28

Permanecí un buen rato sentado en mi dormitorio a la pálida luz de la luna viendo dormir a Angie. Repasé mentalmente una y otra vez la conversación que había mantenido con Broussard mientras sorbía café de un gran vaso de plástico que había comprado en el Dunkin’ Donuts camino a casa; sonreía cada vez que Angie musitaba el nombre del perro que había tenido de pequeña y alargaba el brazo y acariciaba la almohada con la palma de la mano.

Quizá lo que había desencadenado todo eso era neurosis de guerra, o quizá tan sólo era consecuencia del ron. Quizá sea porque cuanto más me empeño en alejar de mi pensamiento todos los eventos dolorosos, es más probable que me obsesione con pequeñas cosas, con los detalles minuciosos, con cualquier palabra o frase que alguien haya dejado caer y que resuena continuamente en mi cabeza. Cualquiera que fuera el motivo, la noche anterior en el parque había averiguado una parte de verdad y otra de mentira. Ambas a la vez.

Broussard tenía razón: nada funcionaba.

Yo también tenía razón: las fachadas, por muy bien construidas que estén, siempre se vienen abajo.

Angie se puso boca arriba, gimió dulcemente y le dio una patada a la sábana enredada a sus pies. Probablemente fue ese gran esfuerzo —el de intentar dar una patada con una pierna escayolada— lo que la despertó. Parpadeó y alzó la cabeza, miró la escayola, volvió la cabeza y me vio.

—¡Eh! ¿Qué…? —Se sentó, se pasó la lengua por los labios y se apartó el pelo de los ojos—. ¿Qué haces?

—Aquí sentado —dije—, pensando.

—¿Estás borracho?

Levanté el vaso de café.

—No tanto como para que lo hayas notado.

—Entonces ven a la cama —dijo, mientras extendía la mano.

—Broussard nos mintió.

Apartó la mano y la apoyó en la cabecera de la cama intentando incorporarse.

—¿Qué?

—El año pasado —dije—. Cuando Ray Likanski echó el cerrojo a la puerta del bar y desapareció.

—¿Qué quieres decir?

—Broussard nos dijo que apenas le conocía y que era uno de los soplones de Poole.

—Bien, ¿y qué?

—Pues que anoche, después de beberse un cuarto de litro de ron, me contó que Ray era su soplón.

Se acercó a la mesita y encendió la luz.

—¿Qué?

Asentí con la cabeza.

—Quizá se equivocó el año pasado, o sencillamente no entendimos bien lo que nos dijo.

Me la quedé mirando.

Después de un rato alzó la mano, se volvió hacia la mesilla en busca de cigarrillos.

—Tienes razón. Normalmente entendemos lo que nos dicen.

—Al menos cuando los dos estamos presentes.

Encendió un cigarrillo, se tapó la pierna con la sábana y se rascó la rodilla justo por encima de la escayola.

—¿Por qué nos iba a mentir?

Me encogí de hombros.

—Llevo un rato aquí sentado preguntándome lo mismo.

—Quizá tenía algún motivo para querer ocultar la identidad de Ray como soplón.

Sorbí un poco más de café.

—Seguramente, pero parece tan oportuno, ¿no crees? Ray es, en potencia, uno de los testigos más importantes de la desaparición de Amanda McCready; Broussard miente y nos dice que apenas le conoce. Parece…

—Sospechoso.

Asentí con la cabeza.

—Un poco, y hay algo más.

—¿Qué?

—Broussard tiene intención de jubilarse bien pronto.

—¿Cuándo?

—No estoy muy seguro, pero no creo que tarde mucho. Me dijo que casi tenía los veinte años de servicio y que iba a devolver la placa tan pronto como los cumpliera.

Dio una calada al cigarrillo, me miró por encima de la brasa reluciente.

—Bien, tiene intención de jubilarse. ¿Y qué?

—El año pasado, precisamente antes de subir a la cantera, le dijiste algo en broma.

Se pasó la mano por el pecho.

—¿Sí?

, dijiste algo como «ya va siendo hora de que nos jubilemos».

Sus ojos brillaban.

—Dije que quizá deberíamos dejar este oficio —corrigió.

—¿Y él, qué contestó?

Se inclinó hacia delante pensativa y puso los hombros sobre las rodillas.

—Dijo… —Movió el cigarrillo en círculos varias veces—. Dijo que no podía permitirse el lujo de jubilarse. Mencionó algo sobre unas facturas del médico.

—De su mujer, ¿verdad?

Asintió.

—Había sufrido un accidente de coche justo antes de que se casaran y no estaba asegurada. Le debía mucho dinero al hospital.

—Así pues, ¿qué ha pasado con esas facturas? ¿Crees que en el hospital sencillamente le dijeron «como es un buen hombre, olvídese de ellas»?

—Lo dudo.

—Claro. Así pues, un policía pobre niega que conoce a uno de los testigos principales del caso Amanda McCready y, seis meses más tarde, el policía tiene suficiente dinero como para poder jubilarse, no tanto como quien ha cumplido treinta años de servicio, pero una cantidad similar a la que obtiene un policía después de veinte años.

Se mordió el labio inferior durante un momento.

—¿Me puedes dar una camiseta?

Abrí la cómoda, saqué una camisa verde oscuro de los Saw Doctors del cajón y se la entregué. Se la puso, intentó apartar las sábanas con los pies, y la vi buscar con los ojos las muletas. Se me quedó mirando y se dio cuenta de que me estaba aguantando la risa.

—¿Qué pasa?

—Que estás muy graciosa.

Su rostro se ensombreció.

—¿Qué quieres decir?

—Nada, que ahí sentada con una de mis camisetas y con la escayola en la pierna —me encogí de hombros— estás muy divertida.

—¡Ja! —dijo—. ¡Ja, ja! ¿Dónde están mis muletas?

—Detrás de la puerta.

—¿Serías tan amable?

Se las llevé, las cogió como pudo y la seguí hasta la cocina por el oscuro pasillo. El reloj digital del microondas indicaba que eran las 4.04; lo notaba en las articulaciones y en la nuca, pero no en la mente. Cuando Broussard mencionó a Ray Likanski en el parque, hubo algo que me activó el cerebro y que empezó a hacerlo funcionar a paso ligero, y el hecho de hablar de ello con Angie no había hecho más que darle más fuerza.

Mientras ella preparaba una cafetera de descafeinado, y sacaba la leche de la nevera y el azúcar del armario, intenté recordar con detalle lo que pasó aquella noche en la cantera cuando teníamos la impresión de que habíamos perdido definitivamente a Amanda McCready. Sabía que casi toda la información que intentaba recopilar y seleccionar mentalmente estaba en el expediente del caso, pero en ese momento no deseaba aún basarme en esas notas. Si las estudiaba larga y detenidamente, llegaría a la misma conclusión de seis meses atrás; en cambio, si intentaba recordarlo todo de nuevo en la cocina, quizá consiguiera un punto de vista diferente.

El secuestrador había pedido que hubiera cuatro intermediarios para canjear el dinero de Cheese Olamon por Amanda. ¿Por qué nosotros cuatro? ¿Por qué no bastaba con una?

Se lo pregunté a Angie.

Se apoyó en el horno y cruzó los brazos.

—¡Dios! Ni siquiera me había parado en pensar en ello. ¿Cómo puedo ser tan estúpida?

—Es una decisión que depende de cada uno.

Frunció el ceño.

—Tú tampoco te lo preguntaste.

—Yo ya sé que soy estúpido, pero ahora estamos intentando averiguar si tú también lo eres.

—Se realizó una búsqueda minuciosa —dijo— por toda la montaña, se cerró el paso en todas las carreteras que hay alrededor, y aun así, no pudieron encontrar a nadie.

Quizás alguien había informado a los secuestradores sobre las posibles rutas de escape. O quizás sobornado a unos cuantos policías.

—Quizás esa noche no había nadie allí excepto nosotros.

Sus ojos relucían.

—¡Me cago en todo!

Se mordió el labio inferior, alzó las cejas repetidas veces.

—¿Estás pensando que…?

—Broussard hizo todos esos disparos desde donde estaba.

—¿Por qué no? No pudimos ver absolutamente nada de lo que pasaba allí. Sólo vimos el resplandor de las bocas de las pistolas. Oímos a Broussard decir que le estaban atacando. Pero ¿lo llegamos a ver en algún momento?

—No.

—Así pues, sólo nos hicieron subir hasta allá arriba para que corroboráramos su historia.

Me recosté en la silla, me pasé las manos por el pelo y la sien. ¿Podía ser así de simple? ¿O así de enrevesado?

—¿Crees que Poole lo sabía?

Angie se dio la vuelta mientras a su espalda salía vapor de la cafetera.

—¿Por qué lo preguntas?

Golpeó ligeramente el muslo con la taza de café.

—Fue él quien dijo que Ray Likanski era su soplón, y no el de Broussard. Y recuerda, era compañero de Broussard. Ya sabes cómo van las cosas; quiero decir, mira a Oscar y Devin, están mucho más unidos que si fueran marido y mujer. Y son muchos más leales, y a ciegas, el uno con el otro.

Lo estuve pensando.

—Entonces, ¿qué papel hacía Poole?

Se sirvió café a pesar de que aún no estaba a punto, ya que estaba pasando por el filtro y hacía ruido al subir.

—Durante todos estos meses —dijo, mientras añadía leche—, ¿sabes qué es lo que más me ha molestado?

—Cuéntamelo.

—La bolsa vacía. Imagínate que eres el secuestrador, que tienes a un policía arrinconado en el borde de un precipicio y que quieres llevarte el dinero lo más rápido posible.

—De acuerdo. ¿Y…?

—¿Tú te pararías a abrir la bolsa y a sacar el dinero? ¿No sería más fácil llevarse la bolsa?

—No lo sé. En cualquier caso, ¿qué diferencia hay?

—No mucha —se volvió y me miró—. A no ser que la bolsa estuviera vacía desde el principio.

—Vi la bolsa en el momento en que Doyle se la entregaba a Broussard. Estaba llena de dinero.

—¿Y cuando llegamos arriba de la cantera?

—¿Intentas decir que la vació mientras subíamos por la montaña? ¿Cómo?

Se mordió los labios, movió la cabeza.

—No lo sé.

Me levanté de la silla, saqué una taza del armario, se me escurrió de los dedos, y antes de que tocara el suelo, chocó contra el borde del tablero.

—Poole —dije—. ¡Será hijo de perra! Fue Poole. Cuando sufrió el ataque al corazón o lo que fuera, se cayó encima de la bolsa. Al irnos, Broussard alargó la mano y estiró la bolsa de debajo de Poole.

—Después, Poole baja por la ladera de la cantera —dedujo precipitadamente— y le entrega la bolsa a una tercera persona. —Se detuvo por un instante—. ¿Asesinó a Mullen y a Gutiérrez?

—¿Crees que colocaron una segunda bolsa junto al árbol?

—No lo sé.

Yo tampoco lo sabía. Quizá podía llegar a creer que Poole se hubiera apropiado de los doscientos mil dólares del rescate, pero ¿cargarse a Mullen y a Gutiérrez? Era llevar las cosas demasiado lejos.

—Estamos de acuerdo en que había una tercera persona involucrada.

—Es posible. De alguna forma tenían que sacar el dinero de allí.

—Así pues, ¿quién? Se encogió de hombros.

—¿La mujer misteriosa que llamó por teléfono a Lionel?

—Seguramente.

Recogí la taza del suelo. No se había roto, comprobé que no hubiera ningún pedacito suelto y la llené de café.

—¡Dios! —dijo Angie, soltando una risita—. ¡Vaya descubrimiento!

—Todo este asunto. Quiero decir, ¿has prestado atención a todo lo que hemos dicho? ¿Que Broussard y Poole fueron los que montaron todo este tinglado? ¿Por qué?

—Por el dinero.

—¿Crees que doscientos mil dólares son suficiente motivo como para que gente como Poole y Broussard maten a una niña?

—No.

—Entonces, ¿por qué?

Intenté encontrar una respuesta, pero no se me ocurrió ninguna.

—¿De verdad piensas que uno de ellos es capaz de asesinar a Amanda McCready?

—La gente es capaz de cualquier cosa.

—Sí, pero hay cierto tipo de gente que no creo que puedan llegar a hacer determinadas cosas. ¿Ellos? ¿Matar a una niña?

Recordé la cara de Broussard y la voz de Poole cuando contaba que habían encontrado una niña entre cemento aguado. Tendrían que ser grandes actores, del calibre de De Niro, si en realidad sentían la misma indiferencia ante la muerte de una niña que ante la de una hormiga.

—¡Hummm! —dije.

—Ya sé lo que quiere decir.

—¿El qué?

—Ese «hummm». Siempre significa que estás perplejo.

Asentí con la cabeza.

—Estoy totalmente perplejo.

—Bienvenido al club.

Sorbí un poco de café. Aunque tan sólo la décima parte de nuestra hipótesis fuera verdad, se habría llevado a cabo un horrendo crimen delante de nosotros; no cerca, no en el mismo código postal, sino cuando permanecíamos de rodillas junto a los responsables, justo delante de nuestras narices.

¿He mencionado alguna vez el hecho de que nos ganamos la vida como detectives?

Bubba llegó a nuestro apartamento inmediatamente después del amanecer.

Se sentó con las piernas cruzadas en el suelo de la sala de estar y firmó la escayola de Angie con un rotulador negro. Con su característica letra de niño de primaria escribió:

Angie se ha rompido

una pierna o doz.

Ja, ja.

RUPRECHT ROGOWSKI

Angie le acarició la mejilla.

—Has puesto Ruprecht. ¡Qué amable de tu parte!

Bubba enrojeció, le oprimió la mano y me miró.

—¿Qué?

—Ruprecht —dije, riéndome entre dientes—. Casi me había olvidado.

Bubba se puso en pie y su sombra envolvió todo mi cuerpo y gran parte de la pared. Se frotó la barbilla, sonrió con la boca cerrada.

—¿Te acuerdas de la primera vez que te pegué, Patrick?

Tragué saliva.

—Fue en el primer curso de primaria.

—¿Te acuerdas del motivo?

Me aclaré la voz.

—Porque me cachondeé de tu nombre.

Bubba se inclinó hacia mí.

—¿Te gustaría intentarlo de nuevo?

—No, ni hablar —dije, y mientras se daba la vuelta, añadí—: Ruprecht.

Conseguí esquivar la arremetida.

—¡Venga, chicos! —terció Angie.

Bubba se quedó totalmente inmóvil y yo aproveché la oportunidad para poner la mesa auxiliar entre los dos.

—¿Podríamos hablar del asunto que nos interesa? —Angie abrió la libreta que tenía en el regazo y le quitó la tapa al bolígrafo con los dientes—. Bubba, le puedes dar una paliza a Patrick en cualquier otro momento.

Bubba lo meditó.

—Es verdad —concedió.

—De acuerdo —dijo Angie, mientras apuntaba algo rápidamente en la libreta y me fulminaba con la mirada.

—Oye —preguntó Bubba, señalando la escayola—, ¿cómo te puedes duchar con eso?

Angie suspiró.

—¿Qué has averiguado? —le preguntó.

Bubba se sentó en el sofá y puso sus botas militares sobre la mesa —algo que no suelo tolerar— pero como el ambiente ya estaba un poco tenso con el asunto de Ruprecht, lo pasé por alto.

—Lo que me han dicho los pocos que quedan de la banda de Cheese es que Mullen y Gutiérrez no sabían nada del secuestro de una criatura. Por lo que se sabe, esa noche fueron a Quincy a comprar.

—¿A comprar, qué? —inquirió Angie.

—Pues a comprar lo que normalmente compran los traficantes de drogas: drogas. Corrían rumores —dijo Bubba— de que después de una larga temporada de escasez, iban a inundar el mercado con tabletas de anfetamina —se encogió de hombros—, pero nunca ocurrió.

—¿Estás seguro de lo que dices? —pregunté yo.

—No —dijo con lentitud, como si le hablara a un niño retardado—. Hablé con algunos tipos de la banda de Olamon y todos ellos afirmaron que nunca habían oído ni a Mullen ni a Gutiérrez decir nada sobre llevar una criatura a la cantera. Nadie de la banda de Cheese vio a una niña por allí. Así pues, si Mullen y Gutiérrez tenían a la niña, era un asunto de ellos dos. Además, si esa noche fueron a Quincy para intercambiar a la niña, también era cosa de ellos dos solos.

Miró a Angie, y me señaló bruscamente con el dedo pulgar.

—¿No era un poco más espabilado? —le preguntó.

Ella sonrió.

—Creo que alcanzó su punto más alto en el instituto.

—Otra cosa —dijo Bubba—. Lo que no logro entender es por qué esa noche no me mataron.

—Yo tampoco —dije.

—Todos los componentes de la banda de Cheese con los que he hablado juran por todos los santos que no tuvieron nada que ver con aquello. Y les creo. Soy un tipo que asusta a la gente, y tarde o temprano, alguien me lo habría dicho.

—Entonces, la persona que te agredió…

—Seguramente no es el tipo de persona que suele matar —se encogió de hombros—. Tan sólo es una opinión.

El teléfono sonó en la cocina.

—¿Quién demonios nos puede llamar a las siete de la mañana? —me pregunté.

—Cualquier persona que no esté familiarizada con nuestro horario —dijo Angie.

Fui a la cocina y contesté.

—¡Hola, colega!

Era Broussard.

—¡Hola! ¿Sabe qué hora es?

—Sí, lo siento. Es que necesito que me haga un gran favor.

—¿De qué se trata?

—Uno de mis chicos se rompió el brazo ayer por la noche mientras perseguía a un delincuente y nos hace falta una persona para el partido.

—¿Qué partido?

—El de fútbol —dijo—. La Brigadas de Robos y Homicidios contra la de Narcóticos, la Antivicio y los de la Brigada contra el Crimen Infantil. Aunque sea un simple guardia de tráfico, cuando se trata de fútbol, voy con el segundo equipo.

—Y eso ¿qué tiene que ver conmigo?

—Me hace falta un jugador.

Me reí tan estrepitosamente que Bubba y Angie me oyeron desde la sala de estar y volvieron la cabeza hacia mí.

—¿Qué es lo que le parece tan divertido? —dijo Broussard.

—Remy —dije—. Soy blanco y paso de los treinta. Tengo una mano con una lesión crónica y no he tocado un balón desde los quince años.

—Oscar Lee me dijo que cuando iba a la universidad corría y jugaba a béisbol.

—Para pagarme los estudios —contesté—. En ambos casos, jugaba de suplente —negué con la cabeza y solté una risita—. Lo siento, búsquese a otro.

—No tengo tiempo, el partido empieza a las tres. Por favor, se lo suplico. Sólo necesito a alguien que pueda sostener un balón bajo el brazo, que pueda correr un poco y que sepa jugar en la línea de defensa. Vamos, no diga tonterías. Oscar me ha dicho que es unos de los blancos más rápidos que conoce.

—Seguro que Oscar también estará allí.

—Pues claro, y en el equipo contrario evidentemente.

—¿Devin?

—¿Amronklin? —dijo Broussard—. Es su entrenador. Por favor, Patrick. Si no me ayuda, estamos perdidos.

Me volví hacia la sala de estar; Bubba y Angie me miraban fijamente con expresión de perplejidad.

—¿Dónde?

—En el estadio Harvard. A las tres en punto.

No dije nada durante un buen rato.

—¡Venga, hombre! Si le sirve de algo, yo juego de full-back[19]. Le abriré camino y me aseguraré de que acabe el partido sin un solo rasguño.

—A las tres en punto —acordé.

—En el estadio Harvard. Nos vemos allí.

Colgó el teléfono.

Inmediatamente marqué el número de Oscar. Pasó un minuto entero antes de que dejara de reírse.

—¿Se lo ha creído? —balbuceó, después de un rato.

—¿Qué es lo que se ha creído?

—Todas esas mentiras que le he contado sobre lo rápido que corrías.

Continuó riendo sonoramente y luego empezó a toser.

—¿Qué es lo que te parece tan divertido?

—¡Estupendo! —dijo Oscar—. ¡Estupendo! ¿Te va a hacer jugar de corredor?

—Según parece, ése es el plan.

Oscar continuó riéndose.

—¿Cuál es la frase clave? —dije.

—La frase clave —dijo Oscar— es que más te vale mantenerte alejado del flanco izquierdo.

—¿Por qué?

—Porque yo hago el placaje por la izquierda.

Cerré los ojos y apoyé la cabeza en la nevera. De entre todos los electrodomésticos que había en la cocina, la nevera era el más adecuado para la situación en la que me encontraba. Era aproximadamente del mismo tamaño, forma y peso que Oscar.

—Nos vemos en el campo —gritó Oscar repetidas veces antes de colgar.

Cuando me dirigía hacia el dormitorio, crucé la sala de estar.

—¿Adónde vas? —preguntó Angie.

—A la cama.

—¿Por qué?

—Porque esta tarde tengo un partido muy importante.

—¿Qué tipo de partido? —dijo Bubba.

—De fútbol.

—¿Qué? —exclamó Angie.

—Me has oído perfectamente.

Entré en el dormitorio y cerré la puerta a mis espaldas.

Aún se reían cuando me dormí.