17

El comandante John Dempsey de la policía del estado de Massachusetts tenía una cara irlandesa tan plana como la palma de la mano y los ojos cautos y saltones como los de un búho. Incluso parpadeaba como un búho. Cada vez que cerraba los gruesos párpados los mantenía así durante un buen rato hasta que volvía a abrirlos como si fueran persianas y le volvían a desaparecer bajo las cejas.

Al igual que la mayoría de soldados[9] del estado que he conocido, su columna vertebral parecía forjada con tubería de plomo y tenía los labios pálidos y demasiado finos; al contrastarlos con esa cara tan inmaculadamente blanca daba la impresión de que alguien se los hubiera dibujado con un lápiz de labios. Sus manos eran de un blanco cremoso, de dedos largos y femeninos; las uñas tan finamente arregladas que se asemejaban al canto de una moneda. Sin embargo, esas manos eran la única parte del cuerpo que daba sensación de suavidad. El resto parecía de esquisto; era tan delgado y enjuto que daba la sensación de que si se cayera del podio, se rompería en mil pedazos.

El uniforme que llevan los soldados del estado siempre me ha inquietado, especialmente el de los oficiales de alta graduación. Creo que hay algo agresivo y teutónico en el reluciente cuero negro, en esas charreteras tan exageradas y en las placas de plata, en la banda de oficial que les cruza el pecho desde el hombro derecho hasta la cadera izquierda, en el hecho de que el ala del sombrero sea un poco más alta de lo normal para que les quede bien encima de la frente y les cubra los ojos.

Los policías municipales me recuerdan a los soldados de infantería de las antiguas películas bélicas. Por muy bien que se vistan, siempre parecen estar a punto de avanzar a rastras por las playas de Normandía, con el cigarrillo mojado entre los dientes y la espalda embarrada. Pero cuando observo a cualquiera de los soldados del estado —con los dientes bien apretados, su arrogante mandíbula, y el sol reflejándose en todos esos detalles especialmente pensados para que brillen— me los imagino marchando a paso de ganso por las otoñales calles de Polonia allá por el año 1939.

El comandante Dempsey se quitó su gran sombrero justo antes de que nos reuniéramos, lo cual nos permitió ver que debajo tenía un copete pelirrojo. Era de la misma longitud que unos brillantes picos que surgían de la cabellera como césped artificial; además, parecía del todo consciente del desconcertante efecto que producía en los desconocidos. Alisó ambos lados con la mano, levantó el puntero de encima del escritorio y se dio golpecitos en la palma de la mano mientras sus ojos recorrían la sala con cierta expresión de desprecio. A su izquierda, en una pequeña hilera de sillas debajo del escudo de la Commonwealth, estaba sentado el teniente Doyle y el jefe de policía de Quincy; ambos vestían de forma fúnebre y los tres observaban la sala majestuosamente.

Estábamos reunidos en la sala de juntas del cuartel de la policía estatal de Milton y los estatales se habían apropiado de todo el lado izquierdo de la sala; todos tenían los mismos ojos de lince y la piel suave, los sombreros debajo del brazo y ni una sola arruga en sus ropas.

La parte izquierda de la sala contaba con la presencia de los policías de Quincy en las filas delanteras y con la de los de Boston en las traseras. Los de Quincy parecían querer imitar a los estatales, pero, aun así, vi unas cuantas arrugas y unos cuantos sombreros en el suelo junto a sus pies. En su mayor parte se trataba de hombres y mujeres jóvenes con las mejillas tan tersas y resplandecientes como un róbalo a rayas y me apostaría lo que fuera a que ninguno de ellos había disparado nunca un arma estando de servicio.

En comparación, la parte trasera parecía la sala de espera de un comedor de beneficencia. Los policías uniformados no iban mal del todo, pero los hombres y mujeres de la Brigada contra el Crimen Infantil, así como muchos otros detectives que trabajaban temporalmente en otras brigadas, formaban una buena colección de individuos mal vestidos y con manchas de café; a las cinco de la tarde eran como sombras que olían a cigarrillo, con el pelo chafado, y la ropa tan arrugada que uno incluso podría perder algo entre sus pliegues. Casi todos los detectives habían trabajado en el caso de Amanda McCready desde el principio y tenían el típico porte de que-te-jodan-si-no-te-gusta de los policías que han hecho demasiadas horas extra y que han llamado a muchas puertas. A diferencia de los estatales y de los policías de Quincy, los miembros del contingente de Boston se repanchingaban en los asientos, se daban pataditas uno al otro y tosían mucho.

Angie y yo, que llegamos justo antes de que empezara la reunión, nos sentamos en la parte trasera. Con sus pantalones vaqueros negros recién lavados y una camisa de algodón negra debajo de una chaqueta de piel marrón, iba lo suficientemente bien vestida como para sentarse con los policías de Quincy; en cambio, yo iba al más puro estilo grunge de Seattle ya que llevaba una camisa de franela rasgada encima de una camiseta blanca Ren Stimpy y unos tejanos salpicados de manchas de pintura blanca. Sin embargo, las zapatillas deportivas eran completamente nuevas y relucientes.

—¿Son de las que tienen cámara de aire? —preguntó Broussard, cuando nos sentamos junto a él y Poole.

Quité unos hilos que me colgaban de las zapatillas nuevas.

—No.

—¡Qué pena! Son las que más me gustan.

—Según lo que dice el anuncio —dije—, podré saltar y llegar hasta Penny Hardaway y conseguir dos chavalas a la vez.

—Bien, entonces vale la pena.

Detrás del comandante Dempsey, dos soldados colgaban en la pared un gran mapa topográfico de la cantera de Quincy y de la reserva Blue Hills. Después, Dempsey cogió el puntero y señaló un lugar en medio del mapa.

—La cantera de Granite Rail —dijo secamente—. Los últimos acontecimientos relacionados con la desaparición de Amanda McCready nos hacen pensar que hoy a las ocho de la tarde se va a producir allí un intercambio. Los secuestradores quieren cambiar a la niña por una bolsa de dinero robado que en este momento se encuentra en manos del Departamento de Policía de Boston. —Dibujó un gran círculo en el mapa con el puntero—. Como pueden observar, probablemente escogieron la cantera por la gran miríada de posibles rutas de escape.

—Miríada —dijo Poole en voz baja—. Una buena palabra.

—Aunque dispongamos de helicópteros y de un gran destacamento especial en los puntos estratégicos, tanto de la cantera como alrededor de la reserva de Blue Hills, no será una zona fácil de contener. Para complicar aún más las cosas, los secuestradores han pedido que sólo cuatro personas se acerquen a esa zona. Hasta que el intercambio tenga lugar, debemos ocultar totalmente nuestra presencia.

Un soldado levantó la mano y se aclaró la voz.

—Comandante, ¿cómo vamos a rodear la zona sin que nos vean?

—Ahí está el problema —dijo Dempsey, mientras se pasaba la mano por la barbilla.

—No me puedo creer que haya dicho eso —susurró Poole.

—Pues lo ha dicho.

—¡Caray!

—Estableceremos el puesto de mando número uno —continuó Dempsey— en este valle, en la parte inferior de la ladera de la reserva de Blue Hills. Desde allí, tardaremos menos de un minuto en llegar a la cima de la cantera de Granite Rail. Casi todo el destacamento estará allí preparado para atacar. Tan pronto como sepamos que el intercambio ha llegado a su fin, nos extenderemos ampliamente alrededor de la reserva, cortaremos el tráfico de la carretera que va hacia la cantera desde ambos lados, de la carretera que va hacia Chickatawbut y Saw Cut Notch, bloquearemos las salidas hacia el norte y hacia el sur y las rampas de entrada a la autopista del sudeste, echaremos una red por encima y los pescaremos.

—Red —dijo Poole.

—Pescar —dijo Broussard.

—Estableceremos el puesto de mando número dos a la entrada del cementerio de Quincy y el puesto número tres…

Seguimos escuchando a Demsey una hora más durante la cual nos dio información detallada sobre el plan de contención y dividió las tareas entre los departamentos de policía estatales y los locales. Habían planeado desplegar una fuerza de más de ciento cincuenta policías que estarían dispuestos alrededor de la cantera y en los extremos de la reserva de Blue Hills. Tenían tres helicópteros a su disposición. El equipo de élite de negociación de secuestros del Departamento de Policía de Boston también iba a estar presente. El teniente Doyle y el jefe de policía de Quincy serían los encargados de recorrer la zona, es decir, cada uno iría en su propio coche, con las luces apagadas, y darían vueltas alrededor de la cantera en la oscuridad.

—Ya pueden rezar para que no choquen entre sí —comentó Poole.

La cantera comprendía una vasta extensión de tierra. Cuando el granito de Nueva Inglaterra disfrutaba de una época de máxima prosperidad, había más de sesenta canteras en funcionamiento. Granite Rail era una de las veintidós canteras que no habían sido cerradas y el resto se extendía a través de las colinas laceradas que estaban entre la autopista y la reserva de Blue Hills. El plan era entrar por la noche y con muy poca luz. Incluso los guardabosques que Dempsey había hecho venir para que hablaran de la zona, admitieron que había tantos senderos en esas colinas que algunos sólo los conocían la poca gente que los utilizaba.

Pero el problema real no eran esos senderos. Tarde o temprano, los senderos llevaban a algún sitio que se reducía a una pequeña cantidad de carreteras y a uno o dos parques públicos. Aunque los secuestradores consiguieran escapar de las colinas a través de la draga, seguramente les echarían el guante un poco más abajo. Si se diera el caso de que sólo fuéramos los cuatro y unos cuantos policías vigilando desde la colina, entonces dejaría los extremos a los hombres de Cheese. Pero con ciento cincuenta policías, se me hacía muy difícil imaginar cómo pensaban desplazarse por allí sin que nadie los viera.

Y por muy tontos que fueran la mayor parte de los hombres de Cheese, seguro que sabían, al margen de lo que antes hubieran solicitado, que en cualquier situación en que hubiera rehenes siempre había un elevado número de policías.

Así pues, ¿cómo pensaban salir?

Cuando Dempsey hizo una pausa, levanté la mano y como tuve la sensación de que no iba a hacerme el más mínimo caso, dije:

—Comandante.

Miró el puntero.

—¿Sí?

—No creo que los secuestradores consigan escapar.

Varios policías se rieron entre dientes y Dempsey sonrió.

—Bien, eso es precisamente lo que pretendemos, señor Kenzie.

Le sonreí.

—Lo entiendo perfectamente, pero ¿no cree que los secuestradores también lo ven así?

—¿Qué quiere decir?

—Ellos fueron los que escogieron ese lugar. Seguro que ya sabían que la policía lo rodearía, ¿no?

Dempsey se encogió de hombros.

—Cometer crímenes atonta a la gente.

Los chicos de azul volvieron a reírse educadamente.

Esperé a que acabaran para continuar.

—Comandante, ¿qué pasaría si ellos ya lo hubieran planeado todo teniendo en cuenta que la policía iba a estar presente?

Sonrió con jovialidad, pero sus ojos de búho no lo hicieron. Me miró fijamente con los ojos semicerrados, parecía confundido y enfadado.

—No hay escapatoria, señor Kenzie. A pesar de lo que piensen, tienen una posibilidad entre mil.

—Pero creen que tienen esa posibilidad.

—Entonces están equivocados. —Dempsey miró el puntero y frunció el ceño—. ¿Alguien quiere hacer otra pregunta estúpida?

A las seis de la tarde, nos reunimos con la detective Maria Dykema del equipo de negociación de secuestros; nos encontramos en una furgoneta aparcada junto a un tanque de agua a unos veinticinco metros de la avenida Ricciuti, la carretera que habían construido abriéndose paso a través de la cantera de Quincy. Era una mujer delgada y menuda, de unos cuarenta años de edad con el pelo blanco como la leche y los ojos almendrados. Llevaba un traje oscuro de ejecutiva y a lo largo de toda nuestra conversación no dejó de tocarse el pendiente de perla que llevaba en la oreja izquierda.

—Si alguno de ustedes se encontrara cara a cara con el secuestrador y la niña, ¿qué haría?

Nos miró lentamente a los cuatro y después a la furgoneta, donde alguien había pegado una foto de National Lampoon en la que se veía una mano que apuntaba a la cabeza de un perro con una pistola y cuyo encabezamiento decía: Si no compran esta revista, mataremos a este perro.

—Estoy esperando.

—Le decimos al sospechoso que suelte… —dijo Broussard.

—Le pide al sospechoso —le corrigió.

—Le pedimos al sospechoso que suelte a la criatura.

—Y si contesta «vete a la mierda» y mueve la pistola, entonces…

—Entonces…

—Entonces se retiran —precisó la detective—, no lo pierden de vista pero le dejan hacer. Se asusta y la criatura muere. O se siente amenazado, que es lo mismo. Lo primero que se hace es hacerle creer que no está atrapado, que dispone de espacio. No quieren que se sienta dueño de la situación, pero tampoco quieren que se sienta impotente. Quieren hacerle creer que tiene posibilidades. —Volvió la cabeza, dejó de mirar la foto, se tiró del pendiente y nos miró a los ojos—. ¿Está claro?

Asentí con la cabeza.

—Hagan lo que hagan, nunca apunten al sospechoso. No hagan movimientos bruscos. Cuando se dispongan a hacer algo, díganselo antes, por ejemplo: «Ahora voy a retroceder. Voy a tirar la pistola», etcétera.

—Que le tratemos como a un niño —dijo Broussard—. Eso es lo que nos recomienda.

Esbozó una ligera sonrisa mientras se miraba el dobladillo de la falda.

—Detective Broussard, llevo seis años trabajando para el equipo de negociación de rehenes y en todo ese tiempo sólo he fallado en un caso. Si lo que quiere es hinchar el pecho y empezar a gritar: «Al suelo, cabronazo» cuando se encuentre en una situación de éstas, haga lo que quiera. Pero hágame un favor y ahórreme la molestia de tener que contarles todo esto después de que el responsable le pegue un tiro a Amanda McCready en el corazón y le salpique la camisa de sangre —lo miró con las cejas alzadas—. ¿Vale?

—Detective —aclaró Broussard—, no estaba poniendo en duda sus métodos de trabajo, simplemente quería hacer una observación.

Poole asintió con la cabeza.

—Si para salvar a esa niña hace falta que tratemos como a un niño a alguien, le aseguro que pongo al tipo en un cochecito y empiezo a cantarle nanas. Tiene mi palabra.

Ella suspiró, se echó hacia atrás y se pasó ambas manos por el pelo.

—La posibilidad de que alguien se encuentre cara a cara con el individuo que retiene a Amanda McCready es prácticamente nula, pero si sucediera, recuerden que esa niña es todo lo que tiene. La gente que suele coger rehenes y llegan a un punto muerto, se comportan igual que las ratas que se sienten arrinconadas. Normalmente están muy asustadas y son mortíferas. No se culpan a sí mismos de la situación ni les culparán a ustedes. Le echarán la culpa a la criatura, y si no se va con mucho cuidado, le cortarán el cuello.

Dejó que sus palabras hicieran mella. Sacó cuatro tarjetas de visita del bolsillo del traje y nos dio una a cada uno.

—¿Todos tienen teléfono móvil? —nos preguntó.

Asentimos con la cabeza.

—Mi número está apuntado en el reverso de la tarjeta. Si llegan a un punto muerto y ya no saben qué decirle, llámenme y pásenle el teléfono al secuestrador. ¿De acuerdo?

Miró por la ventana trasera el terreno escarpado y negro de la colina, todo lo que afloraba en la cantera y las siluetas que sobresalían entre picos puntiagudos de granito.

—La cantera —dijo—, ¿a quién se le puede ocurrir escoger un sitio así?

—No parece un lugar del que se pueda escapar con facilidad —comentó Angie—, dadas las circunstancias.

La detective Dykema asintió con la cabeza.

—Y aun así, lo escogieron. ¿Qué saben ellos que nosotros no sepamos?

A las siete, nos reunimos en el puesto de mando móvil del Departamento de Policía de Boston, donde el teniente Doyle nos dio su propia versión de lo que sería un discurso para motivarnos.

—Si la cagan, allí arriba hay muchos peñascos desde los que pueden saltar. Así pues —le dio una palmadita a Poole en la rodilla—, no la caguen.

—Un discurso muy inspirador, señor.

Doyle sacó una bolsa de deporte azul claro de debajo del cuadro de mandos y la echó en el regazo de Broussard.

—El dinero que el señor Kenzie ha traído esta mañana —dijo—. Se ha contado todo y los números de serie están registrados. En esa bolsa hay exactamente doscientos mil dólares. Ni un centavo menos. Asegúrense de devolver la bolsa tal cual.

La radio, que prácticamente ocupaba una tercera parte del cuadro de mandos, emitió un sonido.

—Puesto de mando, llamando desde la unidad Cincuenta y nueve. Cambio.

Doyle cogió el auricular de la base y apretó el botón de enviar.

—Aquí puesto de mando. Adelante, Cincuenta y nueve.

—Mullen ha salido de Devonshire Place en un taxi amarillo que se dirige hacia el oeste por la calle Storrow. Le seguimos de cerca. Cambio.

—¿Hacia el oeste? —se preguntó Broussard—. ¿Por qué hacia el oeste? ¿Por qué va por la calle Storrow? Cincuenta y nueve —se dirigió a la Unidad—, ¿han comprobado la identidad de Mullen?

—Ah… —hubo una pausa larga entre ruidos de transmisiones eléctricas.

—Repita, Cincuenta y nueve. Cambio.

—Puesto de mando, interceptamos la transmisión de Mullen con la empresa de taxis y vimos cómo subía al taxi por la parte trasera en la calle Devonshire. Cambio.

—Cincuenta y nueve, no parece estar muy convencido.

—Puesto de mando, vimos a un hombre que se ajustaba perfectamente a la descripción física de Mullen y que llevaba una gorra de los Celtics de Boston, gafas de sol… Eh… Cambio.

Doyle cerró los ojos por un instante, se colocó el auricular en medio de la frente.

—Cincuenta y nueve, ¿han identificado al sospechoso? Cambio.

Otra pausa larga con ruidos de fondo.

—En realidad, puesto de mando, no lo hemos identificado, pero estamos convencidos de que…

—Cincuenta y nueve, ¿quién más mantenía vigilancia en Devonshire Place? Cambio.

—Sesenta y siete, puesto de mando. Señor, cree que deberíamos…

Doyle cortó la conexión con el interruptor, apretó un botón de la radio y habló por el auricular.

—Sesenta y siete, aquí puesto de mando. Respondan. Cambio.

—Puesto de mando, aquí Sesenta y siete. Cambio.

—¿Dónde se encuentran?

—Al sur de la calle Tremont, puesto de mando. Compañero a pie. Cambio.

—Sesenta y siete, ¿por qué están en la calle Tremont? Cambio.

—Siguiendo a un sospechoso, puesto de mando. Sospechoso a pie, en dirección sur a lo largo del parque público. Cambio.

—Sesenta y siete, ¿quiere eso decir que están siguiendo a Mullen por la calle Tremont en dirección sur?

—Afirmativo, puesto de mando.

—Sesenta y siete, ordene a su compañero que detenga al señor Mullen. Cambio.

—Ah, puesto de mando, nosotros no…

—Ordene a su compañero que detenga al sospechoso, Sesenta y siete. Cambio.

—Afirmativo, señor.

Doyle dejó el auricular encima del cuadro de mandos durante un instante, se pellizcó el caballete de la nariz y suspiró.

Angie y yo miramos a Poole y a Broussard. Broussard se encogía de hombros. Poole movía la cabeza con aversión.

—Puesto de mando, aquí Sesenta y siete. Cambio.

Doyle cogió el auricular.

—Adelante —dijo.

—Sí, puesto de mando, bien, pues…

—El hombre al que están siguiendo no es Mullen, ¿afirmativo?

—Afirmativo, puesto de mando. El individuo iba vestido como el sospechoso, pero…

—Corto, Sesenta y siete.

Doyle colocó el auricular en la radio y movió la cabeza negativamente. Se reclinó en el asiento y miró a Poole.

—¿Dónde está Gutiérrez?

Poole cruzó las manos sobre el regazo.

—Lo último que sé es que estaba alojado en una habitación del Prudential Hilton. Llegó ayer por la noche de Lowell —declaré.

—¿Quién se encarga de seguirlo?

—Un equipo de cuatro hombres: Dean, Gallagher, Gleason y Halpern.

Doyle verificó los nombres en la lista que tenía junto a él y que especificaba el número de unidad. Encendió la radio.

—Unidad Cuarenta y nueve, aquí puesto de mando. Adelante. Cambio.

—Puesto de mando, aquí unidad Cuarenta y nueve. Cambio.

—¿Dónde se encuentran? Cambio.

—En la calle Dalton, puesto de mando, junto al Hilton. Cambio.

—Cuarenta y nueve, ¿dónde se encuentra —Doyle consultó la lista que tenía a mano— la unidad Setenta y tres? Cambio.

—El detective Gleason está en el vestíbulo, puesto de mando. El detective Halpern está cubriendo la salida trasera. Cambio.

—¿Dónde está el sospechoso? Cambio.

—El sospechoso está en su habitación, puesto de mando. Cambio.

—Confírmelo, Cuarenta y nueve. Cambio.

—Afirmativo. Le volveremos a llamar. Cambio y corto.

Mientras esperábamos la respuesta nadie pronunció palabra. Ni siquiera nos miramos. Igual que cuando uno mira un partido de fútbol, y a pesar de que el equipo lleva seis puntos de ventaja y sólo quedan cuatro minutos de partido, tiene el presentimiento de que la van a cagar, así nos sentíamos los cinco en el puesto de mando, como si las cosas se nos escaparan de las manos. Si Mullen había sido capaz de dar esquinazo tan fácilmente a cuatro detectives experimentados, entonces ¿cuántas otras veces lo habría hecho durante los últimos días? ¿Cuántas veces la policía habría estado convencida de que vigilaba a Mullen, cuando en realidad estaba siguiendo a cualquier otra persona? Mullen, por lo que sabíamos, podría haber ido a visitar a Amanda McCready y podría haber estado preparando la ruta de escape de la cantera para esa misma noche. Podría haber estado sobornando policías para que miraran para el otro lado o eligiendo a los que decidiría quitar de en medio después de las ocho en la negra oscuridad de las colinas.

Si Mullen hubiera sabido desde el principio que le vigilábamos, entonces nos podría haber mostrado todo aquello que quisiera que viéramos, y mientras estábamos concentrados en eso, podría haber hecho a nuestras espaldas todo lo que no quería que viéramos.

—Puesto de mando, aquí Cuarenta y nueve. Tenemos un problema. Gutiérrez ha desaparecido. Repito. Gutiérrez ha desaparecido. Cambio.

—¿Desde cuándo? Cambio.

—No podríamos decirlo con exactitud, puesto de mando. Su coche de alquiler sigue en el aparcamiento. La última vez que lo vimos físicamente fue a las siete. Cambio.

—Puesto de mando, corto.

Durante un instante, tuvimos la sensación de que Doyle iba a aplastar el auricular, pero lo colocó con suavidad y precisión en el extremo del cuadro de mandos.

—Seguramente ya había otro coche en el aparcamiento antes de inscribirse en el hotel —dijo Broussard.

Doyle asintió.

—Si empiezo a verificarlo con las otras unidades, ¿a cuántos hombres de Olamon creen que les habrán perdido la pista?

Nadie sabía la respuesta, pero no creo que la esperara.