26

Tardaron veinte horas en confirmar que el cuerpo que habían encontrado en la bañera era realmente el de Samuel Pietro. Los destrozos que los Trett y Corwin Earle habían hecho en su cara con un cuchillo, obligaron a identificarlo analizando la dentadura. Gabrielle Pietro sufrió una gran conmoción cuando un periodista del News, a quien le habían dado el chivatazo, la llamó antes que la policía para pedirle que hiciera declaraciones sobre la muerte de su hijo.

Samuel Pietro sólo llevaba cuarenta y cinco minutos muerto cuando lo encontré. El médico forense determinó que durante las dos semanas que habían transcurrido desde su desaparición, habían abusado sexualmente de él varias veces; le habían azotado la espalda, las nalgas y las piernas; y le habían esposado las manos con tanta fuerza que ni tan sólo le quedaba carne alrededor del hueso de la muñeca derecha. Sólo había ingerido patatas fritas, Fritos y cerveza desde que saliera de casa de su madre.

Menos de una hora antes de que hubiéramos entrado en casa de los Trett, Corwin Earle, o uno o ambos Trett, o quizá los tres —¿quién demonios lo podía saber y, al fin y al cabo, qué iba a cambiar?— apuñalaron al niño en el corazón, le rajaron la garganta con el cuchillo y le reventaron la arteria carótida.

Había pasado casi todo el día en nuestra estrecha oficina situada en el campanario de la iglesia de San Bartolomé, sintiendo el peso del gran edificio que me rodeaba, con los chapiteles extendiéndose hacia el cielo. Miraba por la ventana. Intentaba no pensar. Me sentaba, bebía café frío y sentía una leve punzada en el pecho y en la cabeza.

A Angie le redujeron y escayolaron el tobillo la noche anterior en la sala de urgencias del Centro Médico New England. Salió del piso temprano, mientras yo me despertaba, y cogió un taxi hasta la consulta de su médico para que revisara lo que había hecho el interno de urgencias y le dijera cuánto tiempo tendría que llevar la escayola.

Una vez que Broussard me había hecho llegar los detalles sobre el caso de Samuel Pietro, salí de la oficina del campanario y bajé hasta la capilla por las escaleras. Me senté en el primer banco medio a oscuras, olí los restos de incienso y la fragancia de los crisantemos, observé los ojos, con forma de piedra preciosa, de algunos de los santos de las vidrieras de colores; observé cómo las llamas de los pequeños cirios votivos brillaban sobre el altar de caoba y me pregunté por qué habían permitido que un niño de ocho años viviera en esta tierra el tiempo suficiente para sufrir lo más horrible que había en ella.

Alcé la mirada hacia el Jesús que había en una de las vidrieras de colores, con los brazos extendidos encima del tabernáculo de oro.

—Ocho años —susurré—. Explícamelo.

No puedo.

¿No puedes o no quieres?

No hubo respuesta, aunque Dios tiene respuestas para todo.

Pones un niño en esta tierra y le das ocho años de vida. Permites que lo secuestren, que lo torturen, que pase hambre y que lo violen durante catorce días —más de trescientas treinta horas, diecinueve mil ochocientos largos minutos— y para acabar de rematarlo Tú le muestras los rostros de los monstruos que le meten acero en el corazón, que le abren la cara por la mitad y que le rajan la garganta en el suelo de un cuarto de baño.

¿Qué pretendes?

—Y tú, ¿qué pretendes? —dije en voz alta, y oí cómo mi voz resonaba en la piedra.

Silencio.

—¿Por qué? —susurré.

Más silencio.

—No se te ocurre ninguna jodida respuesta, ¿verdad?

No blasfemes. Estás en la iglesia.

Entonces supe que la voz que oía en mi cabeza no era la de Dios. Seguramente era la de mi madre, o quizá la de una monja muerta; dudaba mucho que Dios perdiera el tiempo en tecnicismos en momentos de extrema necesidad.

Pero ¿y yo, qué sabía? Quizá Dios, si realmente existía, era tan mezquino y trivial como todos nosotros.

Si así fuera, no podría adorar a un Dios así.

Aun así, seguí sentado en el primer banco, totalmente incapaz de moverme.

Creía en Dios debido a…, ¿qué?

Al talento, al tipo de talento con el que nacen gente como Van Gogh, Michael Jordan, Stephen Hawking o Dylan Thomas; siempre me había parecido una prueba de que Dios existía. Y también el amor.

—Bien, de acuerdo. Creo en Ti. Pero no estoy muy seguro de que me caigas bien.

Ése es tu problema.

—¿Qué puede haber de bueno en la violación y en el asesinato de un niño?

No hagas preguntas que tu pequeño cerebro no pueda responder.

Observé cómo brillaban los cirios durante un rato, aspiré profundamente la quietud del lugar, cerré los ojos y esperé que me llegara el estado de trascendencia, de gracia, de paz o de lo que fuera que las monjas me enseñaron que tenía que lograr cuando el mundo me superaba.

Al cabo de un minuto aproximadamente, abrí los ojos. Tal vez ésa era la razón por la cual nunca había sido un buen católico. No tenía paciencia.

Se abrió la puerta trasera del edificio y oí el ruido de las muletas de Angie al chocar contra la tranca de la puerta y cómo decía: «Mierda». Luego se cerró la puerta y ella apareció en el descansillo que hay entre la capilla y las escaleras que conducen al campanario. Se dio cuenta de que yo estaba allí cuando estaba a punto de subir las escaleras. Se volvió de una forma muy extraña, me miró y sonrió.

Bajó con dificultad los dos escalones alfombrados que conducían a la capilla y pasó, balanceando el cuerpo, ante los confesionarios y la pila bautismal. Se detuvo junto a la baranda del altar delante del banco donde estaba sentado, se apoyó en él y dejó las muletas junto a la baranda.

—¡Hola!

—¡Hola! —contesté.

Miró hacia el techo, hacia el fresco de la Última Cena, y se volvió hacia mí.

—Estás dentro de la capilla y la iglesia no se ha venido abajo —comentó.

—¡Imagínate! —dije.

Seguimos allí sentados durante un rato, sin pronunciar palabra. Angie inclinaba la cabeza hacia atrás mientras contemplaba el techo: todos los detalles tallados en la moldura que había encima de la pilastra más cercana.

—¿Cuál es el diagnóstico de la pierna?

—El médico dice que es una fractura del peroné izquierdo inferior.

Sonreí.

—Te encanta decirlo, ¿verdad?

—¿Del peroné izquierdo inferior? —sonrió jovial—. Sí, me parece que estoy en urgencias. La próxima vez, voy a pedir que me hagan un chequeo y que me miren la presión, allí mismo.

—Supongo que el médico te habrá recomendado reposo.

Se encogió de hombros.

—Sí, pero es lo que dicen siempre.

—¿Cuánto tiempo tienes que llevar la escayola?

—Tres semanas.

—No podrás hacer aeróbic.

Se volvió a encoger de hombros.

—Ni muchas otras cosas.

Me miré los zapatos durante un rato y luego levanté la mirada.

—¿Qué? —inquirió.

—Me duele muchísimo. Samuel Pietro. No me lo puedo quitar de la cabeza. Cuando Bubba y yo fuimos a esa casa, aún estaba con vida. Estaba en el piso de arriba y… nosotros…

—Estabais en una casa con tres delincuentes paranoicos armados hasta los dientes. No podíais…

—Su cuerpo era…

—¿Han confirmado que fuera el suyo?

Asentí con la cabeza.

—Era tan pequeño. Era tan pequeño —susurré—. Estaba desnudo y le habían rajado… ¡Santo Dios! ¡Santo Dios! ¡Santo Dios!

Me sequé las ácidas lágrimas y eché la cabeza hacia atrás.

—¿Con quién hablaste? —dijo Angie dulcemente.

—Con Broussard.

—¿Cómo está?

—Como yo, más o menos.

—¿Se sabe algo de Poole? —dijo, mientras se inclinaba un poco hacia delante.

—Está muy mal, Ange. No creen que se recupere.

Asintió con la cabeza y la mantuvo baja por un instante; balanceaba ligeramente la pierna buena delante y detrás de la baranda.

—¿Qué viste en ese cuarto de baño, Patrick? Quiero decir, exactamente.

Negué con la cabeza.

—¡Venga! —apremió dulcemente—. Soy yo. Puedo soportarlo.

—No puedo. Otra vez, no. Otra vez, no. Sólo de pensar en ello durante un segundo, las imágenes de esa habitación pasan por mi cabeza y me quiero morir. No puedo soportarlo. Quiero morirme y desaparecer.

Se apartó cautelosamente de la baranda y se apoyó en la parte delantera del banco para poder llegar hasta el asiento. Me aparté y se sentó junto a mí. Me cogió la cara con sus manos, pero no podía mirarla a los ojos; estaba seguro de que si veía afecto y amor en ellos, aún me sentiría más sucio, por alguna razón, más desquiciado.

Me besó la frente y los párpados, mientras las lágrimas se me secaban; apoyó mi cabeza en su hombro y me besó la nuca.

—No sé qué decir —susurró.

—No hay nada que decir.

Me aclaré la voz, la rodeé con los brazos. Podía oír cómo latía su corazón. Me hacía sentir bien, a gusto, como si todo fuera bien en el mundo. Y aun así, deseaba morir.

Esa noche intentamos hacer el amor, y al principio todo fue muy bien, divertido, incluso; Angie intentaba moverse a pesar de la escayola y tenía la risa tonta debido a los analgésicos, pero cuando ambos estábamos desnudos a la luz de la luna que se filtraba por la ventana del dormitorio, la imagen de su piel se mezclaba con imágenes instantáneas de la de Samuel Pietro. Al tocarle el pecho, vi el blanducho estómago de Corwin Earle cubierto de sangre; al lamerle el tórax con la lengua, vi el cuarto de baño cubierto de sangre como si alguien la hubiera arrojado con un cubo.

Mientras permanecía en ese cuarto de baño, había sentido una impresión muy fuerte. Lo había visto todo y era más que suficiente para hacerme llorar, pero una parte de mi cerebro se había cerrado para protegerme y aún no había acabado de asimilar totalmente aquel horror. Había sido terrible, sangriento e inconsciente —eso lo sabía pero las imágenes seguían dispersas, como si flotaran en un mar de porcelana y de baldosas en blanco y negro.

Durante las treinta últimas horas, mi cerebro había archivado todo lo que había pasado, pero seguía estando de pie junto a la bañera y al cuerpo desnudo, destrozado y degradado de Samuel Pietro. La puerta del cuarto de baño estaba cerrada con llave y no podía salir.

—¿Qué te pasa? —inquirió Angie.

Rodé por la cama, alejándome de ella, y contemplé la luna desde la ventana.

Me acarició la espalda con su cálida mano.

—¿Patrick?

Un grito se desvaneció en mi garganta.

—¡Vamos, Patrick! ¡Cuéntamelo!

Sonó el teléfono y lo cogí.

Era Broussard.

—¿Cómo estamos? —preguntó.

Me sentí aliviado al oír su voz; tuve la sensación de que ya no estaba solo.

—Bastante mal. ¿Y usted?

—Jodidamente mal, si sabe lo que quiero decir.

—Lo sé.

—Ni siquiera puedo hablar de ello con mi mujer, y eso que se lo he contado todo.

—Sé a lo que se refiere.

—Mire…, Patrick, aún estoy en la ciudad. Con una botella. ¿La quiere compartir conmigo?

—Sí.

—Estaré en el Ryan. ¿Le va bien?

—Estupendamente.

—Nos vemos allí, pues.

Colgó y me volví hacia Angie.

Se había cubierto con la sábana e intentaba coger los cigarrillos de la mesilla. Puso el cenicero en su regazo, se encendió un cigarrillo y me miró fijamente a través del humo.

—Era Broussard —aclaré.

Asintió con la cabeza y dio otra calada.

—Quiere que nos veamos.

—¿Los tres? —preguntó, sin levantar la mirada del cenicero.

—No, sólo conmigo.

Asintió con la cabeza.

—No sé a qué esperas.

Me incliné hacia ella.

—Ange…

Extendió la mano.

—No hace falta que te disculpes. Haz el favor de irte. —Observó mi cuerpo desnudo y sonrió—. Pero antes ponte algo de ropa.

Recogí la ropa del suelo y me vestí; mientras tanto Angie me observaba a través del humo.

Al salir de la habitación, apagó el cigarrillo.

—Patrick.

Asomé la cabeza por la puerta.

—Cuando estés dispuesto a hablar, soy toda oídos. Cualquier cosa que me quieras explicar…

Asentí.

—Y si no quieres contarme nada, será tu propia decisión. ¿Comprendes?

Volví a asentir.

Al volver a colocar el cenicero en la mesilla, la sábana se resbaló y descubrió su torso desnudo.

Ninguno de los dos dijo nada durante un buen rato.

—Así pues —dijo Angie, después de un momento— queda claro. No quiero comportarme como las típicas esposas de policías que salen en las películas.

—¿Qué quieres decir?

—Que dan la lata a sus maridos para que hablen.

—Tampoco espero que lo hagas.

—Esas mujeres nunca saben cuándo han de dejar a la gente en paz.

Volví a asomar la cabeza por la puerta y la miré con curiosidad.

Quitó las almohadas que tenía detrás de la cabeza.

—Cuando salgas, ¿puedes darle al interruptor? —dijo.

Apagué la luz, pero permanecí allí un momento, sintiendo la mirada de Angie.