30

Con la vana esperanza de cambiar algo, decidimos ir a ver a Poole.

El Centro Médico New England ocupa dos manzanas de la ciudad; sus diversos edificios y pasarelas hacen de eje entre Chinatown, la zona de los teatros, y lo que queda, bloqueado y engullido, de la antigua zona de combate.

A primera hora del domingo por la mañana es muy difícil encontrar aparcamiento en la zona azul de los alrededores del centro médico, pero el jueves por la noche es sencillamente imposible. En el Schubert hacían por enésima vez una versión de Miss Saigon, mientras que en el Wang representaban el último musical extravagante y rimbombante de Andrew Lloyd Webber o alguien parecido; las entradas se habían agotado, a pesar de que era una obra pretenciosa y exagerada. La parte baja de la calle Tremont estaba atestada de taxis, limusinas, pajaritas, abrigos de pieles y policías enfadados que hacían sonar el silbato e intentaban dirigir el tráfico entre la multitud de coches aparcados por doquier.

Ni siquiera nos molestamos en dar la vuelta a la manzana; nos dirigimos directamente al aparcamiento del Centro Médico New England, recogimos el tiquet, y aun así, tuvimos que subir seis plantas antes de encontrar un sitio libre. Una vez hube salido del coche, le aguanté la puerta a Angie que a duras penas podía usar las muletas para ponerse en pie, y mientras ella intentaba avanzar entre los coches, cerré la puerta.

—¿Dónde está el ascensor? —me gritó.

Un hombre joven y alto, que parecía un jugador de baloncesto, dijo: «Por aquí», mientras señalaba hacia la izquierda. Estaba apoyado en el portón de un Chevy Suburban negro y fumaba un purito que aún conservaba la vitola roja de Cohiba.

—Gracias —dijo Angie, mientras le dedicábamos una sonrisa de lo más encantadora al pasar.

Nos devolvió la sonrisa y nos saludó con el cigarro.

—Ha muerto —dijo el tipo.

Nos detuvimos, me di la vuelta y miré al tipo. Llevaba una chaqueta de terciopelo azul marino con solapas de cuero marrón encima de una camiseta negra con cuello de pico y unos vaqueros negros. También llevaba unas camperas negras tan gastadas que parecían las de un domador de caballos. Golpeó suavemente el cigarro para que cayera la ceniza, se lo llevó de nuevo a los labios y me miró.

—Ahora es cuando tienen que preguntar: «¿Quién ha muerto?» —se miró las camperas.

—¿Quién ha muerto? —inquirí.

—Nick Raftopoulos.

Angie se volvió de repente con la ayuda de las muletas.

—¿Cómo dice?

—Es a quien han venido a ver, ¿verdad? —Alargó las manos y se encogió de hombros—. Bien, pues no es posible porque murió hace una hora. Paro cardíaco a causa de los impactos de bala que recibió en casa de Leon Trett. Completamente normal, dadas las circunstancias.

Angie hizo girar las muletas y dimos unos pasos hasta situarnos delante de él.

Sonrió.

—Ahora les toca decir: «¿Cómo sabe a quién veníamos a ver?». Venga, cualquiera de los dos.

—¿Quién es usted? —pregunté.

Me tendió la mano.

—Neal Ryerson. Llámenme Neal. Ojalá tuviera un mote bien chulo, pero no todos tenemos esa suerte. Ustedes son Patrick Kenzie y Angela Gennaro. Y debo decirle, señora, que a pesar de la escayola y todo eso, su fotografía no le hace justicia. Usted es lo que mi padre llamaría una belleza.

—¿Poole ha muerto? —volvió a inquirir Angie.

—Sí, señora, me temo que así es. Patrick, ¿podría estrecharme la mano? Digamos que es un poco cansado estar tanto rato con el brazo así.

Le di un ligero apretón y se la tendió a Angie. Ella le ignoró, se apoyó en las muletas y negó con la cabeza.

Se me quedó mirando.

—¿Tiene miedo de los malos?

Apartó la mano y la metió en el bolsillo interior del abrigo.

Puse una mano en la funda de la pistola.

—No tenga miedo, señor Kenzie, no pasa nada. —Sacó una delgada cartera, la abrió de un golpe y nos mostró una placa plateada y el carnet de identidad—. Agente especial Neal Ryerson —dijo con voz de barítono—. Departamento de Justicia. ¡Tachín! —Cerró la cartera y la guardó—. Departamento del Crimen Organizado, por si les interesa. ¡Dios, vaya pareja más locuaz!

—¿Por qué nos molesta? —dije.

—Porque, señor Kenzie, a juzgar por lo que vi en el partido de esta tarde, creo que le hacen falta amigos. Y yo me dedico al negocio de la amistad.

—No estoy buscando ninguno.

—Es posible que no tenga elección. Quizá deba ser amigo suyo, le guste o no. Además, lo hago bastante bien. Escucharé todas sus batallitas, miraré el béisbol con usted y le acompañaré a todos los antros de moda.

Miré a Angie, nos dimos la vuelta y nos dirigimos hacia el coche. Fui a su puerta, metí la llave y me dispuse a abrirla.

—Broussard le matará —sentenció Ryerson.

Nos volvimos hacia él. Dio una calada al Cohiba y se nos acercó tranquilamente, con pasos largos como si saliera del campo tras un partido.

—Se le da muy bien, eso de matar a la gente. Normalmente no lo hace en persona, pero lo planea todo muy bien. Es un planificador de primera categoría.

Cogí las muletas de Angie y mientras abría la puerta trasera para dejarlas en el asiento, le rocé ligeramente.

—No nos pasará nada, agente especial Ryerson.

—Estoy convencido de que eso es lo que pensaban Chris Mullen y el Faraón Gutiérrez.

Angie se apoyó en la puerta abierta.

—¿El Faraón Gutiérrez trabajaba en el Departamento de Lucha contra la Droga? —Sacó los cigarrillos del bolsillo.

Ryerson negó con la cabeza.

—No. Era uno de los informantes del Departamento de Protección Civil. —Dio un paso y encendió el cigarrillo de Angie con un Zippo negro—. Me pasaba la información a mí. Yo le preparé. Llevábamos seis años y medio trabajando juntos. Iba a ayudarme a coger a Cheese y, a continuación, a todos los hombres de Cheese. Después de eso, estaba dispuesto a ir a por el proveedor de Cheese, un tipo llamado Ngyun Tang. —Señaló la pared del aparcamiento que daba al este—. El pez gordo de Chinatown.

—¿Pero…?

—Pero —se encogió de hombros— se cargaron al Faraón.

—¿Cree que fue cosa de Broussard?

—Creo que fue Broussard quien lo planeó. No lo mató él mismo porque estaba demasiado ocupado simulando que le disparaban en la cantera.

—Así pues, ¿quién mató a Mullen y a Gutiérrez?

Ryerson se quedó mirando al techo.

—¿Quién se llevó el dinero de la montaña? ¿Quién fue la primera persona que vieron cerca de las víctimas?

—Espere un momento —intervino Angie—. ¿Poole? ¿Cree que fue Poole quien disparó?

Ryerson se apoyó en el Audi aparcado junto a nuestro coche, dio una larga calada al cigarro e hizo anillos de humo que fueron elevándose hasta alcanzar los fluorescentes.

—Nicholas Raftopoulos. Nació en Swampscott, Massachusetts, en 1948. Entró en el Departamento de Policía de Boston en 1968, poco después de regresar de la guerra de Vietnam, donde fue galardonado con la Estrella de Plata por ser, sorpresa, tirador de primera categoría. El teniente de su unidad nos contó que el cabo Raftopoulos era capaz, y cito textualmente, «de atinar el agujero del culo de una mosca tsetsé a cuarenta y cinco metros de distancia». —Sacudió la cabeza—. ¡Estos militares son tan gráficos!

—¿Cree que…?

—Lo que creo, señor Kenzie, es que nosotros tres deberíamos hablar de ciertas cosas.

Retrocedí un paso. Debía de medir, como mínimo, metro noventa; el pelo rojizo perfectamente peinado, ese porte tan natural y el corte de su ropa indicaban que procedía de una familia adinerada. En ese momento le reconocí: era el espectador solitario que esa misma tarde estaba en un extremo de las gradas en el estadio Harvard, con las largas piernas apoyadas en la baranda mientras se repanchingaba en el asiento, y que llevaba la gorra de béisbol de tal forma que le cubría media cara. Me lo podía imaginar perfectamente en Yale, en la Facultad de Derecho o trabajando con el Gobierno. Cualquiera que fuera la carrera profesional que eligiera, seguramente acabaría dedicándose al mundo de la política cuando las canas platearan su sien, y sin lugar a dudas, si trabajaba para el Gobierno, llevaría pistola. Era un tipo fuera de lo corriente. Sí, señor.

—Encantado de conocerle, Neal. —Di la vuelta al coche para llegar a la puerta del conductor.

—No bromeaba cuando le dije que Broussard tenía intenciones de matarle.

Angie rió entre dientes.

—Y usted nos salvará, supongo.

—Pertenezco al Departamento de Justicia. —Se puso la mano en el pecho—. A prueba de balas.

Le miré por encima del coche.

—Por eso usted siempre se pone detrás de la gente a la que se supone debe proteger, Neal.

—¡Oh! —Movió un poco la mano—. Muy buena, Pat.

Angie y yo subimos al coche. Mientras lo ponía en marcha, Neal Ryerson golpeó ligeramente la ventana de Angie con los nudillos. Ella frunció el ceño y me miró. Yo me encogí de hombros. Bajó el cristal despacio; Neal Ryerson se puso de cuclillas y apoyó un brazo en la ventanilla.

—Debo decirles que están cometiendo un grave error al no querer escucharme.

—Hemos cometido muchos antes —contestó Angie.

Se apartó un poco, dio una calada al cigarro y expulsó el humo antes de volver a apoyarse en la ventanilla.

—Cuando era pequeño, mi padre solía llevarme de caza a unas montañas cerca de donde me crié, un sitio llamado Boone, en Carolina del Norte. Mi padre siempre me decía —en cada una de las excursiones que hicimos, desde que tenía ocho años hasta los dieciocho— que debía tener cuidado, que con lo que de verdad debía tener cuidado, no era con los alces ni con los ciervos, sino con los otros cazadores.

—Muy profundo —dijo Angie.

Sonrió.

—Lo que quiero que entiendan, Pat, Angie…

—No le llame Pat —le interrumpió Angie—, no lo soporta.

Alzó la mano, con el cigarro entre los dedos.

—Ruego me disculpe, Patrick. ¿Cómo podría explicárselo? El enemigo es nosotros. ¿Lo comprende? Y nosotros va a venir a buscarle muy pronto. —Me señaló con el Cohiba—. Nosotros ya le ha dicho cuatro cosas esta tarde, Patrick. ¿Cuánto tiempo cree que tardará en aumentar las apuestas? Él sabe que aunque usted lo deje correr durante un tiempo, tarde o temprano volverá sobre el tema y hará preguntas molestas. ¡Demonios! ¿No es ésa la razón por la que ha venido a ver a Nick Raftopoulos, con la esperanza de que fuera lo bastante coherente como para poder responder a todas sus indiscretas preguntas? Ahora, váyase, si quiere. No puedo impedirlo, pero irá a por usted, y esto no ha hecho más que empezar.

Angie y yo nos miramos. El humo del cigarro de Ryerson entró en el coche, en mis pulmones, y se quedó allí como un pelo en un desagüe.

Angie se volvió hacia él, le indicó que se apartara de la ventanilla con un gesto.

—Restaurante Blue Diner. ¿Lo conoce?

—Está a unas seis manzanas de aquí.

—Nos veremos allí —dijo, mientras retirábamos el coche y nos dirigíamos hacia la rampa de salida.

Por la noche, el Blue Diner tiene una pinta estupenda desde fuera. Al ser el único lugar con luces de neón que da a la calle Kneeland en el principio del Distrito del Cuero, y al tener una taza de café blanca suspendida en el aire encima del cartel en un barrio donde casi todo son comercios, cuando uno ve el restaurante, por lo menos desde la autopista, le parece algo sacado directamente de una ilusión nocturna de Edward Hopper.

Aunque no estoy muy seguro de que Hopper hubiera pagado seis mil dólares por una hamburguesa. No es que una hamburguesa cueste tanto en el Blue Diner, pero casi. He comprado coches que me han salido más baratos que una taza de café de las suyas.

Neal Ryerson nos aseguró que la cuenta iba a cargo del Departamento de Justicia, así pues, nos hinchamos de beber café y nos tomamos dos Coca-Colas. Habría pedido una hamburguesa, pero entonces recordé que el presupuesto del Departamento de Justicia provenía en parte de mis impuestos, y además, la generosidad de Ryerson no parecía llegar a tales extremos.

—Empecemos desde el principio —comenzó.

—¡Naturalmente! —dijo Angie.

Puso un poco de leche en el café y me la pasó.

—¿Cómo empezó todo?

—Con la desaparición de Amanda McCready —expuse.

Negó con la cabeza.

—No, eso fue cuando ustedes entraron en escena. —Removió el café, cogió la cucharilla y nos señaló con ella—. Hace tres años, el agente de narcóticos Remy Broussard detuvo a Cheese Olamon, Chris Mullen y al Faraón Gutiérrez mientras hacían una revisión del nivel de calidad de una planta depuradora de South Boston.

—Creía que toda la depuración de drogas se realizaba en el extranjero —dijo Angie.

—Bien, el término «depuración» es tan solo un eufemismo. En realidad, lo que hacían era preparar todo tipo de droga —cocaína, por aquel entonces— y cortarla con Similac. Broussard y su compañero, Poole, y otro par de cowboys de la Brigada de Narcóticos pillaron a Olamon, a mi ayudante Gutiérrez y a otros muchos. La cuestión es que no les arrestaron.

—¿Por qué no?

Ryerson sacó un cigarro del bolsillo y frunció el ceño al ver un letrero que decía: «Se prohíbe fumar. Gracias». Soltó un gemido, puso el Cohiba encima de la mesa y empezó a manosear la envoltura de celofán.

—No los arrestaron porque una vez quemadas las pruebas, no había ningún motivo para arrestarles.

—¿Quemaron la cocaína? —pregunté.

Asintió.

—Eso me contó el Faraón. Durante muchos años, circuló el rumor de que había una unidad del Departamento de Narcóticos que actuaba sola y de forma sospechosa a la cual le habían ordenado castigar a los traficantes allí donde más les doliera. No con arrestos, que sólo habría logrado que los traficantes obtuvieran credibilidad en la calle, cobertura periodística y una condena insuficiente. No. Esa unidad debía destruir todo aquello que les pillaran. Y hacer que estuvieran alertas. Recuerden que, en teoría, se trataba de una guerra por las drogas. Algunos emprendedores sujetos del Departamento de Policía de Boston decidieron luchar contra ellos como si fuera una guerrilla. Según el rumor, esos tipos eran verdaderos intocables; nadie podía sobornarlos, ni razonar con ellos. Sencillamente eran unos fanáticos. Eliminaron a unos cuantos traficantes sin importancia del negocio y echaron de la ciudad a muchos principiantes. Los traficantes de peso —Cheese Olamon, las bandas como la de Winter Hill, los italianos y los chinos— pronto empezaron a tener que pagar un precio para poder llevar a cabo sus negocios; al final, debido a que el negocio de las drogas empezó a decaer y a que, según parecía, todas esas redadas no eran más eficaces que los otros métodos, se oyeron rumores de que la unidad había sido desmantelada.

—Fue entonces cuando Broussard y Poole se pasaron a la Brigada contra el Crimen Infantil.

Asintió.

—Muchos otros también lo hicieron, o se quedaron en Narcóticos, o pidieron el traslado a la Brigada Antivicio o a la Judicial, donde fuera. Pero Cheese Olamon nunca lo olvidó ni les perdonó. Juró que un día se vengaría de Broussard.

—¿Por qué Broussard y no los otros?

—Según lo que contaba el Faraón, Cheese se sentía insultado personalmente por Broussard. No es que tan sólo le quemara la mercancía, es que se mofaba de él mientras lo hacía y le ponía en ridículo delante de sus hombres. Cheese se lo tomó muy a pecho.

Angie encendió un cigarrillo y le pasó el paquete a Ryerson.

Él volvió a mirar el cigarro y el cartel de prohibido y dijo:

—Claro, ¿por qué no?

Fumaba el cigarrillo como si fuera un Cohiba; en realidad, no se tragaba el humo, sencillamente lo dejaba en su boca un rato antes de expulsarlo.

—En otoño del año pasado —continuó—, el Faraón se puso en contacto conmigo. Nos reunimos y me dijo que Cheese tenía información sobre algo que ese policía había hecho unos años atrás. Me aseguró que Cheese estaba planeando vengarse, y Mullen le dio a entender al Faraón que todos los que esa noche se encontraban en ese almacén y que tuvieron que aguantar todo tipo de humillaciones, mientras Broussard y sus compañeros quemaban la cocaína y se reían de ellos, iban a disfrutar mucho de la jugada. Bien, aparte de todo lo demás, no acabo de entender por qué de repente Mullen y el Faraón se hacen tan amigos y por qué Mullen le iba a hacer ninguna confesión. El Faraón me vino con el cuento ese de «lo pasado, pasado está», pero yo no me lo creo. Me imagino que sólo hay una cosa que podría hacer que el Faraón y Chris Mullen se unieran, y es la codicia.

—Así pues, estaban planeando un golpe de estado —dije.

Asintió.

—Desgraciadamente para el Faraón, Cheese se enteró.

—¿Qué sabía Cheese sobre Broussard? —preguntó Angie.

—El Faraón nunca me lo dijo. Me aseguró que Mullen no quería. Decía que estropearía la sorpresa. La última vez que hablé con el Faraón fue la tarde del día que lo asesinaron. Me contó que él y Mullen se habían hecho perseguir por un montón de policías durante esos últimos días, y que esa noche iban a recoger doscientos mil dólares, humillar al policía e irse a casa. Y que tan pronto como hubieran acabado —seguramente el Faraón sabía lo que había hecho el policía— iba a delatar a Broussard y a Mullen, yo obtendría la máxima condecoración de toda mi carrera profesional, y me libraría de él para siempre. O como mínimo, en eso confiaba. —Ryerson apagó el cigarrillo—. Bien, el resto ya lo saben.

Angie le miró con gesto confuso y aturdido.

—No sabemos absolutamente nada. ¡Mierda! Agente Ryerson, ¿se le ha ocurrido alguna teoría sobre el papel que la desaparición de Amanda McCready tiene en todo esto?

Se encogió de hombros.

—Quizá fue el mismo Broussard quien la secuestró.

—¿Porque sencillamente se despertó un día y decidió que iba a secuestrar a la niña?

—He oído cosas más raras —se apoyó en la mesa—. Miren, Cheese sabía algo de él. ¿De qué se trataba? Todo me hace pensar en la desaparición de esa niña. Así pues, examinémoslo. Broussard secuestra a la niña, quizá para presionar a la madre, para que encuentre los doscientos mil dólares que, según el Faraón, ella le había estafado a Cheese.

—Espere un momento —dije—. Eso es algo que siempre me ha incordiado. ¿Por qué Cheese no envió a Mullen para que obligara a Helene y a Ray Likanski a decirles dónde estaba el dinero robado meses antes de la desaparición de Amanda?

—Porque Cheese no se enteró de la estafa hasta el día que desapareció Amanda.

—¿Qué?

Asintió.

—El encanto de la estafa de Likanski radica en que, aunque debo reconocer que le faltó un poco de previsión, él sabía que todo el mundo daría por supuesto que habían confiscado el dinero en el mismo momento que confiscaron la droga y detuvieron a los motoristas. Cheese tardó tres meses en averiguar la verdad. El día que lo hizo fue el mismo que Amanda McCready desapareció.

—Entonces —razonó Angie— todo indica que Mullen fue el secuestrador.

Negó con la cabeza.

—No me lo trago. Creo que Mullen o cualquier otro que trabajara para Cheese fue esa noche a casa de Helene para asustarla y hacerla hablar del dinero. Pero en vez de eso, se encontraron a Broussard secuestrando a la niña. Eso es lo que Cheese sabe sobre Broussard. Le hace chantaje. Pero Broussard les sigue el juego a los dos. Por una parte, les dice a los representantes de la ley que Cheese ha secuestrado a la niña y que piden rescate. Por otra, le dice a Cheese y a su banda que esa noche les llevará el dinero a la cantera y que se lo entregará a Mullen, a sabiendas que los va a dejar, a deshacerse de la niña y a salir disparado con el dinero…

—Eso es una estupidez —dije.

—¿Por qué?

—¿Qué le hace pensar que Cheese iba a permitir que se le considerara el secuestrador de Amanda?

—Cheese no lo permitió. Broussard le tendió una trampa sin que él lo supiera.

Negué con la cabeza.

—Broussard se lo dijo, delante de mí. Fuimos a la prisión de Concord en octubre e interrogamos a Cheese sobre la desaparición de Amanda. Si hubiera sido cómplice de Broussard, ambos tendrían que haber estado de acuerdo en que la culpa recaería sobre los hombres de Cheese. ¿Por qué iba Cheese a hacerlo, si, según dice, lo tenía cogido por las pelotas? ¿Por qué tenía que cargar con la culpa de haber secuestrado y asesinado a una niña de cuatro años si no tenía ningún motivo para hacerlo?

Me señaló con el Cohiba.

—Eso es lo que usted cree, señor Kenzie. ¿No se han preguntado alguna vez por qué les permitieron participar tan a fondo en una investigación criminal? ¿Por qué les designaron para que estuvieran en la cantera esa noche? Porque eran testigos. Ése era el papel que les tocaba representar. Broussard y Cheese montaron una representación para ustedes en la prisión de Concord. Poole y Broussard les montaron otra en la cantera. El objetivo final de todo eso era que ustedes vieran lo que ellos querían que vieran y que lo aceptaran como verdadero.

—¿A propósito? —se extrañó Angie—. ¿Cómo pudo Poole fingir que sufría un ataque al corazón?

—Con cocaína —dijo Ryerson—. Ya lo había visto antes. Es muy peligroso ya que la cocaína podría provocar un infarto de miocardio de verdad. Pero si el plan sale bien, teniendo en cuenta la edad y la profesión de Poole, ¿creen que hay muchos médicos a los que se les ocurriría pensar que ha sido provocado con cocaína? Sencillamente dan por hecho que se trata de un ataque al corazón.

Tuve tiempo de contar una docena coches que pasaban por la calle Kneeland antes de que alguno de nosotros volviera a abrir la boca.

—Agente Ryerson, recapitulemos de nuevo. —El cigarrillo de Angie se había transformado en una larga curva de ceniza blanca encima del cenicero, e hizo caer el filtro de la hendidura del cenicero que lo sostenía—. Estamos de acuerdo en que Cheese creía que Mullen y Gutiérrez eran una amenaza. ¿Qué pasaría si él pensara que los tenía que quitar de en medio? ¿Y qué pasaría si lo que sabía sobre Broussard era tan terrible que le había incitado a hacerlo?

—¿Incitar a Broussard a hacerlo?

Angie asintió.

Ryerson se reclinó en el asiento, a través de la ventana observó los oscuros edificios de hierro fundido que había en la esquina de la calle South. Por encima de su hombro, en la calle Kneeland, me fijé en algo usual en la ciudad: un camión cuadrado color avellana de la empresa United Parcel Service que estaba parado con las luces de emergencia encendidas, y que bloqueaba el callejón mientras el conductor abría la puerta trasera, sacaba una carretilla, retiraba varias cajas del camión y las amontonaba encima.

—Entonces —le dijo Ryerson a Angie—, se basa en la teoría de que mientras Cheese creía que le estaba dando gato por liebre a Mullen y Gutiérrez, Broussard los estaba engañando a los tres.

—Quizá —consideró ella—, quizá. Nos han contado que esa noche Mullen y Gutiérrez creían que iban a la cantera a comprar droga.

El tipo de United Parcel Service pasó corriendo por delante de la ventana, empujando la carretilla, y me pregunté quién podía estar interesado en que le entregaran algo a esas horas. ¿Quizás algún bufete de abogados que trabajaba hasta tarde en un caso muy importante? ¿Quizás algún impresor que debía hacer horas extra para poder entregar los pedidos? ¿O quizás era una empresa de ordenadores de alta tecnología que sólo estaba haciendo lo habitual mientras que el resto del mundo se dispone a irse a dormir?

—Pero, una vez más —razonó Ryerson—, volvamos al móvil. ¿Qué pasaría si lo que Cheese sabía sobre Broussard era que había secuestrado a la niña? De acuerdo, pero ¿por qué? ¿Qué tenía Broussard en mente para ir a esa casa y llevarse a una niña que no conocía y separarla de su madre? No tiene pies ni cabeza.

El tipo de United Parcel Service volvió en un instante, con la tablilla sujetapapeles debajo del brazo, y corriendo mucho más rápido que antes, ya que la carretilla estaba vacía.

—Y otra cosa —continuó Ryerson—. Si aceptáramos la hipótesis de que un policía condecorado que trabaja para una brigada encargada de encontrar niños desaparecidos pudiera estar tan loco, y según parece sin tener motivo alguno, como para secuestrar a una niña en su propia casa, ¿cómo iba a hacerlo? ¿Se dedica a vigilar la casa en su tiempo libre y espera a que la mujer se marche, a sabiendas de que no cerrará la puerta con llave? Es una estupidez.

—Pero, a pesar de ello, usted cree que fue lo que pasó —matizó Angie.

—Mi instinto me dice que sí, que fue Broussard quien secuestró a la niña. Lo que no logro entender es por qué lo hizo.

El tipo de United Parcel Service entró rápidamente en el camión, pasó por delante de nosotros, giró a la izquierda y desapareció.

—¿Patrick?

—¿Eh?

—¿Nos estás escuchando?

—No, si tienes antecedentes delictivos no puedes.

Angie me tocó el brazo.

—¿Qué acabas de decir?

No me había dado cuenta de que lo había dicho en voz alta.

—Es imposible conseguir un trabajo de conductor en la empresa United Parcel Service si se tienen antecedentes delictivos.

Ryerson parpadeó y, por la forma en que me miró, parecía estar a punto de comprobar si tenía fiebre.

—¿De qué demonios está hablando?

Observé de nuevo la calle Kneeland, miré a Ryerson y a Angie.

—El primer día que estuvo en nuestra oficina, Lionel nos dijo que le habían detenido una vez, y con serias consecuencias, antes de reformarse.

—¿Y? —dijo Angie.

—Lo que quiero decir es que si lo detuvieron, entonces tiene antecedentes. Y si tiene antecedentes, ¿cómo consiguió trabajar para United Parcel Service?

Ryerson dijo:

—No acabo de ver…

—¡Sshh! —Angie levantó la mano y me miró a los ojos—. ¿Crees que Lionel…?

Cambié de postura y aparté el café frío.

—¿Quién podía acceder fácilmente al piso de Helene? ¿Quién tenía la llave de la puerta? ¿Con quién se iría Amanda tranquilamente y sin armar ningún tipo de escándalo ni ningún ruido? —continué.

—Pero fue él el que vino a nosotros.

—No —puntualicé—, fue su mujer. No paraba de repetir:

«Gracias por escucharnos, bla, bla, bla». Estaba dispuesto a deshacerse de nosotros. Fue Beatrice quien nos presionó. ¿Te acuerdas de lo que dijo cuando estaba en nuestra oficina? «Nadie quería que viniera a verles, ni Helene, ni mi marido». Fue Beatrice la que insistió en que aceptáramos el caso. Y Lionel, de acuerdo, quiere a su hermana, pero ¿está ciego? No es estúpido. ¿Cómo es posible que no sepa que Helene conoce a Cheese? ¿Cómo puede ser que no sepa que Helene tiene problemas con las drogas? Pareció muy sorprendido cuando le dijeron que Helene tomaba cocaína. ¡Por el amor de Dios! Hablo con mi hermana una vez a la semana, tan sólo la veo una vez al año, pero si ella tuviera problemas de drogas, yo lo sabría. Es mi hermana.

—¿Qué decía de los antecedentes delictivos? —me preguntó Ryerson—. ¿Qué tiene que ver con todo esto?

—Imaginemos que fue Broussard quien le detuvo, que lo tenía agarrado y le debía un favor. ¿Quién sabe?

—Pero ¿qué motivo podía tener Lionel para secuestrar a su propia sobrina?

Pensé en ello y cerré los ojos hasta que tuve la imagen de Lionel ante mí. Su cara de sabueso, sus ojos tristes, los hombros que parecían soportar el peso de una ciudad, el dolorido tono de voz que indicaba que era demasiado decente para poder entender por qué había gente capaz de ser tan negligente y de llevar a cabo semejantes atrocidades. Oí la rabia volcánica de su voz explotando esa mañana, en la cocina, cuando le estábamos preguntando a Helene si conocía a Cheese; volví a oír el odio en su voz. Nos dijo que pensaba que su hermana quería a su hija, que era buena para ella. Pero ¿y si nos mintió? ¿Y si creía precisamente lo contrario? ¿Y si pensaba que su hermana aún tenía menos habilidades como madre de lo que su propia mujer pensaba? Pero él, que había sido criado por unos padres malvados y alcoholizados, había aprendido a enmascarar las cosas, a ocultar su rabia; lo tenía que haber hecho para poder convertirse en ese tipo de ciudadano, en el tipo de padre que era.

—¿Qué pasaría —planteé en voz alta— si Amanda McCready no hubiera sido secuestrada por alguien que quisiera explotarla, abusar de ella sexualmente o pedir el dinero del rescate? —Mi mirada se cruzó con la ligeramente escéptica de Ryerson, y con la mirada curiosa y entusiasmada de Angie—. ¿Qué pasaría si Amanda McCready hubiera sido secuestrada por su propio bien?

Ryerson habló lenta y cuidadosamente.

—¿Cree que el tío se llevó a la niña…?

Asentí con la cabeza.

—Sí, para salvarla.