22

El aguanieve que ya había aparecido la noche anterior volvió por la mañana, y para cuando llegamos a la prisión de Concord, parecía que cayeran monedas de cinco centavos encima del capó.

Esta vez no iba acompañado por dos policías, así que llevaron a Cheese a la sala de visitas; un grueso vidrio nos separaba. Angie y yo cogimos un auricular de nuestra cabina y Cheese cogió el suyo.

—Hola, Ange —dijo—. Tienes muy buen aspecto.

—Hola, Cheese.

—¡Si consigo salir de aquí algún día, podríamos ir a tomar una cerveza de malta o algo así!

—¿Una cerveza de malta?

—Sí —afirmó, mientras movía los hombros—. Una de esas sin alcohol.

Angie entornó los ojos.

—Claro, Cheese, claro. Llámame cuando te suelten.

—¡Maldita sea! —Cheese golpeó ligeramente el vidrio con sus manazas—. Ya lo sabéis.

—Cheese —intervine.

Alzó las cejas.

—Chris Mullen está muerto.

—Eso he oído. ¡Es una vergüenza!

—Parece que lo llevas muy bien —terció Angie.

Cheese se recostó en la silla, nos observó un instante y se rascó el pecho distraídamente.

—En este negocio, ya se sabe. Los cabronazos mueren jóvenes.

—El Faraón Gutiérrez también está muerto.

—Sí. —Cheese asintió a la vez con la cabeza—. Es muy triste lo que le ha pasado al Faraón. ¡Vestía de puta madre! ¿No?

—He oído comentar que el Faraón no trabajaba sólo para ti —dije.

Cheese levantó las cejas, por un momento pareció desconcertado.

—¿Me lo puedes repetir, colega?

—He oído decir que el Faraón trabajaba para los federales.

—¡Mierda! —Cheese sonrió alegre y negó con la cabeza, pero sus ojos estaban muy abiertos y algo turbios—. Te crees todo lo que oyes por la calle, deberías… no sé, hacerte policía o algo así.

Acababa de hacer una mala comparación y lo sabía. Cheese era, en gran medida, lo que se le ocurría al instante, comentarios agudos y divertidos, incluso cuando profería amenazas. Y por lo que acababa de decir, era obvio que no había contemplado la posibilidad de que el Faraón fuera policía.

Sonreí.

—Un policía, Cheese, en tu banda. Piensa cómo va a afectar a tu reputación —le dije.

Los ojos de Cheese recobraron su expresión de loca curiosidad, se reclinó en la silla y volviendo a su sentido del humor habitual dijo:

—Tu amigo Broussard vino a verme hará cosa de una hora y me confesó que ya no sentía ninguna antipatía por Gutiérrez o Mullen, ya que yo había superado a mis propios chicos. Me dijo que me haría pagar por ello. Dijo que yo era responsable de que le hubieran suspendido de su empleo y de que el tonto de su compañero enfermara. El Cheese está muy cabreado si quieres saber la verdad.

—Lo siento mucho, Cheese —me acerqué al cristal—, pero no eres el único que está muy cabreado, ¿sabes?

—¿De verdad? ¿De quién se trata?

—Del colega Rogowski.

Dejó de rascarse el pecho, echó hacia delante las patas delanteras de la silla hasta que tocaron el suelo.

—¿Por qué está enfadado el colega Rogowski?

—Algún miembro de tu banda le dio unos cuantos golpes en la cabeza con un martillo.

Cheese negó con la cabeza.

—No fue nadie de mi equipo, ricura. Nadie de mi equipo.

Miré a Angie.

—¡Qué mala suerte! —se quejó.

—Sí —dije—. ¡Qué mala suerte!

—¿Qué? —dijo Cheese—. Sabéis de sobra que nunca levantaría un dedo en contra del colega Rogowski.

—¿Te acuerdas de ese tipo? —preguntó Angie.

—¿De quién? —pregunté a mi vez.

—Del tipo ese de hace años, el cabecilla de los irlandeses. Un tal… —chasqueó los dedos.

—Jack Rouse —puntualicé.

—Sí, era el padrino de los irlandeses o algo así, ¿verdad?

—Un momento —dijo Cheese—, nadie sabe lo que le pasó a Jack Rouse. Sencillamente decepcionó a los patricios[12] o algo así.

Nos miraba a través del cristal mientras los dos negábamos con la cabeza lentamente.

—Un momento. ¿Quieres decir que a Jack Rouse lo esquilaron…?

—¡Sssh! —susurré, y me llevé el dedo a los labios.

Cheese dejó el auricular sobre la mesa un momento y se quedó observando el techo. Cuando nos miró de nuevo, parecía haberse encogido unos treinta centímetros, el sudor le aplastaba el pelo contra la frente y le hacía parecer diez años más joven. Se llevó el auricular a los labios.

—¿El rumor que circulaba por la bolera? —susurró.

Hará un par de años, Bubba, un pistolero llamado Pine, yo mismo y Phil Dimassi conocimos a Jack Rouse y al tarado de su hombre de confianza, Kevin Hurlihy, en una bolera abandonada del barrio del cuero. Entramos seis personas, pero tan sólo conseguimos salir cuatro. Jack Rouse y Kevin Hurlihy fueron atados, amordazados y torturados por Bubba y unas cuantas bochas, y nunca pudieron salir de allí. Freddy Constantine el Gordo, el cabecilla de la mafia italiana de esa zona, había dado su aprobación, y todos los que conseguimos escapar con vida teníamos la certeza de que los cadáveres nunca aparecerían y que nadie era lo bastante estúpido como para ir a buscarlos.

—¿Es verdad? —susurró Cheese.

Mi apagada expresión le sirvió de respuesta.

—Bubba debe de saber que yo no tengo nada que ver con que le golpearan en la cabeza.

Me volví a Angie. Ella suspiró, miró a Cheese y la pequeña estantería que había debajo del cristal.

—Patrick —dijo Cheese seriamente—, debes decírselo a Bubba.

—Decirle, ¿qué? —preguntó Angie.

—Que no tuve nada que ver con eso.

Angie sonrió, movió la cabeza.

—Sí, claro, Cheese. Claro.

Golpeó el cristal con la palma de la mano.

—¡Haced el favor de escucharme! Yo no tuve nada que ver.

—Bubba no lo ve así, Cheese.

—Pues decídselo.

—¿Por qué?

—Porque es verdad.

—No me lo creo, Cheese.

Cheese se inclinó hacia delante, apretó el auricular con tanta fuerza que creía que lo iba a romper.

—Haced el maldito favor de escucharme, desgraciados. Si ese psicótico cree que yo le traicioné, ya puedo buscarme un guardaespaldas armado y asegurarme de que voy a estar solo y encerrado para el resto de mi vida. Ese hombre es como la muerte con patas. Haced el favor de decirle…

—Que te jodan, Cheese.

—¿Qué?

Lo repetí, poco a poco.

—Vine a verte hace dos días y te supliqué que me ayudaras a salvar a una niña de cuatro años. Ahora está muerta, y por tu culpa. ¿Y quieres compasión? Le voy a decir a Bubba que te disculpaste por haberle traicionado.

—No.

—Le voy a decir que lo sientes mucho y que algún día le compensarás por ello.

—No —dijo Cheese, negando con la cabeza—, no me puedes hacer eso.

—Mírame, Cheese.

Me quité el auricular de la oreja y alargué el brazo para colgarlo.

—No está muerta.

—¿Qué? —dijo Angie.

Me volví a poner el auricular en la oreja.

—No está muerta —repitió Cheese.

—¿Quién? —dije.

Cheese dejó los ojos en blanco e inclinó la cabeza en dirección al guarda que estaba de pie junto a la puerta.

—Ya sabes quién.

—¿Dónde está? —preguntó Angie.

Cheese negó con la cabeza.

—Dadme unos cuantos días.

—No —repuse.

—No tenéis elección. —Volvió la cabeza de nuevo, se acercó al auricular y susurró—: Alguien se pondrá en contacto con vosotros. Confiad en mí. Antes tengo que solucionar unos asuntos.

—Bubba está muy enfadado —replicó Angie—, y tiene amigos —recorrió las paredes de la prisión con la mirada.

—¡Ni hablar! —renegó Cheese—. Sus colegas, los malditos hermanos Twoomey, acaban de ser arrestados por robar un banco en Everett. La semana que viene estarán rondando por aquí hasta que los juzguen. Así que dejad de asustarme. Ya estoy asustado, ¿de acuerdo? Pero necesito tiempo. Tengo que hacer unas llamadas. Os avisaré, lo juro.

—¿Cómo puedes estar tan seguro de que está viva?

—Lo sé, ¿de acuerdo? —dijo, esbozando una triste sonrisa—. Vosotros dos no tenéis ni la menor idea de lo que está sucediendo. ¿Lo sabéis?

—Ahora sí —repuse.

—Decidle a Bubba que no tengo nada que ver con lo que le pasó. Queréis que siga con vida, ¿verdad? Sin mí, esa niña desaparecerá. Desaparecerá. ¿Comprendéis? «Adiós, nena, adiós» —cantó.

Me recosté en la silla y lo observé un instante. Parecía sincero, pero Cheese sabe fingir muy bien. Ha triunfado en su profesión porque se ha dedicado a observar qué es lo que más hiere a la gente y lo que más desea. Lo que necesita. Sabe cómo ofrecer heroína a las adictas, conseguir que se lo hagan a un extraño, y luego darles sólo la mitad de lo que les prometió. Sabe decir medias verdades a policías y fiscales, conseguir que aprueben algo, y después entregarles un facsímil de lo que prometió.

—Necesito saber más —le urgí.

El guarda dio un golpecito en la puerta.

—Sesenta segundos, preso Olamon.

—¿Más? ¿Qué más quieres, coño?

—Quiero a la niña —precisé—, y la quiero ya.

—No puedo decirte…

—¡Que te jodan! —Di un golpe en el cristal—. ¿Dónde está, Cheese? ¿Dónde está?

—Si te lo digo sabrán que he sido yo, y me matarán antes de que amanezca. —Se echó hacia atrás mientras hablaba, con las palmas de las manos hacia arriba. Su grueso rostro expresaba terror.

—Dame una prueba. Algo para empezar a investigar.

—Confirmación independiente —dijo Angie.

—¿Confirmación qué?

—Treinta segundos —puntualizó el guarda.

—Danos algo, Cheese.

Cheese volvió la cabeza desesperado, miró las paredes y el grueso cristal que nos separaba.

—¡Por favor! —suplicó.

—Veinte segundos —le apremió Angie.

—No puedo. Mirad a ver…

—Quince.

—No, yo no…

—Tictac —dije—, tictac.

—El novio de esa bruja —indicó Cheese—. ¿Le conocéis?

—Se ha pirado de la ciudad —dijo Angie.

—Pues encontradlo —siseó Cheese— y preguntadle qué hizo la noche en que la niña desapareció.

—Cheese… —empezó a decir Angie.

El guarda apareció detrás de Cheese y le puso la mano en el hombro.

—Al margen de lo que penséis que pasó —dijo Cheese—, no tenéis ni la más remota idea. Seguís pistas tan falsas que podríais estar en Groenlandia. ¿Vale?

El guarda se acercó y le quitó el auricular.

Cheese se levantó y se dejó conducir hasta la puerta. Cuando el guarda la abrió, Cheese se volvió a mirarnos y pronunció una sola palabra:

«Groenlandia».

Levantó las cejas varias veces, el guarda le hizo pasar y le perdimos de vista.

Al día siguiente, poco después del mediodía, los buceadores de la cantera de Granite Rail encontraron un trozo rasgado de tela colgado de una grieta de granito que sobresalía de una de las repisas de la pared de la cara sur, a unos cinco metros de profundidad.

A las tres en punto, Helene identificó la tela como un trozo de la camiseta que Amanda llevaba la noche en que desapareció. La tela era de la parte trasera de la camiseta, hasta el cuello, y llevaba las iniciales «A. McC.» escritas con un rotulador. Después de identificar la tela en la sala de estar de la casa de Beatrice y Lionel, Helene observó cómo Broussard volvía a colocar el trozo de tela rosa en la bolsa de pruebas, y el vaso de Pepsi que sostenía se le hizo añicos entre las manos.

—¡Santo cielo! —exclamo Lionel—. ¡Helene!

—Está muerta, ¿verdad? —Helene apretó el puño y se clavó los fragmentos de cristal.

Gotas de sangre cayeron sobre el suelo de madera.

—Señorita McCready —dijo Broussard—, aún no lo sabemos. Permítame que le vea la mano.

—Está muerta —repitió Helene en voz más alta—, ¿verdad?

Apartó la mano de la de Broussard y la sangre cayó encima de la mesita.

—¡Helene, por el amor de Dios!

Lionel le cogió la mano herida.

Helene se apartó y perdió el equilibrio, cayó al suelo, y se quedó allí sentada sujetándose la mano y mirándonos. Nuestras miradas se cruzaron y recordé que la había llamado estúpida en casa de Dave el Pequeñajo.

No era estúpida, estaba anestesiada, por el mundo en general, por el grave peligro en que se encontraba su hija, e incluso por los fragmentos de cristal que se le clavaban en la piel, en los tendones y en las arterias.

Empezaba a sentir el dolor. Finalmente, sentía el dolor. Mientras sostenía mi mirada, sus ojos se enturbiaron y se dio cuenta de la verdad. Fue un despertar horrible, una fusión nuclear de claridad que le alcanzó las pupilas y le hizo tomar conciencia de hasta qué punto su despreocupación estaba haciendo sufrir a su hija, del horrible dolor que habría soportado y de las pesadillas que su pequeño cerebro habría tenido que aguantar durante todo este tiempo.

Helene abrió la boca y aulló sin voz.

Estaba sentada en el suelo, la sangre le brotaba de la mano herida y le caía encima de los vaqueros. El cuerpo le temblaba con desamparo, pena y horror, la cabeza le colgaba mientras miraba el techo, lloraba, se balanceaba sobre sus piernas y continuaba aullando en silencio.

A las seis de la tarde, antes de que hubiéramos tenido la oportunidad de hablar con él, Bubba y Nelson Ferrare entraron en un bar, propiedad de Cheese, de Lower Mills. Mandaron a los tres drogadictos y al barman a comer, y diez minutos más tarde prácticamente todo el bar volaba por los aires. La puerta principal quedó totalmente destruida y un Honda Accord, propiedad de un concejal de la zona que aparcaba ilegalmente en un sitio reservado para discapacitados, quedó convertido en chatarra. Los bomberos que llegaron al lugar tuvieron que ponerse máscaras de oxígeno. La onda explosiva había sido tan potente que lo quemó casi todo y apenas ardió nada, pero los bomberos encontraron una hoguera de heroína en el sótano; después de que los dos bomberos que habían entrado en el sótano se pusieran a vomitar, los otros se retiraron y dejaron que la heroína quemara hasta que no hubo peligro.

Tenía la intención de mandar un mensaje a Cheese para decirle que Bubba estaba actuando por su cuenta, pero, a las seis y media de la tarde, Cheese resbaló en un suelo acabado de fregar en la prisión de Concord. Debió de resbalar de mala manera, ya que Cheese perdió el equilibrio de tal forma que se cayó por el pretil del tercer piso, a unos doce metros de altura; se golpeó su descomunal cabeza amarilla y parlanchina contra el suelo de piedra y murió.