—¡Ange! —grité, mientras Bubba y yo entrábamos rápidamente en mi casa.
Asomó la cabeza por la puerta del pequeño dormitorio donde trabajaba.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Has estado siguiendo el caso de Pietro con bastante detenimiento, ¿verdad?
Durante un momento, sus ojos mostraron una leve punzada de dolor.
—Sí.
—Ven a la sala de estar —le dije, mientras tiraba de ella—. ¡Venga, vamos!
Me miró, luego miró a Bubba, que se balanceaba sobre los talones y hacía un gran globo de chicle rosa con sus gruesos y gomosos labios.
—¿Qué habéis bebido?
—Nada —contesté—. ¡Vamos!
Encendimos las luces de la sala de estar y le contamos nuestra excursión a casa de los Trett.
—¡Mira que llegáis a ser estúpidos! —nos espetó cuando acabamos de contar nuestra historia—. Sois como dos críos anormales que salen a jugar con una familia de tarados.
—De acuerdo, de acuerdo —dije—. Ange, ¿qué llevaba Samuel Pietro el día que desapareció?
Se recostó en la silla.
—Unos tejanos, una sudadera roja encima de una camiseta blanca, un anorak azul y rojo, guantes negros y unas zapatillas deportivas. —Me miró con los ojos entornados—. ¿Y qué?
—¿Nada más? —terció Bubba.
Se encogió de hombros.
—Sí, eso y una gorra de béisbol de los Red Sox.
Miré a Bubba y él asintió con la cabeza; luego levantó las manos.
—No puedo involucrarme en esto. Yo he sido el que les ha vendido las armas.
—No pasa nada —dije—. Llamaremos a Poole y a Broussard.
—Llamar a Poole y a Broussard, ¿para qué? —se extrañó Angie.
—¿Me está diciendo que vio a Trett con una gorra de béisbol de los Red Sox? —dijo Poole, sentado ante nosotros en una cafetería de Wollaston.
Asentí.
—Además, era tres o cuatro tallas pequeña.
—Y eso les hace pensar que la gorra pertenecía a Samuel Pietro.
Volví a asentir.
Broussard miró a Angie.
—¿Usted también está de acuerdo?
Se encendió un cigarrillo.
—Según las pruebas, encaja. Los Trett viven en Germantown, justo delante de Weymouth, a unos tres kilómetros del parque de Nantasket Beach, precisamente donde se encontraba Pietro antes de desaparecer. Y la cantera, la cantera no está tan lejos de Germantown, y…
—¡Por favor! —dijo Broussard, mientras estrujaba un paquete vacío de cigarrillos y lo lanzaba contra la mesa—. ¿Otra vez Amanda McCready? Sólo por el hecho de que Trett viva en un radio de ocho kilómetros de la cantera, ¿de verdad piensan que la asesinó? ¿Están hablando en serio?
Miró a Poole y ambos negaron con la cabeza.
—Ustedes fueron quienes nos mostraron las fotografías de los Trett y de Corwin Earle —intervino Angie—. ¿Lo recuerdan? Nos contaron que a Corwin Earle le gustaba raptar niños para dárselos a los Trett. Nos dijeron que lo vigiláramos con los ojos bien abiertos. Fue usted quien nos lo dijo, detective Broussard, ¿no es verdad?
—Guardia de tráfico —le recordó Broussard—. Ya no soy detective.
—Bien, quizá —comentó Angie— si nos pasamos por casa de los Trett y fisgamos un poco, vuelva a serlo.
La casa de Leon Trett estaba rodeada por un jardín cubierto de malas hierbas, que debía de estar a unos nueve metros de distancia de la carretera. Detrás de la cortina de lluvia color ámbar, la pequeña casa blanca parecía cubierta de gránulos y manchas mugrientas. Sin embargo, alguien había cultivado un pequeño jardín cerca de los cimientos y las flores ya habían empezado a echar brotes o a florecer. Podría haber sido hermoso, pero era muy inquietante ver cómo todo ese bello y cuidado conjunto de azafranes púrpura, de campanillas blancas, de tulipanes rojos y de forsitias amarillas florecían a la sombra de una casa tan sucia y decrépita.
Si no recuerdo mal, Roberta Trett había trabajado de florista, y debía de ser muy buena si había conseguido hacer crecer tales flores en una tierra tan dura y durante un invierno tan largo. No me podía ni tan sólo imaginar que la mujer desgarbada y torpe que había apuntado a Bubba en la cabeza la noche anterior y que no había quitado el dedo del gatillo del 38, fuera la misma que tuviera el don de la delicadeza, de la dulzura y la capacidad de hacer crecer algo a partir de un trozo de barro y de producir unos pétalos tan suaves y una belleza tan delicada.
Era una casa pequeña de dos plantas y las ventanas del piso de arriba que daban a la carretera estaban condenadas con trozos de madera negra. Debajo de esas ventanas, las tablas estaban rotas o incompletas, por lo que la parte superior de la casa se asemejaba a una cara triangular con los ojos amoratados y una sonrisa desigual de dientes partidos.
Tal y como noté al acercarme en la oscuridad, una sensación de decadencia emanaba de ella como un olor, a pesar del jardín.
Una alta alambrada metálica separaba la parte posterior de la casa de los Trett de la de sus vecinos. Los laterales daban a una extensión de unos doscientos metros de malas hierbas, esas dos casas ruinosas y abandonadas, y poca cosa más.
—No parece que haya forma posible de entrar ahí, a excepción de la puerta principal —comentó Angie.
—Eso parece —convino Poole.
Lo que quedaba de la puerta que Bubba había destrozado la noche anterior estaba tirado de cualquier manera en el césped, pero en su lugar, habían colocado una puerta blanca de madera con agujeros en el centro. Ese extremo de la calle era muy tranquilo y daba la sensación de que muy pocos vecinos se aventuraban a llegar hasta allí. Durante todo el tiempo que estuvimos sólo pasó un coche.
Se abrió la puerta trasera del Crown Victoria; Broussard entró y se sentó junto a Poole, mientras se sacudía el agua de lluvia de la cabeza salpicándole la barbilla y la sien a Poole.
Poole se secó la cara.
—¿Te has convertido en un perro? —rezongó.
Broussard hizo una mueca.
—Sí, en un perro empapado.
—Ya me he dado cuenta. —Poole sacó un pañuelo del bolsillo—. Te lo vuelvo a repetir, ¿te has convertido en un perro?
—¡Guau, guau! —Broussard volvió a negar con la cabeza—. La puerta trasera está donde dijo Kenzie. La ubicación es muy similar a la de la puerta principal. En el piso de arriba hay una ventana en la parte este, otra en la parte oeste y otra en la de atrás. Todas están cubiertas de tablas. Hay cortinas muy gruesas en todas las ventanas de la planta baja y una puerta de hierro cerrada con llave en la parte trasera, a unos tres metros a la derecha de la puerta.
—¿Algún indicio de vida? —preguntó Angie.
—Es imposible saberlo con esas cortinas.
—Así pues, ¿qué hacemos? —intervine.
Broussard cogió el pañuelo de Poole, se secó la cara y lo dejó en el regazo de su compañero. Éste observó el pañuelo con una mezcla de asombro y repugnancia.
—¿Hacer? —dijo Broussard—. ¿Ustedes dos? —alzó las cejas—. Nada. No van a hacer nada porque son civiles. Si pasan por esa puerta o le rozan la mano a Trett, les arresto ahora mismo. El que fue mi compañero, y que lo volverá a ser, y yo vamos a ir a esa casa, vamos a llamar a la puerta y vamos a ver si el señor Trett o su mujer desean hablar con nosotros. Cuando nos digan que nos vayamos a la mierda, volveremos aquí y llamaremos a la comisaría de policía de Quincy para que nos manden refuerzos.
—¿Por qué no pedimos refuerzos ahora? —apuntó Angie.
Broussard se volvió a Poole. Ambos miraron a Angie y movieron la cabeza.
—Les ruego me disculpen por ser un poco retrasada.
Broussard sonrió.
—No se pueden pedir refuerzos si no hay motivo de procesamiento, señorita Gennaro.
—Pero ¿tendrán motivo de procesamiento cuando llamen a la puerta?
—Si uno de ellos es lo bastante estúpido como para abrirla —dijo Poole.
—¿Por qué? —pregunté yo—. ¿Creen que van a mirar por el agujero de la puerta y que van a ver a Samuel Pietro allí de pie con un cartel que diga Ayúdenme?
Poole se encogió de hombros.
—Es increíble lo que se puede llegar a oír por el agujero de una puerta entreabierta, señor Kenzie. Aun así, he conocido a policías que han confundido el pitido de una tetera con los gritos de un niño. Realmente es una pena que se tengan que tirar las puertas abajo, destrozar el mobiliario y maltratar a los ocupantes del piso por error, pero está comprendido dentro de los límites de la ley.
Broussard extendió las manos.
—Es un sistema judicial imperfecto, pero intentamos sacar el máximo provecho de lo bueno que tiene.
Poole se sacó del bolsillo una moneda de veinticinco centavos, la lanzó al aire y le dio un codazo a Broussard.
—Llama —le dijo.
—¿A qué puerta?
—Según las estadísticas, la puerta principal es donde hay más tiroteos.
Poole asintió con la cabeza.
—Pero los dos sabemos que se ha de andar mucho para llegar a la puerta trasera.
—Y a través de campo abierto.
Poole asintió de nuevo.
—El que pierda tendrá que llamar a la puerta trasera.
—¿Por qué no van juntos a la puerta principal? —propuse.
Poole puso los ojos en blanco.
—Porque, como mínimo, hay tres hombres ahí dentro, señor Kenzie.
—Divide y vencerás —sentenció Broussard.
—¿Y esas pistolas? —dijo Angie.
—¿Las que su amigo misterioso dijo que vio ahí dentro? —inquirió Poole. Asentí.
—Sí, ésas. Las Calico M-110, si no me equivoco.
—Pero no tienen cartuchos.
—Anoche, no —dije—. Pero ¿quién sabe si tuvieron tiempo de conseguirlos en las últimas dieciséis horas?
Poole asintió.
—Una potencia de fuego muy grande, si tienen los cartuchos.
—Nos enfrentaremos con ese problema en su debido momento —atajó Broussard, mientras se volvía hacia Poole—. Siempre pierdo cuando lanzamos una moneda al aire.
—Pero aquí tienes la oportunidad de volver a probar suerte.
—Cara.
Broussard suspiró.
Poole tiró la moneda al aire con el dedo y la moneda dio vueltas en la tenue luz del asiento trasero, reflejó algún rayo de luz ámbar procedente de la lluvia y brilló, durante una milésima de segundo, como si fuera oro español. La moneda de veinticinco centavos cayó en la palma de la mano de Poole y él la tapó con la otra mano.
Broussard miró la moneda, hizo una mueca.
—¿No sería mejor dos de cada tres?
Poole negó con la cabeza y guardó la moneda en el bolsillo.
—Yo me dirijo a la puerta principal y tú a la trasera —indicó.
Broussard se reclinó en el asiento y, durante unos instantes, nadie habló. Mirábamos la casa diminuta y sucia a través de la inclinada cortina de lluvia. De hecho, parecía una caja, con una continua sensación de podredumbre en el porche encorvado, en las tablas que faltaban y en las ventanas condenadas.
Al contemplarla, era imposible imaginar que en los dormitorios se hiciera el amor, que los niños jugaran en el jardín o que el sonido de sus risas retumbara allí dentro.
—¿Escopetas? —soltó Broussard, después de un rato.
Poole asintió.
—Al más puro estilo del oeste, compañero.
Broussard iba a abrir la puerta del coche cuando Angie dijo:
—No les quiero estropear este momento a lo John Wayne, pero ¿no creen que esa gente pensará que es muy sospechoso que lleven escopetas si sólo quieren hacerles unas preguntas?
—No las verán —aclaró Broussard, mientras abría la puerta y dejaba entrar la lluvia—. Ésa es la razón por la cual Dios creó las chaquetas guerreras.
Broussard cruzó la calle y se encaminó hacia arriba hasta que llegó a la parte trasera del Taurus; abrió el maletero. Habían aparcado el coche junto a un árbol que tenía tantos años como la ciudad; era grande y deforme y las raíces habían reemplazado la acera que lo rodeaba; aquel árbol impedía que Broussard o el coche pudieran ser vistos desde la casa de los Trett.
—Así pues, ¿comprendido? —preguntó Poole suavemente desde el asiento trasero.
Broussard sacó una guerrera del maletero y se la puso sobre los hombros. Volví a mirar a Poole.
—Si algo sale mal, llame por el móvil al 911. —Se inclinó hacia delante e hizo un gesto de conformidad con el dedo índice—. No salgan del coche bajo ningún concepto. ¿Queda claro?
—Sí —dije.
—¿Señorita Gennaro?
Angie asintió.
—Bien, entonces, estamos de acuerdo.
Poole abrió la puerta y se adentró en la lluvia.
Cruzó la calle y se reunió con su compañero junto al maletero del Taurus. Broussard asintió con la cabeza a una señal que le hizo Poole y nos miró mientras escondía la escopeta bajo la guerrera.
—Se comportan igual que los cowboys —comentó Angie.
—Ésta puede ser una oportunidad para que Broussard recupere la categoría de detective. No me extraña que esté tan entusiasmado.
—¿Demasiado? —preguntó Angie.
Parecía como si Broussard nos hubiera leído los labios. Nos sonrió a través de los riachuelos de agua que chorreaban por fuera de la ventana y se encogió de hombros. Se volvió hacia Poole y le susurró algo al oído. Poole le dio un golpecito en la espalda y se alejó del Taurus; después, se dirigió calle arriba a grandes zancadas y bajo la inclinada lluvia entró en el jardín de los Trett por la parte este, se paseó tranquilamente entre las malas hierbas y se encaminó hacia la parte trasera de la casa.
Poole cerró el maletero y se subió las solapas de la guerrera para que taparan la escopeta. La escondió entre el brazo derecho y el tórax. Con la mano izquierda —colocada detrás de la espalda— sostenía la Glock, a medida que andaba calle arriba, con la cabeza ligeramente inclinada hacia las ventanas condenadas.
—¿Has visto eso? —señaló Angie.
—¿El qué?
—Creo que alguien ha movido la cortina de la ventana que está a la izquierda de la puerta principal.
—¿Estás segura?
Negó con la cabeza.
—He dicho creo. —Sacó el móvil del bolso y se lo puso en el regazo.
Poole llegó a las escaleras. Alzó el pie izquierdo para subir el primer escalón y debió de ver algo que no le gustó, ya que extendió la pierna en el primer escalón, puso el pie en el segundo y trepó hasta el porche.
El porche se hundía en el centro, y el cuerpo de Poole se inclinaba hacia la izquierda mientras permanecía allí, con la lluvia cayéndole entre los pies por el canalón que había formado el profundo hundimiento del porche.
Observó la ventana que había a la izquierda de la puerta, y no se movió durante unos instantes; luego se volvió hacia la ventana derecha y se quedó mirándola fijamente.
Abrí la guantera y saqué mi 45.
Angie se inclinó sobre mí y sacó su 38, comprobó el tambor y lo volvió a colocar en su sitio de un golpe seco.
Poole se acercó a la entrada, alzó la mano que sostenía la Glock y llamó a la puerta con los nudillos. Dio un paso atrás y esperó. Volvió la cabeza hacia la izquierda, luego hacia la derecha, y de nuevo hacia la puerta. Se inclinó hacia delante y llamó de nuevo.
La lluvia apenas hacía ruido al caer. Eran gotas pequeñas y la cortina de agua caía de lado; si no fuera por el agudo lamento del viento, reinaría un profundo silencio en toda la calle.
Poole se inclinó hacia delante y giró el pomo de la puerta a derecha e izquierda, pero no se abrió. Llamó por tercera vez.
Un coche pasó delante de la casa; era una furgoneta Volvo de color beis con bicicletas en la baca; conducía una mujer pálida y nerviosa con una cinta en el pelo color melocotón. Vimos cómo se encendían las luces de frenado cuando paró en una señal de stop unos noventa metros más adelante; el coche giró a la izquierda y desapareció.
Los disparos procedentes de la parte trasera de la casa interrumpieron súbitamente los gemidos del viento y oímos el ruido de un cristal hacerse añicos. Algo como un chirrido apagaba el susurro de la lluvia.
Poole volvió la cabeza y nos miró un momento. Alzó el pie para abrir la puerta y desapareció en medio de una explosión de astillas, disparos y estallidos de luz: el parloteo de un arma automática.
La explosión le hizo saltar por los aires y chocó contra la barandilla del porche con tal violencia que la rompió igual que si hubiera arrancado un brazo. La escopeta de Poole voló y fue a caer en un macetero debajo del porche; la escopeta cayó ruidosamente escaleras abajo.
El tiroteo cesó de forma tan repentina como había empezado.
Durante un momento, nos quedamos quietos en el coche y escuchamos el estruendo que resonaba después del tiroteo. La escopeta de Poole resbaló en el último escalón y la culata desapareció entre las hierbas mientras que el cañón resplandecía negro y húmedo sobre la acera. Una fuerte ráfaga de viento hizo que la lluvia cayera con más fuerza; la pequeña casa gimoteó y chirrió mientras el viento golpeaba el tejado y hacía vibrar las ventanas.
Salí del coche y corrí, agachado, hacia la casa. Entre el suave susurro de la lluvia, distinguía el sonido que mis suelas de goma hacían al pisar el asfalto mojado y la grava.
Angie corrió junto a mí, hablando por el móvil:
—Manden agentes al número 322 de la calle Admiral Farragut de Germantown. Repito: Manden agentes al número 322 de la calle Admiral Farragut de Germantown.
Mientras corríamos por el sendero que conducía a las escaleras, observé rápidamente las ventanas y la puerta. Ésta se hallaba destrozada, como si una manada de bestias la hubiera destripado con sus garras. Parecía que hubieran excavado agujeros desiguales en la madera; en algunos lugares, era posible ver la casa a través de los agujeros y vislumbrar colores apagados o luminosos.
Cuando llegamos a las escaleras, los agujeros se oscurecieron de repente. Extendí rápidamente el brazo derecho, hice caer a Angie al suelo y salté hacia la izquierda.
Fue como si el mundo hubiera explotado. No hay forma posible de prevenirse contra el ruido de una escopeta que puede realizar siete disparos por segundo. A través de la puerta de madera, el sonido de las balas parecía casi humano, como una cacofonía de un homicidio cáustico y fanático.
Poole se dejó caer pesadamente a un lado mientras las balas salían a toda velocidad del porche; yo me lancé al suelo y cogí la culata de la escopeta con la mano. Enfundé mi 45 y me apoyé en una pierna. Apunté entre la lluvia, disparé en dirección a la puerta y la madera empezó a arrojar humo. Cuando se despejó, vi un agujero en el centro del tamaño de mi muñeca. Intenté levantarme, pero resbalé en la hierba mojada y oí sonido de cristal tintineando a mi izquierda.
Me di la vuelta y disparé por encima de la barandilla del porche en dirección a la ventana; el cristal y el marco saltaron por los aires y agujereé la oscura cortina.
Alguien gritó dentro de la casa.
El tiroteo había cesado. El eco de las explosiones y el parloteo de las armas automáticas me retumbaba en la cabeza.
Angie estaba de rodillas junto al pie de la escalera, con la cara tensa, y apuntaba hacia el agujero de la puerta con su 38.
—¿Estás bien? —pregunté.
—Me han jodido el tobillo.
—¿Te han disparado?
Negó con la cabeza sin apartar la mirada de la puerta.
—Creo que se me torció cuando me hiciste caer al suelo.
Respiró lentamente con los labios fruncidos.
—¿Torcido y roto?
Asintió y volvió a respirar poco a poco. Poole soltó un gemido; la sangre le caía a chorros por la comisura de la boca.
—Tengo que sacarle del porche —dije.
Angie asintió.
—Te cubro.
Dejé la escopeta sobre la hierba mojada, alargué el brazo y cogí la parte superior de la barandilla que Poole había doblegado al caer. Apoyé el pie en los cimientos del porche y empujé; sentí cómo la parte inferior de la barandilla se desencajaba de la madera carcomida. Volví a empujar con fuerza y la barandilla y medio enrejado saltaron del porche. Poole me cayó encima y me abalanzó sobre la hierba mojada.
Se quejó de nuevo y se retorció entre mis brazos; conseguí salir de debajo de Poole y vi cómo se movía la cortina de la ventana derecha.
—Angie —dije, pero ella ya se había dado la vuelta.
Disparó tres veces hacia la ventana, el cristal salió disparado del marco y los pedazos cayeron en el porche.
Me acurruqué detrás de los pequeños arbustos que había junto a los cimientos, pero nadie disparó; la espalda de Poole se arqueaba en el suelo y una neblina de sangre le brotaba de los labios.
Angie bajó la pistola, echó una última y larga mirada a la puerta y a las ventanas y se dirigió hacia nosotros arrastrándose sobre las rodillas a lo largo del sendero, con el tobillo izquierdo torcido y en alto mientras avanzaba. Saqué mi 45 y la cubrí mientras avanzaba y llegaba al lado de Poole.
De nuevo estalló un tiroteo con armas automáticas en la parte posterior de la casa.
—Broussard —dijo Poole, mientras asía el brazo de Angie y golpeaba la hierba con los talones.
Angie me miró.
—Broussard —repitió Poole, con un velado tono de voz y la espalda arqueándose contra el suelo.
Angie se quitó la sudadera, la apretó con fuerza contra el oscuro chorro de sangre que brotaba del centro del pecho de Poole.
—¡Sssh! —le susurró.
Le puso la mano en la mejilla.
—¡Sssh! —repitió.
Quienquiera que fuera el que estuviera disparando en la parte trasera de la casa, tenía un cargador enorme. Durante veinte segundos, oí el chirriar incesante del arma. Hubo una breve pausa y volvió a empezar. No sabía con certeza si se trataba de la Calico o de cualquier otra arma automática, pero daba lo mismo. Una ametralladora es una ametralladora.
Cerré los ojos por un instante, tragué saliva, tenía la garganta dolorosamente seca y sentía la adrenalina correr por la sangre como un carburante tóxico.
—Patrick —dijo Angie—. Ni se te ocurra.
Sabía que si la miraba de nuevo nunca me movería de allí. En algún lugar de la parte trasera de esa casa, Broussard estaba rodeado o algo peor. Samuel Pietro también podía estar allí dentro, con las balas rozándole la cabeza como avispones.
—¡Patrick! —gritó Angie, pero yo ya había saltado por encima de los tres escalones y había aterrizado en la hendidura donde se juntaban las dos partes del destrozado porche.
El pomo de la puerta había salido disparado cuando atacaron a Poole, así que abrí la puerta de una patada y empecé a disparar, a la altura del pecho, en la oscura habitación. Giré a derecha e izquierda y vacié el cargador; lo saqué de la culata y metí uno nuevo a presión mientras caía al suelo. La habitación estaba vacía.
—Necesitamos ayuda inmediatamente —gritaba Angie por el móvil—. ¡Que nos manden agentes! ¡Que nos manden agentes!
El interior de la casa era de un color gris oscuro que hacía juego con el cielo del exterior. Vi que había una cinta de sangre en el suelo que debía de proceder de un cuerpo que había conseguido arrastrarse hasta el pasillo. Al otro extremo del pasillo, se divisaban haces de luz que entraban a través de los agujeros de bala de la puerta trasera. La puerta estaba inclinada hacia el suelo, ya que habían hecho saltar la bisagra inferior de la jamba.
En medio del pasillo, el rastro de sangre se desviaba hacia la derecha y desaparecía detrás de la puerta de la cocina. Entré en la sala de estar, comprobé que no hubiera ninguna sombra y vi los cristales rotos junto a las ventanas, los trozos de madera y cortina que habían salido volando por los aires a causa del tiroteo y el relleno de un viejo sofá volcado y lleno de latas de cerveza.
El tiroteo cesó tan pronto como entré en la casa; en ese momento sólo podía oír las gotas de lluvia cayendo en el porche, el tictac de un reloj y el sonido de mi propia respiración, artificial y desigual.
Las tablas del suelo crujían mientras iba hacia la sala de estar y seguía el rastro de sangre hasta el pasillo. El sudor bajaba por mi frente y humedecía mis manos cuando aparté la vista de la puerta que había al final del pasillo y me fijé en las otras cuatro puertas. La que estaba a unos tres metros a mi derecha era la de la cocina. La de la izquierda iluminaba el pasillo con una luz amarillenta.
Me pegué a la pared de la derecha y avancé muy lentamente hasta que divisé una parte de la habitación que tenía a mi izquierda. Parecía una sala de estar o algo así. Había dos sillas iguales a cada lado de un mueble-bar empotrado en la pared. Una era la silla reclinable que había podido distinguir en la oscuridad la noche anterior. El mueble-bar colgaba en el centro de la pared, pero habían quitado el revestimiento de cristal que normalmente cubre las estanterías. Éstas estaban abarrotadas de periódicos y revistas a todo color, y había más amontonadas en el suelo junto a las sillas. Había dos ceniceros de peltre pasados de moda encima de una mesilla de unos noventa centímetros de altura, situada junto a los brazos de los sillones de piel, y un cigarro a medio fumar aún humeaba en uno de ellos. Permanecí de pie contra la pared, apuntando con la pistola hacia la derecha, atento por si veía sombras que se movieran o por si crujía el suelo.
Nada. Di dos pasos a lo largo del pasillo, me arrimé a la otra pared y apunté en dirección a la cocina.
El suelo de baldosas blancas y negras brillaba a causa de los rastros de sangre y vísceras. Huellas húmedas de color naranja chillón por efecto de la luz del fluorescente manchaban las puertas de los armarios y la nevera. Vi una sombra que surgía del lado derecho de la habitación y oí una entrecortada respiración que no era la mía.
Respiré larga y profundamente, conté hasta tres y salté hacia el otro lado de la puerta; la sala de lectura que había a mi derecha estaba vacía; apunté fijamente a Leon Trett, que estaba sentado encima del tablero de la cocina y no me quitaba los ojos de encima.
Una de las Calico M-110 estaba junto a la puerta; al entrar, la lancé de una patada debajo de la mesa a mi derecha.
Leon tenía una marcada expresión de dolor mientras observaba cómo me acercaba. Se había afeitado; su piel suave y blanquecina tenía una apariencia enfermiza y descarriada, como si alguien la hubiera frotado con un cepillo de alambre y después se la hubiera enjabonado con aceite, como si fuera posible arrancarle la piel de los huesos con cuchara. Sin barba, la cara era mucho más larga de lo que me había parecido la noche anterior, y tenía las mejillas tan hundidas que su boca era ovalada.
El brazo izquierdo le colgaba inservible a un lado y de un agujero que tenía en el bíceps brotaban chorros de sangre oscura. Su brazo derecho estaba encima del abdomen, como si intentara contener los intestinos. Los pantalones color canela estaban empapados de sangre.
—¿Ha venido a entregarme los cargadores? —me preguntó.
Negué con la cabeza.
—Ya he conseguido algunos esta mañana.
Me encogí de hombros.
—¿Quién es usted? —me preguntó dulcemente levantando una ceja.
—Al suelo —dije.
Soltó un gruñido.
—¿No ve, cariñito, que estoy aguantándome los intestinos? ¿Cómo quiere que me mueva sin que se me caigan?
—No es mi problema. ¡Al suelo!
Apretó su larga mandíbula.
—No.
—Túmbese en el maldito suelo.
—No —repitió.
—Leon. ¡Hágalo!
—Que le jodan. Si quiere, dispáreme.
—Leon…
Movió los ojos hacia la izquierda por un instante y dejó de apretar la mandíbula.
—Un poco de compasión, hombre. ¡Vamos!
Observé cómo parpadeaba de nuevo y cómo sus labios esbozaban una leve sonrisa; me tiré al suelo justo cuando Roberta Trett disparaba hacia mí y hacía saltar por los aires la cabeza de su marido en una ráfaga ininterrumpida con su M-110.
Gritó conmocionada y sorprendida al ver que la cara de Leon desaparecía como si fuera un globo reventado por un alfiler; rodé por el suelo y conseguí disparar una bala que le dio en la cadera y que la hizo retroceder a un rincón de la cocina.
Se dio la vuelta hacia mí, con la enorme mata de pelo grisáceo cubriéndole la cara, y por desgracia conservaba la M-110. Un dedo sudoroso intentaba apretar el gatillo, pero continuamente le resbalaba de la guarda; con la mano libre se asía la herida de la cadera mientras miraba fijamente la cabeza de su marido que había saltado por los aires. Observé que la boca del arma se acercaba hacia mí, y tenía la certeza de que en cualquier momento se repondría de ese estado de conmoción y encontraría el gatillo.
Salí precipitadamente de la cocina y volví al pasillo. Rodé por el suelo hacia mi derecha mientras Roberta Trett se daba la vuelta y dirigía la boca de la Calico hacia mí. Me puse en pie, empecé a correr hacia la puerta trasera, notando que cada vez se acercaba más y más, y entonces oí cómo Roberta entraba en el pasillo y corría detrás de mí.
—Te has cargado a mi Leon, hijoputa. ¡Te has cargado a mi Leon!
El pasillo tembló como un terremoto, Roberta puso el dedo en el gatillo y se dejó ir.
Me abalancé dentro de habitación que tenía a mi izquierda, y cuando me di cuenta de que era una escalera, ya no podía rectificar.
Caí y me golpeé en la frente siete u ocho escalones más abajo; el choque de la madera contra el hueso me sacudió los dientes como una descarga eléctrica. Oí los pesados pasos de Roberta tropezando por el pasillo en dirección a la escalera.
En ese momento no disparaba, y eso me asustó mucho más que si lo hiciera.
Sabía que me tenía acorralado.
Mi espinilla me arrancó un grito de dolor al chocar contra el borde de un escalón mientras caía a toda velocidad, volvía a resbalar y seguía cayendo; vi una puerta metálica al final y rogué a Dios: «¡Que esté abierta, por favor! ¡Que esté abierta!».
Roberta llegó al rellano y yo me tiré contra la puerta; la aporreé en el centro con la mano, y sentí que se abría como un estallido de oxígeno que entraba de golpe en los pulmones.
Reboté en el suelo mientras Roberta disparaba de nuevo. Rodé por el suelo y choqué contra una puerta que había detrás, contra un borde de plomo, lo que provocó el mismo estrépito que el granizo al caer en un tejado de hojalata. La puerta era pesada y gruesa —parecía la de una cámara frigorífica o una cámara acorazada— y había una línea de cerrojos en la parte interior: cuatro debían de estar a un metro y medio de altura y a unos quince centímetros de profundidad. Los abrí uno a uno mientras las balas seguían silbando y haciendo un sonido metálico al otro lado. De hecho, era una puerta a prueba de balas, y resultaba imposible hacer saltar los cerrojos desde el otro lado, ya que estaban sujetos con capas de aluminio.
—¡Te has cargado a mi Leon!
Había dejado de disparar y ahora se lamentaba desde el otro lado de la puerta; era el quejido de una lunática, pero tan desgarrador y teñido de repentina y terrible soledad que por un momento me revolvió las entrañas.
—¡Has matado a mi Leon! ¡Le has matado! ¡Vas a morir! ¡Vas a morir, desgraciado!
Algo pesado se estampó ruidosamente contra la puerta, y después del segundo golpe me di cuenta de que Roberta estaba lanzando su enorme cuerpo como si fuera una máquina de guerra, una y otra vez, aullando y repitiendo el nombre de su marido sin cesar, bam, bam, bam, abalanzándose sobre lo único que nos separaba.
Aunque ella perdiera el arma y yo conservase la mía, estaba convencido de que si conseguía cruzar esa puerta me despedazaría con sus propias manos, por muchas balas que pudiera dispararle.
—¡Leon! ¡Leon!
Estaba a la escucha del sonido de las sirenas, del graznido de los walkie-talkies, del balido de un megáfono. La policía ya debía de haber llegado a la casa. Sí, seguro que sí.
Fue entonces cuando pensé que no podía oír nada a excepción de Roberta, y a ella la oía porque estaba muy cerca.
Una bombilla pelada de cuarenta vatios colgaba del techo. Cuando me di la vuelta y comprendí dónde estaba, una intensa oleada de terror corrió por mis venas.
Me encontraba en un gran dormitorio que daba a la calle. Todas las ventanas estaban condenadas, y habían atornillado oscuros y gruesos trozos de madera a las molduras; los ojos plateados e inertes de unos cuarenta o cincuenta tornillos me miraban fijamente desde cada una de las ventanas.
No había nada en el suelo, a excepción de los excrementos de los roedores. Había bolsas de patatas fritas y de Fritos esparcidas junto al rodapiés, y las migajas estaban incrustadas en la madera. Vi tres colchones pelados, manchados de excrementos, sangre y sólo Dios sabe qué más, apoyados contra las paredes. Las paredes estaban parcialmente cubiertas de un grisáceo material esponjoso y del poliestireno que solía usarse para insonorizar los estudios de grabación. Pero no me encontraba en un estudio de grabación, precisamente.
Había clavos metálicos en la pared justo encima de los colchones y pares de esposas colgaban de unas varillas que habían sido soldadas en los extremos de los clavos. En el extremo occidental de la habitación había una pequeña papelera metalizada que contenía una gran variedad de fustas, látigos, consoladores puntiagudos y correas de cuero. Olía tanto a carne sucia e infectada por toda la habitación que el olor me penetró en el corazón y me envenenó el cerebro.
Roberta había dejado de golpear la puerta, pero seguía oyendo sus apagados lamentos en el hueco de la escalera.
Me dirigí hacia el lado este de la habitación y vi que habían tirado una pared para ampliar la habitación; aún se veían restos de argamasa y cascotes en el suelo. Un rechoncho ratón con el pelo de punta pasó corriendo ante mí, giró a la derecha en el extremo este de la habitación y desapareció por un agujero que había en la pared.
Seguí apuntando con la pistola mientras andaba entre más bolsas de patatas fritas, hojas informativas de NAM-BLA[18] y latas vacías de cerveza con moho en la parte superior. Había revistas abiertas, impresas en papel de la peor calidad, por el suelo: niños, niñas, adultos —incluso animales— ocupados en algo que, aunque parecía sexo, yo sabía que no lo era. Esas fotografías se me quedaron grabadas en el cerebro antes de que pudiera apartar la vista, y lo que había captado y registrado en mi mente no tenía nada que ver con la relación normal entre humanos, sino con el cáncer, con mentes, corazones y órganos cancerígenos.
Me acerqué al agujero por el que había desaparecido el ratón, un pequeño espacio entre los aleros de la casa, donde el tejado se inclinaba hacia el desagüe. Un poco más allá había una pequeña puerta de color azul.
Corwin Earle permanecía de pie delante de esa puerta, con la espalda encorvada debajo de los aleros, sosteniendo una ballesta junto a la cara, con la culata apoyada encima del hombro, y el ojo izquierdo intentando mirar de soslayo y apartar el sudor de los ojos al mismo tiempo. Intentaba enfocar el ojo derecho vago y lo movió repetidas veces hacia mí, antes de que lo moviera hacia la derecha como impulsado por un motor. Después de un rato, lo cerró y reajustó la culata de la ballesta encima del hombro. Estaba desnudo, con el tórax cubierto de sangre y también un poco en el prominente abdomen. Tenía una expresión de derrota y de agotamiento en la triste migaja que era su cara.
—¿Los Trett no confían en ti lo suficiente como para entregarte armas automáticas, Corwin?
Negó ligeramente con la cabeza.
—¿Dónde está Samuel Pietro? —pregunté.
Volvió a negar con la cabeza, esta vez mucho más despacio, y flexionó los hombros por el peso de la ballesta.
Observé la punta de la flecha y noté que se movía ligeramente; vi cómo le temblaban los brazos.
—¿Dónde está Samuel Pietro? —repetí.
Volvió a negar con la cabeza y le pegué un tiro en el estómago.
No hizo ningún ruido. Se dobló por la cintura y dejó caer la ballesta al suelo justo delante de él. Cayó de rodillas, se tambaleó hacia la derecha hasta quedar en posición fetal, y se quedó allí tumbado con la lengua fuera como un perro.
Pasé por encima de él, abrí la puerta azul y entré en un cuarto de baño del tamaño de un armario pequeño. Vi la ventana oscura completamente entablada y una cortina de ducha hecha jirones debajo de la pila; había sangre encima de las baldosas, en el váter y por toda la pared como si alguien la hubiera arrojado con un cubo.
Había ropa interior blanca de algodón, que parecía de niño, empapada de sangre en la pila.
Miré dentro de la bañera.
No estoy seguro de cuánto tiempo permanecí allí, con la cabeza inclinada y la boca abierta. Sentí una humedad pegajosa en las mejillas y cómo me corría por la cara; sólo me di cuenta de que estaba llorando después de mirar fijamente, durante un período de tiempo que me pareció una eternidad, el cuerpo desnudo y diminuto hecho un ovillo junto al desagüe de la bañera.
Salí del cuarto de baño y vi a Corwin Earle de rodillas, con los brazos alrededor del estómago, de espaldas a mí, como si quisiera usar las rótulas para desplazarse por la habitación.
Permanecí detrás de él y esperé, apuntándole con la pistola; el oscuro pelo le sobresalía al otro lado del cañón negro y metálico.
Mientras se arrastraba por el suelo, emitía una serie de sonidos explosivos y repetidos, una especie de yuh, yuh, yuh, yuh que me recordaba el ruido de los generadores portátiles.
Cuando llegó hasta la ballesta y consiguió coger la culata con la mano, le dije:
—Corwin.
Se volvió hacia mí, vio que le apuntaba con la pistola y cerró los ojos. Volvió la cabeza y asió fuertemente la ballesta con la mano cubierta de sangre.
Le disparé una bala en la nuca y seguí andando; mientras giraba a la izquierda, atravesaba el dormitorio y me dirigía hacia la puerta, oí cómo el cartucho pasaba rozando la madera y cómo el cuerpo de Corwin caía al suelo. Abrí los cerrojos uno por uno.
—Roberta —dije—, ¿aún sigues ahí? ¿Me oyes? Voy a matarte ahora mismo, Roberta.
Abrí el último de los cerrojos, abrí la puerta de golpe y me encontré cara a cara con el cañón de una escopeta.
Remy Broussard dejó de apuntarme. Entre sus piernas, Roberta Trett yacía boca abajo encima de los escalones; tenía un agujero ovalado de color rojo oscuro, del tamaño de un plato, en medio de la espalda.
Broussard se apoyó contra la barandilla mientras gruesas gotas de sudor le resbalaban desde el pelo hasta la cara como gotas templadas de lluvia.
—Tuve que volar el cerrojo por la mampara y entrar por el sótano —dijo—. Siento haber tardado tanto.
Asentí con la cabeza.
—¿Hay alguien ahí dentro? —respiró profundamente y me miró fijamente con sus oscuros ojos.
Me aclaré la voz.
—Corwin Earle está muerto.
—Samuel Pietro —apuntó.
Asentí con la cabeza.
—Creo que es Samuel Pietro.
Miré mi pistola y cómo saltaba de arriba abajo debido al temblor del brazo; ese estremecimiento me recorría el cuerpo entero como si sufriera pequeñas apoplejías. Miré a Broussard otra vez y sentí que las templadas lágrimas volvían a inundar mis ojos.
—Es difícil saberlo —murmuré, y se me quebró la voz.
Broussard asintió con la cabeza. Me di cuenta de que él también estaba llorando.
—En el sótano —dijo.
—¿Qué?
—Hay esqueletos. Dos y son de niños.
No reconocí mi voz cuando dije:
—No sé qué decir.
—Yo tampoco —contestó.
Miró el cadáver de Roberta Trett. Bajó la escopeta y le apuntó a la parte trasera de la cabeza, con el dedo en el gatillo.
Esperé a que le hiciera saltar los sesos por los aires y que se desparramaran por toda la escalera.
Después de un rato, apartó la escopeta y suspiró. Levantó un pie, lo colocó poco a poco encima de la cabeza de Roberta y la empujó.
Eso es lo que encontró la policía de Quincy cuando llegó a la escalera: el enorme cadáver de Roberta Trett rodando por las escaleras y dos hombres mirándolo desde arriba y llorando como niños porque nunca habían imaginado que este mundo pudiera ser tan cruel.