Si uno parte de mi barrio en dirección sur y cruza el río Neponset acaba llegando a Quincy, que fue considerado durante mucho tiempo por la generación de mi padre un sitio intermedio para los irlandeses que eran lo bastante ricos para salir de Dorchester, pero no lo suficiente para trasladarse a Milton, un elegante barrio irlandés para quienes pudieran permitirse tener dos cuartos de baño, situado unos pocos kilómetros más al norte. Cuando uno pasa por la interestatal 93 en dirección sur, justo antes de llegar a Braintree, verá aparecer al oeste una serie de colinas de color marrón rojizo que siempre parecen estar a punto de desmoronarse.
Fue en esas colinas donde los distinguidos ancianos del pasado de Quincy encontraron granito con tal abundancia de silicato negro y cuarzo humeante que, cuando lo vieron relucir a sus pies, debieron de creer que se trataba de una mina de diamantes. La primera vía férrea del país con fines comerciales se construyó en 1827; el primer raíl se adhirió al suelo mediante clavos colgantes y tornillos metálicos en Quincy, en las colinas, para que el granito pudiera ser transportado a la orilla del río Neponset, donde se cargaba en goletas y se llevaba a Boston, Manhattan, Nueva Orleans, Mobile y Savannah.
Hace más de cien años la prosperidad repentina del granito trajo consigo la construcción de edificios erigidos para que aguantaran el paso del tiempo y las modas: majestuosas bibliotecas y sedes del Gobierno, iglesias imponentes, prisiones que sofocaban el ruido, la luz y la esperanza de escapar, las monolíticas columnas acanaladas presentes por todo el país y el monumento Bunker Hill. Lo único que quedaba después de la extracción de rocas de la tierra eran hoyos. Hoyos profundos. Hoyos extensos. Hoyos que nunca se habían llenado de otra cosa que no fuera agua.
Desde que se acabó el comercio del granito, la cantera se ha convertido en un vertedero bien surtido: coches robados, neveras y cocinas viejas, cadáveres… Cada cierto número de años, cuando algún niño que ha estado jugando en la cantera desaparece, o cuando cualquier presidiario de Walpole le dice a la policía que ha tirado por el precipio a alguna prostituta cuyo paradero era desconocido, se explora la cantera a fondo; los periódicos publican fotografías de mapas topográficos y fotografías acuáticas que muestran un paisaje sumergido de cordilleras, rocas partidas y arrojadas con violencia, repentinas agujas desiguales que surgen de las profundidades y peñascos que sobresalen del precipicio como si fueran los fantasmas de Atlantis bajo metros y metros de agua de lluvia.
A veces, se encuentran los cadáveres. Otras, no. Al haber en la cantera tantos aluviones subterráneos de sedimento negro y al producirse otros tantos movimientos repentinos e ilógicos en el paisaje, es muy común que haya repisas y grietas de las cuales no se tenga información; por lo tanto, la cantera desvela sus secretos con tanta frecuencia como el Vaticano.
Mientras avanzábamos con dificultad por la pendiente del antiguo ferrocarril, apartándonos ramas de la cara, pisoteando hierbajos y chocando con las rocas en la oscuridad, resbalando con algunas piedras demasiado lisas y diciendo palabrotas en voz baja, se me ocurrió que si fuéramos colonizadores dispuestos a cruzar esas colinas para llegar al embalse que había al otro lado de Blue Hills, probablemente ya estaríamos muertos.
Sin lugar a dudas, un oso o un alce, o incluso un grupo de indios en pie de guerra nos habría matado por perturbar la paz del lugar.
—Intente gritar un poco más —le dije a Broussard, que había resbalado en la oscuridad, se golpeaba la espinilla contra un canto rodado y se enderezaba lo suficiente para poder darle una patada.
—¡Eh! —replicó—. ¿Cree que soy Jeremiah Johnson, o qué? La última vez que estuve en la montaña, estaba borracho, manteniendo relaciones sexuales y contemplaba la autopista desde donde estaba.
—¿Relaciones sexuales? —dijo Angie—. ¡Dios mío!
—¿Tiene algo en contra del sexo?
—Tengo algo en contra de los bichos —dijo Angie—. ¡Qué horror!
—¿Es verdad que si uno tiene relaciones sexuales en la montaña, el olor atrae a los osos? —dijo Poole.
Se apoyó en el tronco de un árbol y aspiró el aire de la noche.
—Ya no quedan osos por aquí.
—Nunca se sabe —insistió Poole, y dirigió la mirada hacia los árboles.
Durante un momento, dejó la bolsa deportiva que contenía el dinero junto a sus pies, sacó un pañuelo del bolsillo, se limpió el sudor del cuello y se enjugó la cara enrojecida; hinchó las mejillas de aire y tragó saliva varias veces.
—¿Está bien, Poole?
Asintió con la cabeza.
—Estoy bien, sólo un poco desentrenado, y, bueno, los años…
—¿Quiere que alguno de nosotros lleve la bolsa? —preguntó Angie.
Poole le hizo una mueca y cogió la bolsa. Señaló la pendiente.
—Volvamos a la brecha.
—Eso no es una brecha —dijo Broussard—. Es una montaña.
—Estaba citando a Shakespeare, inculto.
Poole se apartó del árbol y empezó a avanzar montaña arriba.
—Entonces deberías haber dicho: «Daría mi reino por un caballo» —dijo Broussard—. Hubiera sido mucho más apropiado.
Angie respiró profundamente varias veces, sus miradas se cruzaron mientras Broussard hacía lo mismo.
—Somos muy mayores —remedó.
—Somos muy mayores —asintió él.
—¿Piensa que ya va siendo hora de que lo dejemos?
—Me encantaría. —Sonrió, se inclinó y respiró profundamente—. ¿Sabe? Mi mujer tuvo un accidente de coche justo antes de casarnos y sufrió varias fracturas. Ni siquiera tenía seguro de enfermedad. ¿Sabe lo que cuesta arreglar una fractura? Seguramente me podré jubilar cuando vaya persiguiendo secuestradores con un andador.
—¿Alguien ha mencionado la palabra andador? —Poole miró la empinada cuesta—. Estaría muy bien.
De niño, había pasado muchas veces por esta senda cuando me dirigía a los abrevaderos de la cantera de Granite Rail o la de Swingle. Evidentemente, estaba situada fuera de los límites, rodeada de vallas y vigilada por los guardabosques del Distrito Metropolitano de Boston, pero no era difícil encontrar alguna entrada que tuviera la tela metálica rasgada si uno sabía dónde encontrarla, y si no, siempre se podía traer las herramientas de casa para hacerlo. No había suficientes guardabosques, y aunque no fuera así, les hubiera sido muy difícil patrullar un número tan elevado de canteras y a los cientos de niños que solían subir hasta allí en los abrasadores días de verano.
Así pues, ya había pasado por esa cadena de montañas, pero quince años antes y a la luz del día.
Ahora era diferente. Por un lado, no estaba tan en forma como cuando era adolescente. Demasiadas magulladuras, demasiados bares y demasiados accidentes de trabajo con gente y mesas de billar —una vez, incluso, con el limpiaparabrisas y la carretera esperándome al otro lado— lograron que mi cuerpo tuviera los típicos crujidos y dolores y el mismo número de palpitaciones que un hombre que me doblara la edad o fuera futbolista.
Por otro lado, igual que Broussard, no es que fuera precisamente Grizzly Adams. Mi experiencia del mundo sin asfalto y sin comercios era limitada. Una vez al año, me iba de excursión con mi hermana y su familia a Mount Rainier, en Washington; hace cuatro años, una mujer que se consideraba naturalista porque compraba en las tiendas del Ejército me coaccionó para que fuéramos de acampada a Maine. Habíamos planeado pasar tres días, pero tras la primera noche y gastar un tubo entero de crema antimosquitos, nos fuimos a Camden en busca de sábanas blancas y servicio de habitaciones.
A medida que ascendíamos por la pendiente que llevaba a la cantera de Granite Rail, me preguntaba cómo les habría ido a mis compañeros. Me imaginé que ninguno de ellos habría aguantado más de una noche en esa excursión. Quizá durante el día, con botas de montaña apropiadas, un bastón fuerte y un telesilla de primera categoría habríamos conseguido avanzar de forma considerable; pero tan sólo a los veinte minutos de darnos golpes y de tropezar por la montaña, de haber dejado nuestras huellas marcadas en la linterna y de empotrarnos contra alguna que otra traviesa de raíl de un ferrocarril que seguro que hacía más de un siglo que no funcionaba, nos paramos a beber un sorbo de agua.
No hay nada que tenga un olor tan claro, frío y prometedor como el agua de cantera. No sé por qué, simplemente se trata de agua de lluvia que durante muchos años se ha ido acumulando entre paredes de granito y ha sido continuamente renovada por agua limpia procedente de los manantiales subterráneos. En el mismo momento en que mi nariz se percató de ese olor, tuve la sensación de volver a tener dieciséis años y sentí una gran emoción cuando llegué al otro extremo de Heaven’s Peak, un precipicio de más de veinte metros que se encuentra en la cantera de Swingle; vi cómo el agua verde claro se abría a mis pies como si me estuviera esperando, y el aire vacío e imponente a mi alrededor hizo que me sintiera ingrávido, sin cuerpo, igual que un espíritu puro. Entonces empecé a bajar y el aire se convirtió en un tornado que procedía directamente de la cada vez más cercana charca verde, y el grafito hizo una explosión de color en las repisas, en las paredes y en los precipicios que me rodeaban y se tiñeron de rojo, de negro, de dorado y de azul. Podía oler a la perfección, antes de llegar al agua, esa fragancia limpia, fresca y repentinamente aterradora de las gotas de lluvia de más de cien años de antigüedad, y con los dedos de los pies hacia abajo, con las muñecas fuertemente apretadas contra la cadera, empecé mi descenso hacia las profundidades de la superficie donde yacían coches, neveras y cadáveres.
A lo largo de todo este tiempo, la cantera se ha cobrado la vida de una persona joven aproximadamente cada cuatro años, por no mencionar todos los cadáveres que han sido lanzados desde el precipicio en plena noche, y cuando en contadas ocasiones los han encontrado años después, los editorialistas, activistas de la comunidad y padres afectados se han hecho siempre la misma pregunta: «¿Por qué? ¿Por qué?».
¿Por qué hay niños —en mi época les llamábamos ratas de cantera— que sienten la necesidad de saltar desde precipicios de hasta treinta metros de altura para caer en charcas de más de sesenta metros de profundidad y que además están llenas de afloramientos, antenas de coche, troncos y vete a saber qué más?
No tengo ni la menor idea. Yo saltaba porque era un niño. Seguramente lo hacía porque mi padre era un gilipollas y en mi casa se ejercía una actividad policial constante, porque mi hermana y yo prácticamente nos pasamos todo el tiempo buscando un sitio donde escondernos, y eso no nos parecía vida ni nada. Porque a menudo, mientras permanecía de pie en lo alto del precipicio y miraba desde el borde un cuenco volcado de color verde que divisaba mejor cuanto más estiraba el cuello, notaba una fría sensación en el estómago y tomaba conciencia de cada uno de mis miembros, cada hueso y cada vaso sanguíneo que me recorría el cuerpo. Porque rodeado de ese aire me sentía puro, y dentro del agua me sentía limpio. Saltaba para demostrar una serie de cosas a mis amigos, y una vez que las había demostrado, como me había vuelto adicto, sentía la necesidad de encontrar precipicios más altos, caídas más largas. Saltaba por la misma razón por la que me hice detective privado, porque odio saber con exactitud lo que va a pasar a continuación.
—Necesito descansar un poco —dijo Poole.
Asió una gruesa rama de parra que crecía ante nosotros y la retorció hacia el suelo. Se le escurrió la bolsa de la mano, resbaló en el barro y cayó encima de la bolsa sin dejar de asir fuertemente la rama.
Debíamos de estar a unos doce metros de la cima. Podía divisar el destello verde claro del agua, como un jirón de nube, reflejando los oscuros precipicios inmóvil en el azul cobalto del cielo un poco más allá de la última cresta.
—Claro, no faltaría más.
Broussard se detuvo y permaneció de pie junto a su compañero mientras el hombre más mayor dejaba la linterna en el regazo y luchaba por respirar.
En la oscuridad, nunca había visto a Poole tan pálido. Brillaba. Su entrecortada respiración fue recuperando el ritmo normal. Los ojos le daban vueltas en las órbitas como si flotasen buscando algo que eran incapaces de encontrar.
Angie se arrodilló junto a él y le puso la mano en el cuello para tomarle el pulso.
—Respire profundamente —dijo.
Poole asintió, con los ojos que le salían de las órbitas, y tomó aire.
Broussard se puso de cuclillas junto a él.
—¿Estás bien?
—Estoy bien —consiguió articular Poole—. Estupendamente.
El sudor de la cara le bajaba hasta empaparle el cuello.
—Soy demasiado viejo para ir moviendo el culo por —tosió— la montaña.
Angie miró a Broussard y éste me miró a mí.
Poole volvió a toser. Incliné la linterna hacia él y vi que tenía pequeñas gotas de sangre en el mentón.
—Un momento —dijo.
Moví la cabeza en señal de desaprobación, Broussard asintió y sacó el walkie-talkie de la chaqueta. Poole se levantó, le sujetó la muñeca.
—¿Qué haces?
—Pedir ayuda —contestó Broussard—. Tenemos que sacarte de aquí.
Poole asió la muñeca de Broussard con más fuerza y tosió con tal violencia que, por un instante, pensé que le iba a dar un ataque.
—No pidas ayuda. Se supone que debemos ir solos.
—Poole —terció Angie—, esto es grave.
Poole la miró y sonrió.
—Me encuentro bien.
—¡Una mierda! —dijo Broussard, mientras apartaba la vista de la sangre que había en el mentón de Poole.
—De verdad.
Poole cambió de posición en el suelo y apoyó el antebrazo en la rama.
—Suban a la colina, hijos. Suban a la colina —sonrió, pero sus labios estaban tensos.
Le miramos. Por su apariencia se diría que tenía un pie en la tumba. La piel era del mismo color que una vieira cruda y no podía mantener la mirada fija. Al respirar, hacía el mismo ruido que la lluvia cuando golpea una ventana.
Sin embargo, seguía asiendo la muñeca de Broussard con la fuerza de un carcelero. Nos miró a los tres y pareció adivinar lo que estábamos pensando.
—Soy viejo y tengo deudas, estaré perfectamente. Si no encuentran a esa niña, ella sí que no lo estará.
—A ella no la conozco, Poole. ¿Lo comprendes? —dijo Broussard.
Poole asintió con la cabeza, apretó la muñeca de Broussard con tal fuerza que se le puso roja toda la mano.
—Aprecio lo que estás haciendo, hijo. De verdad que sí. ¿Qué fue lo primero que te enseñé?
Broussard apartó la mirada, los ojos le brillaban a la luz que rebotaba de la linterna de Angie, en el pecho de su compañero y en sus pupilas.
—¿Qué fue lo primero que te enseñé? —repitió Poole.
Broussard se aclaró la voz y escupió.
—¿Eh?
—Que se tenía que cerrar el caso —respondió Broussard de un modo que daba la impresión de que Poole ya no le asía la muñeca sino la garganta.
—Siempre —Poole puso los ojos en blanco y movió la cabeza en dirección a la cresta que tenía a su espalda—. Así pues, ve y ciérralo.
—Pero…
—Ni te atrevas a sentir lástima por mí, hijo. Ni te atrevas. Coge la bolsa.
Broussard bajó la cabeza, cogió la bolsa y sacudió el barro que había en la parte inferior.
—¡Váyanse! —dijo Poole—. Ahora mismo.
Broussard apartó los dedos de Poole de su muñeca y se levantó. Observó el bosque oscuro como si fuera un niño al que acabaran de explicar qué quería decir la palabra solo.
Poole nos miró a mí y a Angie sonrió.
—Sobreviviré. Salven a la niña y llamen a los de evacuación.
Aparté la mirada. Poole, por lo que yo sabía, acababa de tener un pequeño ataque al corazón o una apoplejía. La sangre que le había salido disparada de los pulmones no era ninguna razón para sentirse optimista. Me encontraba mirando a un hombre que, si no recibía ayuda de inmediato, moriría.
—Yo me quedo —dijo Angie.
Nos la quedamos mirando. Había permanecido arrodillada junto a Poole desde que éste se sentara y le pasaba la palma de la mano por la pálida frente y por los cortos mechones de pelo.
—¡Ni hablar! —dijo Poole, mientras le aplastaba la mano. Ladeó la cabeza y la miró a los ojos—. Esa niña va a morir esta misma noche, señorita Gennaro.
—Angie.
—Esa niña va a morir esta misma noche, Angie… —apretó los dientes por un instante, hizo una mueca al notar que algo se extendía por el esternón y tragó saliva con fuerza para evitar que siguiera extendiéndose—… a no ser que hagamos algo. Necesitamos a toda la gente de la que disponemos para sacarla de allí sana y salva. Bien. —Bregó con la rama y se incorporó un poco—. Ahora mismo van a subir a la cantera. Usted también, Patrick.
Volvió la cabeza hacia Broussard.
—Y tú también, así que haz el favor de irte ahora mismo.
Ninguno quería dejarlo allí. Era evidente. Pero Poole extendió el brazo e inclinó ligeramente la muñeca para que pudiéramos ver la esfera iluminada de su reloj: eran las ocho y tres minutos.
Llegábamos tarde.
—¡Váyanse! —siseó.
Miré la cima de la colina, el oscuro bosque que había detrás de Poole y luego me fijé en él. Allí tumbado, con las piernas abiertas y un pie torcido hacia un lado, parecía un espantapájaros que se hubiera caído al suelo.
—¡Váyanse!
Le dejamos allí.
Trepamos por la montaña arriba; Broussard iba en cabeza porque la senda se estrechaba cada vez más debido a la profusión de malas hierbas y zarzas. Si no fuera por el ruido que hacíamos al avanzar, la noche era tan silenciosa que hubiera sido fácil creer que éramos las únicas criaturas de los alrededores.
A unos tres metros de la cima, nos encontramos con una valla de tela metálica de unos tres metros y medio de altura, pero no supuso ningún obstáculo. Una parte de la valla —que era tan ancha y alta como la puerta de un garaje— estaba cortada, así que la atravesamos sin detenernos.
Cuando llegamos a la cima, Broussard se paró para llamar por el walkie-talkie y susurrar:
—Hemos llegado a la cantera. El sargento Raftopoulos está enfermo. Cuando reciban mi señal, repito, cuando reciban mi señal, manden el equipo de evacuación a la pendiente del ferrocarril a unos trece metros de la cima. Esperen mi señal. ¿Recibido?
—Afirmativo.
—Corto.
Broussard guardó el walkie-talkie en la gabardina.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Angie.
Permanecíamos de pie junto a un precipicio que debía de estar a unos doce metros por encima del nivel del agua. En la oscuridad, podía ver las siluetas de otros precipicios y peñascos, árboles doblegados y rocas que sobresalían. A nuestra izquierda vimos una hilera de granito tallado, esparcido y despedazado, así como unos picos desiguales que debían de estar unos tres o cuatro metros por encima de nosotros. A nuestra derecha, el terreno era llano pero a unos cincuenta metros hacía una curva y se volvía desigual e irregular hasta fundirse en la oscuridad. Abajo, el agua aguardaba, un extenso círculo color gris claro que contrastaba con las negras paredes del precipicio.
—La mujer que llamó a Lionel dijo que esperáramos instrucciones —comentó Broussard—. ¿Ven instrucciones por alguna parte?
Angie dirigió la linterna hacia nuestros pies, la luz rebotó en las paredes de granito y formó un arco alrededor de árboles y arbustos. Los movimientos de la luz se asemejaban a un ojo vago reflejando una visión fracturada de un mundo denso y extraño que podía cambiar drásticamente a sólo dos pasos: pasábamos de ver piedras, a ver musgo, blanca corteza ajada o plantas de hierbabuena. A través de las hileras de árboles veíamos rayas plateadas de tela metálica que parecían hilos de higiene dental.
—No veo instrucciones por ninguna parte —dijo Angie.
Tenía el convencimiento de que Bubba no se encontraba muy lejos. Incluso era probable que nos viera en ese mismo momento. Quizá también podía ver a Mullen, a Gutiérrez o a cualquier persona que trabajara con ellos. Quizá podía ver a Amanda McCready. Había llegado desde Milton, cruzado el parque Cunningham y había proseguido por un sendero que había descubierto unos años antes, cuando habría ido allí a deshacerse de armas acabadas de usar, un coche, un cadáver o cualquier cosa que gente como Bubba solía verter en la cantera.
Probablemente tendría un rifle bien equipado para ver el blanco. A través del objetivo debía de dar la sensación de que nos encontrábamos en un mundo de algas nebulosas moviéndose en el marco de una fotografía que aún se estaba revelando ante sus ojos.
Sonó el walkie-talkie que Broussard llevaba en la cadera, y en medio de todo ese silencio, el sonido nos pareció un grito. Lo cogió torpemente y se lo acercó a la boca.
—Broussard.
—Aquí Doyle. El departamento del distrito dieciséis acaba de recibir una llamada de una mujer con un mensaje para ti. Pensamos que se puede tratar de la misma mujer que llamó a Lionel McCready.
—Entendido. ¿Cuál es el mensaje?
—Debe caminar hacia la derecha, detective Broussard, hacia los precipicios que hay en la parte sur. Kenzie y Gennaro deben andar hacia su izquierda.
—¿Eso es todo?
—Es todo. Corto.
Broussard se volvió a colocar el walkie-talkie en la cadera y miró los precipicios que se alineaban más allá del agua.
—Divide y vencerás —sentenció.
Nos miró, sus ojos parecían pequeños y vacíos. Tenía un aspecto mucho más joven, como si los nervios y el miedo le hubieran quitado diez años de encima.
—Tenga cuidado —advirtió Angie.
—Ustedes también.
Permanecimos allí unos segundos, como si por el hecho de no movernos pudiéramos evitar lo inevitable, aplazar el momento en que sabríamos si Amanda McCready estaba viva o muerta, el momento en que todas las esperanzas y toda nuestra planificación ya no dependerían de nosotros; el momento en que no podríamos decidir nada al margen de quienquiera que resultara herido, perdido o asesinado.
—¡Mierda!
Broussard se encogió de hombros y empezó a andar a lo largo del llano sendero, mientras que el haz de luz de la linterna rebotaba entre el polvo delante de él. Angie y yo nos alejamos unos tres metros del borde del precipicio y seguimos avanzando hasta que llegamos a un desfiladero y otro bloque de piedra de granito apareció a unos quince centímetros de allí por el otro lado.
La cogí de la mano, saltamos por encima del desfiladero y llegamos al siguiente bloque por el que anduvimos unos diez metros hasta encontrarnos con una pared.
Se elevaba unos tres metros por encima de nosotros y era de color beis cremoso con ligeras pinceladas chocolate. Me hacía pensar en un pastel de mármol. Aun así, era un pastel de mármol que pesaba seis toneladas.
Dirigimos las linternas hacia la izquierda del bloque de granito y no vimos absolutamente nada, a excepción de un macizo que debía de medir unos diez metros y que se adentraba en el bosque. Volví a iluminar la parte que tenía delante de mí y vi que faltaban algunos trozos en la roca, como si alguien los hubiera extraído de la piedra de color negro azulado. Por la forma que tenía, parecían unos labios sonrientes de unos treinta centímetros de ancho y se encontraban un metro más arriba de la pared; allí vi una sonrisa mucho más amplia.
—¿Te has dedicado a la escalada últimamente? —le pregunté a Angie.
—¿No estarás pensando en…? —La luz de la linterna se balanceaba ante la pared de la roca.
—No veo ninguna otra alternativa. —Le di mi linterna y alcé la punta del zapato hasta que encontré el primer labio pequeño. Volví la cabeza y la miré—. Si yo estuviera en tu lugar, no me quedaría de pie precisamente detrás de mí. Es probable que baje muy rápidamente.
Movió la cabeza, se apartó hacia la izquierda y siguió iluminando la roca con ambas linternas; mientras tanto, flexioné la punta del zapato e hice fuerza un par de veces para comprobar si la sonrisa se desmoronaría o no. Al ver que no, respiré hondo, me apoyé con fuerza y me agarré a la siguiente repisa. Conseguí colocar los dedos, pero enseguida resbalaron a causa del polvo y la sal, lo cual hizo que me echara hacia atrás y me cayera de culo.
—Ha estado muy bien —bromeó Angie—, no cabe duda de que tienes una predisposición genética para todo lo que esté relacionado con actividades atléticas.
Me puse en pie y me sacudí el polvo de los dedos pasándolos por encima de los pantalones. Miré a Angie con el ceño fruncido y lo volví a intentar; una vez más me caí de culo.
—Creo que me estoy poniendo un poco nerviosa —dijo Angie.
La tercera vez que lo intenté, conseguí mantener los dedos en la repisa unos quince segundos antes de perder toda la fuerza.
Angie me iluminó la cara con la linterna mientras contemplaba el testarudo bloque de granito.
—¿Puedo?
Cogí las linternas y las dirigí hacia la roca.
—Toda tuya —le dije.
Se retiró un poco e inspeccionó la roca. Se agachó y se sentó en cuclillas varias veces, estiró el torso por la parte más estrecha de la espalda y flexionó los dedos. Antes de que tuviera tiempo de adivinar lo que planeaba, ella se había incorporado y corría a toda velocidad hacia la pared de roca. Si no se hubiera detenido a unos centímetros, hubiera dado de lleno contra la roca, igual que Wile E. Coyote contra las puertas pintadas; colocó el pie en la repisa inferior, con la mano derecha asió la repisa superior y así se quedó con el diminuto cuerpo abovedado a unos sesenta centímetros de la cima, mientras intentaba alcanzarla con el brazo.
Siguió en esa posición durante unos treinta segundos, aplastada contra la roca como si alguien la hubiera lanzado allí.
—¿Qué piensas hacer ahora? —le pregunté.
—Nada, pensaba quedarme aquí un rato.
—Me suena a sarcasmo.
—¡Oh!, ¿te has dado cuenta?
—Uno de mis talentos.
—Patrick —dijo, en un tono de voz que me recordó a mi madre y a varias monjas que conocía—, haz el favor de colocarte debajo de mí y empujar.
Coloqué una linterna en la hebilla del cinturón para que la luz me iluminara la cara y coloqué la otra en el bolsillo de atrás, me puse en pie debajo de Angie, puse ambas manos debajo de sus talones y empujé hacia arriba. Seguramente las dos linternas juntas pesaban más que ella. Salió disparada hacia la parte superior de la roca y yo extendí los brazos todo lo que pude por encima de mi cabeza hasta que sus talones ya no tocaban mis manos. Cuando llegó arriba se volvió, me miró desde donde estaba y alargó la mano.
—¿Estás preparado, olímpico mío?
Me tapé la boca con la mano para ocultar la tos.
—¡Será lagarta! —exclamé.
Retiró la mano y sonrió.
—¿Qué has dicho?
—He dicho que tengo que colocar la otra linterna en el bolsillo de atrás.
—¡Ah! —Volvió a tenderme la mano—. Sí, claro.
Una vez que hubo conseguido tirar de mí hasta arriba de todo, dirigimos las linternas a la parte superior de la roca. Debía de ser una extensión de unos veinte metros y era tan lisa como una bocha. Me tumbé panza abajo, asomé la cabeza y dirigí la linterna hacia el borde del precipicio; había una caída recta y lisa de unos veinte metros hasta llegar al agua.
Debíamos de estar a medio camino de la parte norte de la cantera. Justo al otro lado del agua había una hilera de precipicios y repisas donde se vislumbraban unos cuantos grafitos e incluso una clavija de algún escalador extraviado. Cuando enfocaba el agua con la linterna, brillaba contra la roca y hacía el mismo efecto que la calima del calor en una carretera en verano. Era el mismo verde claro que recordaba, aunque un poco más blanquecino, pero ya sabía que el color era engañoso. Unos buceadores que buscaban aquí un cadáver el verano pasado se vieron obligados a abandonar debido a una alta concentración de sedimentos que, junto a la falta de visibilidad que suele haber a más de cuarenta y cinco metros de profundidad, hizo que fuera imposible que pudieran ver nada más allá de un metro de distancia de donde se encontraban. Mientras dirigía la linterna hacia donde estábamos vi lo que quedaba de una matrícula flotando en el agua, un tronco roído por animales en la parte central y que parecía una canoa, y el extremo de algo redondo del color de la piel.
—Patrick —dijo Angie.
—Espera un momento. Vuelve a enfocar allí.
Volví a dirigir la linterna hacia la derecha, allí donde acababa de ver un trozo redondeado de piel, pero sólo vi agua verde.
—Angie —exclamé—. ¡Por el amor de Dios!
Estaba tumbada encima de la roca junto a mí y dirigía la linterna allí donde yo lo hacía. El hecho de que enfocáramos algo que estaba a más de veinte metros de profundidad debilitaba mucho la luz, y el color verde claro del agua tampoco era de gran ayuda. Nuestros círculos de luz se movían en paralelo como si fueran un par de ojos y se balanceaban a uno y otro lado del agua, para arriba y para abajo, y formaban ángulos rectos.
—¿Qué has visto?
—No sé, quizás era una roca…
La corteza color café del tronco flotaba bajo mi haz de luz, luego volvió a aparecer la matrícula que, por su aspecto, diríase que un par de manos la hubieran despedazado.
Quizás habíamos visto simplemente una roca. Es posible que la luz blanca de la linterna, el verde del agua y la oscuridad le jugaran una mala pasada a mis ojos. Si hubiera sido un cadáver, lo hubiéramos vuelto a ver. Además, los cadáveres no flotan. Al menos en la cantera.
—He visto algo.
Ladeé la muñeca, seguí el haz de luz de Angie y ambas iluminaron la cabeza curva y los ojos muertos de Pea, la muñeca de Amanda McCready. Flotaba boca arriba en el agua de color verde y el vestido de flores estaba sucio y mojado.
«¡Dios mío! —pensé—. No puede ser».
—Patrick —dijo Angie—, y si estuviera ahí abajo…
—Espera…
—Si estuviera ahí abajo —volvió a repetir, y oí el sonido de un golpe mientras se tumbaba sobre la espalda e intentaba quitarse el zapato izquierdo.
—Angie, espera, se supone que…
Se oyó una explosión procedente de la hilera de árboles que había más allá de los precipicios del otro lado de la cantera. Se divisaba un tiroteo a través de las ramas y estallaban detonaciones repentinas de luz amarilla y blanca.
—¡Estoy rodeado! ¡Estoy rodeado! —oímos gritar a Broussard por el walkie-talkie—. ¡Necesito ayuda inmediatamente! Repito: ¡Necesito ayuda inmediatamente!
Un pedacito de mármol salió disparado y me dio en la mejilla; de repente, las ramas de los árboles que teníamos detrás empezaron a moverse violentamente y cayeron al suelo; chispas y sonidos metálicos surgieron súbitamente de la roca.
Angie y yo nos apartamos como pudimos del borde del precipicio y cogí el walkie-talkie.
—Aquí Kenzie. Nos están atacando. Repito: nos están atacando desde el lado sur de la cantera.
Seguí arrastrándome por la oscuridad y vi que mi linterna seguía donde la había dejado, junto al borde, y con el haz de luz en dirección a la cantera. Quienquiera que nos estuviera disparando desde el otro lado del agua, probablemente estaría usando la linterna como punto de luz para saber dónde apuntar.
—¿Te han dado?
Angie negó con la cabeza.
—No.
—Volveré enseguida.
—¿Qué?
Otra cortina de fuego martilleó las rocas y los árboles que había detrás de nosotros, contuve la respiración y esperé a que hicieran una pausa. Cuando finalmente se hizo el silencio, me abrí paso a través de la oscuridad, tiré la linterna al agua por el borde del precipicio.
—¡Dios mío! —suspiró Angie, mientras yo avanzaba con dificultad hacia ella—. Y ahora, ¿qué hacemos?
—No lo sé. Si tienen rifles con objetivos de gran alcance, ya nos podemos dar por muertos.
Volvieron a abrir fuego. Las hojas de los árboles que había detrás de Angie volaban en la oscuridad y las balas se incrustaban en los troncos, a la vez que hacían saltar pequeñas ramas. El fuego cesó por un instante, seguramente el tiempo necesario para que la escopeta reajustara el objetivo; las balas de metal golpeaban el precipicio que teníamos debajo, justo al otro lado del borde, y apedreaban la roca como una granizada. Si la persona que estaba disparando el rifle lo moviera tan sólo dos o tres centímetros, las balas sobrevolarían la parte superior del precipicio y nos darían de lleno.
—Necesito que me evacuen —gritaba Broussard por el walkie-talkie— inmediatamente. Me están atacando por ambos frentes.
—El equipo de evacuación está en camino —dijo una voz fría y tranquila.
Cuando el fuego volvió a cesar, apreté el botón de transmisión.
—Broussard —pronuncié.
—Sí. ¿Están bien?
—Atrapados.
—Yo también —oí un repentino torrente de balas por el walkie-talkie y cuando miré al otro lado de la cantera pude ver el blanco resplandor del continuo tiroteo en los árboles.
—¡Hijo de perra! —gritó Broussard.
Después, el cielo se abrió y propagó una blanca luz a medida que dos helicópteros sobrevolaban a gran velocidad la cantera, con unas luces lo suficientemente potentes para iluminar todo un campo de fútbol. Durante unos instantes, me cegó la pureza del resplandor blanco y repentino. Todo perdió su color original y palideció: hileras de árboles blancas, rocas blancas, agua blanca.
La intensidad de la luz se vio interrumpida por un objeto largo y oscuro que formó un arco en las filas de árboles del otro lado, dio una vuelta de campana en el aire y cayó por el precipicio en dirección al agua. Seguí con la mirada cómo bajaba, y antes de que desapareciera de mi vista, pude ver que se trataba de un rifle; pero enseguida volvió a empezar el tiroteo en la hilera de árboles al otro lado del agua.
De repente cesó el fuego. Busqué la luz y vislumbré el extremo más grueso de otro rifle, que caía en dirección al agua a través de la oscuridad.
Un helicóptero se detuvo sobre la hilera de árboles del lado de Broussard y oí el sonido del tiroteo automático y a Broussard que gritaba por el walkie-talkie: «Alto al fuego, alto al fuego, loco rematado».
A la luz se veía cómo las verdes copas de los árboles se despedazaban y saltaban por los aires, y entonces se dejó de oír el sonido del arma que disparaba desde el helicóptero y el segundo helicóptero se detuvo y me iluminó directamente la cara. El aire que provocaba las hélices me hicieron caer y Angie cogió el walkie-talkie.
—Retírense. Estamos bien y están en la línea de tiro —dijo.
La luz blanca desapareció por un momento y cuando pude volver a ver con claridad y el aire disminuyó, vi que el helicóptero se había desplazado unos doce metros más arriba, que permanecía inmóvil en el aire por encima de la cantera y que dirigía los faros hacia el agua.
El tiroteo había cesado. Sin embargo, el ruido mecánico había sido sustituido por el silbido de las turbinas del helicóptero y los golpes cortantes del rotor.
Miré la luz blanca y vi cómo se reflejaba en el tronco, la matrícula y la muñeca de Amanda. Volví la cabeza en el preciso momento en que Angie se desprendía del zapato derecho y se quitaba la sudadera por la cabeza. Sólo llevaba un sujetador negro y unos pantalones vaqueros azules; tiritaba de frío a causa del aire y se le enrojecieron las mejillas.
—No podrás bajar ahí —dije.
—Tienes razón —asintió con la cabeza, se inclinó para recoger la sudadera, pasó rápidamente por delante de mí y cuando me giré hacia ella ya estaba en el aire, agitando las piernas y sacando pecho.
El helicóptero se inclinó hacia la derecha y pude ver cómo el cuerpo de Angie se retorcía y luego se enderezaba.
Cayó como un misil.
Su cuerpo parecía oscuro en contraste con la claridad de la luz. Al tener las manos fuertemente asidas a los muslos y caer a plomo parecía una esbelta estatua.
Golpeó el agua como un cuchillo de carnicero, con un corte limpio y luego desapareció.
—Hay alguien en el agua —dijo alguien por el walkie-talkie—. Hay alguien en el agua.
Como si supieran que yo iba a seguirla, el helicóptero volvió hacia el precipicio, giró a la derecha y permaneció inmóvil en el aire. A pesar de que se movía ligeramente de un lado a otro, formaba una pared delante de mí.
El truco para saltar con éxito desde el precipicio de la cantera siempre ha sido la velocidad y la forma de lanzarse. Uno tiene que saltar lo más lejos posible a fin de que el aire y los caprichos de la gravedad no le empujen hacia la pared, y a cualquier saliente que haya mientras desciende. Con el helicóptero justo delante de mí, aunque consiguiera esquivarlo y saltar, la corriente de aire me aplastaría contra el precipicio y me quedaría allí pegado como una mancha.
Me tumbé en el suelo e intenté divisar a Angie. Por el modo en que había caído al agua, aunque hubiera empezado a mover las piernas en el preciso momento en que se zambullera, se había dejado caer desde una gran altura. Y en esta cantera, se podría haber encontrado con cualquier cosa al caer: troncos, una nevera vieja encaramada en una repisa sumergida…
Salió a la superficie a unos catorce metros de la muñeca, miró a su alrededor violentamente y se volvió a zambullir.
Broussard apareció en la parte superior de unas rocas desiguales de la parte sur de la cantera. Agitó los brazos y el helicóptero que se encontraba en esa parte se dirigió hacia él. Broussard extendió los brazos y el ruido ensordecedor de una turbina —que parecía el lamento de la fresa de un dentista— traspasó la noche a medida que descendía en dirección a Broussard. Intentó alcanzar las patas con los brazos pero una ráfaga de aire hizo que el helicóptero se alejara dando tumbos.
La misma ráfaga de aire hizo que el helicóptero que estaba delante de mí fuera de un lado a otro y estuvo a punto de caer por el precipicio. Se enderezó, se movió hacia la derecha, dio la vuelta en medio de la cantera y se dirigió hacia mí en el preciso momento en que yo me estaba quitando rápidamente los zapatos y la chaqueta.
Abajo, Angie volvió a salir a flote y nadó hasta la muñeca. Volvió la cabeza, miró a los helicópteros y se volvió a zambullir.
En el otro lado de la cantera, el helicóptero se dirigía hacia Broussard. Volvió a ponerse encima de las rocas desiguales; por un momento, pareció que perdía el equilibrio, pero levantó los brazos y se agarró a las patas del helicóptero mientras éste se balanceaba por encima del precipicio y giraba el morro por encima del agua. Las piernas de Broussard se movían en el aire, y subía y bajaba el cuerpo, una y otra vez, hasta que consiguieron meterlo en la cabina.
El helicóptero que estaba en este lado de la cantera se dirigió directamente hacia mí y cuando me di cuenta de que estaba intentando aterrizar casi era demasiado tarde. Recogí rápidamente los zapatos y la chaqueta, me alejé como pude del borde y me moví hacia la izquierda ya que las patas delanteras descendieron hacia la roca, se movieron bruscamente y desplazaron el rotor de cola hacia la izquierda.
Cuando se volvió a dirigir hacia mí, a un poco más de altura, la ráfaga de aire que provocaba el rotor era lo suficientemente fuerte como para echarme por tierra y el sonido ensordecedor de la turbina me perforaba los tímpanos como si fuera un pico de metal.
Mientras intentaba ponerme en pie, el helicóptero rebotó una vez por encima de la roca lisa, y volvió a rebotar por segunda vez. Veía cómo el piloto se tensaba en la cabina cada vez que intentaba posarse en la superficie, y el morro iba hacia abajo y la cola se levantaba, y por un minuto pensé que los rotores rascarían las rocas que separaban la cima del precipicio de la hilera de árboles.
Un policía con un mono azul oscuro y un casco negro saltó desde la cabina; mantuvo la cabeza baja y las rodillas dobladas mientras corría hacia mí.
—¿Kenzie? —gritó.
Asentí con la cabeza.
—Venga —me cogió del brazo y me agachó la cabeza ya que el otro helicóptero salió disparado del agua en dirección a la cuesta donde habíamos dejado a Poole.
Sabía que era totalmente imposible que pudiera aterrizar allí. Era demasiado denso, como quien dice no había ni un solo claro. La única forma que tenían de sacarlo era lanzar a un hombre y una cesta por uno de los lados y tirar de él.
El policía me hizo entrar a la cabina mientras los rotores seguían moviéndose a toda velocidad, y tan pronto como estuve dentro, la máquina despegó de la roca dando tumbos y se dejó caer por uno de los lados.
Podía ver a Angie mientras volábamos hacia ella. Sostenía la muñeca de Amanda en una mano y se volvió a zambullir. A medida que el helicóptero se deslizaba por encima de la superficie, el agua empezó a girar y a arremolinarse.
—Hagan el favor de subir —grité.
El copiloto me miró.
Moví el dedo pulgar en dirección al techo.
—¡La ahogarán! ¡Hagan el favor de subir!
El copiloto le dio un codazo al piloto y éste retiró la mano del acelerador; se me revolvió el estómago cuando el helicóptero se ladeó hacia la derecha y por la ventana de la cabina vislumbramos un precipicio cubierto de grafito del que conseguimos alejarnos al ganar altura y dar una vuelta completa; permanecimos inmóviles en el aire a unos diez metros de altura de donde habíamos visto a Angie por última vez.
Salió a la superficie, se debatió contra los remolinos que la hundían, escupió agua y se colocó de espaldas.
—¿Qué está haciendo? —preguntó el policía que estaba junto a mí.
—Está intentando llegar a la orilla —repuse, mientras Angie nadaba de espaldas hacia las rocas a la vez que formaba un arco con la muñeca cada vez que levantaba el brazo izquierdo.
El policía asintió mientras apuntaba a la hilera de árboles con el rifle.
El instituto de Angie no tenía equipo de natación y, por lo tanto, competía para el Club Femenino de América; cuando tenía dieciséis años ganó una medalla de plata en un campeonato regional. A pesar de que hacía muchos años que fumaba, aún nadaba muy bien. Se deslizaba elegantemente por el agua, sin apenas moverla y dejaba tan poco rastro que cuando se dirigía hacia la orilla parecía una anguila.
—Tendrá que volver a pie —dijo el copiloto a gritos—, es imposible aterrizar ahí abajo.
Angie vio un saliente de rocas justo antes de chocar contra ellas. Se dio la vuelta y dejó que la corriente la llevara hasta las rocas; una vez allí, puso la muñeca con cuidado en una de las grietas y subió hasta la parte superior de la roca. El piloto dirigió el helicóptero hacia las rocas, colocó un megáfono encima de la luz y dijo:
—Señorita Gennaro, no podemos evacuarla. No hay suficiente espacio entre las paredes de las rocas y no tenemos donde aterrizar.
Angie asintió y, aunque se la veía cansada, nos hizo una señal con la mano; se le veía el cuerpo blanco a causa del foco reflector y algunos mechones de su pelo largo y negro le cubrían las mejillas.
—Justo detrás de esas rocas —dijo el piloto por el megáfono— hay un camino. Sígalo y vaya girando hacia la izquierda. Llegará a la avenida Ricciuti. Habrá alguien esperándola.
Angie indicó con el pulgar que todo iba bien y se sentó en la roca, aspiró profundamente y puso la muñeca en su regazo.
Cuando el helicóptero se ladeó de nuevo y empezó a volar por encima de las paredes de la cantera, Angie se convirtió en un diminuto punto tenue en contraste con la negritud de las paredes; el suelo a nuestros pies se movía a gran velocidad a medida que sobrevolábamos la antigua ruta del ferrocarril y nos dirigíamos hacia el oeste en dirección a las pistas de esquí de Blue Hills.
—¿Qué demonios buscaba ahí abajo? —preguntó el policía que estaba junto a mí, mientras dejaba el rifle.
—A la niña.
—¡Caramba! —dijo el policía—. Ya volveremos con buceadores.
—¿Por la noche?
El policía me miró a través de la visera.
—Seguramente —aunque no parecía muy convencido y añadió—: No, tendría que ser por la mañana.
—Creo que ella esperaba encontrarla antes.
El policía se encogió de hombros.
—Si Amanda McCready está en esa cantera, sólo Dios puede hacer que encontremos su cadáver.