El policía que encontré en el parque Ryan estaba muy borracho. Sólo cuando le vi saludarme con la mano desde un columpio, sin corbata, con la chaqueta del traje arrugada bajo un sobretodo manchado de arena del parque, con los cordones de un zapato desatados, me di cuenta de que nunca le había visto tan desaliñado. Incluso después del episodio de la cantera y de haber saltado para agarrarse a la pata del helicóptero, su aspecto había sido impecable.
—Usted es Bond —le dije.
—¿Eh?
—James Bond —repetí—. Usted es James Bond, Broussard. El perfecto caballero.
Sonrió y apuró la última gota de lo que quedaba de una botella de Mount Gay. La lanzó a la arena, sacó otra botella llena, le arrancó el precinto y la lanzó a la arena con el pulgar.
—Es una lata ser tan atractivo, ¿verdad?
—¿Cómo está Poole?
Broussard movió la cabeza varias veces.
—No hay ninguna novedad. Sigue vivo… pero aún no ha recobrado el conocimiento.
Me senté en el otro columpio junto a él.
—¿Y el pronóstico?
—No es muy bueno. Aunque siguiera con vida, ha sufrido varios ataques durante las últimas treinta horas y el oxígeno no le ha llegado con regularidad al cerebro, quedaría parcialmente paralítico, y según los médicos, se quedaría mudo. Tendrá que guardar cama lo que le queda de vida.
Pensé en la tarde que conocí a Poole, en la primera vez que había presenciado su extraño ritual de oler el cigarrillo antes de partirlo en dos, en la forma en que miró mi perpleja cara con su sonrisa de duende al decirme: «Ruego me disculpen, es que lo he dejado». Recordé cuando Angie le preguntó si le importaba que ella fumara, a lo que él respondió: «Oh, ¿sería tan amable?».
¡Mierda! Hasta ahora no me había dado cuenta de lo bien que me caía.
Ya no habría más Poole. Se habían acabado aquellos comentarios maliciosos que solía hacer con una mirada de complicidad y aturdimiento.
—Lo siento, Broussard.
—Remy —dijo Broussard, mientras me daba un vaso de plástico—. Nunca se sabe. Es el cabrón más resistente que jamás haya conocido. Tiene unas ganas tremendas de vivir. Quizá consiga reponerse. Y usted, ¿qué?
—¿Eh?
—¿Tiene ganas de vivir?
Esperé a que acabara de llenar medio vaso con ron.
—He tenido épocas mejores.
—Yo también. No lo acabo de comprender.
—¿El qué?
Alzó la botella, brindamos en silencio y bebimos.
—No acabo de comprender —se explayó Broussard— por qué lo que pasó en esa casa me ha trastornado tanto. Quiero decir, que ya había visto muchas atrocidades antes. —Se inclinó hacia delante en el columpio y volvió la cabeza hacia mí—. Unas atrocidades terribles, Patrick: bebés a los que les habían puesto desatascador líquido en el biberón, niños a los que habían maltratado y asfixiado hasta la muerte, y a los que habían golpeado tanto que era imposible adivinar de qué color tenían la piel. —Movió la cabeza despacio—. Las peores atrocidades, pero había algo en esa casa…
—Masa crítica —dije.
—¿Eh?
—Masa crítica —repetí. Bebí otro trago de ron. Aún no me entraba bien pero faltaba poco—. Uno ve una cosa horrible, y luego otra, pero las ve de una en una. Ayer vimos todo tipo de crueldades y alcanzó la masa crítica de una vez.
Asintió con la cabeza.
—Nunca había visto nada tan horrendo como ese sótano. Y el niño en la bañera —movió la cabeza—. Estoy a punto de cumplir veinte años de servicio y nunca… —tomó otro trago y se estremeció por el ardor del alcohol. Me sonrió levemente—. ¿Sabe lo que estaba haciendo Roberta cuando le disparé?
Negué con la cabeza.
—Arañando la puerta con las manos como si fuera un perro. Lo juro por Dios. Dando zarpazos, maullando y gritando por la pérdida de su estimado Leon. En ese momento, yo acababa de salir del sótano; acababa de encontrar los dos diminutos esqueletos cubiertos de piedra caliza y de grava; parecía como si hubieran sacado ese maldito lugar de una película de terror. ¿Qué hice cuando vi a Roberta en el rellano de las escaleras? Ni siquiera me fijé dónde tenía la escopeta. Sencillamente descargué la mía —escupió en la arena—. ¡Que se joda! El infierno es un sitio demasiado bueno para esa hija de perra.
Permanecimos en silencio durante un rato, escuchando el chirrido de los columpios, los coches que pasaban por la avenida y los golpes y el ruido que hacían unos niños que jugaban a hockey en el aparcamiento de una fábrica de electrónica que había al otro lado de la calle.
—Los esqueletos —le solté a Broussard al cabo de un rato.
—Sin identificar. Lo único que ha podido averiguar el médico forense es que se trata de un niño y de una niña que debían de tener entre cuatro y nueve años. Pasará una semana antes de que sepa algo más.
—¿Y la dentadura?
—Los Trett se ocuparon muy bien de eso. Ambos esqueletos tenían restos de ácido clorhídrico. El médico forense cree que los Trett los rociaron con esa mierda, les arrancaron los dientes mientras estaban blandos y echaron los huesos en unas cajas de piedra caliza que había en el sótano.
—¿Por qué los dejaron en el sótano?
—¿Para poder mirarlos? —Broussard se encogió de hombros—. ¿Quién demonios puede saberlo?
—Así que uno de los esqueletos podría ser el de Amanda McCready.
—Está bastante claro. O eso o está en la cantera.
Pensé en el sótano y en Amanda durante un rato. Amanda McCready y sus ojos sin brillo, su poco interés por todo lo que solía gustarles a los otros niños; pensé en que arrojaban el cuerpo inerte a una bañera llena de ácido, con la cabeza sin pelo como si fuera una muñeca de cartón-piedra.
—¡Qué asqueroso es el mundo! —susurró Broussard.
—Es un mundo jodido y cruel, Remy.
—Hace dos días no habría estado de acuerdo con usted. Soy policía, de acuerdo; pero también tengo mucha suerte. Tengo una esposa estupenda, una bonita casa y he hecho buenas inversiones a lo largo de estos años. Lo dejaré todo bien pronto, cuando cumpla veinte años de servicio y reciba mi propia llamada.
Se encogió de hombros.
—Pero cuando uno ve algo como, ¡santo Dios!, ese niño desmembrado en ese maldito cuarto de baño, uno no puede evitar pensar: «Sí, de acuerdo, mi vida está muy bien, pero el mundo sigue siendo un montón de mierda para la mayoría de la gente. Aunque mi mundo esté muy bien, el mundo sigue siendo un montón asqueroso de mierda». ¿Comprende?
—¡Oh! Sé perfectamente a qué se refiere.
—Todo está estropeado.
—¿Qué quiere decir?
—Todo está estropeado —se explicó—. Los coches, las lavadoras, las neveras, las casas, los malditos zapatos, la ropa… Todo. Las escuelas…
—Las públicas, desde luego —intercalé.
—¿Las públicas? Pues fíjese bien en los imbéciles que hoy en día salen de las privadas. ¿Ha hablado alguna vez con alguno de esos pijos indiferentes? Si les pregunta qué es la moral, le responderán que es un concepto. Si les pregunta qué es la decencia, le dirán que es una palabra. Fíjese en cómo esos hijos de papá se dedican a dar palizas a los vagabundos alcohólicos que pululan por Central Park a causa de sus negocios con la droga o cualquier otra cosa. Las escuelas no van porque los padres tampoco van, y éstos no funcionan porque sus padres tampoco lo hacían. Nada funciona. Así pues, ¿por qué deberíamos dedicar nuestro entusiasmo o nuestro amor a cualquier cosa que a la larga nos decepcionará? ¡Ostras, Patrick, nosotros tampoco funcionamos! Ese niño estuvo fuera de su casa durante dos semanas y nadie fue capaz de encontrarle. Estaba en esa casa y nosotros ya lo sospechábamos horas antes de que lo asesinaran; mientras tanto permanecíamos sentados en una cafetería hablando de ello. Cuando a ese niño le cortaron el cuello, nosotros deberíamos haber estado llamando a la puerta.
—Somos la sociedad más rica y desarrollada de toda la historia de la civilización —dije—, pero no podemos evitar que tres tarados descuarticen a un niño en una bañera. ¿Por qué?
—No lo sé.
Negó con la cabeza y apartó la arena que tenía junto a los pies.
—Sencillamente no lo sé. Cada vez que a alguien se le ocurre una solución, siempre hay una facción dispuesta a decirle que está equivocado. ¿Cree en la pena de muerte?
Alargué el vaso.
—No.
Dejó de verter ron.
—¿Cómo dice?
Me encogí de hombros.
—No. Lo siento. Haga el favor de servirme un poco más, ¿quiere?
Me llenó el vaso y bebió de la botella.
—¿Remató a Corwin Earle de un golpe en la nuca y me quiere hacer creer que no cree en la pena de muerte?
—No creo que la sociedad tenga el derecho ni la inteligencia para hacerlo. Cuando la sociedad me demuestre que puede pavimentar carreteras de forma eficaz, le permitiré decidir sobre la vida y la muerte.
—Aun así, usted ejecutó a alguien ayer.
—Técnicamente, empuñaba un arma. Además, yo no soy la sociedad.
—¿Qué coño me quiere decir con eso?
Me encogí de hombros.
—Confío en mí mismo. Me considero responsable de mis actos, pero no confío en la sociedad.
—El hecho de que usted sea detective privado, Patrick… ¿El caballero solitario y todo eso?
Negué con la cabeza.
—Se equivoca.
Volvió a reírse.
—Soy detective privado porque… no lo sé, quizá porque soy adicto al suspense. O quizá porque me gusta ir más allá de lo aparente. Pero eso no hace que sea un buen tipo. Sencillamente me convierte en un hombre que odia a la gente que esconde cosas y aparenta lo que no es.
Alzó la botella y yo la golpeé suavemente con el vaso de plástico.
—¿Qué pasa si alguien aparenta algo porque la sociedad juzga que debe ser así, pero en realidad es de otra manera porque él cree que debe ser de esa manera?
Moví la cabeza para despejarme un poco de los efectos de la bebida.
—¿Me lo podría repetir? —me levanté y me tambaleé en la arena.
Me encaminé hacia el circuito gimnástico que había delante de los columpios y me colgué de un peldaño.
—Si la sociedad no funciona, ¿cómo debemos vivir aquellos que supuestamente somos gente honrada?
—Al margen de la sociedad.
Asintió con la cabeza.
—Exactamente. Pero aun así, debemos coexistir dentro de la sociedad, si no nos convertiremos en malditos milicianos, en tipos que llevan pantalones de camuflaje y que se quejan continuamente de los impuestos pero que utilizan las carreteras que han sido pavimentadas por el Gobierno. ¿No es así?
—Supongo.
Se puso en pie y flaqueó; intentó asir la cadena del columpio y cayó en la oscuridad que se cernía detrás de los columpios.
—Una vez manipulé pruebas para que incriminaran a un tipo.
—¿Qué dice que hizo?
Se inclinó hacia la luz.
—Es verdad. A un cabronazo llamado Carlton Volk. Llevaba meses violando prostitutas. Meses. Un par de chulos intentaron detenerle y se los cargó. Carlton era un psicótico, cinturón negro y el tipo de hombre que suele frecuentar la sala de pesas de la cárcel. No se podía razonar con él. Y va nuestro amigo Ray Likanski y me llama por teléfono y me cuenta todos los detalles. Supongo que Ray el Delgaducho estaba colgado de una de las prostitutas. Lo que sea. En resumen, que estoy convencido de que Carlton Volk va por ahí violando prostitutas, pero ¿quién va a condenarle? Aunque las chicas hubieran querido testificar, y no querían, ¿quién las hubiera creído? La mayoría de la gente no se tomaría en serio a una prostituta que afirmara que ha sido violada. Sería como matar a un cadáver; se supone que no es posible. Sabía que Carlton había sido condenado tres veces y que estaba en libertad condicional; así pues, coloqué treinta gramos de heroína y dos pistolas sin licencia en el maletero de su coche, debajo de la rueda de recambio donde sabía que no lo encontraría. Después, puse una pegatina, que indicaba que la inspección del coche ya había caducado, encima de la actualizada. ¿Quién mira su propia matrícula a no ser que tenga que pasar una nueva inspección? —Volvió a sumirse en la oscuridad por un momento—. Dos semanas más tarde, le pararon a causa de la pegatina, se hizo el chulo, y… En fin, resumiendo, que le acusan por tercera vez y lo condenan a veinte años, sin posibilidad de disfrutar de libertad condicional.
Esperé a que el columpio se balanceara hacia la luz.
—¿Cree que hizo lo que tenía que hacer?
—Para esas prostitutas, sí.
—Pero…
—Siempre hay un «pero» cuando uno cuenta una historia así, ¿verdad? —suspiró—. Pero un tipo como Carlton se encuentra muy bien en la cárcel. Seguramente lo pasa mucho mejor con jovencitos, que han sido encarcelados por robo o por vender pequeñas cantidades de droga, que violando a prostitutas. ¿Hice lo que debía si tenemos en cuenta a toda la población? Seguramente no. ¿Hice lo que debía por algunas prostitutas por las que nadie movería un solo dedo? Quizá.
—¿Volvería a hacerlo?
—Patrick, me gustaría preguntarle algo: ¿Qué haría con un tipo como Carlton?
—Volvemos al tema de la pena de muerte, ¿no es así?
—Sí, pero respecto a un individuo —rectificó—, no respecto a la sociedad. Si hubiera tenido huevos como para darle una paliza a Volk, entonces ya no podría violar a nadie más. No es relativo. Es blanco y negro.
—Pero los chavales de la prisión seguirían siendo violados por otros tipos.
Asintió.
—No existe la solución perfecta.
Bebí otro trago de ron y me fijé en una estrella solitaria sobre una de las ligeras nubes nocturnas y la calina de la ciudad.
—Cuando vi el cuerpo de ese niño —dije—, algo se rompió dentro de mí. No me importaba lo que me podía pasar, ni la vida, nada. Sencillamente deseaba…
Alargué las manos.
—Equilibrio.
Asentí.
—Así que le propinó un golpe en la nuca a un tipo estando éste arrodillado.
Asentí de nuevo.
—¡Eh, Patrick! No le estoy juzgando, hombre. Lo que quiero decir es que a veces hacemos lo correcto, pero ningún tribunal lo aprobaría. No resistiría al examen de —hizo el signo de comillas con los dedos— la sociedad.
Volví a oír el yuh, yuh, yuh de Earle gimoteando en voz baja; volví a ver el chorro de sangre que había salido disparado de su nuca; volví a oír el ruido sordo que hizo al caer al suelo y el sonido de la bala al rozar la madera.
—Bajo las mismas circunstancias —dije—, volvería a hacerlo.
—¿Y eso le da la razón?
Remy Broussard se encaminó lentamente hacia el circuito gimnástico y me sirvió un poco más de ron.
—No.
—Aunque tampoco considera que uno sienta que haya obrado mal, ¿verdad?
Le miré, sonreí, negué con la cabeza.
—No, otra vez.
Se recostó en el circuito y bostezó.
—Sería estupendo que supiéramos todas las respuestas, ¿verdad?
Observé las arrugas que tenía grabadas en la cara en la oscuridad que me rodeaba, y sentí como si algo se retorciera y se contrajera en mi cerebro, como un anzuelo. ¿Qué había dicho que me molestaba tanto?
Observé a Remy Broussard y sentí que el anzuelo se clavaba en lo más hondo de mi cerebro. Vi que cerraba los ojos y, por alguna razón, tuve deseos de golpearle.
En vez de hacerlo, dije:
—Estoy contento.
—¿De qué?
—De haber matado a Corwin Earle.
—Yo también. Estoy contento de haber matado a Roberta —me puso más ron en el vaso—. Al infierno, Patrick. Estoy muy contento de que ninguno de esos maníacos sexuales saliera con vida de esa casa. ¿Brindamos por ello?
Observé la botella, después miré a Broussard con atención para ver si podía averiguar qué era lo que de repente me había molestado de él. Lo que me había asustado. Era incapaz de verlo en la oscuridad y bajo los efectos del alcohol; así pues, alcé el vaso y le di un ligero golpe a la botella.
—¡Que se pudran en el infierno y que sus víctimas vuelvan a la vida! —dijo Broussard. Movió las cejas arriba y abajo—. ¿Podría decir amén, hermano?
—Amén, hermano.