19

Aterrizamos en la ladera de la antigua mina en la reserva de Blue Hills, descendiendo suavemente a través de las hileras de telesillas, y observamos cómo el segundo helicóptero aterrizaba a unos veinte metros de distancia.

Nos estaban esperando varios coches de policía, ambulancias, dos coches de guardabosques del Distrito Metropolitano de Boston y unas cuantas unidades de soldados.

Broussard salió rápidamente del segundo helicóptero y se encaminó a toda velocidad hacia el primer coche de policía que divisó, e hizo salir al policía uniformado del asiento del conductor.

Fui corriendo hacia él justo cuando ponía el coche en marcha.

—¿Dónde está Poole?

—No lo sé —respondió—. No estaba donde le dejamos, en el sendero. Creo que o bien intentó volver él solo o bien se dirigió hacia la cima cuando oyó el tiroteo.

El comandante Dempsey se acercó corriendo a través del campo.

—Broussard, ¿qué demonios pasó allá arriba?

—Es una larga historia, comandante.

Subí al coche y me senté junto a Broussard.

—¿Dónde está la niña?

—No había ninguna niña —contestó Broussard—. Era un montaje.

Dempsey se apoyó en la ventana del coche.

—Me han dicho que la muñeca de la niña estaba flotando en el agua —comentó.

Broussard me miró; tenía una expresión furiosa.

—Sí —dije—, pero no vimos el cuerpo.

Broussard soltó el cambio de marchas.

—Tenemos que ir a buscar a Poole, señor —dijo.

—El sargento Raftopoulos llamó hace dos minutos. Está en la calle Pritchett y dice que hubo varias personas que ingresaron cadáver.

—¿Quién?

—No lo sé.

Dempsey se apartó de la ventana.

—He mandado una unidad de guardabosques a la avenida Ricciuti para que recojan a su compañera, señor Kenzie.

—Gracias.

—¿Quién se encargaba de disparar toda esa artillería?

—No lo sé, señor, pero estábamos totalmente rodeados.

El repentino sonido de una turbina chirrió por todo el campo y Dempsey tuvo que gritar para que lo oyeran.

—¡No pueden salir! —gritó Dempsey—. Están encerrados. No hay escapatoria.

—Sí, señor.

—¿Ningún indicio de la niña? —preguntó Dempsey.

Daba la impresión de que pensaba que si nos hacía la misma pregunta varias veces, tarde o temprano, acabaría obteniendo la respuesta que esperaba.

Broussard hizo un gesto con la cabeza.

—Mire, señor, con todo nuestro respeto, el sargento Raftopoulos tuvo una especie de ataque cardíaco por el camino. Me gustaría verle.

—¡Vayan!

Dempsey se hizo a un lado e hizo señas a varios coches para que nos siguieran mientras Broussard apretaba el acelerador y se lanzaba pendiente abajo; rozó una hilera de árboles con una de las ruedas y cogió un camino de tierra, giró a la izquierda y se dirigió a toda velocidad por un camino destrozado por los cráteres hacia la vía de salida de la autopista que conducía a una rotonda y a la calle Pritchett.

Pasamos por dos caminos de tierra y llegamos a la calle Quarry, desde donde corríamos por el lado sur de la colina, mientras por el espejo retrovisor observábamos el movimiento de las luces rojas y azules que nos seguían.

Broussard no redujo la velocidad cuando pasó una señal de stop que había en un extremo de la calle Quarry. Derrapó de un lado al otro del arcén, llegó a la rotonda y aún pisó más el acelerador. Por un momento, las cuatro ruedas se le resistieron. Daba la impresión de que el coche estaba a punto de volcar, pero las ruedas se agarraron bien al suelo, el poderoso motor protestó y partimos de la rotonda como una bala. Broussard volvió a perder el control de una de las ruedas y nos precipitamos contra el arcén, llenamos el capó de hierbajos y barro; seguimos avanzando a toda velocidad. A nuestra derecha vimos un molino abandonado y a Poole apoyado en la puerta trasera del Lexus RX 300 aparcado a la izquierda de la carretera a unos cuarenta y cinco metros más allá del molino.

Poole se recostaba con indolencia en el parachoques. Llevaba la camisa abierta hasta el ombligo y se apretaba el pecho con una mano.

Broussard frenó violentamente, saltó del coche, resbaló en el barro y se arrodilló junto a Poole.

—¡Nick, Nick!

Poole abrió los ojos y sonrió débilmente.

—Me perdí.

Broussard le tomó el pulso, le puso una mano encima del corazón, le levantó el párpado izquierdo con el dedo pulgar.

—De acuerdo, Nick, de acuerdo. Te pondrás… bien.

Varios coches de policía pararon un poco más adelante. Un policía joven salió del primer coche, de la unidad de Quincy.

—¡Abra la puerta trasera! —gritó Broussard.

El policía asía torpemente una linterna que se le cayó al suelo. Se agachó a recogerla.

—¡Abra la maldita puerta! —gritó Broussard—. ¡Ahora mismo!

El joven consiguió darle una patada a la linterna y lanzarla bajo el coche antes de ponerse en pie y abrir la puerta.

—Kenzie, ayúdeme a levantarlo.

Cogí a Poole por las piernas mientras Broussard lo calmaba y le pasaba los brazos alrededor del pecho; lo llevamos a la parte trasera del coche y lo metimos dentro.

—Estoy bien —murmuró Poole, y giró los ojos hacia la izquierda.

—Seguro que sí —dijo Broussard con una sonrisa. Se volvió para mirar al joven, que parecía muy nervioso.

—¿Conduce rápido?

—Oh, sí, señor.

Detrás nuestro, varios soldados y policías de Quincy se dirigían hacia la parte delantera del Lexus, con las pistolas en la mano.

—¡Salga del coche ahora mismo! —dijo uno de los soldados, mientras apuntaba el arma hacia el parabrisas de Gutiérrez.

—¿Qué hospital está más cerca? —preguntó Broussard—. ¿El de Quincy o el de Milton?

—Hummm… desde aquí, señor, el de Milton.

—¿Cuánto tiempo tardará en llegar allí? —volvió a preguntar Broussard al policía.

—Tres minutos.

—Pues intente llegar en dos.

Broussard le dio un golpecito en el hombro y le empujó hacia la puerta del conductor. El policía se puso rápidamente al volante.

Broussard apretó la mano de Poole.

—Nos vemos de aquí a un rato.

Poole asintió soñoliento con la cabeza.

Retrocedimos un paso y Broussard cerró la puerta trasera.

—Dos minutos —le repitió al joven.

Las ruedas del coche expelían grava y levantaban nubes de polvo mientras el policía se lanzaba a la carretera y encendía las luces; avanzaba a tal velocidad por el asfalto que parecía un cohete.

—¡Santo cielo! —exclamó otro policía, que estaba de pie delante del Lexus—. ¡Santo cielo!

Broussard y yo nos encaminamos hacia el Lexus; Broussard señaló a un par de soldados el molino abandonado.

—Vayan a echar un vistazo a ese edificio. Ahora mismo —les dijo.

Los soldados no hicieron preguntas. Colocaron las manos encima de las pistolas que llevaban en la cadera y corrieron hacia el molino.

Llegamos hasta el Lexus, nos abrimos paso entre la pequeña multitud de policías que bloqueaba el acceso al parachoques delantero y miramos a Chis Mullen y al Faraón Gutiérrez a través del cristal. Gutiérrez estaba sentado en el asiento del conductor y Mullen se hallaba a su lado. Los faros aún estaban encendidos. El motor, en marcha. Un agujero formaba como una pequeña telaraña en el parabrisas justo delante de Gutiérrez. Había otro orificio idéntico delante de Mullen.

Los agujeros que tenían en la cabeza también se parecían bastante: ambos eran del tamaño de una moneda de diez centavos, blancos con arrugas alrededor y ambos hombres tenían un pequeño reguero de sangre en la nariz.

Según parecía, Gutiérrez había sido el primero en recibir la bala. Su cara sólo expresaba cierta impaciencia; tenía ambas manos abiertas en el asiento con las palmas hacia arriba. Las llaves estaban puestas y la palanca de marchas en punto muerto. La mano derecha de Chris Mullen asía la pistola que llevaba en el cinturón y, por la expresión de su rostro, parecía como si le hubiera dado un ataque de pánico. Seguramente habría dispuesto de medio segundo para darse cuenta de que iba a morir, quizá menos. El tiempo suficiente para ver las cosas a cámara lenta, para que un montón de pensamientos horrendos cruzaran su exasperado cerebro, mientras se daba cuenta de que una bala había matado al Faraón, se llevaba una mano a la pistola y oía cómo la siguiente bala atravesaba el parabrisas.

«Bubba», pensé.

A unos cuarenta y cinco metros del Lexus, el molino abandonado, que tenía una especie de entarimado en el tejado, hubiera sido un sitio perfecto para un francotirador. La luz de los faros del coche iluminaban a los estatales y podíamos ver cómo se acercaban lentamente al molino, con las rodillas ligeramente flexionadas y las pistolas apuntando al entarimado. Uno de ellos hizo una indicación al otro y se dirigieron hacia una puerta lateral. La abrió de golpe y el otro entró con la pistola a la altura del pecho.

«Bubba —pensé—, espero que no hayas hecho esto sólo para divertirte. Dime que tienes a Amanda McCready».

Broussard siguió mi mirada.

—¿Cuánto se apuesta a que el ángulo de trayectoria nos confirma que la bala fue disparada desde ese edificio?

—No me apuesto nada.

Dos horas más tarde, aún estaban intentando poner orden en toda aquella confusión. De repente, la noche se había vuelto muy fría y empezó a caer aguanieve que salpicaba los parabrisas y se nos enganchaba en el pelo como piojos.

Los soldados que habían entrado en el molino regresaron con un rifle Winchester modelo 94 con palanca junto a un objetivo de mira de gran alcance; lo habían encontrado dentro de un viejo barril de petróleo en el segundo piso, justo a la derecha de la ventana que conducía al entarimado del tejado. El número de serie había sido arrancado y el primer miembro del equipo de forenses que examinó el arma se rió cuando alguien le sugirió que intentara encontrar huellas dactilares.

Enviaron más soldados al molino para registrarlo, pero dos horas más tarde no tenían nada; el equipo forense no había encontrado ninguna huella en la barandilla del entarimado ni en el marco de la ventana.

Un guardabosques había ido a buscar a Angie al otro lado de la colina que conducía a la cantera de Swingle y le dio un impermeable naranja y unos calcetines gruesos, pero aún seguía temblando en la oscuridad de la noche mientras se secaba el oscuro pelo con una toalla, a pesar de que hacía horas que lo tenía seco. Por lo visto, el veranillo de San Martín había desaparecido igual que los indios de Massachusetts[10].

Dos buceadores se habían zambullido en la cantera de Granite Rail, pero la visibilidad era nula a más de diez metros de profundidad, y una vez que el temporal había amainado, los sedimentos se habían desprendido de las paredes de granito dejando la superficie del agua llena de arena.

Los buceadores abandonaron la búsqueda a las diez sin haber encontrado nada, a excepción de unos pantalones vaqueros de hombre que colgaban de una de las repisas a unos seis metros de profundidad.

Cuando Broussard llegó a la parte sur de la cantera, prácticamente al otro lado del precipicio donde Angie y yo habíamos visto la muñeca, había una nota esperándole, hábilmente colocada debajo de un canto rodado e iluminada por una pequeña linterna que colgaba de una rama.

Pato.

Cuando Broussard se disponía a coger la nota, un tiroteo estalló entre los árboles; se apartó de allí y fue hacia la altiplanicie del precipicio, asiendo con fuerza la pistola y el walkie-talkie, abandonando la bolsa del dinero y la linterna. Una segunda cortina de fuego le obligó a desplazarse hasta el borde del precipicio, y allí siguió tendido en la oscuridad —lo único que le ofrecía seguridad— con la pistola apuntando a los árboles, pero sin disparar por miedo a que el fogonazo revelara con exactitud dónde se hallaba.

Al iniciar la búsqueda del último lugar en que había estado Broussard, se halló la nota, la linterna del secuestrador, la linterna de Broussard, y la bolsa abierta y vacía. Encontraron más de cien cartuchos usados entre los árboles y salientes que había detrás del precipicio de Broussard. El soldado que envió el mensaje por radio dijo:

—Seguro que encontraremos muchos más. Es como si hubieran disparado sin cesar. Parece Granada. ¡Por el amor de Dios!

Los soldados y los guardabosques que se encontraban a nuestro lado de la cantera habían llamado para informar que habían encontrado indicios de que, como mínimo, se habían llevado a cabo cincuenta irrupciones en la planicie del precipicio o en la hilera de árboles que teníamos detrás. Uno de los soldados que oímos por la radio hizo un resumen bastante acertado de la opinión general:

«Comandante Dempsey, señor, por lo que parece, estaba planeado para que nadie pudiera salir con vida. Totalmente imposible, señor».

Todas las carreteras de entrada y salida de la zona siguieron cerradas, pero teniendo en cuenta que los disparos procedían de la parte sur de la cantera de Granite Rail, se enviaron soldados, guardabosques y policía local con perros entrenados para que llevaran a cabo una búsqueda minuciosa de los sospechosos; a pesar de ello, desde la calle de la parte norte se podía ver claramente la sinfonía de luces que de vez en cuando surgía de la cima de los árboles.

Poole, según la opinión de los médicos, había sufrido un infarto de miocardio, agravado por el hecho de bajar desde la colina hasta la calle Quarry. Una vez allí, Poole, desorientado y delirando, había visto a Gutiérrez y a Mullen en el Lexus en dirección hacia la calle Pritchett, y se había dirigido hacia allí, había encontrado los cadáveres y había pedido ayuda desde el teléfono del coche.

Según las últimas noticias, Poole estaba ingresado en la Unidad de Vigilancia Intensiva del hospital de Milton y su estado era crítico.

—¿Alguien tiene una teoría? —nos preguntó Dempsey.

Estábamos apoyados en el capó de nuestro Crown Victoria; Broussard fumaba uno de los cigarrillos de Angie; ella temblaba y sorbía café de una taza con un escudo del Distrito Metropolitano de Boston, mientras yo le acariciaba la espalda para que entrara en calor.

—¿Qué teoría? —inquirí.

—Lo que explicaría por qué Gutiérrez y Mullen se encontraban en esta carretera en el preciso momento en que ustedes tres estaban siendo atacados. —Masticaba un palillo rojo de plástico, de vez en cuando lo tocaba con el pulgar y el índice sin quitárselo de la boca—. A no ser que ellos también tuvieran un helicóptero, y la verdad, no lo creo. ¿Qué opinan?

—No creo que tuvieran ningún helicóptero —contesté.

Sonrió.

—Bien, si descartamos esa posibilidad, no veo cómo podían estar en la cima de esa colina y, tan sólo unos minutos después, estar aquí abajo jugueteando con armas en su Lexus. Sencillamente me parece, no sé… imposible. ¿Me siguen?

A Angie le castañeteaban los dientes.

—¿Quién más estaba allá arriba? —preguntó.

—Ésa es la cuestión, ¿no es así?, entre otras muchas. —Volvió la cabeza y miró hacia la oscura forma de las colinas que se alzaba al otro lado de la autopista—. Por no hablar de ¿dónde está la niña? ¿Dónde está el dinero? ¿Dónde está la gente que descargó una cantidad de armamento digna de una película de Schwarzenegger? ¿Dónde está la persona o personas que eliminaron tranquilamente a Gutiérrez y a Mullen? —Colocó el pie en el parachoques, volvió a tocar el palillo y observó los coches que corrían por la autopista al otro lado del Lexus—. La prensa se lo va a pasar en grande.

Broussard le dio una larga chupada al cigarrillo, y la espiró ruidosamente.

—Está jugando a CLPE, ¿verdad, Dempsey?

Dempsey se encogió de hombros, sin dejar de mirar la autopista con sus ojos de búho.

—¿CLPE? —dijo Angie con un castañeteo de dientes.

—Cubrirse las propias espaldas —dijo Broussard—. El comandante Dempsey no desea que lo conozcan como el policía que perdió a Amanda McCready, doscientos mil dólares y dos vidas en una sola noche. ¿No es así?

Dempsey volvió la cabeza hasta que el palillo señaló directamente a Broussard.

—No me gustaría ser conocido por todo eso, no, detective Broussard.

—Entonces lo seré yo —se lamentó Broussard.

—Fue usted el que perdió el dinero —dijo Dempsey—. Nosotros le permitimos hacer las cosas a su manera y ya ve cómo han salido.

Se sorprendió al ver que dos ayudantes del juez de Primera Instancia e Instrucción sacaban el cuerpo de Gutiérrez del asiento del conductor y lo depositaban sobre una bolsa negra que habían extendido en la carretera.

—¿Saben que su teniente Doyle lleva desde las ocho y media de la mañana hablando por teléfono con el mismísimo jefe de policía, intentándole explicar lo que ha sucedido? La última vez que le vi, estaba dando la cara por usted y por su compañero. Le dije que era una pérdida de tiempo.

—¿Qué se supone exactamente —protestó Angie— que Broussard debía hacer cuando abrieron fuego contra él de esa forma? ¿Tener el aplomo suficiente para agarrar rápidamente la bolsa y tirarse por el precipicio?

Dempsey se encogió de hombros.

—Hubiera sido una posibilidad, sin lugar a dudas.

—No me lo puedo creer. —Angie dejó de castañear los dientes—. Arriesgó su vida por…

—Señorita Gennaro —le interrumpió Broussard poniéndole la mano en la rodilla—. El comandante Dempsey no está diciendo nada que no vaya a decir después el teniente Doyle.

—Preste atención a lo que le dice el detective Broussard, señorita Gennaro —apuntó Dempsey.

—Alguien tiene que pagar los platos rotos —se dolió Broussard— y yo soy el elegido.

Dempsey soltó una risita.

—Usted es el único candidato.

Nos dejó allí a los tres y se dirigió hacia un grupo de soldados; mientras tanto hablaba por el walkie-talkie y observaba las colinas de la cantera.

—Esto no está nada bien —protestó Angie.

—Sí —dijo Broussard—, sí que lo está —tiró el cigarrillo, del que sólo quedaba el filtro, al suelo—. La he cagado.

Nosotros la hemos cagado.

Negó con la cabeza.

—Si aún tuviéramos el dinero, podrían tolerar que Amanda continuara sin aparecer o que estuviera muerta. Pero ¿sin el dinero? Hemos quedado como unos payasos. Y por mi culpa —escupió al suelo, negó con la cabeza y dio una patada al neumático que tenía junto a los pies con la punta del talón.

Angie vio cómo uno de los técnicos del equipo forense metía la muñeca de Amanda en una bolsa de plástico, la cerraba herméticamente y apuntaba algo con un rotulador negro.

—Está allí, ¿verdad? —pregunto Angie, mientras dirigía la mirada hacia las oscuras colinas.

—Allí está —respondió Broussard.