32

Al final de un día de abril, después de que se haya puesto el sol pero antes de que caiga la noche, la ciudad se tiñe de un color grisáceo silencioso y cambiante.

Ha pasado otro día, siempre antes de lo esperado. Sordas luces amarillentas o anaranjadas aparecen en las ventanas y en los coches, y la inminente oscuridad presagia un frío cada vez más intenso. Los niños han desaparecido de la calle y se han ido a casa para lavarse un poco antes de cenar o para mirar la televisión. Los supermercados y las bodegas están prácticamente vacíos y sin vida. Las floristerías y los bancos están cerrados. El sonido de las bocinas es esporádico; se oye el crujido de las persianas de los escaparates cuando las cierran. Si uno observa atentamente las caras de los peatones o de los conductores parados junto a los semáforos, discierne con claridad que las expectativas de esa mañana no se han cumplido, tal y como indica la entumecida languidez de sus rostros. Avanzan penosamente hacia sus respectivas casas, cualquiera que sea su encarnación.

Lionel y Ted Kenneally volvieron bastante tarde, casi a las cinco, y algo se rompió en el rostro de Lionel cuando vio que nos acercábamos. Ryerson le enseñó la placa:

—Me gustaría hacerle un par de preguntas, señor McCready.

Su expresión se hizo mucho más evidente. Asintió con la cabeza varias veces, más para sí mismo.

—Un poco más arriba hay un bar. ¿Qué les parece si vamos allí? No quiero contestar a esas preguntas en casa.

El Edmund Fitzgerald era lo más pequeño que podía ser un bar sin que se convirtiera en la caseta de un limpiabotas. Al entrar, había una pequeña sala a nuestra izquierda, con una barra a lo largo de la única ventana, y suficiente espacio para cuatro mesas. Desgraciadamente, habían encajonado también un tocadiscos, por lo que sólo quedaba espacio para dos mesas; ambas estaban vacías cuando entramos. La barra tenía espacio suficiente para unas siete u ocho personas de pie, y seis mesas ocupaban toda la pared que había delante. La sala se ensanchaba un poco más en la parte trasera, donde dos jugadores de dardos lanzaban sus misiles por encima de una mesa de billar, que estaba tan empotrada entre las paredes, que desde tres de los cuatro ángulos posibles, el jugador tendría que utilizar un taco corto, o incluso un lápiz.

Al sentarnos a una mesa que había en el centro, Lionel dijo:

—¿Se ha hecho daño en la pierna, señorita Gennaro?

—Ya se curará —contestó Angie, y removió el bolso en busca de cigarrillos.

Lionel me miró, y cuando apartó la mirada, el constante abatimiento de los hombros empeoró. Los bancos donde nos sentábamos habían sido unidos con ladrillos.

Ryerson abrió una libreta, la dejó sobre la mesa y le quitó el capuchón al bolígrafo.

—Soy el agente especial Neal Ryerson, señor McCready. Trabajo para el Departamento de Justicia.

—¿Cómo?

Ryerson le lanzó una mirada fugaz.

—Sí, señor McCready. Trabajo para el Gobierno federal. Creo que tiene que explicarnos algunas cosas, ¿no es así?

—¿Sobre qué? —preguntó Lionel, mientras volvía la cabeza y miraba alrededor.

—Sobre su sobrina —precisé—. Mire, Lionel, ya no tenemos tiempo para más chorradas.

Miró hacia la derecha, hacia la barra, como si allí hubiera alguien que pudiera echarle una mano.

—Señor McCready —dijo Ryerson—, nos podemos pasar media hora jugando al no-no-lo-hice/sí-sí-lo-hizo, pero sería una pérdida de tiempo para todos. Sabemos que tuvo algo que ver con la desaparición de su sobrina y que colaboró con Remy Broussard. A propósito, está a punto de pegarse un batacazo de los peores. Le estoy ofreciendo la oportunidad de aclarar un poco las cosas y de ser benévolo con usted. —Iba dando golpecitos en la mesa con el bolígrafo como si imitara el ritmo de un reloj—. Pero si intenta tomarme el pelo, saldré de aquí y lo haremos por las malas. Pasará tanto tiempo en la cárcel, que cuando consiga salir sus nietos ya tendrán el carnet de conducir.

La camarera se nos acercó y apuntó lo que queríamos: dos Coca-Colas, una botella de agua mineral para Ryerson y un whisky doble para Lionel.

Mientras esperábamos a que volviera, nadie dijo nada.

Ryerson seguía usando el bolígrafo como si fuera un metrónomo, e iba dando golpecitos en el borde de la mesa, sin apartar su mirada ecuánime y desapasionada de Lionel.

Lionel no parecía darse cuenta. Miraba el posavasos que tenía delante, pero creo que ni lo veía; miraba mucho más allá, mucho más lejos que la mera mesa o la barra; una capa de sudor bajaba por sus labios y su barbilla. Tuve la sensación que lo que vio durante esa mirada interior fue el horrendo final que él mismo se había buscado: la inutilidad de su vida. Vio la cárcel. Vio que le mandaban los papeles del divorcio a su propia celda y las cartas sin abrir que le devolvía su hijo. Vio cómo iban pasando años y años y él estaba solo con su vergüenza, con su culpa, o simplemente con la locura de un hombre que había cometido una estupidez que la sociedad había sacado a la luz, que había hecho pública. Su fotografía aparecería en los periódicos, se relacionaría su nombre con el secuestro, su vida se convertiría en forraje para los debates televisivos, para periódicos sensacionalistas y chistes despreciativos que serían recordados mucho tiempo después de que los humoristas que los contaran hubieran sido olvidados. La camarera trajo las bebidas.

—Hace once años —explicó Lionel—, me encontraba en un bar del centro con unos amigos. Entró un grupo de hombres que celebraban una despedida de solteros. Todos estaban completamente borrachos. Uno de ellos buscaba pelea. Me escogió a mí y yo le golpeé; una sola vez, pero se partió el cráneo contra el suelo. La cuestión es que no le di con el puño, sino con el taco de billar que tenía en la mano.

—Asalto a mano armada —dijo Angie.

—De hecho, fue mucho peor —asintió—. El tipo me había estado empujando y yo le había dicho, no recuerdo muy bien, algo parecido a «lárgate o te mato».

—Intento de asesinato —dije.

Volvió a asentir.

—Me llevaron a juicio y fue la palabra de mis amigos contra la de los amigos de ese tipo. Sabía que iba a ir a la cárcel porque el tipo al que golpeé era un universitario, y después de lo sucedido presentó una demanda diciendo que ya no podía estudiar, que era incapaz de concentrarse. Había un montón de médicos que aseguraban que tenía el cerebro dañado. Por la forma que me miraba el juez, comprendí que estaba acabado. Pero un tipo que había esa noche en el bar, extraño para ambas partes, declaró que fue el tipo al que yo había golpeado el que dijo que él me iba a matar a , que había sido él quien había empezado la pelea… Me soltaron porque aquel hombre era policía.

—Broussard.

Me dedicó una amarga sonrisa y tomó un trago de whisky.

—Sí, Broussard. ¿Saben una cosa? Mintió en el estrado. Puede que no recordara perfectamente todo lo que ese tipo dijo, pero no tengo ninguna duda de que yo le golpeé primero. No sé por qué lo hice, la verdad. Me estaba incordiando, en mis propias narices, y me enfadé. —Se encogió de hombros—. Entonces yo era diferente.

—Así pues, Broussard mintió, le dejaron en libertad, y pensó que estaba en deuda con él.

Levantó el vaso de whisky; cambió de opinión y lo volvió a dejar.

—Supongo. Nunca lo mencionó y con el tiempo nos hicimos amigos. Él me llamaba de vez en cuando y solíamos quedar. Sólo al recordar lo que había pasado, me di cuenta de que no me quería perder la pista. Él es así. No me interpreten mal, es un buen hombre, pero siempre está observando a la gente, estudiándola, para ver si algún día puede serle útil.

—Muchos policías son así —dijo Ryerson, y bebió un poco de agua.

—¿Usted?

Ryerson pensó en ello durante un momento.

—Sí, supongo que sí.

Lionel echó otro trago de whisky y se limpió los labios con la servilleta.

—En julio, mi hermana y Dottie llevaron a Amanda a la playa. Era un día muy caluroso, no había ni una sola nube. Helene y Dottie conocieron a unos tipos que, no sé, tenían marihuana o algo así. —Apartó la mirada, tomó un largo trago de whisky, y cuando volvió a hablar, su voz y su cara adquirieron un aire obsesivo—. Amanda se quedó dormida en la playa, y ellos… ellos la dejaron allí sola, sin que nadie la vigilara durante horas. Se quemó, señor Kenzie, señorita Gennaro. Sufrió graves quemaduras en la espalda y en las piernas, casi de tercer grado. Tenía un lado de la cara tan hinchado que parecía que la hubiera atacado un grupo de abejas. La desgraciada, prostituta, yonqui, drogadicta y cabrona que tengo por hermana permitió que su hija se quemara la piel al sol. La llevaron a casa y Helene me llamó porque, y cito textualmente, «porque Amanda se está portando como una perra». No paraba de llorar y Helene no podía dormir. Voy a su casa y me encuentro que mi sobrina, ese bebé diminuto de cuatro años, tenía la piel quemada. Le duele. Grita de tanto que le duele. ¿Y quieren saber lo que mi hermana había hecho por ella?

Esperamos mientras cogía el vaso de whisky, bajaba la cabeza, y tomaba aire unas cuantas veces.

Alzó la cabeza.

—Le había echado cerveza en las heridas. Para refrescarla. Ni áloe, ni un calmante ni nada, ni siquiera se le ocurrió que podía llevarla a un hospital. No. Le echó cerveza, la mandó a la cama y puso el televisor a todo volumen para no oírla.

Sostuvo su enorme puño junto a la oreja, como si estuviera a punto de golpear la mesa y partirla por la mitad.

—Esa noche, podría haber matado a mi hermana. Pero en vez de eso, llevé a Amanda a la sala de urgencias. Oculté la verdad para proteger a Helene. Les dije que ella estaba muy cansada y que ambas se habían quedado dormidas en la playa. Le supliqué a la doctora, y al final logré convencerla, que no avisara a la Oficina de Asistencia Infantil y que no dijera que había sido un caso de abandono. No sé por qué. Sabía que se llevarían a Amanda. Yo sólo… —tragó saliva— quería proteger a Helene. Tal y como lo he hecho toda mi vida. Esa noche me llevé a Amanda a casa y durmió conmigo y con Beatrice. La doctora le había dado algo para dormir, pero yo permanecí despierto. Cada vez que le ponía la mano en la espalda, sentía el calor que emitía. Era como —no se me ocurre otra forma de decirlo— si uno colocara la mano encima de un trozo de carne recién salida del horno. Mientras la observaba dormir pensaba: «Esto no puede seguir así. Tiene que acabar».

—Pero, Lionel —intervino Angie—. ¿Qué habría pasado si la hubiera denunciado a los de Asistencia Infantil? Estoy segura de que si lo hubiera hecho varias veces, podría haber solicitado al tribunal que les dejara adoptar a Amanda.

Lionel se rió; Ryerson negó con la cabeza lentamente mientras miraba a Angie.

—No.

Ryerson cortó el extremo de un cigarro.

—Señorita Gennaro, a no ser que la madre biológica sea lesbiana en estados como Utah o Alabama, es casi imposible privar a los padres de sus derechos.

Encendió el cigarro, negó con la cabeza.

—De hecho, debo rectificarlo. Es totalmente imposible.

—¿Cómo puede ser —dijo Angie— si uno de los padres ha demostrado repetidas veces su negligencia?

Ryerson volvió a mover la cabeza con tristeza.

—Este año en Washington D.C., se le concedió la custodia total a una madre biológica que apenas conocía a su hijo. El niño había vivido con sus padres adoptivos desde que nació. La madre biológica es una delincuente convicta que dio a luz cuando estaba en libertad condicional por haber matado a uno de sus hijos, que había alcanzado la madura edad de seis semanas, y un día que lloraba de hambre, la madre decidió que aquello era demasiado y la ahogó, la tiró al cubo de la basura y se fue a preparar una barbacoa. Esa mujer tiene ahora dos niños más; a uno de ellos lo crían los padres del padre; el otro fue dado en adopción. Los cuatro niños son de padres diferentes, y la madre, que sólo cumplió dos años de condena por matar a su hija, se encarga ahora, de forma muy responsable, sin lugar a dudas, de criar al niño que ha arrancado de los cariñosos padres adoptivos que habían solicitado la custodia al tribunal. Es una historia real. Lo puede comprobar.

—No puede ser —protestó Angie.

—Pues así es —dijo Ryerson.

—¿Cómo puede ser…?

Angie dejó caer las manos en la mesa y se quedó mirando al vacío.

—Esto es América —concluyó Ryerson—, donde todos los adultos tienen el derecho total e inalienable de devorar a sus crías.

Por la expresión de Angie, parecía que alguien le hubiera dado un puñetazo en el estómago y que luego la hubieran abofeteado mientras se retorcía de dolor.

Lionel hizo sonar los cubitos del vaso.

—El agente Ryerson tiene razón, señorita Gennaro. No se puede hacer nada si un progenitor horrendo se quiere quedar con su hijo.

—Pero eso no le saca del atolladero, señor McCready. —Ryerson le señaló con el cigarro—. ¿Dónde está su sobrina?

Lionel miró fijamente la ceniza del cigarro de Ryerson, y al cabo de un rato movió la cabeza.

Ryerson asintió y garabateó algo en su libreta. Entonces se volvió hacia atrás, nos mostró unas esposas y las colocó sobre la mesa.

Lionel echó su silla hacia atrás.

—Permanezca sentado, señor McCready, o lo próximo que voy a poner encima de la mesa va a ser mi pistola.

Lionel asió con fuerza los brazos de la silla, pero no se movió.

—Así pues, estaba enfadado con Helene a causa de las quemaduras de Amanda. ¿Qué pasó a continuación? —pregunté.

Ryerson me miró a los ojos, parpadeó dulcemente y ladeó la cabeza. Preguntar directamente sobre el paradero de Amanda no funcionaba. Lionel bien podría callarse como un muerto, cargar con todas las culpas y Amanda seguiría sin aparecer. Pero si pudiéramos conseguir que volviera a hablar…

—La ruta que hago para United Parcel Service —dijo después de un rato— pasa por el distrito de Broussard. Ésa es la razón por la que seguimos en contacto tan fácilmente a lo largo de todos estos años. De todas maneras…

Una semana después de que Amanda hubiera sufrido las quemaduras, Lionel y Broussard quedaron para tomar algo. Broussard había oído contar a Lionel lo preocupado que estaba por su sobrina, el odio que sentía hacia su hermana, el convencimiento de que la probabilidad de que Amanda pudiera convertirse en algo que no fuera el mero reflejo de su madre era cada vez menor.

Broussard había pagado las bebidas. También había sido muy generoso con ellos y casi al final de la noche, cuando Lionel ya estaba borracho, le pasó el brazo por la espalda y dijo:

—¿Y si hubiera una solución?

—No hay ninguna solución —respondió Lionel—. Los tribunales no…

—Olvídese de los tribunales —le interrumpió Broussard—. Olvídese de todas las posibilidades que ha contemplado hasta este momento. ¿Y si fuera posible garantizar que Amanda viviera en una casa acogedora y con unos padres cariñosos?

—¿Cuáles serían los inconvenientes?

—Los inconvenientes serían que nadie sabría nunca lo que le había pasado. Ni su propia madre, ni su esposa, ni su hijo. Nadie. Simplemente habría desaparecido.

Broussard chasqueó los dedos y dijo:

—Puf, como si nunca hubiera existido.

Lionel tardó unos meses en decidirse. Durante ese tiempo, había ido a casa de su hermana y dos veces se había encontrado que la puerta estaba abierta, que Helene se había ido a casa de Dottie y que su hija dormía sola en el piso. En agosto, Helene fue a una barbacoa que Lionel y Beatrice hacían en su jardín. Había estado conduciendo por ahí con Amanda en el coche de un amigo y estaba tan borracha que mientras columpiaba a Amanda y a Matt, accidentalmente tiró a su hija del columpio y ésta cayó de bruces al suelo. Y ella seguía allí, riéndose, mientras su hija intentaba ponerse en pie, se limpiaba el barro de las rodillas y miraba si tenía algún rasguño.

Durante el curso del verano, la piel de Amanda tenía siempre ampollas y señales porque Helene solía olvidarse de ponerle la pomada que le había recetado la doctora de la sala de urgencias.

En septiembre, Helene les comentó que quería irse a vivir a otro lugar.

—¿Qué? —intervine—. Es la primera vez que lo oigo.

Lionel se encogió de hombros.

—Considerando el pasado, seguramente era una más de sus ideas estúpidas. Tenía una amiga que se había mudado a Myrtle Beach, en Carolina del Sur, y había conseguido un trabajo en una tienda de camisetas: le contó que allí siempre hacía sol, que había bebida en abundancia y que ya podía olvidarse de la nieve y el frío. Se trataba sólo de estar todo el día en la playa y vender camisetas de vez en cuando. Durante una semana aproximadamente, Helene sólo hablaba de eso. La mayoría de las veces, hubiera deseado mandarla a paseo. Siempre hablaba de irse a vivir a otro sitio, como si estuviera convencida de que cualquier día le iba a tocar la lotería. Pero esa vez, no sé, tuve miedo. No hacía más que pensar: se llevará a Amanda, la dejará sola en la playa y en casa sin abrir la puerta, y ni Beatrice ni yo estaremos allí para ayudarla. Yo… perdí la cabeza. Llamé a Broussard y conocí a la gente que quería hacerse cargo de Amanda.

—¿Y se llamaban? —dijo Ryerson, mientras sostenía el bolígrafo encima de la libreta.

Lionel no le prestó atención.

—Eran estupendos —prosiguió—. Perfectos. Una casa preciosa. Adoraban a los niños. Ya habían criado a uno perfectamente, pero ya se había ido de casa y se sentían vacíos. La tratan muy bien.

—Así pues, la ha visto —medié.

Asintió.

—Ahora es feliz. Ahora sí que sonríe de verdad. —Algo se le atravesó en la garganta y tragó saliva—. Ella no sabe que la he visto. La primera norma de Broussard es que su vida anterior quede eliminada. Tiene cuatro años y con el tiempo, olvidará. De hecho —dijo lentamente—, ya tiene cinco, ¿no?

Al darse cuenta de que Amanda había celebrado su quinto aniversario y que él no había estado allí para verlo, le cambió la cara. Movió la cabeza rápidamente.

—De todas formas, he conseguido verla, observarla con sus nuevos padres y parece estar muy bien. Parece… —se aclaró la voz y apartó la mirada—. Parece amada.

—¿Qué pasó la noche que desapareció? —preguntó Ryerson.

—Entré por la puerta trasera de la casa, y la saqué de allí. Le dije que era un juego. A ella le gustaban mucho los juegos. Quizá porque la idea que Helene tenía de los juegos era ir al bar y decirle: «Juega con la máquina Pac-Man, cariño». —Sorbió hielo del vaso y lo trituró con los dientes—. Broussard había aparcado en la calle. Yo me esperé en la puerta del porche y le dije a Amanda que estuviera muy, muy callada. El único vecino que nos pudo haber visto fue la señora Driscoll, de la casa de enfrente. Estaba sentada en su pequeña veranda, y nos podía ver perfectamente desde allí. Se marchó un instante y entró en la casa a buscar otra taza de té o algo así, y entonces Broussard me indicó que había llegado el momento. Llevé a Amanda hasta el coche de Broussard y nos alejamos.

—Y nadie vio nada.

—Ningún vecino. Aunque, al cabo de un tiempo nos enteramos de que Mullen había visto algo. Había aparcado en la calle y vigilaba la casa. Estaba esperando a que Helene regresara para averiguar dónde había escondido el dinero que había robado. Reconoció a Broussard. Cheese Olamon lo usó para hacerle chantaje a Broussard y recuperar el dinero desaparecido. También tenía que robar algunas drogas de la caja de pruebas y entregárselas a Mullen en la cantera esa misma noche.

—Volvamos a la noche en que Amanda desapareció —intervine.

Sacó un segundo cubito del vaso con sus enormes dedos y lo masticó.

—Le dije a Amanda que mi amigo la iba a llevar a visitar una gente muy agradable. Le dije que la pasaría a buscar unas horas más tarde. Ella sencillamente asintió con la cabeza. Estaba acostumbrada a que la dejaran con extraños. Bajé del coche a unas cuantas manzanas de distancia y me fui andando a casa. Eran las diez y media. Mi hermana tardó casi doce horas en darse cuenta de que su hija había desaparecido. ¿Qué les parece?

Durante un buen rato estuvimos tan callados, que podía oír perfectamente el ruido sordo que hacían los dardos al golpear el corcho, en la parte trasera del bar.

—Cuando fuera el momento oportuno —dijo Lionel— pensaba contárselo a Beatrice y estoy seguro de que lo entendería. No en ese mismo momento, sino al cabo de unos años. No lo sé. No lo había pensado bien. Beatrice odia a Helene y quiere mucho a Amanda, pero una cosa así… Ella cree en la ley y en las normas. Nunca hubiera estado de acuerdo en que hiciéramos algo así. Pero tenía la esperanza de que, quizá, cuando hubiera pasado tiempo suficiente… —Miró al techo, movió ligeramente la cabeza—. Cuando ella decidió que iba a llamarles a ustedes dos, me puse en contacto con Broussard y me dijo que intentara disuadirla, pero no demasiado. Que le permitiera hacerlo si ella lo deseaba. Que si las cosas se ponían feas, tenía información sobre ustedes dos. Algo relacionado con el asesinato de un chulo.

Ryerson me miró, alzó las cejas y me dedicó una fría sonrisa de curiosidad.

Me encogí de hombros y aparté la mirada.

Fue entonces cuando vi al tipo con la máscara de Popeye. Entró por la puerta trasera de emergencia, con el brazo derecho extendido, y una automática 45 a la altura del pecho.

Su compañero blandía una escopeta y llevaba la cara tapada con una máscara de plástico de Halloween. Popeye y la pálida cara despistada del Fantasma Simpático nos miraron fijamente cuando aparecieron por la puerta principal y empezaron a gritar:

—¡Que todo el mundo ponga las manos encima de la mesa! ¡Ahora!

Popeye apiñó a los jugadores de dardos delante de él, y yo volví la cabeza justo en el momento en que Casper echaba el cerrojo de la puerta principal.

—¡Tú! —me gritó Popeye—. ¿Estás sordo, o qué? ¡Pon las manos en la maldita mesa!

Obedecí.

—¡Oh, mierda! ¡Vamos! —dijo el barman.

Casper arrancó una cuerda que colgaba junto a la ventana y una gruesa cortina negra cayó al suelo.

A mi lado, Lionel respiraba con dificultad. Tenía las manos encima de la mesa, completamente planas y sin mover ni un solo dedo. Ryerson consiguió meter una mano debajo de la mesa y Angie hizo lo mismo.

Popeye golpeó la columna vertebral de unos de los lanzadores de dardos con el puño.

—¡Venga, al suelo! —gritó—. ¡Con las manos detrás de la cabeza! ¡Venga, rápido!

Ambos hombres se dejaron caer de rodillas al suelo y entrelazaron las manos detrás de la nuca. Popeye les miró fijamente, con la cabeza un poco ladeada. Fue un momento horrible, incierto. Popeye podía hacer exactamente lo que le viniera en gana: dispararles, dispararnos, cortarles el cuello. Cualquier cosa.

Le pegó una patada al mayor de los dos en los riñones.

—¡De rodillas, no! ¡Boca abajo! ¡Rápido!

Los hombres se tumbaron junto a mis pies.

Popeye volvió la cabeza muy despacio y se quedó mirando nuestra mesa.

—¡Poned las manos en la maldita mesa! —susurró—. O vais a morir, desgraciados.

Ryerson sacó la mano de debajo de la mesa, agitó ambas manos vacías en el aire, y las colocó planas encima de la madera. Angie hizo lo mismo.

Casper se encaminó hacia la barra que había delante de nosotros. Apuntó al barman con la escopeta.

Había dos mujeres de mediana edad —seguramente oficinistas o secretarias, por el tipo de ropa que llevaban— sentadas en medio del bar, justo delante de Casper. Cuando alzó el brazo para apuntar con la escopeta, le rozó el pelo a una de las mujeres. Se le tensaron los hombros y sacudió la cabeza. Su compañera se quejaba.

—¡Oh, Dios! ¡Oh, no! —clamaba la mujer.

—Tranquilas, señoras. Esto se acabará en un par de minutos —dijo Casper.

Sacó una bolsa de basura verde del bolsillo de su chaqueta de aviador, y la colocó en la barra delante del barman.

—Llénala ahora mismo y no te olvides del dinero de la caja fuerte.

—No hay mucho —dijo el barman.

—Pon todo lo que tengas —precisó Casper.

Popeye, el jefe del grupo, permanecía de pie con las piernas muy abiertas, tenía las rodillas dobladas, y movía constantemente su 45 de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, y vuelta a empezar. Debía de estar a unos tres metros de mí, y le oía respirar bajo la máscara.

Casper había adoptado la misma postura, y aunque no dejaba de apuntar al barman, no quitaba los ojos del espejo que había detrás de la barra.

Eran profesionales. De los pies a la cabeza.

Sin contar a Casper y a Popeye, había doce personas en el bar: el barman y la camarera detrás de la barra, los dos tipos del suelo, Lionel, Angie, Ryerson y yo, las dos secretarias, y dos tipos que estaban en el extremo de la barra más cercano a la puerta y que, por la pinta que tenían, debían de ser camioneros. Uno de ellos llevaba una chaqueta verde de los Celtics, y el otro una cosa como de lona y tela vaquera, muy vieja y completamente arrugada. Debían de tener unos cuarenta y pico años, y los dos eran muy corpulentos. Encima de la barra, justo delante de ellos, había una botella de Old Thompson entre dos vasitos.

—Tómatelo con calma —le dijo Casper al barman, mientras éste permanecía arrodillado debajo de la barra y trapicheaba con, según parecía, la caja fuerte—. Tómatelo con calma, como si no pasara nada; si sigues así no pasarás de la combinación de números.

—Por favor, no nos hagan daño —suplicó uno de los hombres que estaba en el suelo—. Tenemos familia.

—Cierra el pico —dijo Popeye.

—No vamos a hacer daño a nadie —convino Casper—, siempre y cuando permanezcan quietos. Sencillamente no se muevan. Es así de simple.

—¿Sabes de quién es este maldito bar? —apuntó el tipo que llevaba la chaqueta de los Celtics.

—¿Qué? —preguntó Popeye.

—Me has oído perfectamente, coño. ¿Sabes de quién es este bar?

—Por favor, por favor —dijo una de las secretarias—. No diga nada.

Casper volvió la cabeza.

—De un héroe.

—De un héroe —repitió Popeye, mientras miraba por encima del hombro a ese idiota.

Sin que se notara que movía la boca, Ryerson susurró:

—¿Dónde la tiene?

—En la espalda —contesté—. ¿Y usted?

—En el regazo —dijo, mientras movía la mano derecha unos siete centímetros hacia el borde de la mesa.

—No —susurré, mientras Popeye se volvía hacia nosotros.

—¡Considérense muertos! —gritó el camionero.

—¿Por qué no se calla? —intervino la secretaria, sin apartar los ojos de la barra.

—Buena pregunta —dijo Casper.

—Muertos, ¿entendido? Matones de mierda, malditos cabrones, desgraciados…

Casper dio cuatro pasos y le dio un puñetazo al camionero en toda la cara.

El camionero se cayó del taburete, y se dio un golpe tan fuerte contra el suelo que pudimos oír el ruido que hizo el cráneo al partirse por la mitad.

—¿Algo que decir? —le preguntó Casper al otro camionero.

—No —contestó el tipo, y bajó la mirada.

—¿Alguien más? —conminó Casper.

El barman salió de detrás de la barra y puso la bolsa encima.

El bar estaba tan silencioso como una iglesia antes de un bautizo.

—¿Qué? —dijo Popeye, y dio tres pasos hacia nuestra mesa.

Tardé un rato en darme cuenta de que nos estaba hablando a nosotros, y otro rato en saber con una certeza total que las cosas se iban a poner muy feas rápidamente.

Ninguno de nosotros se movió.

—¿Qué acabas de decir? —preguntó Popeye, mientras apuntaba a la cabeza de Lionel con la pistola, y observaba nerviosamente, desde detrás de la máscara, el tranquilo semblante de Ryerson, para volver a mirar a Lionel.

—¿Otro héroe?

Casper cogió la bolsa de la barra, se dirigió hacia nuestra mesa y me apuntó en la nuca con la escopeta.

—Es un bocazas —dijo Popeye—. No hace más que decir tonterías.

—¿Tiene algo que decir? —inquirió Casper, mientras apuntaba a Lionel—. ¿Eh? ¡Venga, suéltalo!

Se volvió hacia Popeye.

—Ocúpate de vigilar a esos tres.

La 45 de Popeye se volvió hacia mí y el agujero negro me miró directamente a los ojos.

Casper dio un paso más en dirección a Lionel.

—¿Qué, hablando por hablar?

—¿Por qué se empeñan en contrariarles? —dijo una de las secretarias—. ¿No ven que llevan pistolas?

—Cállate —le susurró su compañera.

Lionel miró la máscara, apretó los labios y empezó a golpear ligeramente la mesa con los dedos.

—¡Sigue, hombre! ¡Venga, vamos! ¡Sigue hablando! —gritó Casper.

—No tengo por qué escuchar toda esta mierda —dijo Popeye.

Casper apoyó la punta de la escopeta en el caballete de la nariz de Lionel.

—¡Haz el favor de cerrar el pico!

A Lionel empezaron a temblarle los dedos, no dejaba de parpadear por las gotas de sudor que le caían en los ojos.

—Sencillamente no te quiere escuchar —medió Popeye—. Lo único que quiere es seguir diciendo chorradas.

—¿Es eso verdad? —preguntó Casper.

—Que todo el mundo mantenga la calma —dijo el barman, con las manos en alto.

Lionel no dijo nada.

Pero los testigos del bar, que estaban aterrados y convencidos de que iban a morir, recordarían esa escena tal y como esos pistoleros querían que ellos la recordaran: que Lionel había estado hablando. Que todos los que estábamos en la mesa no habíamos parado de hablar. Que habíamos contrariado a unos hombres muy peligrosos y que nos habían asesinado por ese motivo. Casper corrió el seguro de la escopeta y el sonido nos pareció el estallido de un cañón.

—Tienes que demostrar que eres un gran tipo, ¿verdad?

Lionel abrió la boca.

—Por favor —dijo.

—Espere —intervine yo.

La escopeta se movió hacia mí, y lo último que vi fueron sus oscuros ojos. Estaba totalmente seguro de ello.

—Detective Remy Broussard —grité, para que todo el bar pudiera oírme—. ¿Todo el mundo se ha quedado con el nombre? ¡Remy Broussard!

Observé sus ojos profundamente azules a través de la máscara, y vi miedo en ellos, confusión.

—No lo haga, Broussard —dijo Angie.

—¡Cierra esa maldita boca! —esa vez fue Popeye quien lo dijo; estaba empezando a perder la calma.

Tensaba los tendones del antebrazo e intentaba apuntar a toda la mesa.

—Se ha acabado, Broussard. Se ha acabado. Sabemos que se llevó a Amanda McCready. —Estiré el cuello en dirección a la barra—. ¿Oyen ese nombre? ¿Amanda McCready?

Cuando volví la cabeza, tenía el frío calibre metálico de la escopeta clavado en la frente, y mis ojos toparon con un dedo rojo en el gatillo. Visto desde tan cerca, el dedo me parecía un insecto o un gusano rojo y blanco. Parecía tener mente propia.

—Cierra los ojos —dijo Casper—. Ciérralos bien cerrados.

—Señor Broussard —intervino Lionel—. Por favor, no lo haga. Por favor.

—¡Aprieta el maldito gatillo! —le conminó Popeye, mientras se daba la vuelta hacia su compañero—. ¡Hazlo de una vez!

—Broussard… —dijo Angie.

—¡Deja de decir ese jodido nombre! —gritó Popeye, a la vez que empotraba una silla en la pared de una patada.

Permanecí con los ojos abiertos; sentí la curva del metal contra mi piel, percibí el olor del aceite y de la vieja pólvora y observé que el dedo movía nerviosamente el gatillo.

—Se ha acabado —dije de nuevo, con una voz totalmente ronca, a causa de la sequedad que sentía en la garganta y en la boca—. Se ha acabado.

Durante mucho, mucho tiempo, nadie dijo nada. Durante ese difícil período de silencio, oí cómo el mundo entero crujía alrededor del eje.

La cara de Casper se inclinó ligeramente a medida que Broussard ladeaba la cabeza, y volví a ver la misma mirada del día anterior en el partido de fútbol: esa mirada tan penetrante que se movía y quemaba.

Entonces una mirada clara y resignada de derrota la sustituyó, recorrió todo el cuerpo lentamente, y apartó el dedo del gatillo mientras dejaba de apuntarme con la escopeta.

—Sí —dijo dulcemente—. Todo ha acabado.

—¿Me estás vacilando? —protestó su compañero—. Tenemos que hacerlo. Tenemos que hacerlo, tío. Tenemos órdenes. ¡Hazlo! ¡Ahora!

Broussard negó con la cabeza, mientras que la distraída cara y la sonrisa infantil de la máscara de Casper se balanceaba al mismo tiempo.

—No hay nada más que hacer. ¡Vamonos! —concluyó.

—¿Qué quieres decir con eso de que no hay nada más que hacer? Si no puedes cargarte a estos cabrones, ya lo haré yo, desgraciado.

Popeye alzó el brazo y apuntó a Lionel justo en medio de la cara; mientras tanto Ryerson se llevó la mano al regazo y el primer disparo —que quedó amortiguado por la mesa— desgarró la piel del muslo izquierdo de Popeye.

La pistola se disparó mientras caía violentamente hacia atrás; Lionel gritó, se llevó las manos a la cabeza y se cayó de la silla.

La pistola de Ryerson despejó la superficie de la mesa y le pegó dos tiros a Popeye en el tórax.

Cuando Broussard apretó el gatillo de la escopeta, pude oír claramente la pausa —un silencio que duró una milésima de segundo— que se produjo entre el momento en que apretaba el gatillo y la explosión que retumbó en mis oídos como el infierno.

El hombro izquierdo de Neal Ryerson desapareció en un fogonazo de tiros, sangre y huesos; sencillamente se fundió, explotó y se evaporó a la vez en un ruidoso estampido. Un chorro de sangre salpicó la pared y su cuerpo se tambaleó hacia un lado mientras Remy Broussard levantaba la escopeta entre el humo; la mesa se cayó hacia la izquierda, arrastrando con ella a Ryerson. La pistola de nueve milímetros le cayó de la mano, y antes de tocar el suelo, rebotó en una silla.

Angie había sacado la pistola, pero saltó a su izquierda en el momento en que Broussard se dio la vuelta.

Le apreté el estómago con la cabeza, le rodeé con mis brazos, y le empujé hacia la barra. Le empujé la columna contra la barandilla, oí cómo se quejaba, y entonces me golpeó la nuca con la culata de la escopeta.

Caí de rodillas al suelo, mis brazos resbalaron de su cuerpo y Angie gritó:

—¡Broussard! —y le disparó con su 38.

Él le tiró la escopeta mientras yo intentaba coger mi 45, acertó a Angie en el pecho y ella cayó al suelo.

Saltó por encima de los lanzadores de dardos y salió disparado hacia la puerta principal como un atleta nato.

Cerré el ojo izquierdo, le apunté con el cañón y disparé dos veces justo en el momento que Broussard alcanzaba la barra. Pude ver cómo tiraba bruscamente de su pierna izquierda antes de que consiguiera doblar la esquina de la barra, correr el cerrojo y salir precipitadamente hacia la oscuridad.

—¡Angie!

Cuando me di la vuelta, vi que estaba sentada entre un montón de sillas volcadas.

—Estoy bien —contestó.

—¡Llamen a una ambulancia! ¡Llamen a una ambulancia! —gritó Ryerson.

Miré a Lionel. Se revolcaba en el suelo y se quejaba; tenía la cabeza entre las manos y chorros de sangre le corrían entre los dedos.

Miré al barman.

—¡La ambulancia!

Cogió el teléfono y marcó.

Ryerson —cuyo hombro había saltado prácticamente por los aires— se apoyó en la pared y empezó a gritar sin apartar los ojos del techo; su cuerpo se movía en violentas convulsiones.

—Está a punto de perder el conocimiento —le comenté a Angie.

—Ya le tengo —dijo, mientras se arrastraba hacia él—. ¡Necesito todas las toallas que tenga en el bar ahora mismo!

Una de las secretarias saltó por encima de la barra.

—Beatrice —decía Lionel con un gemido—. Beatrice.

La goma elástica que aguantaba la máscara de Popeye se había soltado cuando éste cayó junto a la barra y las balas de Ryerson le acribillaban el esternón. Era John Pasquale. Estaba muerto; realmente había acertado el día anterior cuando, después del partido de fútbol, había dicho: «La suerte siempre se acaba».

Me crucé con la mirada de Angie cuando cogía al vuelo una toalla que una secretaria le lanzaba desde el otro lado de la sala.

—Ve a por Broussard, Patrick. Ve a por él.

Asentí con la cabeza mientras la secretaria corría ante mí, se arrodillaba junto a Lionel y le ponía una toalla en la cabeza.

Miré si tenía un segundo cargador en el bolsillo, lo encontré y salí del bar.