Habían pasado cinco meses y Amanda McCready seguía sin aparecer. Su fotografía —en la que el pelo caía lánguidamente sobre la cara y los ojos tenían una expresión tranquila y vacía— le miraba a uno fijamente desde edificios y postes telefónicos, normalmente rasgada o deteriorada por las inclemencias del tiempo, o de vez en cuando en alguna edición del telediario. Cuanto más veíamos la foto, más borrosa nos parecía; Amanda era como un personaje de ficción, su imagen era tan sólo una más entre el aluvión que llenaban continuamente las vallas publicitarias, que se veían en la televisión, hasta que los transeúntes se percataban de sus rasgos con una melancolía distante, totalmente incapaces de recordar quién era o por qué su fotografía estaba pegada en la farola que había junto a la parada del autobús.
Aquellos que la recordaban probablemente le intentaban quitar importancia al pensar en el asunto, volvían la cabeza a la página de deportes o miraban el autobús. El mundo es un sitio terrible, pensaban. Todos los días suceden cosas malas. El autobús llega con retraso.
La inspección de la cantera, que duró un mes, no dio ningún resultado, y se puso fin a la búsqueda cuando las temperaturas bajaron drásticamente y el viento de noviembre arreciaba alrededor de las colinas. Los buceadores prometieron volver en primavera y, una vez más, se presentaron propuestas para drenar la cantera y usarla como vertedero. Los oficiales públicos de la ciudad de Quincy, que estaban muy preocupados por los millones de dólares que semejante obra costaría, formaron una extraña alianza con los ecologistas, quienes advertían que el hecho de recubrir la cantera tendría consecuencias desastrosas para el medio ambiente y que destrozaría una gran cantidad de vistas panorámicas para los excursionistas y los caminantes; los ciudadanos de Quincy se verían privados de uno de los lugares de mayor importancia histórica y, además, destrozarían uno de los mejores sitios de todo el estado para practicar la escalada.
Poole volvió a estar en activo en febrero, cuando le faltaban seis meses para cumplir treinta años de servicio; lo asignaron a narcóticos y lo degradaron silenciosamente a detective de primera categoría. Sin embargo, tuvo suerte en comparación con Broussard. Pasó de ser primer detective a ser un simple guardia, le sometieron a un período de prueba de nueve meses y le asignaron al equipo de carretera. Quedamos con él para ir a tomar algo un día después de que lo degradaran, la semana siguiente a esa noche en la cantera; sonreía con amargura mientras contemplaba la cucharilla de plástico, mientras la hacía girar entre los cubitos de hielo de su gin-tónic.
—Así que Cheese os dijo que Amanda seguía con vida y algún otro os dijo que Gutiérrez trabajaba en el Departamento de Narcóticos.
Asentí con la cabeza.
—Por lo que se refiere a que Amanda siga con vida, Cheese nos dijo que Ray Likanski nos lo podía confirmar —expliqué.
Broussard dejó de sonreír con amargura, su rostro adquirió una expresión de desamparo.
—Hemos difundido boletines para la búsqueda y captura de Likanski tanto aquí como en Pensilvania. Los seguiré enviando, si quiere. —Se encogió de hombros—. No creo que hagan daño.
—¿Cree que Cheese nos mintió? —preguntó Angie.
—¿Al decir que Amanda McCready seguía con vida?
Quitó la cucharilla de cóctel del vaso, lamió la ginebra que quedaba en ella y la puso en la servilleta.
—Sí, señorita Gennaro, creo que Cheese les mintió.
—¿Porqué?
—Porque era un criminal y es lo que suelen hacer. Porque sabía que deseaban tanto que siguiera con vida que se lo creerían.
—Cuando visitó a Cheese ese mismo día, ¿no le dijo nada parecido?
Broussard negó con la cabeza y sacó un paquete de Marlboro del bolsillo. Ahora fumaba a todas horas.
—Simuló estar muy sorprendido cuando le conté que habían eliminado a Gutiérrez y a Mullen, y le dije que le iba a joder la vida aunque fuera la última cosa que hiciera en este mundo. —Se rió—. Murió al día siguiente. —Encendió el cigarrillo y guiñó un ojo para protegerse de la llama—. Juro por Dios que me encantaría haberlo matado yo mismo. ¡Mierda! Ojalá lo hubiera conseguido, de verdad. Ojalá haya muerto porque alguien, que tuviera suficiente interés en la pequeña Amanda, deseara cargárselo; ojalá Cheese supiera el motivo de su muerte de camino al infierno.
—¿Quién lo mató? —preguntó Angie.
—Creen que fue ese niñato psicótico de Arlington, al que acababan de condenar por doble homicidio.
—¿El que mató a sus dos hermanas el año pasado? —precisó Angie.
Broussard asintió con la cabeza.
—Peter Popovich. Llevaba un mes allí, y según parece, él y Cheese tuvieron una discusión en el patio. O eso o Cheese realmente resbaló y se cayó al suelo. —Se encogió de hombros—. Sea lo que sea, ya me está bien.
—¿No le parece sospechoso que Cheese nos dijera que tenía información sobre Amanda McCready y que al día siguiente apareciera muerto?
Broussard bebió un poco.
—No, miren, les seré sincero. No sé lo que le pasó a esa niña y me fastidia. Me fastidia mucho. Pero no creo que siga con vida y tampoco creo que Cheese Olamon fuera capaz de decir la verdad, por mucho que le conviniera.
—¿Qué opina de Gutiérrez y del rumor de que trabajaba en el Departamento de Narcóticos? —siguió preguntando Angie.
Negó con la cabeza.
—Es imposible. Ya nos lo hubieran dicho.
—Así pues —dijo Angie tranquilamente—, ¿qué le pasó a Amanda McCready?
Broussard miró la mesa durante un instante, apagó lo que quedaba del cigarrillo en el borde del cenicero y, cuando alzó los ojos, vimos el brillo de las lágrimas en las bolsas rojas que orlaban sus ojos.
—No lo sé. Ojalá hubiera actuado de otra forma. Ojalá hubiera pedido ayuda a los federales. Ojalá… —se le quebró la voz, bajó la cabeza y se tapó el ojo derecho con la mano—. Ojalá…
La nuez de la garganta se movía cada vez que tragaba saliva. Después, respiró profundamente, pero no dijo nada más.
Angie y yo aceptamos otros casos durante el invierno, pero ninguno que tuviera relación con niños desaparecidos. En primer lugar, no creo que muchos padres afligidos desearan contratarnos. Después de todo, no habíamos encontrado a Amanda McCready, y el punzante olor de ese fracaso parecía seguirnos cuando salíamos de noche a dar una vuelta por el barrio o cuando íbamos a comprar al supermercado el sábado por la tarde.
Ray Likanski tampoco había aparecido; era lo que más me preocupaba de todo el caso. Él sabía que ya no le buscaban. No tenía ningún motivo para seguir escondido. Durante unos meses, a Angie y a mí se nos antojó vigilar desde el coche la casa de su padre día y noche, y a pesar de nuestro esfuerzo, no conseguimos nada, a excepción de un regusto a café frío y quedarnos con el cuerpo dolorido. En enero, Angie puso un micrófono oculto en el teléfono de Lenny Likanski, y durante dos semanas nos dedicamos a escuchar cintas en las que él llamaba a la línea erótica o encargaba Chia pets[13] a Home Shopping Network, pero ni una sola vez llamó a su hijo o tuvo noticias de él.
Un día que ya no podíamos más, condujimos toda la noche hasta Allegheny, Pensilvania. Localizamos a la familia Likanski por el listín telefónico y los vigilamos durante un fin de semana. Estaban Yardack, Leslie y Stanley, tres hermanos que eran primos de Ray. Los tres trabajaban en una fábrica de papel que llenaba el aire de gases que olían como el virador de una Xerox; los tres bebían cada noche en el mismo bar, flirteaban con las mismas mujeres y regresaban solos a casa.
La cuarta noche, Angie y yo seguimos a Stanley hasta un callejón, en el que compró cocaína a una mujer que iba en bicicleta. Tan pronto como la bicicleta abandonó el callejón, mientras Stanley extendía una línea desigual en la palma de la mano y la esnifaba, me planté detrás de él, le acaricié el lóbulo de la oreja con mi 45, y le pregunté dónde estaba su primo Ray.
Stanley se meó encima; salía vapor del suelo helado entre sus zapatos.
—No lo sé. Hace dos veranos que no veo a Ray.
Ladeé la pistola y le apunté en la sien.
—¡Oh, Dios mío, no! —exclamó Stanley.
—Me estás mintiendo, Stanley, así que te voy a disparar ahora mismo, ¿de acuerdo?
—¡No, no lo sé! ¡Lo juro por Dios! Ray, Ray, hace casi dos años que no le veo. Por favor, por el amor de Dios, créame.
Volví la cabeza hacia Angie, que le miraba fijamente a los ojos. Nuestras miradas se cruzaron y asintió con la cabeza. Stanley estaba diciendo la verdad.
—La cocaína te debilita la polla —le espetó Angie.
Regresamos al coche y nos fuimos de Pensilvania.
Una vez a la semana, visitábamos a Beatrice y a Lionel. Los cuatro nos dedicábamos a revisar lo que sabíamos y lo que no, y siempre teníamos la sensación de que esto último era más amplio y más profundo.
Una noche de finales de febrero, mientras salíamos de su casa y ellos temblaban de pie junto al porche, como siempre hacían para asegurarse de que llegábamos al coche sin sufrir ningún incidente, Beatrice dijo:
—Me pregunto qué deberíamos poner en la lápida.
Nos detuvimos cuando llegamos a la acera y volvimos la cabeza para mirarla.
—¿Cómo? —dijo Lionel.
—Por la noche —dijo Beatrice—, cuando no puedo dormir, me pregunto qué deberíamos poner en la lápida. Me pregunto si deberíamos ponerle una…
—Cariño, no…
Indicó con un movimiento de la mano que no necesitaba su ayuda, se apretó el cárdigan contra el cuerpo.
—Ya lo sé, ya lo sé, parece como si me rindiera, como si dijera que está muerta cuando todos queremos creer que está viva. Ya lo sé, pero… ¿Saben? No hay nada que indique que existió —señaló el porche—. No hay nada que diga que realmente vivió. Nuestro recuerdo no basta, ¿saben? Nuestro recuerdo se desvanecerá —repitió, y entró en casa.
Vi a Helene una vez a finales de marzo cuando estaba jugando a los dardos con Bubba en Kelly’s Tavern, pero ella no me vio, o pretendió que no me veía. Estaba sentada en una esquina del bar, sola; se aferró al vaso durante una hora y lo miró fijamente como si Amanda la estuviera esperando en el fondo.
Bubba y yo habíamos llegado tarde, y después de que acabáramos de jugar a dardos, empezamos con el billar; mientras tanto, los últimos clientes entraron en tropel y abarrotaron el lugar en menos de diez minutos. Anunciaron que era hora de cerrar, Bubba y yo acabamos la partida, apuramos nuestras cervezas y pusimos los vasos vacíos en la barra de camino a la puerta.
—Gracias.
Me volví, miré hacia la barra y vi a Helene sentada en un extremo, rodeada de todos los taburetes que el barman había apoyado contra la madera de caoba a su alrededor. Por la razón que fuese, creía que ya se había ido.
O quizá sencillamente deseaba que lo hubiera hecho.
—Gracias —repitió, muy dulcemente—, por intentarlo.
Permanecí allí, en el suelo de plástico, y era totalmente consciente de que no sabía qué hacer con las manos. O con los brazos. O con ninguno de mis miembros. Todo mi cuerpo se sentía extraño y torpe.
Helene seguía mirando el vaso, con el pelo sucio cayéndole en la cara, diminuta entre todos aquellos taburetes apilados y la tenue luz que iluminaba el bar a la hora de cerrar.
No sabía qué decir. Ni siquiera estaba seguro de que pudiera hablar. Quería ir hacia ella, abrazarla y disculparme por no haber salvado a su hija, por no haber encontrado a Amanda, por haber fracasado, por todo. Sólo tenía ganas de llorar.
En vez de hacerlo, me di la vuelta y me dirigí hacia la puerta.
—Señor Kenzie.
Me detuve, de espaldas a ella.
—Ahora haría las cosas de modo diferente —dijo—. Si pudiera… nunca la perdería de vista.
No sé si asentí o no, o si hice algún gesto para indicarle que la había oído. Lo único que sé es que no volví la cabeza y que salí de allí lo más rápido que pude.
A la mañana siguiente, me desperté antes que Angie, fui a la cocina para poner el café al fuego e intenté quitarme a Helene McCready y sus terribles palabras de la cabeza: «Gracias».
Bajé a buscar el periódico, me lo puse bajo el brazo y volví a subir. Me preparé mi taza de café y me la llevé al comedor mientras abría el periódico y me enteraba de que había desaparecido otra criatura.
Se llamaba Samuel Pietro y tenía ocho años. Lo habían visto por última vez cuando se despedía de sus amigos en un parque de Weymouth para volver a casa el sábado por la tarde. Ahora era lunes por la mañana. Su madre no informó de su desaparición hasta el domingo.
Era un niño muy guapo con unos grandes ojos negros que me recordaban a los de Angie; tenía una sonrisa amistosa y ladeada en la fotografía que habían recortado de la de su clase de tercero de primaria. Parecía optimista, tierno, seguro de sí mismo.
Pensé en esconder el periódico para que no lo viera Angie. Desde Allegheny, cuando salimos de ese callejón y perdimos toda la energía y resolución, aún se había obsesionado mucho más con Amanda McCready. Pero no era una obsesión de la que se pudiera huir mediante la acción, ya que no había prácticamente nada que pudiéramos hacer. En vez de eso, Angie estudiaba larga y detenidamente todas las notas del caso, dibujaba gráficas sobre el tiempo que había pasado y los personajes principales en una pizarra, y se pasaba horas y horas hablando con Broussard o Poole, y lo volvían a discutir todo, dando siempre más y más vueltas sobre lo mismo.
No conseguía ninguna nueva teoría ni ninguna respuesta después de pasarse largas noches hablando, y la pizarra tampoco la ayudaba en nada, pero seguía haciéndolo. Y cada vez que un niño desaparecía e informaban de ello en las noticias nacionales, observaba, completamente ensimismada, hasta el más mínimo detalle.
Lloraba cuando aparecían muertos.
Siempre en silencio, siempre detrás de puertas cerradas, siempre cuando pensaba que yo estaba en el otro extremo del piso y no podía oírla.
Hace muy poco me di cuenta de hasta qué punto le había afectado la muerte de su padre. No creo que fuera por la muerte en sí. Era el hecho de no saber cómo había muerto. Al no haber visto nunca el cadáver, al no haber podido enterrarle y decirle el último adiós, quizá nunca había estado totalmente muerto para ella.
Me encontraba con ella el día que le preguntó a Poole sobre su padre, y noté el miedo que tenía él de no ser capaz de explicarle quién era su padre, ya que apenas lo conocía; sólo lo había visto alguna vez por la calle o habían coincidido en alguna redada que habían hecho en cualquier antro de juego; Jimmy Suave, siempre un perfecto caballero, un hombre que comprendía que los policías hacían su trabajo igual que él hacía el suyo.
—¿Aún te duele, verdad? —le había dicho Poole.
—A veces —contestó Angie—. Es difícil aceptar que alguien muera, pero el corazón nunca… nunca se recupera totalmente.
Lo mismo le pasaba con Amanda McCready. Y con todos los niños que desaparecían por todo el país, que nadie era capaz de encontrar, ni vivos ni muertos, durante los largos meses del invierno. Quizá, pensé en una ocasión, me había hecho detective privado porque odiaba saber lo que iba a pasar a continuación. Quizá Angie se hizo detective porque necesitaba saberlo.
Miré la cara sonriente y confiada de Samuel Pietro y esos ojos que parecían hipnotizarle a uno, igual que los de Angie.
Comprendía que esconder el periódico era una estupidez. Siempre habría más periódicos, la televisión y la radio, o gente hablando de ello en el supermercado, en el bar o mientras uno ponía gasolina en la estación de servicio.
Quizás hace cuarenta años era posible eludir las noticias, pero ahora no. Las noticias estaban por todas partes, informándonos, coaccionándonos, incluso instruyéndonos. Pero estaban ahí. Siempre ahí. No había escape posible ni ningún sitio donde esconderse.
Seguí el contorno de la cara de Samuel Pietro con el dedo y, por primera vez en quince años, recé en silencio.