—Lionel se ha ido —dijo Beatrice.
—¿Se ha ido? —inquirí—. ¿Adónde?
—A Carolina del Norte —dijo, mientras se apartaba un poco de la puerta—. Pasen, por favor.
La seguimos hasta la sala de estar. Su hijo, Matt, alzó la vista cuando entramos. Estaba tumbado boca abajo en el suelo y hacía dibujos en un bloc rodeado de bolígrafos, lapiceros y lápices de colores. Era un niño bien parecido, y aunque tenía la mandíbula de sabueso de su padre, no había ni rastro del peso de los hombros. De su madre había heredado los ojos, ese brillo azul zafiro debajo de las negras cejas, y el cabello.
—¡Hola, Patrick! ¡Hola, Angie! —Miró a Neal Ryerson con sana curiosidad.
—¡Hola! —dijo Ryerson poniéndose en cuclillas junto a él—. Me llamo Neal. Y tú, ¿cómo te llamas?
Matt estrechó la mano de Ryerson con decisión, y le miró a los ojos con la franqueza de un niño al que han enseñado a respetar a los adultos, pero no a temerles.
—Matt —contestó—. Matt McCready.
—Encantado de conocerte, Matt. ¿Qué estás dibujando?
Matt le dio la vuelta al bloc para que todos pudiéramos verlo. Parecían figuras de varios colores que querían subirse a un coche tres veces más alto que ellos y tan largo como un avión.
—Está muy bien —alabó Ryerson arqueando las cejas—. ¿Qué es?
—Unos tipos que intentan entrar en un coche —dijo Matt.
—¿Por qué no pueden entrar? —pregunté.
—Porque está cerrado con llave —contestó Matt, como si ya no hubiera nada más que explicar.
—Pero quieren ese coche —apuntó Ryerson—, ¿verdad?
Matt asintió con la cabeza.
—Polque…
—Porque, Matthew —corrigió Beatrice.
La miró, un poco confundido al principio, pero luego sonrió.
—De acuerdo. Porque dentro hay televisores, Game Boys, Whopper Juniors y… Coca-Colas.
Ryerson ocultó una sonrisa con la palma de la mano.
—Todas las cosas buenas.
Matt le sonrió.
—Sí.
—Sigue dibujando. Te está saliendo muy bien.
Matt asintió con la cabeza, giró el bloc hacia él.
—Ahora voy a dibujar unos edificios. Sí, faltan edificios.
Y, como si hubiéramos sido tan sólo parte de un sueño, cogió un lapicero y se puso a dibujar con tal concentración que estoy seguro de que se olvidó de todo lo que le rodeaba.
—Señor Ryerson —dijo Beatrice—. Me parece que no hemos sido presentados.
La pequeña mano de Beatrice desapareció en la del otro.
—Neal Ryerson, señora. Trabajo para el Departamento de Justicia.
Beatrice miró a Matt y bajó la voz.
—Así pues, ¿se trata de Amanda?
Ryerson se encogió de hombros.
—Queríamos comprobar unas cuantas cosas con su marido.
—¿Qué cosas?
Ryerson había dejado muy claro antes de salir del restaurante que, bajo ningún concepto, debíamos asustar a Lionel o a Beatrice. Si Beatrice le contaba a su marido que sospechábamos de él, podría desaparecer para siempre y, con él, posiblemente el paradero de Amanda.
—Si le soy sincero, señora, el Departamento de Justicia tiene lo que se llama la Oficina de Justicia de Menores y para la Prevención de la Delincuencia. Hacemos un gran trabajo de seguimiento con el Centro para Niños Desaparecidos y Maltratados, para la Asociación Nacional para los Niños Desaparecidos, y con todas las bases de datos. Preguntas de tipo general.
—Entonces, ¿no hay ninguna novedad? —Beatrice empezó a manosear el faldón de la camisa y le miró directamente a los ojos.
—No, señora. Ojalá hubiera novedades. Tal y como le dije, sólo se trata de algunas preguntas rutinarias para la base de datos. Y como su marido fue la primera persona en llegar a casa de Helene la noche en que Amanda desapareció, quería volver a examinar los detalles con él, por si se había dado cuenta de algo, por pequeño que fuera, que nos pudiera servir de ayuda para darle un enfoque nuevo a toda esta cuestión.
Beatrice asintió y casi me estremecí al ver la facilidad con la que se había tragado las mentiras de Ryerson.
—Lionel está ayudando a un amigo que se dedica a la venta de antigüedades. Se llama Ted Kenneally y es amigo de Lionel desde la escuela primaria. Ted es el propietario de la tienda de antigüedades Kenneally que hay en Southie. Una vez al mes, más o menos, van a Carolina del Norte para llevar algunas piezas de anticuario a una ciudad llamada Wilson.
Ryerson asintió.
—Sí, señora, el centro de antigüedades más importante de toda Norteamérica —sonrió—. Yo soy de por allí.
—¡Oh! ¿Puedo hacer algo por ustedes? Lionel volverá mañana por la tarde.
—Claro que nos puede ser de ayuda. ¿Le importaría que le hiciera un montón de preguntas aburridas que seguro que le han hecho mil veces?
Negó con la cabeza rápidamente.
—No, en absoluto. Si puedo serle útil, dispongo de toda la noche para contestar a sus preguntas. ¿Qué le parece si preparo un poco de té?
—Me parece una idea estupenda, señora McCready.
Mientras Matt seguía coloreando, nosotros nos dedicamos a beber té; Ryerson le hizo a Beatrice una retahíla de preguntas que ya se habían contestado hacía mucho tiempo: sobre la noche en que Amanda desapareció, sobre las cualidades de Helene como madre, sobre la locura de los primeros días que siguieron a la desaparición de Amanda: cuando Beatrice organizaba la búsqueda, cuando se creó una reputación como intermediaria con los medios de comunicación y cubría las calles con la fotografía de su sobrina.
De vez en cuando, Matt nos mostraba los progresos que había hecho con su dibujo, los rascacielos con hileras de ventanas cuadradas mal alineadas, y las nubes y los perros que había añadido.
Empecé a arrepentirme de haber ido allí. Era un espía en su propia casa, un traidor, que intentaba conseguir las pruebas que mandarían al marido de Beatrice y al padre de Matt a la cárcel. Justo antes de que nos fuéramos, Matt le preguntó a Angie si le podía firmar la escayola. Cuando ella le contestó «por supuesto», los ojos se le iluminaron; tardó unos treinta segundos en encontrar el bolígrafo adecuado. Mientras se arrodillaba junto a la escayola y escribía su nombre completo con mucho cuidado, sentí cómo un dolor me recorría el rostro, como una losa de melancolía en el pecho, al imaginarme cómo sería la vida de ese niño, en el caso que estuviéramos en lo cierto con respecto a su padre, y las fuerzas de la ley intervinieran y destrozaran la familia.
Y con todo, mi preocupación primordial siguió siendo lo suficientemente sincera como para hacerme restañar mi propia vergüenza.
¿Dónde estaba Amanda?
¡Maldita sea! ¿Dónde estaba?
Al salir de allí, nos detuvimos junto al Suburban de Ryerson; mientras tanto, él quitó el celofán a otro cigarro y seccionó uno de los extremos con un cortapuros de plata. Se volvió hacia la casa mientras lo encendía.
—Es una mujer muy agradable.
—Sí que lo es.
—Un niño estupendo.
—Sí, es un niño estupendo —asentí.
—Esto es una mierda —dijo, mientras chupaba el cigarro y acercaba la llama a uno de los extremos.
—Sí que lo es.
—Voy a vigilar la tienda de Ted Kenneally. Debe de estar a unos dos kilómetros de aquí, ¿no?
—Yo diría que está a más de tres kilómetros —precisó Angie.
—Me olvidé de pedirle la dirección. ¡Mierda!
—Hay muy pocas tiendas de antigüedades en Southie —dije—. La de Kenneally está en la calle Broadway, justo delante de un restaurante llamado Amrheins.
Asintió.
—¿Les importaría acompañarme? En este momento seguramente es el lugar más seguro para los dos ahora que Broussard anda suelto por ahí.
—Claro —dijo Angie.
Ryerson me miró.
—¿Señor Kenzie?
Volví a mirar la casa de Beatrice, los cuadrados amarillos de luz en las ventanas de la sala de estar, y pensé en las personas que había dentro, y en el tornado que poco a poco se iba acercando a sus vidas, sin que ellos lo supieran, y que iba cobrando fuerza y seguía soplando y soplando.
—Les veré allí.
Angie me miró.
—¿Qué pasa?
—Ya os veré allí —dije—. Antes tengo que hacer una cosa.
—¿Qué?
—Nada importante —dije, mientras ponía mis manos en sus hombros—. Os veré allí. ¿De acuerdo? Por favor, déjame un poco de espacio.
Después de mirarme a los ojos durante un buen rato, asintió. No le gustaba nada, pero comprendía mi terquedad igual que comprendía la suya. Además, sabía que en ciertos momentos era inútil discutir conmigo, igual que lo sabía yo cuando le ocurría a ella.
—No haga ninguna tontería —me aconsejó Ryerson.
—¡Oh, no! —contesté—. No soy de ésos.
Fue una larga espera, pero valió la pena.
A las dos de la mañana, Broussard, Pasquale y algunos jugadores más del equipo de fútbol de los DoRights salieron del Boyne. Por la forma en que se abrazaban en el aparcamiento, pude imaginar que sabían que Poole había muerto, y que su dolor era verdadero. Los policías no suelen abrazarse, a no ser que uno de ellos muera.
Pasquale y Broussard siguieron hablando un rato en el aparcamiento después de que los otros se marcharan, y Pasquale le dio un último abrazo a Broussard, le golpeó ligeramente la espalda con los puños, y se separaron.
Pasquale se marchó en un Bronco; Broussard se encaminó, andando con cuidado consciente de que estaba borracho, hacia una furgoneta Volvo, salió reculando hasta la avenida Western, y se dirigió hacia el este. Le seguía desde lejos a lo largo de la avenida —que estaba prácticamente vacía— y casi le perdí de vista cuando las luces traseras desaparecieron en la calle Charles River.
Aceleré un poco, podía haber girado hacia Storrow Drive y haber tomado el atajo de North Beacon, o haberse dirigido tanto al este como al oeste a lo largo de Mass Pike.
Desde la avenida, mientras estiraba el cuello, vi que el Volvo pasaba bajo un foco de luz y se dirigía hacia el peaje que había en dirección oeste.
Reduje la velocidad y pasé por el peaje un minuto más tarde que él. Después de unos tres kilómetros, volví a divisar el Volvo. Iba por el carril izquierdo, a unos cien kilómetros por hora; me mantuve a cien metros de distancia y a la misma velocidad que él.
A los policías de Boston se les obliga a vivir en el área metropolitana, pero muchos policías que conozco realquilan el piso a amigos o parientes y se van a vivir más lejos.
Broussard, por lo que vi, vivía bastante lejos. Después de una hora aproximada de viaje y de dejar atrás la autopista de peaje y conducir por unos cuantos caminos vecinales, llegamos a la ciudad de Sutton, situada al abrigo de Purgatory Chasm Reservation y mucho más cercana a la frontera de Rhode Island y de Connecticut que a Boston.
Cuando Broussard tomó un camino de entrada escarpado y en pendiente que llevaba a un pequeño promontorio, con las ventanas escondidas detrás de los arbustos y de pequeños árboles, seguí hasta llegar a un cruce en que el camino se acababa y daba paso a un imponente bosque de pinos. Me di la vuelta; las luces formaban un arco a través de la profunda oscuridad, mucho más oscura que la de la ciudad, y cada haz de luz parecía augurar visiones repentinas de criaturas buscando forraje en las tinieblas y que probablemente me darían un susto de muerte con sus ojos verdes y relucientes.
Di la vuelta de nuevo y encontré la casa; seguí unos ochenta metros hasta que las luces iluminaron una casa destartalada. Continué por un camino totalmente cubierto por las hojas caídas el otoño anterior, escondí el Crown Victoria detrás de una hilera de árboles y permanecí un rato sentado, escuchando los grillos y el viento que movía ligeramente los árboles, los únicos sonidos perceptibles en lo que parecía el mismísimo corazón del silencio más absoluto.
Al despertar a la mañana siguiente, me encontré con un par de magníficos ojos castaños que me miraban fijamente. Eran dulces, tristes y profundos como los destellos de una mina de cobre. No parpadeaban.
Me sobresalté cuando la larga nariz blanca y marrón se acercó a la ventana; al moverme asusté un poco al curioso animal. Antes de que pudiera estar seguro de lo que había visto, el ciervo saltó por entre la hierba y se adentró en la arboleda; vi cómo la blanca cola brillaba una vez entre dos troncos y desapareció.
—¡Santo Dios! —dije en voz alta.
Otro destello de color atrajo mi atención, pero esta vez fue en la otra parte de la arboleda, justo delante de mí. Era como una ráfaga de color canela, y mientras miraba hacia mi derecha a través del claro, vi el Volvo de Broussard pasar a toda velocidad por la carretera. No tenía ni idea de si se iba a comprar leche o volvía a Boston, pero en cualquier caso no estaba dispuesto a desaprovechar la oportunidad.
Cogí un juego de piquetas de la guantera, me colgué la cámara al hombro, me sacudí las telarañas de la cabeza y salí del coche. Subí por el camino, sin separarme de la falda de la colina, y sentí el sol del primer día cálido del año en la cara, desde un cielo tan azul, tan puro y tan desprovisto de contaminación, que me costó mucho creer que seguía en Massachusetts.
Mientras me acercaba al camino de entrada de Broussard, una mujer alta, delgada, con una larga melena de color castaño y que llevaba a un niño cogido de la mano, apareció de repente en uno de los extremos del pinar. Se inclinó con el niño mientras éste recogía el periódico en la entrada del camino y se lo entregaba.
Estaba demasiado cerca para detenerme y ella alzó la vista, se tapó los ojos para protegerse del sol y me sonrió con indecisión. El niño debía de tener unos tres años; sus cabellos eran rubios y la piel muy blanca, no se parecía ni a Broussard ni a la mujer.
—Hola —dijo ella, mientras se ponía en pie, cogía al niño en brazos y éste se chupaba el dedo.
—Hola.
Era una mujer impresionante. Tenía una boca amplia y un poco torcida, que se alzaba en el lado izquierdo, y había algo sensual en ello, una mueca que parecía haber renunciado a la ilusión. Si no me hubiera fijado tanto en la boca y en las mejillas, por el brillo de su piel, seguramente la hubiera tomado por una ex modelo o por alguna mujer de bandera de un empresario. Entonces la miré a los ojos. La firme y transparente inteligencia que vi en sus ojos me inquietó. No era el tipo de mujer que hubiera permitido que un hombre la llevara del brazo para exhibirla como un trofeo. De hecho, estaba seguro de que ella no estaba dispuesta a permitir que la pusieran en ningún sitio.
Al darse cuenta de que llevaba una cámara, me dijo:
—¿Pájaros?
Miré la cámara y negué con la cabeza.
—Naturaleza, en general. No hay muchas oportunidades de disfrutar de ella donde vivo.
—¿Boston?
Negué con la cabeza.
—Providence.
Asintió. Miró el periódico y apartó el rocío con la mano.
—Antes los envolvían en plástico para que no se mojaran. Ahora tengo que colgarlo en el cuarto de baño durante una hora para poder leer la primera página.
El niño que llevaba en brazos apoyó su cara soñolienta en su pecho, y me miró fijamente con unos ojos tan abiertos y azules como el cielo.
—¿Qué te pasa, cariño? —dijo, mientras le besaba la cabeza—. ¿Estás cansado?
Le acarició la cara mofletuda; el amor que había en sus ojos era algo palpable y descorazonador.
Cuando me miró de nuevo, en sus ojos ya no había amor; por un momento creí que sentía recelo o miedo, al decirme:
—Hay un bosque —señaló la carretera—. Hay un bosque justo ahí abajo. Pertenece a Purgatory Chasm Reservation. Seguro que allí puede hacer unas fotos estupendas.
Asentí.
—Parece fantástico. Gracias por el consejo.
Quizás el niño notó algo. Quizá sólo estaba cansado. Quizá fue porque era pequeño y es lo que los niños suelen hacer, pero de repente abrió la boca y empezó a berrear.
—¡Oh! —exclamó, mientras sonreía, le besaba la cabeza de nuevo y lo mecía en sus brazos—. Está bien, Nicky. Está bien. Vamos, mamá te dará algo de beber.
Empezó a subir el empinado camino, meciendo al niño, acariciándole la cara, y su delgado cuerpo se movía como el de una bailarina con su camisa de leñador roja y negra y los vaqueros azules.
—Buena suerte con la naturaleza —dijo, mientras volvía la cabeza.
—Gracias.
Tomó una curva y los perdí de vista detrás del mismo matorral que ocultaba la mayor parte de la casa desde la carretera.
Pero aún podía oír su voz.
—No llores, Nicky. Mamá te quiere. Mamá lo arreglará todo.
—Bien, tiene un hijo —convino Ryerson—. ¿Y qué?
—Es la primera noticia que tengo —dije.
—Yo también —insistió Angie—, y eso que pasamos mucho tiempo juntos en el mes de octubre.
—Yo tengo un perro —dijo Ryerson—. Es la primera noticia que tienen, ¿no es verdad?
—No hace ni un día que le conocemos —protestó Angie—. Además, un perro no es un niño. Si uno tiene un hijo y pasa mucho tiempo de vigilancia con alguien, seguro que en un momento u otro lo menciona. Habló muchas veces de su mujer. Nada importante, cosas como: «Voy a llamar a mi mujer», «Mi mujer me matará si vuelvo a llegar tarde a cenar», etc. Pero nunca, ni una sola vez, mencionó al niño.
Ryerson me miró por el espejo retrovisor.
—¿Qué opina?
—Que es muy raro. ¿Puedo usar su teléfono?
Me lo pasó, marqué el número y observé la tienda de antigüedades de Ted Kenneally, con el cartel de Cerrado que colgaba del escaparate.
—Con el sargento Lee.
—¿Oscar? —dije.
—Hola, Walter Payton. ¿Cómo tienes ese cuerpo?
—Me duele, muchísimo.
Cambió el tono de voz.
—¿Cómo va lo otro?
—Bien, tengo que hacerte una pregunta.
—¿Una pregunta comprometida?
—En realidad, no.
—Dispara. Ya te diré si me gusta.
—Broussard está casado, ¿verdad?
—Sí, con Rachel.
—¿Una mujer alta y morena? ¿Y muy hermosa?
—Así es.
—¿Tienen un niño?
—¿Cómo dices?
—¿Broussard tiene un hijo?
—No.
Noté como una ola de alegría me invadía el cerebro, y el punzante dolor que sentía a causa del partido del día anterior desapareció.
—¿Estás seguro?
—Claro que lo estoy. No puede tener hijos.
—¿No puede o no quiere?
De repente, la voz de Oscar sonó un poco lejana y me di cuenta de que había tapado el teléfono con las manos.
—Rachel —susurró— no puede tener hijos. Fue un problema muy grave para ellos, porque deseaban tenerlos.
—¿Por qué no adoptaron uno?
—¿Quién va a permitir que una ex prostituta adopte a un niño?
—¿Era eso?
—Sí, así fue como la conoció. Estuvo con los de Homicidios hasta entonces, igual que yo. Acabó con su carrera y tuvo que trabajar para los de Narcóticos hasta que Doyle le echó un cable. Pero él la quiere de verdad. Además, es una buena mujer. ¡Una gran mujer!
—Pero no tienen hijos.
Apartó la mano del teléfono.
—¿Cuántas veces tengo que repetirlo, Kenzie? No tienen ningún maldito hijo.
Le di las gracias, me despedí, colgué el teléfono y se lo pasé a Ryerson.
—No tiene ningún hijo —dijo Ryerson—, ¿verdad?
—Tiene un hijo. No hay duda de que tiene un hijo.
—Entonces, ¿dónde lo consiguió?
En ese momento todo encajó, mientras estaba sentado en el Suburban de Ryerson y vigilábamos la tienda de antigüedades de Ted Kenneally.
—¿Cuánto os apostáis a que quienquiera que sean los padres biológicos de Nicholas Broussard, seguramente no ejercían muy bien de padres?
—¡Hostia consagrada! —saltó Angie.
Ryerson se apoyó en el volante, se quedó mirando el vacío a través del parabrisas, y con una expresión de pasmo en su delgado rostro, exclamó:
—¡Hostia consagrada!
Vi el niño rubio apoyado en la cadera de Rachel Broussard y la adoración con la que ella contemplaba la diminuta cara mientras le acariciaba.
—Sí —solté yo también—. ¡Hostia consagrada!