguir un trabajo fácil en alguna empresa de seguridad y criar a mi hijo. Y hubiera sido de lo más feliz.

Bajé la cabeza durante un instante y miré mis zapatos en la grava.

—Ni siquiera dio parte de que había desaparecido —dijo Broussard.

—¿Quién?

—La drogadicta que parió a mi hijo. Ni siquiera le buscó. Sé quien es y durante mucho tiempo pensé que le volaría la cabeza por ello. Pero no lo hice. Ni siquiera se molestó en buscar a su hijo.

Levanté la cabeza y le miré a los ojos. Me sentía orgulloso, enfadado y profundamente entristecido por las cosas tan horribles que había tenido que presenciar.

—Sólo quiero a Amanda —dije.

—¿Por qué?

—Porque es mi trabajo, Remy. Para eso contrataron mis servicios.

—Y a mí me contrataron para que protegiera y sirviera a la sociedad, estúpido. ¿Sabe lo que quiere decir? Es una promesa: proteger y servir. Y lo he hecho: he protegido a muchos niños, les he servido y les he encontrado una buena familia.

—¿A cuántos? —pregunté—. ¿Cuántos casos ha habido?

Movió un dedo lleno de sangre.

—No, no, no.

De repente le cayó la cabeza hacia atrás, y su cuerpo, apoyado en el respiradero, se quedó totalmente rígido. Golpeó la grava con el talón izquierdo, abrió ampliamente la boca y emitió un silencioso grito.

Me arrodillé junto a él, pero lo único que podía hacer era mirarle.

Al cabo de un rato se le aflojaron los músculos y ladeó los ojos; pude percibir el sonido que hacía el oxígeno al entrar y salir de su cuerpo.

—Remy.

Con un gran esfuerzo abrió un ojo.

—Aún estoy aquí —volvió a alzar el dedo—. ¿Sabe que tiene mucha suerte, Kenzie? Es un cabrón afortunado.

—¿Por qué?

Sonrió.

—¿No lo sabe?

—¿El qué?

—Que Eugene Torrel murió la semana pasada.

—¿Quién es…? —me aparté de él y ensanchó la sonrisa cuando me di cuenta de quién era: Eugene, el chaval que nos había visto matar a Marion Socia.

—Le apuñalaron en Brockton cuando se peleaba por una mujer.

Broussard cerró los ojos de nuevo, su sonrisa se debilitó al deslizarse a un lado de la cara.

—Es muy afortunado. No hay nada que pueda usar contra usted a excepción de una declaración inútil de un perdedor muerto.

—Remy.

Abrió los ojos repentinamente y le cayó la pistola al suelo. Ladeó la cabeza hacia donde había caído pero dejó la mano en su regazo.

—¡Venga hombre! Haga algo positivo antes de morir. Tiene las manos manchadas de sangre.

—Ya lo sé —dijo, haciendo un gran esfuerzo—. Kimmie y David. Ni siquiera se llegó a imaginar que pudiera estar involucrado.

—Me ha estado atormentando durante las últimas veinticuatro horas —dije—. ¿Usted y Poole?

Intentó asentir con la cabeza.

—Poole, no. Pasquale. Poole nunca fue tirador. A eso ya no llegaba. No degrade su recuerdo.

—Pero Pasquale no estaba en la cantera esa noche.

—Estaba muy cerca. ¿Quién se cree que golpeó a Rogowski en Cunningham Park?

—Aunque así fuera, Pasquale no habría tenido tiempo de llegar al otro lado de la cantera para matar a Mullen y a Gutiérrez.

Broussard se encogió de hombros.

—A propósito, ¿por qué Pasquale no mató a Bubba?

Broussard frunció el ceño.

—Porque nunca matamos a nadie que no fuera una amenaza real. Rogowski no tenía ni idea de lo que pasaba, así que le dejamos vivir. A usted también. ¿Cree que no podría haberle disparado desde el otro lado de la cantera esa noche? No, Mullen y Gutiérrez eran una gran amenaza, al igual que David el Pequeñajo, Likanski y, desgraciadamente, Kimmie.

—No nos olvidemos de Lionel.

Frunció el ceño aún más.

—Nunca tuve la intención de hacerle daño a Lionel. Fue una representación muy mala. Alguien se asustó.

—¿Quién?

Me dedicó una breve y cruel sonrisa que hizo que un chorro de sangre le machara los labios, cerró los ojos a causa del dolor.

—Recuerde que Poole no era tirador. Dejemos que el hombre descanse con dignidad.

Cabía la posibilidad de que me estuviera mintiendo pero, la verdad, no veía por qué lo iba a hacer. Si Poole no mató al Faraón Gutiérrez y a Chris Mullen, tendría que volver a considerar ciertas cosas.

—La muñeca —le di un golpecito en la mano y abrió un ojo—. ¿Quién dejó un trozo de la camisa de Amanda en la pared de la cantera?

—Yo —dijo, mientras se relamía los labios y cerraba los ojos—. Yo, yo, yo. Todo lo hice yo.

—No es lo bastante bueno. ¡Demonios, no es tan inteligente!

Negó con la cabeza.

—¿Eso cree?

—Eso creo —contesté.

Abrió los ojos de golpe, en ellos había una conciencia clara y dura.

—Muévase un poco hacia la izquierda, Kenzie. Déjeme ver la ciudad.

Me aparté y se quedó mirando el perfil de los edificios; sonrió al ver las luces que brillaban en las plazas y las rojas luces intermitentes de las estaciones meteorológicas y de las emisoras.

—Es bonito. ¿Quiere saber una cosa?

—¿Qué?

—Me encantan los niños —dijo con sencillez.

Me cogió la mano y me la apretó; contemplamos, más allá del agua, el centro de la ciudad y su resplandor, la promesa de oscuro terciopelo que habitaba en esas luces, el indicio de vidas fascinantes, ordenadas, bien alimentadas, cuidadas y protegidas detrás de los cristales, y los privilegios, detrás de rojos ladrillos, hierro y acero, de escaleras de caracol, de vistas al agua bajo la luz de la luna, siempre el agua, fluyendo plácidamente alrededor de las islas y de las penínsulas que formaban parte de nuestra ciudad, y que la protegían de la fealdad y del dolor.

—¡Caramba! —susurró Remy Broussard, y su mano soltó la mía.