Cuando amaneció aún seguíamos allí mientras la grúa se llevaba el Lexus por la calle Pritchett, daba la vuelta a la rotonda y se dirigía hacia la autopista.
Los soldados iban y venían de las colinas, con bolsas llenas de cartuchos usados y varios cascos de bala extraídos de la pared de piedra o de los troncos de los árboles. Uno de ellos consiguió recuperar la sudadera y los zapatos de Angie, pero nadie parecía saber quién había sido ni qué había hecho con las pertenencias. Durante nuestra vigilia, un policía de Quincy le puso a Angie una manta alrededor de los hombros, pero ella seguía tiritando y a menudo se le veían los labios morados a la luz de las farolas, los focos y todas las luces que habían instalado para iluminar el lugar del crimen.
El teniente Doyle bajó de la colina alrededor de la una y le hizo señas a Broussard. Caminaron carretera arriba hasta llegar al cordón policial que rodeaba el lugar del crimen en el molino, y una vez que se detuvieron y se colocaron uno frente al otro, Doyle explotó. No podíamos oír lo que decía, pero sí sus gritos; también podíamos ver cómo le tocaba la cara con el dedo índice para indicarle que esa actitud de «¡lo intentamos!» no iba a conmoverle lo más mínimo. Broussard mantuvo la cabeza baja casi todo el rato y Doyle siguió gritando, como mínimo, unos veinte minutos largos, aunque daba la impresión de que cada vez estaba más alterado. Cuando hubo acabado, Broussard alzó la mirada; Doyle negó con la cabeza y le miró de tal forma, que incluso a cuarenta y cinco metros de distancia, se podía sentir la frialdad de sus ojos. Dejó a Broussard y entró en el molino.
—Malas noticias, supongo —dijo Angie, mientras Broussard le gorroneaba otro cigarrillo del paquete que había encima del capó del coche.
—Mañana me suspenderán de empleo después de celebrar la vista con la Sección de Asuntos Internos. —Broussard encendió un cigarrillo y se encogió de hombros—. Mi última responsabilidad oficial será la de informar a Helene McCready de que fracasamos en el intento de recuperar a su hija.
—Y, a su teniente —dije—, que fue el que dio el visto bueno a esta operación, ¿de qué se le acusa?
—De nada.
Broussard se apoyó en el parachoques, dio otra calada y exhaló una espiral de humo azul.
—¿De nada? —quiso saber Angie.
—De nada. —Broussard tiró un poco de ceniza al suelo—. Asumo toda culpa y responsabilidad, admito que he encubierto información pertinente para poder ser una celebridad, y no perderé la placa. —Volvió a encogerse de hombros—. Bienvenidos a la política del departamento.
—Pero…
—Ah, sí —dijo Broussard, mientras volvía la cabeza hacia Angie—. El teniente ha dejado muy claro que si hablan de este asunto con alguien, les…, a ver si me acuerdo con exactitud, les llenará de mierda hasta el cuello por el asesinato de Marion Socia.
Dirigí la mirada hacia la puerta del molino, que era donde había visto a Doyle por última vez.
—¡Vaya bocazas! —exclamé.
Broussard negó con la cabeza.
—Nunca intimida con amenazas que no puede cumplir. Si lo ha dicho, es que puede hacerlo.
Pensé en ello. Hace unos cuatro años, Angie y yo matamos a sangre fría a un chulo y traficante de crack llamado Marion Socia, debajo del puente de la autopista del sudeste. Usamos pistolas no registradas y limpiamos todas las huellas dactilares.
Sin embargo, había un testigo, un futuro violador, llamado Eugene. Nunca supe su apellido, pero en aquel momento estaba convencido de que si yo no hubiera matado a Socia, éste hubiera matado a Eugene. No en aquel mismo momento, pero muy pronto. Eugene, supuse, debió de pasar muchos apuros durante esos años —hacer carrera con Shearson Lehman no debió de parecerle suficiente— y durante uno de esos apuros seguro que nos delató a cambio de obtener una sentencia más favorable. Dada la falta de otras pruebas que nos relacionaran con la muerte de Socia, estoy convencido de que el fiscal del distrito judicial decidió cerrar el caso; alguien debió de guardar la información y pasársela a Doyle.
—¡Que nos tiene cogidos por las pelotas, vamos!
Broussard me miró, luego miró a Angie y sonrió.
—Hablando con eufemismos, naturalmente. Pero, sí. Estás en sus manos.
—Un pensamiento muy reconfortante —dijo Angie.
—Esta semana he tenido muchos pensamientos reconfortantes —dijo Broussard, mientras tiraba el cigarrillo—. Voy a buscar una cabina telefónica, llamar a mi mujer y contarle las buenas noticias.
Se encaminó hacia los policías y furgonetas que rodeaban el Lexus de Gutiérrez, con los hombros caídos, las manos en los bolsillos, y andando con inseguridad, como si el suelo no fuera el mismo que media hora antes.
Angie se estremeció de frío, y yo me estremecí con ella.
Los buceadores volvieron a la cantera mientras la mañana se teñía de púrpura y rosa; los policías usaron cintas amarillas y conos para bloquear las calles Pritchett y Quarry antes de que fuera la hora punta. Un contingente de soldados formaba una barrera humana e impedía el paso hacia las colinas. A las cinco de la mañana, habían estacionado un grupo de soldados en todos los puntos de acceso a las carreteras principales; aunque los vehículos tenían que pasar por los puestos de control, no se cortó el tráfico y se abrieron las vías de entrada y de salida a la autopista. Al poco tiempo, como si hubieran estado esperando a la vuelta de la esquina, aparecieron furgonetas de la televisión y los reporteros se instalaron en la autopista, bloquearon el arcén y nos iluminaron a nosotros y las colinas con sus potentes focos. Uno de los periodistas le preguntó varias veces a Angie por qué no llevaba zapatos. Angie le contestó repetidas veces con la cabeza baja, levantando el dedo corazón.
En un principio, los periodistas habían aparecido porque se había extendido el rumor de que había habido un gran tiroteo en las canteras de Quincy, y porque se habían encontrado dos cadáveres en la calle Pritchett que parecían asesinados por un profesional. Entonces, no se sabe muy bien cómo, la brisa matinal trajo el nombre de Amanda McCready desde las colinas y empezó el espectáculo.
Uno de los periodistas de la autopista reconoció a Broussard y enseguida lo reconocieron todos los demás; muy pronto nos sentimos como galeotes ya que nos acosaban sin cesar.
—Detective, ¿dónde está Amanda McCready?
—¿Está muerta?
—¿Está en la cantera?
—¿Dónde está su compañero?
—¿Es verdad que ayer por la noche mataron a los secuestradores de Amanda McCready?
—¿Qué hay de cierto en el rumor de que el dinero del rescate desapareció?
—¿Encontraron el cuerpo de Amanda en la cantera? ¿Por eso no lleva zapatos, señora?
Como si le hubieran hecho una señal, un soldado cruzó la calle Pritchett con una bolsa de papel y se la dio a Angie.
—Sus cosas, señora. Lo trajeron junto con unas balas de plomo.
Angie se lo agradeció sin levantar la cabeza, sacó las Doc Martens de la bolsa y se las puso.
—Ponerse la sudadera va a ser un poco más difícil —dijo Broussard, con una sonrisita.
—¿Sí?
Angie se puso la capucha y se colocó de espaldas a los periodistas, ya que uno de ellos intentó cruzar el pretil; un soldado lo empujó hacia atrás con la porra.
Angie se quitó la manta y el impermeable, y varias cámaras nos enfocaron cuando vieron su piel y los tirantes negros del sujetador.
Me miró.
—¿Crees que debería despelotarme lentamente y mover un poco las caderas?
—Es tu espectáculo. Creo que todo el mundo está pendiente de ti.
—Yo sí —dijo Broussard, mirando cómo el pecho de Angie se adivinaba a través del encaje negro.
—¡Qué bien! —hizo una mueca, se pasó la sudadera por la cabeza y se la puso.
Uno de los que estaban en la autopista aplaudió, y otro silbó. Angie siguió dándoles la espalda mientras se arreglaba un poco el cabello.
—¿Mi espectáculo? —me espetó, con una sonrisa triste y un ligero temblor de cabeza—. Ya ves, es su espectáculo. Todo suyo.
Poco después de la salida del sol, el pronóstico del estado de Poole pasó de crítico a reservado, y como no teníamos nada que hacer, aparte de esperar, dejamos la calle Pritchett y seguimos el Taurus de Broussard hasta el hospital de Milton.
Una vez allí, discutimos con la enfermera acerca de cuántas personas podían entrar en la Unidad de Vigilancia Intensiva, ya que ninguno de nosotros era familia de Poole. Un doctor pasó ante nosotros y se quedó mirando a Angie.
—¿Sabe que tiene la piel azul?
Después de otra pequeña discusión, Angie le siguió hasta detrás de una mampara para que verificaran si sufría hipotermia, y la enfermera nos permitió, aunque a regañadientes, entrar en la Unidad de Vigilancia Intensiva para ver a Poole.
—Infarto de miocardio —nos dijo, mientras intentaba recostarse en las almohadas—. ¡Vaya palabra, eh!
—Tres palabras.
Broussard alargaba la mano torpemente y apretaba el brazo de Poole.
—Lo que sea. Un maldito ataque al corazón es lo que fue.
Siseó a causa de un dolor repentino provocado por el cambio de posición.
—Haz el favor de relajarte —le aconsejó Broussard—. ¡Por el amor de Dios!
—¿Qué demonios pasó allá arriba? —preguntó Poole.
Le contamos lo poco que sabíamos.
—¿Había dos personas disparando en el bosque y una cerca de la carretera? —preguntó Poole cuando terminamos.
—Eso parece —respondió Broussard—. O bien había una persona con dos rifles en el bosque y otra en el molino.
Poole hizo una mueca que daba a entender que tenía tanta fe en esa teoría como en la de que John Fitzgerald Kennedy fue asesinado por un único pistolero. Movió la cabeza en la almohada y me miró.
—¿Está seguro de que vio cómo lanzaban dos rifles por el precipicio? —me interpeló.
—Estoy bastante seguro. Aquello era una locura —me encogí de hombros y asentí—. No, estoy seguro. Dos rifles.
—¿La persona que disparó desde el molino dejó allí la escopeta?
—Sí.
—Pero no los casquetes de bala.
—Eso es.
—Y quienquiera que fuera el que disparara desde el bosque se deshace de los rifles pero, en cambio, deja casquetes de bala por todas partes.
—Correcto, señor —convino Broussard.
—Dios —dijo—. No lo entiendo.
En aquel momento, Angie entró en la sala, frotándose ligeramente el brazo con un trozo de algodón y flexionándolo. Se acercó a la cama de Poole y le sonrió.
—¿Qué le ha dicho el doctor? —le preguntó Broussard.
—Principio de hipotermia —se encogió de hombros—. Me inyectó caldo de pollo o algo así. Dice que conserva los dedos de las manos y de los pies.
Había recuperado un poco el color. Se sentó en la cama al lado de Poole.
—Nosotros dos, Poole, parecemos un par de fantasmas.
Él sonrió con dificultad.
—Me han contado que ha imitado a los famosos saltadores de los acantilados de las islas Galápagos, querida.
—De Acapulco —puntualizó Broussard—. No hay saltadores en las Galápagos.
—Pues de las Fiji —renegó Poole—, y dejen ya de corregirme. A ver, chicos, ¿qué demonios está pasando?
Angie le tocó la mejilla con suavidad.
—Cuéntenoslo usted. ¿Qué le pasó?
Frunció los labios.
—No estoy seguro. Por la razón que fuera, me encontré bajando la colina. El problema fue que olvidé el walkie-talkie y la linterna.
Levantó las cejas.
—Muy inteligente por mi parte, ¿no creen? Y cuando oí el tiroteo, intenté regresar pero hiciera lo que hiciera, tenía la sensación de que en vez de acercarme al ruido, me alejaba cada vez más. El bosque —continuó, mientras negaba con la cabeza—. Lo siguiente que recuerdo es que estoy en la esquina de la calle Quarry y de la vía de salida de la autopista y que veo pasar al Lexus. Así que, lo sigo a pie. Cuando consigo llegar hasta el coche, nuestros amigos ya han recibido el tiro en la cabeza y estoy mareado.
—¿Recuerda haber pedido ayuda? —preguntó Broussard.
—¿Lo hice?
Broussard asintió.
—Desde el teléfono del coche.
—¡Caramba! —se jactó Poole—. ¡Qué listo que soy! ¿No creen?
Angie sonrió, cogió un pañuelo del carrito que había junto a la cama de Poole y le secó la frente.
—¡Dios mío! —exclamó Broussard con dificultad.
—¿Qué?
Apartó la mirada por un instante, nos volvió a mirar.
—¿Eh? Nada, es que los medicamentos me deben de estar haciendo efecto. Me cuesta mucho concentrarme.
La enfermera corrió la cortina que había junto a la cama.
—Deben irse, por favor.
—¿Qué pasó allá arriba? —preguntó Poole, articulando como pudo.
—Bien —dijo la enfermera.
Poole movió los ojos hacia la izquierda, se pasó la lengua por los labios secos e intentó mantener los ojos abiertos.
—El señor Raftopoulos no está para estos trotes.
—No —Poole se resistía—. Esperen.
Broussard le dio un golpecito en el brazo.
—Volveremos. No te preocupes.
—¿Qué pasó? —volvió a preguntar Poole con una voz soñolienta.
«Buena pregunta», pensé, mientras salíamos de la Unidad de Vigilancia Intensiva.
Tan pronto como estuvimos en casa, Angie se duchó y yo entonces llamé a Bubba.
—¿Qué? —dijo.
—Dime que la tienes.
—¿Qué? ¿Patrick?
—Dime que tienes a Amanda McCready.
—No. ¿Qué? ¿Por qué debería tenerla?
—Te cargaste a Gutiérrez ya…
—No, no lo hice.
—Bubba —dije—. Lo hiciste. Seguro que sí.
—¿Gutiérrez y Mullen? ¡Ni hablar! Me pasé dos horas con la cara cubierta de barro en Cunningham Park.
—¡O sea, que ni siquiera estuviste allí!
—Me golpearon. Alguien me estaba esperando, Patrick. Alguien me dio un maldito golpe en la cabeza con un martillo grueso o algo así, y perdí el conocimiento. Ni siquiera conseguí salir del parque.
—De acuerdo. —La cabeza me daba vueltas—. Cuéntamelo otra vez. Lentamente. Llegaste a Cunningham Park…
—A las seis y media aproximadamente. Cogí mis cosas, crucé el parque y me dirigí hacia la arboleda. Cuando estaba a punto de entrar y subir la colina, oigo un ruido. Iba a volver la cabeza y, de repente, crack, alguien me da un golpe en la nuca. Y, ¿sabes?; al principio sólo me dolió y no podía ver con claridad; cuando estaba a punto de darme la vuelta, crack, otra vez; me caí de rodillas y me golpearon por tercera vez. Pienso que incluso me podrían haber golpeado una cuarta vez, pero lo único que recuerdo es que me desperté en un charco de sangre y que eran las ocho y media más o menos. Pensé que cuando consiguiera llegar a la arboleda, el bosque ya estaría plagado de estatales. Así que me fui a ver a Giggle Doc’s[11].
Giggle Doc es un doctor que esnifa éter y al que acude Bubba y la mitad de la chusma de la ciudad para que les cure las heridas de las que no pueden dar parte.
—¿Te encuentras bien?
—Aún noto un zumbido en la cabeza y de vez en cuando aún se me oscurece la vista, pero estaré bien. Quiero pillar al desgraciado ese, Patrick. Nadie puede conmigo, ¿sabes?
Lo sabía. De todo lo que me habían contado durante las últimas diez horas, esto era, con diferencia, lo más deprimente. Cualquier persona que fuera lo suficientemente rápida e inteligente para coger a Bubba desprevenido era, sin lugar a dudas, muy buena en su trabajo.
Y además, ¿por qué sólo golpearle y dejarlo con vida? Los secuestradores habían matado a Mullen y a Gutiérrez, y nos habían intentado matar a Broussard, a Angie y a mí. ¿Por qué no le dispararon a distancia y acabaron con él?
—Giggle Doc me dijo que un golpe más y seguramente me habrían destrozado los tendones de la parte trasera del cráneo. Tío, estoy muy cabreado.
—Tan pronto como averigüe quién fue —dije—, te lo haré saber.
—Yo también estoy haciendo mis propias averiguaciones, ¿sabes? Giggle Doc me contó lo del Faraón y lo de Mullen, así que tengo a Nelson haciendo unas cuantas llamadas. También me han dicho que, además de eso, los polis perdieron el dinero.
—Sí.
—Y ni rastro de la niña.
—Ni rastro.
—Esta vez te estás enfrentando con un cabrón de verdad, tío.
—Ya lo sé.
—¡Eh, Patrick!
—¿Sí?
—Cheese nunca hubiera sido tan estúpido como para hacer que alguien me abriera la cabeza.
—A sabiendas, no. Quizá no esperaba que estuvieras allí.
—Cheese sabe lo unidos que estamos. Seguro que se imaginó que me pedirías ayuda en una situación así.
Tenía razón. Cheese era demasiado listo como para esperar que Bubba no estuviera involucrado. Y Cheese también debía de saber que Bubba era perfectamente capaz de lanzar una granada a un grupo de hombres de Cheese con sólo que existiera una posibilidad remota de matar al tipo que le había abierto la cabeza. Así pues, si Cheese había dado la orden, una vez más, ¿por qué no había acabado con él? Si Bubba estuviera muerto, Cheese no tendría motivos para temer ningún tipo de represalia. Pero al dejarlo con vida, la única alternativa de Cheese, si quería que aún quedara algún miembro de la organización cuando él saliera de chirona, era entregarle a Bubba uno de los hombres, como mínimo, de los que habían estado jugando en el bosque esa noche. A no ser que tuviera otras opciones que yo no podía prever.
—¡Dios! —exclamé.
—Tengo otro notición para ti —me dijo Bubba.
No estaba seguro de poder soportar más información, estaba hecho un lío.
—Dispara.
—Circula un rumor acerca del Faraón Gutiérrez.
—Ya lo sé. Se estaba asociando con Mullen para apoderarse de los negocios de Cheese.
—No, ése no. Eso lo sabe todo el mundo desde hace tiempo. Lo que he oído contar es que el Faraón no era uno de los nuestros.
—Entonces, ¿qué era?
—Policía, Patrick —dijo Bubba, y sentí como si todo lo que tenía en el cerebro se deslizara hacia la izquierda—. Lo que se rumorea es que trabajaba para el Departamento de Narcóticos.