24

A principios de abril, Angie pasaba casi todas las noches con la pizarra, las notas de Amanda McCready y el pequeño altar que había erigido del caso en la minúscula habitación de mi piso que antes usaba para guardar el equipaje y todas esas cajas que siempre tenía la intención de llevar a Goodwill[14], allí donde pequeños electrodomésticos se llenaban de polvo mientras esperaban a que los llevara a reparar.

Había llevado el televisor pequeño y el vídeo a esa habitación y miraba, una y otra vez, los telediarios desde el mes de octubre. Durante las dos semanas que habían pasado desde que Samuel Pietro desapareció, fichaba un mínimo de cinco horas cada noche en esa habitación, con las fotografías de Amanda que la miraban fijamente, con esa expresión tan apagada que la caracterizaba, desde la pared de encima del televisor.

Entiendo la obsesión igual que la mayoría de nosotros, y no creía que le estuviera perjudicando mucho a Angie, de momento. En el curso del largo invierno, había conseguido aceptar que Amanda McCready estaba muerta, hecha un ovillo en una repisa a cincuenta metros de profundidad de la línea de flotación de la cantera, con el pelo rubio flotando a merced de los suaves remolinos de la corriente. Pero no lo había aceptado con el tipo de convicción que me permitiera burlarme de cualquier persona que creyera que aún seguía con vida.

Angie se aferraba a la teoría de Cheese de que Amanda estaba viva y seguía convencida de que la prueba de su paradero se encontraba entre nuestras notas, en algún lugar entre los detalles minuciosos de nuestra investigación y de la que había llevado a cabo la policía. Había convencido a Broussard y a Poole para que le prestaran copias de sus notas, de los informes diarios y de las entrevistas de casi todos los miembros de la Brigada contra el Crimen Infantil que habían sido asignados al caso. Y estaba segura —me lo había dicho— de que, tarde o temprano, todo ese papeleo y todos esos vídeos revelarían la verdad.

La verdad —le dije una vez— es que uno de los miembros de la banda de Cheese había traicionado a Mullen y a Gutiérrez después de haber tirado a Amanda por el precipicio. Y que esa persona se los había quitado de en medio y se había largado con los doscientos mil dólares.

—Cheese no compartía tu opinión.

—Broussard tenía razón en eso. Cheese era un mentiroso profesional.

Se encogió de hombros.

—Siento tener que disentir.

Así pues, por la noche volvía a aquel otoño y a todo lo que había salido mal, y yo leía, miraba alguna película antigua en el canal de clásicos o me iba a jugar a billar con Bubba; que era precisamente lo que estaba haciendo cuando Bubba me dijo:

—Necesito que me acompañes a llevar una cosa a Germantown.

En ese momento, sólo me había bebido media cerveza, así que estaba bastante seguro de que le había oído perfectamente.

—¿Quieres que te acompañe a cerrar un trato?

Estaba mirando fijamente a Bubba desde el otro lado de la mesa de billar cuando un tontorrón puso una canción de los Smiths en el tocadiscos. Odio a los Smiths. Antes preferiría que me ataran a una silla y me obligaran a escuchar un popurrí de canciones de Suzanne Vega y Natalie Merchant mientras contemplaba cómo un grupo de artistas se metía clavos a martillazos en los genitales, que escuchar durante treinta segundos a Morrissey y los Smiths con sus quejas, con la angustia propia de los estudiantes de arte, de que eran humanos y que necesitaban ser amados. Quizá sea un cínico, pero si uno quiere que lo amen, lo mejor que puede hacer es dejar de quejarse; con un poco de suerte, igual se lo follan y eso ya sería un primer paso bien prometedor.

Bubba volvió la cabeza hacia la barra y gritó:

—¿Quién ha sido el desgraciado que ha puesto esa mierda?

—Bubba —le reconvine.

Levantó el dedo.

—Espera un segundo —se dirigió hacia la barra—. ¿Quién ha puesto esta canción? ¿Eh?

—Bubba —dijo el barman—. ¡Cálmate!

—Sólo quiero saber quién ha puesto esa canción.

Gigi Varon, una borrachina de treinta años que parecía una pasa arrugada de cuarenta y cinco, levantó la mano dócilmente desde un extremo de la barra y dijo:

—No lo sabía, señor Rogowski. Lo siento. Ahora mismo apago el tocadiscos.

—¡Oh, Gigi! —rectificó Bubba, mientras la saludaba efusivamente—. ¡Hola! No, no importa.

—Lo apago, de verdad.

—No, no, no, cariño —dijo Bubba, mientras negaba con la cabeza—. Paulie, sírvele dos tragos; la invito.

—Gracias, señor Rogowski.

—De nada. Aun así, Morrissey es una mierda, Gigi. De verdad. Pregúntaselo a Patrick. Pregúntaselo a cualquiera.

—Sí, Morrissey es una mierda —terció uno de los tipos mayores y, a continuación, muchos otros clientes dijeron lo mismo.

—Cuando ésta se acabe pondré una canción de Amazing Royal Crowns —dijo Gigi.

Le había hablado a Bubba de los Amazing Royal Crowns unos meses antes y ahora era su grupo favorito.

Bubba extendió los brazos.

—Paulie, que sean tres.

Estábamos en Live Bootleg, un pequeño bar entre Southie y Dorchester sin ningún letrero en la puerta. La parte exterior de ladrillo estaba pintada de negro, y la única indicación de que el bar realmente tenía nombre era un garabato hecho con pintura roja en la esquina inferior derecha de la pared que daba a la avenida Dorchester. En apariencia, Carla Dooley, también conocida como «la encantadora Carlota» y su marido, Shakes, eran los propietarios, pero en realidad era el bar de Bubba y no lo había visto un solo día sin que los taburetes estuvieran todos ocupados y la bebida no fluyera en abundancia. Además, era muy buena gente; en los tres años que hacía que Bubba había abierto el bar, nunca había habido una pelea, ni ninguna cola en el lavabo porque algún yonqui tardara demasiado en chutarse. Evidentemente, todo el mundo sabía quién era el verdadero propietario y cómo reaccionaría si alguien le diera motivos para que la policía llamara a su puerta; así pues, a pesar de la escasa iluminación y de tener una reputación bastante turbia, el bar era tan peligroso como ir a jugar al bingo el miércoles por la noche a la parroquia de Saint Bart. Además, la música solía ser mucho mejor.

—Lo que no entiendo es por qué le dices todo eso a Gigi —comenté—. Al fin y al cabo, el tocadiscos es tuyo y fuiste tú quien puso ahí el CD de los Smiths.

—Yo no puse ningún maldito CD de los Smiths —contestó Bubba—. Es una de esas recopilaciones de las mejores canciones de los ochenta. He tenido que soportar la canción de los Smiths porque también están Come on, Eileen y muchas otras canciones geniales.

—¿Katrina and the Waves? —dije—. ¿Bananarama? ¿Grupos realmente buenos como éstos?

—¡Eh! Que también hay una canción de Nena, así que cierra el pico.

—«Noventa y nueve globos… la, la, la» —canturreé—. Bien, de acuerdo. —Me apoyé en la mesa y metí la número siete—. ¿De qué iba eso de que te acompañara a cerrar un trato?

—Necesito ayuda. Nelson está fuera de la ciudad y los Twoomeys ya tienen bastante enfrentándose a seis.

—Estoy seguro de que hay un montón de tipos dispuestos a ayudarte por un billete de cien dólares. —Golpeé la número seis, pero rozó la número diez de Bubba al entrar, y me aparté de la mesa.

—Bien, tengo dos razones para pedírtelo. —Se inclinó sobre la mesa, golpeó la bola blanca en el noveno, observó cómo rebotaba y cerró los ojos con fuerza al ver que la bola caía por el lateral.

A pesar de que Bubba juega mucho a billar, es un jugador pésimo.

Volví a poner la bola sobre la mesa, me alineé para la cuarta y dije:

—¿Razón número uno?

—Confío en ti y me debes una.

—Eso ya son dos razones.

—Es una. Cállate y tira.

Metí la cuarta y la bola blanca se deslizó lentamente hasta colocarse delante de la segunda bola.

—La razón número dos es que —continuó Bubba, mientras marcaba el taco con tiza y hacía un sonido chirriador— quiero que eches un vistazo a la gente que me va a comprar mercancía.

Colé la segunda, pero la blanca quedó detrás de una de las pelotas de Bubba.

—¿Por qué?

—Confía en mí. Seguro que te interesará.

—¿No me podrías decir de qué se trata?

—No estoy seguro de que sean quienes pienso que son, así pues, lo mejor es que vengas conmigo y lo veas con tus propios ojos.

—¿Cuándo?

—Tan pronto como gane esta partida.

—¿Hasta qué punto es peligroso?

—No es más peligroso de lo normal.

—¡Ah! —mascullé—, entonces es muy peligroso.

—No seas tan gallina y dale a la bola.

Germantown está junto al puerto que separa Quincy de Weymouth. Su nombre se remonta a mediados del siglo XVIII, cuando un fabricante de cristal importó mano de obra de Alemania y diseñó los terrenos de la ciudad con espaciosas calles y grandes plazas en el más puro estilo alemán; la empresa quebró y los alemanes tuvieron que arreglárselas ellos solos, ya que era obvio que enviarles a cualquier otro sitio sería mucho más caro que darles la libertad.

Un fracaso sucedía a otro; parecía perseguir a este diminuto puerto y a todas las generaciones procedentes de los primeros trabajadores alemanes. Todo tipo de industrias de cerámica, chocolate, medias, productos hechos con aceite de ballena, sales medicinales o salitre surgieron inesperadamente y quebraron en los dos siglos siguientes. Durante un cierto tiempo, las industrias pesqueras de bacalao y de ballena gozaron de cierta popularidad, pero éstas también cerraron las puertas y se instalaron un poco más al norte, hacia Gloucester, o un poco más al sur, hacia Cape Cod, en busca de mejores presas y mejores aguas.

Germantown se convirtió en un trozo de tierra olvidado; sus aguas separadas de sus habitantes por vallas de tela metálica, y contaminadas por los desperdicios procedentes de los astilleros de Quincy, una central eléctrica, depósitos de petróleo y la fábrica Procter Gamble eran las únicas siluetas que se divisaban en la línea del horizonte. Previamente se había llevado a cabo un intento de construir casas de protección oficial para los veteranos de guerra, lo cual había dejado la línea de la costa totalmente desfigurada por una serie de edificaciones color piedra pómez, dispuestas en callejones sin salida; cada una de ellas constaba de cuatro edificios que, a la vez, tenían dieciséis pisos; estaban dispuestos en forma de herradura, con los esqueléticos tendederos metálicos elevándose por encima de la herrumbre entre trozos rotos de asfalto.

La casa ante la que Bubba aparcó su Hummer se encontraba a una manzana de la costa, y todas las casas a ambos lados habían sido declaradas ruinosas y se caían a trozos. En la oscuridad, daba la sensación de que se iba a hundir y aunque era imposible verla en detalle, tenía cierto aire de decadencia.

El hombre que nos abrió la puerta lucía una barba minuciosamente recortada que le acolchaba la mandíbula con mechones cuadrados de color plateado y negro, pero que se resistía a crecer por encima de la hendidura de su larga barbilla, dejando al descubierto un arrugado círculo rosado de piel que pestañeaba como si de un ojo se tratara. Debía de tener entre cincuenta y sesenta años, pero estaba un poco encorvado y parecía mucho mayor. Llevaba una vieja gorra de béisbol de los Red Sox, y a pesar de que su cabeza era diminuta parecía irle pequeña; también llevaba una camiseta corta de color amarillo que dejaba entrever un torso arrugado, de un blanco cremoso, y unas mallas negras de nailon que le llegaban por encima de los tobillos y de los pies descalzos, y que le marcaban tanto la entrepierna que el paquete se asemejaba a un puño.

El hombre tiró de la gorra de béisbol para que le cubriera la frente.

—¿Es usted Jerome Miller? —preguntó.

Jerome Miller era el seudónimo favorito de Bubba. Era el nombre del personaje que interpretaba Bo Hopkins en The Killer Elite, una película que Bubba debía de haber visto veinte mil veces y que se sabía de memoria.

—¿Usted qué cree?

El enorme cuerpo de Bubba se interpuso gigantesco y lo apartó de mi vista.

—Sólo estaba haciendo una pregunta.

—Soy el Conejito de Pascua que viene a hacerte una visita con una bolsa de deporte repleta de armas. —Bubba se acercó al hombre—. ¡Déjenos pasar, coño!

Se hizo a un lado, cruzamos el umbral y nos adentramos en una sala de estar oscura con un picante olor a tabaco. El hombre se inclinó hacia la mesita, cogió el cigarrillo encendido de un cenicero totalmente repleto, chupó la colilla y nos miró fijamente a través del humo, sus pálidos ojos brillando en la oscuridad.

—Bien, muéstremelo.

—¿Sería tan amable de encender la luz? —le instó Bubba.

—Aquí no hay luz —dijo el tipo.

Bubba le dedicó una sonrisa amplia y fría, enseñándole todos los dientes.

—Lléveme a una habitación que tenga.

El otro encogió sus esqueléticos hombros.

—Como quiera.

Mientras le seguíamos por un estrecho pasillo, me di cuenta de que la correa de la parte trasera de la gorra estaba suelta, los extremos se hallaban demasiado alejados para que pudieran juntarse y, visto desde atrás, el gorro le quedaba muy raro, como si lo llevara lejos del cráneo. Intentaba adivinar a quién me recordaba ese tipo. Ya que no conocía a muchos hombres mayores que llevaran camisetas cortas y mallas, debería haber pensado que la lista de posibilidades era relativamente pequeña. Había algo en él que me parecía familiar, y tenía la impresión de que la barba o la gorra de béisbol era lo que me despistaba.

Olía como si hubiera agua sucia en una bañera y no la hubieran vaciado en varios días; las paredes apestaban a moho. En el pasillo, que conducía directamente a la puerta trasera, había cuatro puertas. Arriba, en el segundo piso, se oyó de repente un ruido sordo. El techo vibraba con los bajos, con las vibraciones de los altavoces a todo volumen, aunque el sonido de la música en sí era tan imperceptible —en realidad, un susurro que sonaba a lata— que podría proceder de otro edificio. Pensé que debía de estar insonorizado. Quizás había un grupo allá arriba, una cuadrilla de hombres maduros con pantalones de licra y camisetas cortas, y que interpretaban antiguas canciones de Muddy Waters mientras bailaban al son de la música.

Nos acercamos a las dos primeras puertas que había en mitad del pasillo y eché un vistazo a la de mi izquierda; lo único que pude ver fue una habitación oscura con sombras y formas que me parecieron una butaca reclinable y pilas de libros o de revistas. Un olor a humo rancio de cigarro nos llegaba desde la habitación. La puerta de la derecha nos llevó a una cocina, tan estrepitosamente iluminada por una luz blanca, que estaba seguro de que el voltaje del fluorescente era industrial, de esos que suelen encontrarse en los garajes, pero nunca en las casas particulares. En vez de iluminar deslumbraba, y tuve que cerrar los ojos varias veces antes de acostumbrarme.

El hombre sacó un pequeño objeto de debajo de la mesa y me lo lanzó. Parpadeé, vi cómo el objeto volaba hacia mí y lo cogí. Era una pequeña bolsa de papel, y la había agarrado por la parte de abajo. Fajos de billetes amenazaban con desparramarse hasta que conseguí enderezar la bolsa y metí de nuevo los billetes dentro. Me volví hacia Bubba y se la entregué.

—Tiene buenas manos —dijo el hombre. Le dedicó a Bubba una sonrisa que dejó entrever unos dientes amarillos y manchados de nicotina—: Su bolsa del gimnasio, señor.

Bubba le lanzó la bolsa al pecho, y el mismo impulso hizo que el tipo se cayera de culo. Se repanchingó sobre las baldosas negras y blancas, con los brazos extendidos, y apoyó las palmas en el suelo.

—¿Malas manos? —rezongó Bubba—. ¿Qué le parece si sencillamente lo dejo encima de la mesa?

El hombre alzó la mirada hacia él, asintió con la cabeza y parpadeó a causa de la luz que le daba en la cara.

Era la nariz lo que me resultaba tan familiar, pensé, esa curvatura característica de un halcón. La cara del hombre era totalmente plana y la nariz le sobresalía como si fuera un despeñadero; se encorvaba hacia debajo de manera tan espectacular que la punta de la nariz le proyectaba sombras en los labios.

Se levantó del suelo, se sacudió el polvo de la parte trasera de las mallas, se frotó las manos mientras permanecía de pie junto a la mesa y observó cómo Bubba corría la cremallera de la bolsa. Cuando miró en el interior, los ojos del hombre se iluminaron de tal forma que parecían dos luces piloto en la oscuridad; gotas de sudor le humedecían el labio superior.

—Aquí están mis nenas —dijo el hombre, mientras Bubba abría la bolsa completamente y mostraba cuatro pistolas Calico M-110, la negra aleación de aluminio relucientemente engrasada.

La Calico M-110 es una de las armas más extrañas que he visto. Es una pistola que puede disparar hasta cien veces con la misma recámara helicoidal que usa la carabina. Apenas mide cuarenta y cinco centímetros de largo; la empuñadura y el cañón deben de medir unos veinte centímetros, y el cartucho y el resto del armazón sobresalen detrás de la empuñadura. Me recordaba las pistolas de juguete que construíamos de pequeños con gomas de pollo, alfileres y palos de polo para lanzarnos balas entre nosotros. Pero con las gomas de pollo y los palos de polo, sólo conseguíamos disparar diez balas en un minuto. La M-110 podía llegar a disparar cien balas en tan sólo quince segundos.

El hombre cogió una pistola de la bolsa y la puso en la palma de la mano. Levantaba y bajaba el brazo para comprobar el peso del arma y sus ojos pálidos le brillaban de tal forma que parecía que también se los hubieran engrasado. Se pasaba la lengua por los labios como si pudiera saborear la pólvora.

—¿Qué? ¿Adquiriendo existencias para la guerra? —pregunté.

Bubba me hizo callar con una mirada y empezó a contar el dinero de la bolsa de papel.

El hombre contemplaba las pistolas y les sonreía como si fueran un minino.

—A uno le pueden importunar en cualquier momento y en cualquier lugar. Se ha de estar preparado.

Acarició la pistola con la punta de los dedos y susurró:

—¡Oh! ¡Vaya, vaya, vaya!

Y en ese momento lo reconocí.

Leon Trett, el maníaco sexual cuya foto me había entregado Broussard cuando empezamos a investigar la desaparición de Amanda McCready. Un hombre que era considerado sospechoso de la violación de más de cincuenta niños y de la desaparición de dos.

Y le acabábamos de vender armas. ¡Estupendo!

Me miró de repente, como si pudiera adivinar lo que estaba pensando, y cuando me observó con sus pálidos ojos, sentí frío y miedo.

—¿Y los cartuchos? —dijo.

—Cuando me marche —contestó Bubba—. Ahora estoy contando.

Se acercó a Bubba.

—No, cuando se marche no. Los quiero ahora.

—Haga el favor de callar. Ahora estoy contando —insistió Bubba.

Podía oír cómo contaba en voz baja:

—… cuatrocientos cincuenta, sesenta, sesenta y cinco, setenta, setenta y cinco…

Leon Trett movió la cabeza varias veces, como si haciéndolo pudiera hacer aparecer los cartuchos o conseguir que Bubba se volviera un poco más razonable.

—Ahora —dijo Trett—. Ahora. Quiero mis cartuchos ahora. Ya he pagado por ellos.

Alargó la mano para coger el brazo de Bubba, pero Bubba le agarró la mano, lo cogió del pecho y lo arrimó a la mesa que había debajo de la ventana.

—¡Hijoputa! —Bubba lo soltó y empezó a apilar los billetes con violencia—. Ahora tengo que volver a empezar.

—¡Haga el favor de darme los cartuchos! —Trett tenía los ojos húmedos y hablaba como si fuera un niño mimado de ocho años—. Haga el favor de dármelos.

—¡Vete a la mierda! —Bubba empezaba a contar los billetes de nuevo.

Los ojos de Trett se empañaron de lágrimas y dio un golpe con la pistola.

—¿Qué pasa, cariño?

Volví la cabeza hacia donde procedía la voz y contemplé la mujer más grande que había visto en toda mi vida. No era tan sólo una amazona, sino una sasquatch[15] gruesa y cubierta de espeso pelo grisáceo que le crecía en la cabeza —como mínimo, tenía un espesor de diez centímetros—, que se le desparramaba por ambos lados de la cara, ocultándole las mejillas y parte de los ojos, y se esparcía sobre los gruesos hombros como musgo.

Vestía de marrón oscuro de los pies a la cabeza, y la obesidad que se escondía debajo de sus amplios ropajes parecía temblar y hacer un sonido sordo mientras permanecía de pie junto a la puerta de la cocina con un 38 en la manaza.

Roberta Trett. La fotografía no le había hecho justicia.

—No me quieren dar los cartuchos —se quejó Leon—. Ya han cogido el dinero, pero no me quieren dar los cartuchos.

Roberta entró en la habitación, la inspeccionó mientras movía la cabeza lentamente de derecha a izquierda. El único que no se había dado cuenta de que estaba allí era Bubba, que permanecía en el centro de la cocina, con la cabeza baja e intentando contar el dinero.

Roberta me apuntó con el revólver como quien no quiere la cosa.

—Haga el favor de entregarnos los cartuchos.

Me encogí de hombros.

—Yo no los tengo.

—¡Tú! —le hizo señas a Bubba con el revólver—. ¡Eh! ¡Tú!

—… ochocientos cincuenta —dijo Bubba—, ochocientos sesenta, ochocientos setenta…

—¡Eh! ¡Tú! Haz el favor de mirarme cuando te hablo.

Bubba movió la cabeza ligeramente hacia ella, pero no apartó la mirada del dinero.

—… novecientos, novecientos diez, novecientos veinte…

—Señor Miller —dijo Leon totalmente desesperado—, mi mujer le está hablando.

—… novecientos sesenta y cinco, novecientos setenta…

—¡Señor Miller!

Leon gritó tanto que los tímpanos me retumbaban y me golpeó el cerebro.

—Mil.

Bubba se detuvo cuando iba por la mitad del fajo y se metió el puñado de billetes que acababa de contar en el bolsillo de la chaqueta.

Leon suspiró en voz alta y su cara expresó una gran sensación de alivio.

Bubba me miró como si no entendiera nada.

Roberta dejó de apuntarnos con el revólver.

—Bien, señor Miller, si sencillamente pudiéramos…

Bubba se lamió el dedo pulgar y empezó a contar el fajo de billetes que tenía en la mano.

—Veinte, cuarenta, sesenta, ochenta, cien…

Leon Trett parecía a punto de sufrir una embolia. Su pálida cara se le tornó carmesí y se le hinchó, estrujaba el revólver sin municiones entre las manos y daba saltos hacia delante y hacia atrás como si necesitara ir al lavabo. Roberta Trett volvió a apuntarnos con el revólver, esta vez con decisión. Apuntó directamente a la cabeza de Bubba y cerró el ojo izquierdo. Apuntó con el cañón y echó el percutor hacia atrás.

La desagradable luz de la cocina parecía dibujar las siluetas de Roberta y Bubba mientras permanecían de pie en el centro de la habitación; ambos tenían un tamaño que hacía pensar en algo que uno escalaría con cuerdas y clavijas, pero no en un ser vivo.

Saqué mi 45 de la funda que llevaba en la espalda, la coloqué detrás de mi pierna derecha y quité el seguro.

—Doscientos veinte —dijo Bubba, mientras Roberta daba otro paso hacia él—, doscientos treinta, doscientos cuarenta, colega, ¿por qué no le disparas a esa zorra?, doscientos cincuenta, doscientos sesenta…

Roberta Trett se detuvo e inclinó la cabeza ligeramente hacia la izquierda, como si no estuviera muy segura de lo que acababa de oír.

Parecía totalmente incapaz de considerar las posibilidades que tenía, y esa sensación le era totalmente ajena.

Dudo que nadie se hubiera atrevido a ignorarla antes.

—Señor Miller, deje de contar ahora mismo. —Extendió el brazo hasta que estuvo tan recto y duro como una barra, y los nudillos palidecieron en contraste con el aluminio negro.

—… trescientos, trescientos diez, trescientos veinte, que te he dicho que te cargues a esa zorra, trescientos treinta…

Entonces sí que estuvo completamente segura de lo que había oído. La muñeca le temblaba y, por lo tanto, el revólver.

—Señora —intervine—, haga el favor de soltar ese revólver.

Movió los ojos y vio que yo no me había movido ni la estaba apuntando. Entonces, cuando se dio cuenta de que no podía ver mi mano derecha, en ese momento eché hacia atrás el martillo de mi 45, y el sonido interrumpió el murmullo fluorescente de la luminosa cocina de forma tan clara que pareció el ruido de un disparo.

—… cuatro cincuenta, cuatro sesenta, cuatro setenta…

Roberta Trett miró a Leon, el 38 seguía temblando y Bubba seguía contando.

Oí cómo una puerta se abría y se cerraba rápidamente en la parte más allá de la trasera de la casa, al final del largo pasillo que dividía el edificio.

Roberta también lo oyó. Desvió la mirada rápidamente hacia la izquierda y luego se volvió hacia Leon.

—Haz que pare —dijo Leon—. Haz que pare de contar. Me duele.

—… seiscientos… —continuó Bubba, con un tono de voz más alto—, seis diez, seis veinte, seis veinticinco; bien, ya he acabado con los billetes de cinco, seis treinta…

Se oyeron unos pasos procedentes del pasillo y Roberta enderezó la espalda.

—Pare. Pare de contar —insistió Leon.

Un hombre, que era incluso más pequeño que Leon, se quedó de piedra cuando entró por la puerta; observó la confusión con los oscuros ojos bien abiertos, y yo quité la pistola de detrás de la pierna y le apunté en toda la frente.

Su pecho estaba tan hundido que parecía que estuviera al revés: tenía el esternón y el tórax hacia dentro, mientras que la diminuta barriga le salía hacia fuera como la de un pigmeo. Tenía el ojo derecho vago y se le movía hacia los lados como si estuviera en un bote sin rumbo. Los pequeños rasguños del pezón derecho se volvieron rojizos bajo la blanca luz.

Sólo llevaba una pequeña toalla azul y la piel le brillaba por el sudor.

—Corwin —le espetó Roberta—, haz el favor de volver a tu habitación ahora mismo.

Corwin Earle. Supongo que, después de todo, había encontrado una familia.

—Corwin no se va a mover de aquí —dije, y estiré completamente el brazo.

Vi cómo el ojo bueno de Corwin miraba el cañón de la 45.

Corwin asintió con la cabeza y colocó las manos en el costado. Todos, excepto yo, se dieron la vuelta hacia Bubba y le dedicaron toda su atención.

—¡Dos mil! —se jactó.

Alzó el fajo de dinero que llevaba en la mano.

—Ya que ya ha sido recompensado —dijo Roberta Trett, con un tono de voz tan tembloroso como el revólver que sostenía en la mano—, acabemos con esta transacción, señor Miller. Haga el favor de darnos los cartuchos.

—¡Haga el favor de darnos los cartuchos! —gritó Leon.

Bubba volvió la cabeza y le miró.

Corwin Earle dio un paso hacia atrás.

—¡Eso no se hace! —le advertí.

Tragó saliva, moví la pistola delante de sus narices y él la siguió con la mirada. Bubba se rió entre dientes. Fue como un dulce ja, ja, ja en voz baja, que hizo que Roberta Trett tensara el cuello.

—¡Ah, los cartuchos!

Bubba se volvió hacia Roberta y, como si se diera cuenta por primera vez de que le estaba apuntando con un revólver, dijo:

—Por supuesto.

Frunció los labios y le envió un beso con la mano a Roberta. Ella parpadeó y se echó hacia atrás como si fuera algo tóxico.

Bubba metió la mano en el bolsillo de la trenca y levantó el brazo con rapidez.

—¡Eh! —dijo Leon.

Roberta cayó hacia atrás cuando Bubba le dio un golpe en la muñeca y le hizo saltar el 38 de la mano; el revólver pasó volando por encima del fregadero y se dirigió a toda velocidad hasta el tablero.

Todos, a excepción de Bubba, agachamos la cabeza.

El revólver chocó contra la pared que había encima del tablero. Se movió el gatillo a causa del impacto y el 38 se disparó.

La bala agujereó la formica barata que había detrás del fregadero y rebotó en la pared junto a la ventana, donde Leon estaba acurrucado.

El 38 causó un gran estruendo al caer sobre el tablero; el cañón giró sobre sí mismo y acabó apuntando a la polvorienta escurridera de platos.

Bubba miró el agujero de la pared.

—Estupendo —concluyó.

Los demás, a excepción de Leon, nos pusimos en pie. Seguía sentado en el suelo y tenía la palma de la mano sobre el corazón; sus pálidos ojos se endurecieron de un modo tal que supe, de inmediato, que era mucho menos frágil de lo que nos había hecho creer con su servil forma de actuar mientras Bubba contaba el dinero. Era simplemente una máscara, el papel que representaba, supuse, para que nos olvidáramos de él; pero esa máscara le cayó mientras estaba sentado en el suelo y miraba a Bubba con odio.

Bubba se metió el segundo fajo en el bolsillo. Acortó la distancia que lo separaba de Roberta y no cesó de dar golpes en el suelo con el pie hasta que ella levantó la cabeza y le miró a los ojos.

—Me ha estado apuntando con un revólver, Xena[16] la grande.

Se frotó la mandíbula con la palma de la mano y llenó la cocina de pelos que caían al rascarse la piel. Roberta puso las manos en los costados. Bubba le sonrió dulcemente.

—¿Qué, cree ahora que debo matarla? —dijo con suavidad.

Roberta negó con la cabeza una vez.

—¿Está segura?

Roberta asintió despacio.

—Después de todo, me apuntó con ese revólver.

Roberta volvió a asentir. Intentó hablar, pero lo único que consiguió pronunciar fue un gorjeo.

—¿Qué ha dicho? —inquirió Bubba.

Tragó saliva.

—Lo siento, señor Miller.

—¡Oh! —dijo Bubba, en señal de asentimiento.

Me guiñó un ojo; el destello verde que lanzaron sus ojos sonrientes y que ya conocía me hizo pensar que podría pasar cualquier cosa. Cualquier cosa.

Leon se apoyaba en la mesa de la cocina mientras se ponía en pie detrás de Bubba.

—Hombrecito —le previno Bubba, sin apartar la mirada de Roberta—, si intenta coger la Charter 22 que tiene atada con una correa debajo de la mesa, se la descargaré en las pelotas.

Leon apartó la mano del borde de la mesa.

Gotas de sudor caían por el pelo de Corwin y le hacían parpadear; apoyó la palma de la mano en la jamba de la puerta para mantenerse en pie.

Bubba se me acercó; sin siquiera apartar los ojos de la habitación mientras se inclinaba, me susurró al oído:

—Están armados hasta los mismísimos dientes. Saldremos rápidamente. ¿Entendido?

Asentí con la cabeza.

Mientras se encaminaba hacia Roberta, observé a Leon mirar la mesa, después un armario y finalmente el lavavajillas; estaba oxidado, tenía la puerta cubierta de suciedad y seguramente nadie lo había usado desde que yo iba al instituto.

Pillé a Corwin Earle haciendo lo mismo; Leon y él se miraron por unos instantes y el miedo se desvaneció.

Estaba totalmente de acuerdo con la valoración que había hecho Bubba. Por lo que parecía, nos encontrábamos en medio de Tombstone[17]. Tan pronto como bajáramos la guardia, los Trett y Corwin Earle cogerían las armas y nos harían una representación en directo de OK Corral.

—Por favor —le dijo Roberta Trett a Bubba—, váyanse.

—¿Y los cartuchos? —dijo Bubba—. Antes quería los cartuchos. ¿Aún los quiere?

—Pues…

Bubba se tocó la barbilla con la punta de los dedos.

—¿Sí o no?

Cerró los ojos.

—Sí.

—Lo siento —concluyó Bubba, sonriendo alegremente—. No puedo. Me tengo que pirar.

Me miró, inclinó ligeramente la cabeza y se dirigió hacia la puerta.

Corwin se apretó contra la pared; apunté la habitación con la pistola mientras salía reculando de allí detrás de Bubba, y por la expresión de furia de Leon Trett supe de inmediato que vendrían tras nosotros tan pronto como les fuera posible.

Agarré a Corwin Earle por el cuello y le propiné un empujón tal que lo mandé al centro de la cocina, junto a Roberta. Entonces, me crucé con la mirada de Leon.

—Te mataré, Leon —amenacé—. Quédate en la cocina.

Cuando habló, no quedaba ni rastro de esa voz quejosa de niño de ocho años; en su lugar, apareció con una voz grave y ligeramente ronca, fría como la sal sin refinar.

—Tienes que llegar hasta la puerta delantera, chico. ¡Hay un buen trecho!

Reculé hasta el pasillo, sin dejar de apuntar la cocina con mi 45. Bubba permanecía de pie a unos centímetros de distancia y silbaba.

—¿Crees que deberíamos empezar a correr? —le susurré.

Se volvió hacia mí.

—Seguramente —convino.

Salió disparado y se dirigió hacia la puerta, como si jugara de defensa en un partido de fútbol americano; las botas le resonaban en las tablas de madera del suelo y se reía como un maníaco, una especie de ja, ja, ja que retumbaba por toda la casa.

Bajé el brazo y me puse a correr tras él; vi cómo el oscuro pasillo y la oscura sala de estar se movían de un lado a otro a medida que iba tras Bubba y corríamos a toda velocidad hacia la puerta principal.

Oí cómo intentaban salir de la cocina, el sonido que hizo la puerta del lavavajillas al abrirse y al caer sobre las bisagras. Presentía que me estaban apuntando a la espalda.

Bubba ni siquiera se detuvo a abrir la puerta de red metálica que nos separaba de la libertad; sencillamente la atravesó. A causa del impacto, el marco de madera se rompió en mil pedazos y la tela verde le cubrió la cabeza como si fuera un velo.

Cuando llegué a la puerta, me atreví a mirar hacia atrás y vi cómo Leon Trett entraba en el pasillo con el brazo extendido. Reculé, le apunté y —en ese momento yo ya estaba fuera—, durante unos instantes, Trett y yo nos miramos fijamente, sin dejar de apuntarnos, a través de la penumbra.

Entonces, bajó el brazo, negó con la cabeza y gritó:

—Otra vez será.

—Claro —dije.

Detrás de mí, en el césped, Bubba armaba un jaleo tremendo mientras se quitaba los restos de la puerta de la cabeza y su peculiar risa alocada retumbaba por todas partes.

—¡Ja, ja, ja, soy Conan! —gritaba, mientras separaba los brazos—. ¡El gran asesino de los gnomos malignos! ¡No hay nadie que se atreva a dudar de mi fuerza y valor en la batalla! Ja, ja, ja…

Cuando conseguí llegar al césped, corrimos hacia su Hummer. Me coloqué de espaldas al coche, no aparté los ojos de la casa y seguí agarrando la pistola con ambas manos mientras Bubba entraba y me abría la puerta. En la casa, no se vio ni un solo movimiento.

Entré en el vehículo grande y pesado y, antes de que me diera tiempo a cerrar la puerta, Bubba conducía a toda velocidad.

—¿Por qué faltaste a tu palabra y no les diste los cartuchos? —pregunté, una vez que ya estábamos a una manzana de distancia de casa de los Trett.

Bubba se saltó una señal de stop.

—Porque me molestaron y no me dejaron contar a gusto.

—¿Por eso? ¿Sólo por eso no quisiste entregarles los cartuchos?

Frunció el ceño.

—Odio que la gente me interrumpa mientras cuento. Lo odio, de verdad. Lo odio.

—A propósito —dije al doblar una esquina—. ¿De qué iba eso de los gnomos malignos?

—¿Qué?

—No salía ni un solo gnomo maligno en Conan.

—¿Estás seguro?

—Prácticamente.

—¡Maldita sea!

—Lo siento.

—¿Por qué siempre tienes que estropearlo todo? —dijo—. ¡Mira que llegas a ser aburrido!