29

Según parecía, uno de cada dos tipos de las brigadas de Narcóticos, Antivicio y contra el Crimen Infantil se llamaba John. Había un tal John Ives, un John Vreeman y un John Pasquale. El que jugaba de quarterback era un tal John Lawn, y uno de los receptores se llamaba John Coltraine, aunque todo el mundo le llamaba Jazz. Un policía de la Brigada de Narcóticos —alto, delgado, con cara de niño, que se llamaba Johnny Davis— jugaba de tight end en la línea ofensiva, y John Corkery —jefe de vigilancia nocturna en la comisaría del distrito Dieciséis— jugaba de free safety en la línea defensiva; así pues, aparte de mí, la única persona en el equipo que no pertenecía a ninguna de esas tres brigadas, era el entrenador. Una tercera parte de los John tenían hermanos en el mismo equipo; por ejemplo, John Pascuale jugaba de tight end en la línea ofensiva, mientras que su hermano Vic jugaba de receptor. John Vreeman jugaba de left guard y su hermano Mel de right guard. Se suponía que John Lawn era un quarterback muy bueno, pero tenía que aguantar muchas bromas ya que le facilitaba pases a su hermano Mike.

En resumen, a los diez minutos ya no me esforzaba en ponerles nombres a las caras y sencillamente les llamaba John a todos, hasta que me corregían.

Los otros jugadores del equipo de los DoRights se llamaban de otro modo, aunque todos tenían la misma apariencia, al margen del tamaño o del color de la piel. Era esa pinta típica de policía, esa forma de comportarse —desenfadada y desconfiada al mismo tiempo—, esa mirada cautelosa incluso cuando se reían, lo que me daba la sensación de que todos ellos podían pasar de ser amigos a enemigos feroces en cuestión de segundos. No tenían ningún interés en tu forma de actuar —era por propia elección— pero una vez que habían llegado a una decisión, actuaban consecuentemente y de inmediato.

He conocido a muchos policías, he salido con ellos, he bebido con ellos, y algunos han sido mis amigos. Pero era un tipo de amistad diferente de la que se tiene con un civil. Nunca me he sentido completamente a gusto con un policía; nunca he sabido lo que pensaba. Los policías siempre ocultan algo, a excepción, supongo, de cuando están con otros policías.

Broussard me dio una palmadita en el hombro y me presentó a los miembros del equipo. Recibí varios apretones de manos, algunas sonrisas, algunas inclinaciones de cabeza lacónicas, e incluso alguien me llegó a decir: «Señor Kenzie, hizo un trabajo cojonudo en el caso de Corwin Earle». Después nos apiñamos alrededor de John Corkery para que nos explicara el plan.

En realidad, no había ningún plan. Básicamente nos contó que los tipos de las brigadas de Homicidios y Robo eran una pandilla de afeminados con reacciones imprevisibles, y que teníamos que ganar el partido por Poole; según decía, Poole sólo conseguiría salir con vida de la Unidad de Cuidados Intensivos si conseguíamos cargarnos al equipo contrario. Si perdíamos, tendríamos que acarrear con la muerte de Poole en la conciencia durante el resto de nuestras vidas.

Mientras Corkery hablaba, observé al equipo contrario, que estaba en el otro extremo del campo. Oscar me vio y me saludó alegremente con la mano; por la expresión de su cara era evidente que estaba dispuesto a comerse el mundo. Devin vio que les miraba y también sonrió; empujó ligeramente a un monstruo de aspecto rabioso con facciones de pequinés, y me señaló. El monstruo me saludó con una inclinación de cabeza. Los otros miembros de ese equipo no parecían tan corpulentos como los del nuestro, pero sí más listos y rápidos, y su delgadez daba a entender que tenían más nervio que fragilidad.

—Le doy cien pavos al primero que consiga eliminar del juego a uno del equipo contrario —dijo Corkery, mientras se frotaba las manos—. ¡A por esos cabrones!

Supongo que eso fue precisamente la inspiración que estaban esperando, porque en ese mismo momento todo el equipo abandonó la posición de cuclillas y empezó a dar puñetazos y palmadas.

—¿Dónde están los cascos? —le pregunté a Broussard.

Uno de los John que pasaba por delante mientras lo dije, le dio una palmada en la espalda a Broussard.

—El tipo este es de lo más divertido. ¿De dónde lo has sacado?

—No hay cascos —deduje.

Broussard asintió.

—Este juego consiste en rozarse, pero no hay violencia física.

—Ya, ya —dije—. Claro.

Los del equipo de Homicidio y Robo —o los HurtYous, como se hacían llamar— ganaron cuando nos jugamos a cara o cruz quién iba a empezar, y eligieron recibir pases. Nuestro pateador los llevó al undécimo, y mientras nos alineábamos, Broussard señaló a un tipo negro y delgado de los HurtYous.

—Jimmy Paxton. Ése es tu hombre. Pégate a él como si fueras un tumor.

El center de los HurtYous le pasó la pelota al quarterback, que hizo tres pasos atrás, la lanzó por encima de mi cabeza, y le dio a Jimmy Paxton en el veinticinco. No tengo ni idea de cómo Paxton consiguió pasar por delante de mí, por no decir cómo pudo llegar al veinticinco, pero conseguí embestirle de forma extraña y le golpeé ligeramente los tobillos en el veintinueve; ambos equipos empezaron a correr campo arriba hacia la línea de scrimmage.

—Como si fueras un tumor —repitió Broussard—. ¿Entendiste bien lo que te dije?

Volví la mirada hacia él y vi una expresión de furia en sus ojos. Entonces sonrió, y me di cuenta de todo lo que seguramente había podido conseguir en su vida gracias a esa sonrisa. ¡Era tan buena, tan infantil, tan americana y tan pura!

—Veré lo que puedo hacer —asentí.

Los HurtYous deshicieron el grupo y vi cómo Devin y Jimmy Paxton intercambian miradas en señal de asentimiento en la línea lateral.

—Seguro que vienen a por mí —le dije a Broussard.

John Pasquale, que jugaba de cornerback, comentó:

—Pues igual debería mejorar un poco, ¿no cree?

Los HurtYous pasaron el balón, Jimmy Paxton empezó a correr a gran velocidad por la línea lateral y yo lo seguí con rapidez. Los ojos le brillaban, y mientras ensanchaba la espalda, dijo:

—Hasta luego, chico blanco.

Seguí corriendo junto a él, me di la vuelta, alargué el brazo derecho, golpeé el aire, le di al balón y lo lancé fuera del campo.

Jimmy Paxton y yo caímos uno encima del otro, nos dimos un golpe contra el suelo, y supe que era tan sólo el primero de los muchos golpes que iba a recibir durante el partido y que me harían pasar todo el día siguiente en cama.

Fui el primero en incorporarme; me acerqué a él.

—Creía que te ibas —le dije.

Sonrió y aceptó mi mano.

—Sigue hablando, chico blanco. Ya te estás quedando sin aliento.

Mientras caminábamos por la línea lateral de vuelta a la línea de scrimmage, le comenté:

—Para que no tengas que llamarme «chico blanco» continuamente, y para que yo no tenga que empezar a llamarte «chico negro» y empecemos altercados raciales en Harvard, me llamo Patrick.

Me estrechó la mano.

—Jimmy Paxton.

—Encantado de conocerte, Jimmy.

Devin volvió a lanzar el balón hacia mí, y una vez más, conseguí arrebatárselo de las manos a Jimmy Paxton.

—Vaya equipo de memos con el que te ha tocado jugar, Patrick —dijo Jimmy, mientras empezábamos la larga caminata hacia la línea de scrimmage.

Asentí con la cabeza.

—Ellos creen que vosotros sois unos afeminados.

Jimmy asintió.

—No es que seamos afeminados, pero no nos consideramos unos cowboys como todos esos chalados. Los de la Brigada de Narcóticos, Antivicio, y los de la Brigada contra el Crimen Infantil —silbó—. Siempre son los primeros en salir por la puerta porque les encanta el jaleo.

—¿El jaleo?

—La acción, el orgasmo. Olvídate de las caricias previas con esos tipos. Van directamente al grano. ¿Comprendes lo que quiero decir?

Durante la siguiente jugada, Oscar se alineó de fullback, colocó a tres tipos para el snap, y el corredor pasó por un hueco del tamaño de mi jardín. Pero uno de los John —Pasquale o Vreeman, ya no lo sabía— asió el brazo del que llevaba el balón en el treinta y seis, y los HurtYous decidieron darle al balón antes de que tocara el suelo.

Empezó a llover a los cinco minutos, y el resto de la primera parte se convirtió en algo poco sistemático y pesado, el típico partido entre Marty Schottenheimer y Bill Parcels[20]. Ninguno de los dos equipos consiguió progresar mucho, ya que lo único que hacíamos era avanzar penosamente, resbalar y caer en el barro. Como corredor, conseguí ganar unos diez metros en cuatro jugadas; como safety en la línea defensiva, Jimmy Paxton me cortó el paso dos veces, pero pude parar a un atacante, y me pegué a él de tal manera que el quarterback empezó a elegir a otros receptores.

Cuando la primera parte iba a acabar estábamos empatados a cero, pero ya suponíamos una amenaza para el otro equipo. En la zona roja de los HurtYous, cuando sólo quedaban veinte segundos de partido, los DoRights hicieron una jugada; John Lawn me lanzó el balón, y yo tan sólo vi un hueco más allá de la zona verde, di una pequeña vuelta alrededor de un linebacker, me metí por el hueco, me coloqué el balón bajo el brazo y agaché la cabeza; de repente, Oscar apareció de la nada y me golpeó tan fuerte que tuve la sensación de que me había colado en la pista de aterrizaje de un 747.

Cuando conseguí ponerme en pie, ya se había acabado el tiempo y la fuerte lluvia hacía que el barro del campo me salpicara en la cara. Oscar alargó uno de sus filetes de carne, a los que él llama manos, me ayudó a ponerme en pie, y riéndose en voz baja, dijo:

—¿Vas a vomitar?

—Me lo estoy pensando —contesté.

Me dio una palmada en la espalda, supongo que como una amistosa muestra de compañerismo, pero estuvo a punto de hacerme caer de bruces en el barro.

—Ha sido un buen intento —dijo, y se encaminó hacia su banco.

—¿No me dijo que no había violencia física? —le pregunté a Remy en la línea lateral, mientras los DoRights abrían una nevera portátil repleta de cervezas y gaseosas.

—Tan pronto como alguien hace lo que el general Lee acaba de hacer, los guantes caen.

—Así pues, ¿vamos a llevar cascos en la segunda parte?

Negó con la cabeza y sacó una cerveza de la nevera.

—Sin cascos, y además se pone más violento —contestó.

—¿Alguien ha muerto alguna vez en un partido de éstos?

Sonrió.

—Aún no, aunque podría pasar. ¿Una cerveza?

Negué con la cabeza, esperé a que cesara el timbre.

—Beberé agua.

Me pasó una botella de Poland Springs, me puso la mano en el hombro, y me llevó a la línea lateral, a unos metros del resto. En la grada se había reunido un grupo de gente; atletas, en su mayor parte, que habían visto el partido casualmente mientras se disponían a correr por los escalones; un tipo alto estaba sentado, él solo, con los pies apoyados en la barandilla, y con una gorra de béisbol que le tapaba la mitad de la cara.

—Ayer por la noche… —empezó Broussard, dejando que el viento se llevara las palabras.

Sorbí un poco de agua.

—Dije una o dos cosas que no debería haber dicho. Si bebo demasiado ron, se me va la cabeza.

Observé la amplia colección de columnas griegas que se erigían detrás de las gradas.

—¿Por ejemplo?

Se puso delante de mí. Me miró con sus ojos saltones y brillantes.

—Haga el favor de no intentar jugar conmigo, Kenzie.

—Patrick —puntualicé, y di un paso a la derecha.

Él hizo lo mismo; pegó su nariz a la mía, sus ojos brillaban.

—Los dos sabemos que se me escapó algo que no debería haber dicho. Dejemos las cosas como están y olvidémoslo.

Le dediqué una sonrisa amistosa y confusa.

—No sé a qué viene todo esto, Remy.

Movió la cabeza lentamente.

—No le conviene seguir jugando. ¿Lo comprende?

—No, yo…

Nunca vi que moviera la mano, pero sentí una punzada cortante en los nudillos, y de repente, mi botella de agua estaba en el suelo, vertiendo su contenido en el barro.

—Olvídese de ayer por la noche y continuaremos siendo amigos.

La luz de sus ojos había dejado de moverse, pero brillaba con gran intensidad, como si tuviera ascuas en las pupilas. Observé la botella de agua, llena de barro.

—¿Y si no quiero?

—No se trata de si quiere o no.

Inclinó la cabeza, me miró fijamente a los ojos como si hubiera algo en ellos que quisiera eliminar, o quizá no; aún no estaba seguro.

—¿Queda claro?

—Sí, Remy. Queda claro, sin lugar a dudas.

Me sostuvo la mirada durante un largo minuto, mientras respiraba con fuerza por la nariz. Después de un rato, se llevó la cerveza a los labios y bebió un largo trago.

—Así es el agente de policía Broussard —concluyó, y salió al campo.

La segunda parte fue la guerra.

La lluvia, el barro y el olor a sangre sacaron a la luz algo horrible en ambos equipos; la carnicería que se produjo a continuación hizo que tres jugadores de los HurtYous y dos de los DoRights tuvieran que abandonar definitivamente. A uno de ellos, Mike Lawn, lo sacaron del campo después de que Oscar y un tipo de la brigada de Robos, Zeke Monfriez, le golpearan en ambos lados del cuerpo y casi lo partieran por la mitad.

Yo tenía dos costillas amoratadas y un golpe en la parte inferior de la espalda que seguramente sangraría hasta la mañana siguiente, pero en comparación con todas esas caras sangrientas, esas narices destrozadas, y un tipo que escupió dos dientes la primera vez que se armó un lío a causa de la puntuación, la verdad es que me sentía muy afortunado.

Broussard empezó a jugar de tailback y se mantuvo alejado de mí durante el resto del partido. Le partieron el labio inferior en una de las jugadas, pero dos jugadas más tarde derribó de tal manera al tipo que se lo hizo, que éste permaneció tumbado en el campo tosiendo y vomitando durante un minuto entero, antes de poder ponerse en pie; cuando lo consiguió, le temblaban tanto las piernas que parecía que estuviera en la quilla de una goleta en alta mar. Después de haber derribado al pobre desgraciado, Broussard, por añadidura, no dejó de darle patadas mientras el tipo yacía en el suelo; como consecuencia, los jugadores del HurtYous se pusieron como energúmenos. Broussard se colocó detrás de la barrera hecha por sus propios hombres, mientras Oscar y Zeke intentaban cogerle y le llamaban hijoputa y otras cosas; me miró a los ojos y sonrió como si fuera un alegre niño de tres años.

Alzó un dedo incrustado de sangre seca e hizo un gesto obsceno.

Ganamos por un gol.

Como cualquier tipo de Estados Unidos que ha crecido con la desesperación de ser un deportista, y que sigue reservándose cancelando las tardes de domingo de otoño, supongo que debería sentirme extático por lo que seguramente sería mi última experiencia en el mundo de los deportes en equipo, en la emoción de la conquista y en la intensidad sexual de la batalla. Debería haber tenido ganas de dar gritos de alegría, debería haber llorado mientras permanecía en medio del primer estadio de fútbol que se construyó en este país, mientras observaba las columnas griegas y cómo la lluvia caía en la larga hilera de asientos de las gradas, mientras percibía el olor del último vestigio de invierno bajo la lluvia de abril, la fragancia metálica de la lluvia, mientras contemplaba cómo la solitaria tarde se desvanecía bajo el frío cielo color púrpura.

Pero no sentí nada de eso.

Me sentí como si todos nosotros fuéramos un hatajo de hombres estúpidos y patéticos, incapaces de aceptar el paso de los años y dispuestos a romper huesos y a hacer trizas la piel de otros hombres por el mero hecho de lanzar un balón marrón a unos centímetros o quizá metros más allá dentro del campo.

Mientras dirigía la mirada hacia las líneas laterales y observaba cómo Remy Broussard vertía un poco de cerveza en su dedo sangriento, se mojaba el labio partido, e iba encajando la mano a sus compañeros de juego, sentí miedo.

—Contadme cosas de él —les dije a Devin y a Oscar, mientras nos apoyábamos en la barra.

—¿De Broussard?

—Sí.

Ambos equipos habían estado de acuerdo en celebrar la fiesta posterior al partido en un bar de Allston, en la avenida Western, a unos ochocientos metros del estadio. El bar se llamaba Boyne, por un río que serpenteaba a través del pueblo en el que se crió mi madre, donde perdió a su padre, que era pescador, y a dos hermanos a causa de la mezcla letal de whisky y agua salada.

Estaba excesivamente bien iluminado para ser un bar irlandés, y la luz se veía realzada por unas mesas de madera clara, unos taburetes beis y una resplandeciente barra de color claro. La mayoría de los bares irlandeses son muy oscuros y están revestidos de caoba, roble y suelos negros; siempre he pensado que, en la oscuridad, se encuentra la intimidad necesaria para poder beber a gusto.

Bajo la intensa luz del Boyle, se ponía de manifiesto que la batalla librada en el campo continuaba en el bar. Los de las brigadas de Homicidios y Robos estaban en la barra y en las pequeñas mesas altas que había delante. En cambio, los policías que trabajaban en las brigadas de Narcóticos, Antivicio y contra el Crimen Infantil habían ocupado la parte del fondo, se habían instalado cómodamente en los respaldos de los sillones y permanecían en grupo junto a un pequeño escenario que había al lado de la salida de emergencia; hablaban tan alto que el trío musical dejó de tocar después de la cuarta canción.

No tenía ni idea de lo que había sentido el encargado del bar al ver cómo cincuenta tipos cubiertos de sangre invadían un lugar que antes estaba casi vacío; tampoco sabía si tenían un grupo especial de gorilas esperando en la cocina y una alarma conectada directamente con la comisaría de Brighton; lo que estaba claro es que iban a obtener grandes beneficios sirviendo cervezas y chupitos sin parar, intentando dar abasto a todo lo que les pedían y enviando camareros a que se abrieran paso entre la multitud para barrer las botellas rotas y los ceniceros volcados.

Broussard y John Corkery recibían en audiencia en la parte trasera, dando gritos y brindando por las proezas de los DoRights; Broussard se colocaba la servilleta o la botella de cerveza fría en el labio dañado.

—Creía que vosotros dos erais colegas —dijo Oscar.

—¿Qué pasa? ¿Vuestras mamás ya no os dejan jugar juntos o sencillamente habéis discutido?

—Es por nuestras mamás —respondí.

—Es un gran policía —terció Devin—. Un poco fanfarrón, pero todos esos tipos de la Brigada de Narcóticos y Antivicio lo son.

—Pero Broussard trabaja para la Brigada contra el Crimen Infantil. De hecho, ni siquiera eso. Es guardia de tráfico.

—Lo de la Brigada contra el Crimen Infantil es muy reciente. Sólo llevaba unos dos años. Antes, había trabajado mucho tiempo para los de Antivicio, y otros muchos años para los de Narcóticos.

—Es más —dijo Oscar, después de eructar—. Dejamos el Departamento de Vivienda a la vez, pasamos un año de uniforme cada uno, él se metió en la Brigada Antivicio, y yo me metí en la de Crímenes Violentos. Eso fue en el ochenta y tres.

Remy dejó a dos de sus hombres que le susurraban algo al oído, se volvió hacia nosotros y se nos quedó mirando. Alzó su botella de cerveza e inclinó la cabeza.

Nosotros alzamos las nuestras.

Sonrió, nos observó durante un minuto y se volvió hacia sus hombres.

—Si has trabajado alguna vez para los de Antivicio —dijo Devin—, siempre eres uno de ellos. ¡Malditos tipos!

—Les ganaremos el año que viene.

—Pero ya no habrá la misma gente —protestó Devin con amargura—. Broussard lo deja y Vreeman también. Corkery cumplirá treinta años de servicio en enero y he oído decir que ya se ha comprado una casa en Arizona.

Le di un ligero codazo.

—¿Y tú, qué? A punto de cumplir los treinta.

Dio un resoplido.

—¿Si me voy a jubilar? ¿Adónde iría?

Negó con la cabeza y se tragó un chupito de Wild Turkey.

—La única forma de dejar este trabajo es en una camilla —dijo Oscar, y Devin y él chocaron las jarras de cerveza.

—¿A qué viene tanto interés en Broussard? —preguntó Devin—. Creía que vosotros dos erais inseparables después del episodio de la casa de los Trett. —Volvió la cabeza y me dio un golpecito en el hombro con la palma de la mano—. A propósito, hicisteis un trabajo muy bueno.

Pasé por alto el cumplido.

—Sencillamente es un tipo que me interesa.

—¿Es porque te tiró la botella de agua? —inquirió Oscar.

Le miré. Estaba casi seguro de que Broussard había ocultado el gesto con su cuerpo.

—¿Lo viste?

Oscar asintió con su enorme cabeza.

—Y también vi cómo te miró después de derribar a Rog Doleman.

—Y no nos quita los ojos de encima mientras charlamos tan amistosamente —apuntó Devin.

Uno de los John se abrió camino entre nosotros y pidió dos jarras de cerveza y tres chupitos de Beam. Me miró, con el codo apoyado en mi hombro, y luego miró a Devin y a Oscar.

—¿Cómo va, chicos?

—¡Vete a la mierda, Pasquale! —dijo Devin.

Pasquale sonrió.

—Sé que lo dices con todo el cariño del mundo.

—Claro.

Pasquale soltó una risita mientras el barman le traía las jarras de cerveza. Me aparté para que Pasquale se las pasara a John Lawn. Se volvió hacia la barra y tamborileó con los dedos mientras esperaba a que le sirvieran los chupitos.

—¡Eh, chicos! ¿Os han contado lo que nuestro colega Kenzie hizo en casa de los Trett? —preguntó, mientras me guiñaba un ojo.

—Una parte —contestó Oscar.

—Según lo que me han contado, Roberta Trett estaba a punto de matar a Kenzie en la cocina, pero Kenzie se agachó y en vez de dispararle a él, le dio en toda la cara a su marido.

—Hiciste muy bien en agacharte —dijo Devin.

Pasquale recogió los chupitos y dejó dinero sobre la barra.

—Sabe agacharse muy bien. —Me rozó la oreja con el codo mientras cogía las bebidas; cuando se dio la vuelta nuestras miradas se cruzaron—. Aun así, has tenido mucha más suerte que talento. ¡Ya ves, agacharse! ¿No crees? —Se dio la vuelta, dio la espalda a Oscar y a Devin, y volvimos a mirarnos fijamente cuando pasaba uno de los chupitos hacia atrás—. Además, eso de la suerte siempre se acaba.

Devin y Oscar se dieron la vuelta en el taburete y observaron cómo se abría paso entre la multitud y se dirigía hacia la parte trasera del bar.

Oscar sacó un puro a medio fumar del bolsillo de la camisa y lo encendió sin dejar de observar a Pasquale. Chupó el cigarro; el tabaco negro chisporroteó.

—Muy misterioso —dijo, mientras dejaba la cerilla en el cenicero.

—¿Qué pasa, Patrick? —preguntó Devin con un tono de voz monótono, y sin quitarle los ojos al vaso vacío que Pasquale había dejado.

—No estoy muy seguro —contesté.

—Te has convertido en enemigo de esos cowboys —precisó Oscar—. Y eso no es una jugada muy inteligente.

—No lo he hecho a propósito.

—¿Sospechas algo de Broussard? —inquirió Devin.

—Quizá. Sí.

Devin asintió con la cabeza, separó la mano derecha de la barra y me asió el codo con fuerza.

—Sea lo que sea —me aconsejó, mientras sonreía tenso en dirección a Broussard—, déjalo correr.

—¿Qué pasa si no puedo?

La cabeza de Oscar apareció tras el hombro de Devin, me observó con esa mirada tan apagada que le caracterizaba y dijo:

—Déjalo correr, Patrick.

—¿Y qué pasa si no puedo? —repetí.

Devin suspiró.

—Si no lo haces, lo más probable es que pronto no puedas ir a ninguna parte.