Una de las cosas que suelen suceder cuando uno se dedica a seguir cabronazos durante cierto tiempo es que empieza a envidiar su estilo de vida.
Oh, no son las grandes cosas —los coches de sesenta mil dólares, los pisos de un millón de dólares, los asientos de cinco metros en los partidos de los Patriots— las que impresionan, sino la carta blanca de la que gozan cada día los grandes traficantes de drogas y que nos parece tan ajena al resto de gente trabajadora.
Por ejemplo, durante el rato en que los observé, nunca vi a Chris Mullen ni al Faraón Gutiérrez respetar las señales de tráfico. Aparentemente, los semáforos en rojo sólo servían para los mediocres, eran señales de stop para los desgraciados. ¿Y el límite de velocidad de noventa kilómetros por hora en la autopista? Por favor, ¿para qué vamos a ir a noventa si yendo a ciento cincuenta uno llega mucho antes? ¿Por qué ir por el carril indicado si no hay nadie ni nada que impida ir por el arcén?
Además, está el tema del aparcamiento. Encontrar un sitio donde aparcar en Boston es tan poco probable como hallar pistas de esquí en el desierto del Sahara. Ancianas con estolas de visón han librado grandes batallas por conseguir un lugar donde aparcar. A mediados de los ochenta, incluso había imbéciles que llegaban a pagar doscientos cincuenta mil dólares por tener una plaza en el aparcamiento de Beacon Hill, y eso sin incluir el alquiler mensual.
Boston es una ciudad pequeña, hace mucho frío y estamos dispuestos a matar para conseguir un buen aparcamiento. Vengan todos. Traigan a sus familias.
Gutiérrez, Mullen y todos los secuaces que seguimos durante unos días no parecían tener ese problema. Sencillamente aparcaban en doble fila, donde y cuando se les antojara y durante tanto tiempo como quisieran.
Una vez que, en la esquina de la avenida Columbus con el South End, Chris Mullen acabó de comer, salió de Hammersleys y se encontró con un tipo muy cabreado, un artista con perilla y tres pendientes en la oreja, que le estaba esperando. El lustroso Benz de Mullen había bloqueado el paso al culibajo Civic del artista. La novia del artista estaba con él, así que se vio obligado a armar follón. Desde donde estábamos sentados, al otro lado de la calle una media manzana más arriba, no podíamos oír lo que decían pero nos lo podíamos imaginar. El artista y su novia gritaban y gesticulaban con las manos. Mientras Chris se acercaba, se metió la bufanda de cachemir debajo de la gabardina oscura de Armani, se alisó la corbata y le dio una patada en la rótula con una habilidad tal que el artista estaba en el suelo antes de que a su novia se le ocurriera nada que decir. Chris se colocó tan cerca de la mujer que daba la falsa impresión de que eran amantes. Le colocó el dedo índice en la frente, la apuntó con el pulgar y lo sostuvo allí durante un momento, que a ella probablemente le pareció una eternidad. Dejó caer el percurtor, quitó el dedo de la cabeza de la mujer y sopló. Le sonrió. Se inclinó ligeramente y le dio un beso rápido en la mejilla.
Chris se dirigió hacia su coche, entró y se fue. Y dejó a la chica allí, mirando cómo se alejaba, estupefacta y, según creo, sin haberse ni siquiera percatado de que su novio aullaba de dolor, retorciéndose en la acera como si de un gato con la espalda rota se tratara.
Aparte de Broussard, Poole y nosotros dos también había varios policías de la Brigada contra el Crimen Infantil que nos ayudaban a vigilar. Y además de seguir la pista a Gutiérrez y Mullen, también espiábamos a los que formaban parte de la banda de Cheese Olamon. Estaba Carlos Orlando el Shiv que era el encargado de supervisar el funcionamiento diario de los proyectos urbanísticos y que siempre llevaba un montón de cómics dondequiera que fuera. Estaba JJ MacNally, que había conseguido ser el chulo más importante de las prostitutas no vietnamitas del norte de Dorchester, pero que salía con una chica vietnamita, a la cual adoraba y que no aparentaba tener más de quince años. Joel Green y Hicky Vister eran los encargados de supervisar el negocio pirata de préstamos y la correduría de apuestas desde una caseta que tenían en Elsinore’s, un bar propiedad de Cheese en Lower Mills. Buddy Perry y Brian Box, dos tipos tan estúpidos que necesitarían un mapa para encontrar su propio cuarto de baño, eran los encargados de mover la musculatura.
Era evidente, a primera vista, que no se trataba de un grupo de expertos. Cheese había llegado a donde estaba porque pagaba lo que debía, porque era respetuoso, porque rendía homenaje a cualquier persona que pudiera herirle y porque se mantenía al margen cada vez que había un vacío de poder. Lo más importante pasó unos años atrás cuando Jack Rouse, el padrino de las mafias irlandesas de Dorchester y Southie, desapareció con su jefe de guardaespaldas, Kevin Hurlihy, un tipo que tenía un avispero por cerebro y ácido en vez de sangre. Cuando desaparecieron, Cheese apostó por la zona superior de Dorchester y se quedó con el control. Cheese fue muy listo, Chris Mullen sólo lo fue un poco y el Faraón Gutiérrez no parecía tener mucho talento. Aun así, los demás hombres de Cheese aceptaron la norma de no contratar a nadie que, aparte de ser codicioso (ya que según Cheese era perjudicial para el negocio), fuera lo bastante listo como para cambiar esa norma.
Así pues, siempre contrataba a tontorrones, a tipos raros con la adrenalina alta y a gente sin otra ambición que hacer dinero, hablar como James Caan y presumir.
Cada vez que Mullen o Gutiérrez entraban en un edificio —un piso, un almacén, un bloque de oficinas— el equipo electrónico de vigilancia controlaba el lugar y mantenían vigilancia permanente durante los tres días siguientes. Además, siempre que era posible, se infiltraban.
Los micrófonos que colocamos en el piso de Mullen nos sirvieron para enterarnos de que cada día llamaba a su madre a las siete de la tarde y para oír siempre la misma conversación sobre por qué no estaba casado, por qué era tan egoísta que no le quería dar nietos, por qué no salía con chicas como Dios manda y por qué estaba siempre tan pálido a pesar de tener un trabajo tan bueno en el Departamento Forestal. Todos los días a las siete y media miraba Jeopardy! y contestaba las preguntas en voz alta, aunque solía acertar muy pocas. Tenía un talento extraordinario para la geografía, pero se quedaba totalmente jodido cada vez que hacían preguntas sobre los artistas franceses del siglo XVII.
Le oímos charlar con varias amiguitas, hablar de chorradas sobre coches, películas y los Bruins con Gutiérrez, pero al igual que muchos otros criminales, tenía la sana costumbre de no mencionar sus negocios por teléfono.
La búsqueda de Amanda McCready había fracasado en todos los demás frentes y, por lo tanto, cada vez había menos policías en la Brigada contra el Crimen Infantil, ya que les asignaban otros casos.
El cuarto día de vigilancia, Broussard y Poole recibieron una llamada del teniente Doyle. Les ordenaba que se presentaran en comisaría en media hora y que nosotros les acompañáramos.
—Esto no pinta nada bien —dijo Poole, mientras nos dirigíamos hacia el centro de la ciudad.
—¿Por qué nosotros? —inquirió Angie.
—Por eso decía que no pintaba nada bien —dijo Poole, y le sonrió mientras Angie le sacaba la lengua.
Doyle no parecía tener un buen día. Su piel tenía un tono ceniciento, estaba ojeroso y olía a café frío.
—Cierre la puerta —le dijo a Poole, mientras entrábamos.
Nos sentamos al otro lado del escritorio mientras Poole cerraba la puerta.
—Cuando establecí la Brigada contra el Crimen Infantil y necesitaba buenos detectives —dijo Doyle—, busqué por todas partes excepto en la Brigada Antivicio y en la de Narcóticos. Bien, detective Broussard, ¿por qué cree que actué de ese modo?
Broussard jugaba con la corbata. Al cabo de un rato dijo:
—Porque todo el mundo tiene miedo de trabajar con los de la Brigada Antivicio y la de Narcóticos, señor.
—¿Y, cuál cree que es el motivo, sargento Raftopoulos?
Poole sonrió.
—Porque somos muy guapos, señor.
Doyle hizo un gesto con la mano como si lo hubiera visto venir y negó con la cabeza varias veces.
—Porque —aclaró, después de un rato— los detectives de la Brigada de Narcóticos y de la de Antivicio son unos cowboys. Son policías chiflados. Les gusta beber, les gusta jugar y les gusta el jaleo. Les gusta hacer las cosas a su manera.
Poole asintió.
—Muy a menudo su comportamiento es la consecuencia directa del tipo de trabajo que realizan, señor.
—Pero el teniente de la sección seis me aseguró que ustedes dos eran hombres de una pieza, muy eficaces y que procedían según las normas. ¿Comprenden?
—Eso es lo que dicen —admitió Broussard.
Doyle le miró y forzó una sonrisa.
—Si no me equivoco, Broussard, el año pasado le nombraron detective de primera categoría. ¿No es así?
—Sí, señor.
—¿Le importaría mucho que lo rebajaran a detective de segunda o de tercera? ¿O a la categoría de guardia?
—No, señor. No me gustaría en lo más mínimo trabajar de guardia, señor.
—Entonces deje de tocarme las pelotas con toda esa mierda de hacerse el listillo, detective.
Broussard tosió y se llevó la mano a la boca.
—Sí, señor.
Doyle cogió una hoja de papel que tenía encima del escritorio, leyó un trozo y la volvió a dejar en su sitio.
—Tiene la mitad de los detectives de la Brigada contra el Crimen Infantil vigilando a los hombres de Olamon. Cuando le pregunté la razón, me dijo que había recibido un anónimo que decía que Olamon estaba involucrado en la desaparición de Amanda McCready. —Bajó la cabeza, la levantó y lo miró fijamente—. ¿Le importaría reconsiderar lo que dijo?
—¿Señor?
Doyle miró el reloj. Se puso en pie.
—Voy a contar hasta diez. Si antes me dicen la verdad, quizá puedan conservar su puesto de trabajo. Uno.
—¿Señor?
—Dos.
—Señor, no sabemos…
—Tres. Cuatro.
—Creemos que Amanda McCready fue secuestrada por Cheese Olamon para asegurarse de que le devolvieran el dinero que su madre había robado a la banda de Olamon.
Poole se echó hacia atrás, miró a Broussard y se encogió de hombros.
—Así pues, se trata de un secuestro —dijo Doyle, y volvió a sentarse.
—Es posible —arguyó Broussard.
—Lo cual quiere decir que es un caso para los federales.
—Sólo si lo supiéramos con certeza —matizó Poole.
Doyle abrió un cajón, sacó una cinta y la lanzó encima del escritorio. Nos miró a Angie y a mí por primera vez desde que entráramos en la oficina y apretó el botón de play.
Se oyeron unas interferencias, luego el sonido de un teléfono y finalmente una voz, que reconocí que era de Lionel, que decía:
«Hola».
Una voz de mujer al otro lado de la línea dijo:
«Dígale a su hermana que mande al policía viejo, al atractivo y a los dos detectives privados a la cantera Granite Rail mañana a las ocho de la tarde. Dígales que lleguen desde Quincy, subiendo la antigua vía férrea.
»—Perdone. ¿Quién es usted?
»—Dígales que traigan lo que encontraron en Charlestown.
»—Señora, no estoy muy seguro de…
»—Dígales que intercambiaremos lo que encontraron en Charlestown por lo que nosotros encontramos en Dorchester. —El tono de voz de la mujer, bajo y monótono, sonó un poco más alegre—. ¿Lo ha comprendido, cariño?
»—No del todo. ¿Me permite ir a buscar un trozo de papel?
Se rió entre dientes y dijo:
»—Un tipo muy raro, cariño. De verdad. Está todo grabado. Por si alguien quiere escucharlo. Si aparece cualquier otra persona en Granite Rail que no sean las cuatro personas que acabo de mencionar, tiraremos el paquete de Dorchester por un precipicio.
»—Nadie…
»—Adiós, cielito. Que le vaya bien. ¿Me comprende?
»—No, espere».
Se oyó cómo colgaban el teléfono, luego la áspera respiración de Lionel y finalmente el tono de marcar.
Doyle apagó el magnetófono. Echó el cuerpo hacia atrás y con los dedos juntos se rozó suavemente el labio inferior.
Después de unos minutos de silencio dijo:
—¿Me pueden decir lo que encontraron en Charlestown?
Nadie abrió la boca.
Giró la silla, se encaró a Poole y a Broussard.
—¿Quieren que vuelva a contar hasta diez?
Poole miró a Broussard.
Poole extendió la mano, con la palma hacia arriba y la movió en dirección a Broussard.
—Gracias, muy amable.
Poole se dirigió a Doyle.
—Encontramos doscientos mil dólares en el jardín de David Martin y Kimmie Niehaus —le dijo.
—Los cadáveres que encontraron en Charlestown —apuntó Doyle.
—Sí, señor.
—Evidentemente, han guardado esos doscientos mil dólares como prueba.
Poole movió la mano hacia Broussard.
Brousssard se miró los zapatos.
—No exactamente, señor.
—¿De verdad? —Doyle cogió un lápiz y apuntó algo en la libreta—. Una vez que haya llamado a Asuntos Internos y el Departamento los despida sumariamente, ¿para qué empresa de seguridad piensan que van a trabajar?
—Bien, sabe…
—¿O piensan trabajar en un bar?
Doyle sonrió.
—A la gente le encanta saber que el barman ha sido policía. Así se pueden enterar de todas las batallitas.
—Teniente —intervino Poole—, con el debido respeto, nos encantaría conservar nuestros puestos de trabajo.
—No me cabe la menor duda —dijo Doyle, y siguió escribiendo en la libreta—. Deberían haberlo pensado antes de malversar las pruebas en un caso de asesinato. Se considera un delito grave, caballeros —cogió el teléfono, apretó dos números y esperó—. Michael, consígueme los nombres de los agentes que se ocupan de la investigación del asesinato de David Martin y de Kimmie Niehaus. Ya me espero —se apoyó el teléfono en el hombro, dio unos golpecitos en el escritorio con la goma de borrar y empezó a silbar en voz baja. Se oyó una vocecita metálica por el auricular y volvió a colocar el teléfono junto a la oreja—. Ya los tengo —escribió algo en la libreta y colgó—. Detectives Daniel Guden y Mark Leonard. ¿Los conocen?
—Muy poco —dijo Broussard.
—Así pues, es fácil suponer que no les contaron lo que habían encontrado en el jardín de las víctimas.
—Sí, señor.
—¿Sí, señor, se lo contaron o sí, señor, no se lo contaron?
—Lo último —dijo Poole.
Doyle colocó las manos en la nuca y volvió a echarse hacia atrás.
—Hagan el favor de explicármelo todo, caballeros. Si no resulta ser tan grave como me lo parece en este momento, quizá, y digo sólo quizá, vuelvan a trabajar la próxima semana. Pero les puedo asegurar que no volverán a la Brigada contra el Crimen Infantil. Si me apetece ver malditos cowboys, ya miraré Río Bravo.
Poole se lo contó todo, desde que Angie y yo vimos a Chris Mullen en los vídeos de las noticias hasta el final. Lo único que no contó fue que encontramos una nota de rescate en la ropa interior de Kimmie, y cuando repasé mentalmente la cinta de la conversación de Lionel, me di cuenta de que sin esa nota no había prueba suficiente de que la mujer que había llamado a Lionel estaba pidiendo el dinero del rescate. No había ninguna prueba de que había sido un secuestro. Por lo tanto, no hacía falta que intervinieran los federales.
—¿Dónde está el dinero? —preguntó Doyle, una vez Poole hubo acabado.
—Lo tengo yo —apunté.
—¿De verdad que lo tiene usted? —dijo, sin siquiera mirarme—. Estupendo, sargento Poole. Doscientos mil dólares en dinero robado, además de la malversación de pruebas, en manos de un civil cuyo nombre ha sido relacionado en los últimos años con tres casos de asesinato por resolver, según dicen algunos, con la desaparición de Jack Rouse y Kevin Hurlihy.
—No soy yo —expliqué—. Creo que se está confundiendo con otro tipo que también se llama Patrick Kenzie.
Angie me dio una patada en el tobillo.
—Pat —dijo Doyle, inclinándose hacia delante—, míreme.
—Patrick —corregí.
—Le ruego me disculpe —dijo Doyle—. Le suspendo de sus derechos por ocultar pertenencias robadas, por obstruir la justicia, por interferir en la investigación de un delito grave y por haber manipulado las pruebas del mismo. ¿Aún le quedan ganas de meterse conmigo para que pueda averiguar más cosas sobre usted en el caso de que no me caiga bien?
Cambié de posición.
—¿Cómo ha dicho? —insistió Doyle—. No le he oído.
—No —dije.
Se puso la mano detrás de la oreja.
—¿Cómo dice?
—No, señor.
Sonrió y golpeó la mesa con la mano.
—Muy bien, hijo. Habla cuando te hablen. Y si no, calladito. —Miró a Angie y asintió con la cabeza—. Me cae muy bien su compañero. Siempre había oído decir que usted era el cerebro de la operación, señora. Y así ha sido en este caso —se giró hacia Poole y Broussard—. Así que ustedes dos, los grandes genios, decidieron ponerse al mismo nivel de Cheese Olamon e intercambiar el dinero por la niña.
—Sí, más o menos fue así, señor.
—¿Y el motivo por el cual no se lo voy a contar a los federales es…? —dijo, mientras tendía las manos.
—Porque oficialmente nadie ha pedido el rescate —dijo Broussard.
Doyle miró el magnetófono.
—¿Entonces, qué es lo que acabamos de escuchar? —preguntó.
—Bien, señor. —Poole se apoyó en el escritorio y señaló la grabadora—. Si vuelve a escuchar la cinta oirá a una mujer que sugiere intercambiar «algo» que se encontró en Charlestown por «algo» que se encontró en Dorchester. Esa mujer podría estar hablando perfectamente de intercambiar sellos por cromos de béisbol.
—El hecho de que precisamente llamara a la madre de una niña desaparecida, ¿no creen que les podría parecer muy curioso a nuestros amigos los federales?
—Bien, técnicamente —aclaró Broussard— llamó al hermano de la madre de una niña desaparecida.
—Y decía «dígaselo a su hermana» —precisó Doyle.
—Sí, es verdad, pero aun así, señor, no hay pruebas sólidas para afirmar que se trata de un secuestro. Y ya conoce a los federales, la cagaron con Ruby Ridge y Waco, hicieron tratos totalmente insensatos con la gente de Boston, también…
Doyle alargó la mano.
—Estamos perfectamente informados de las últimas infracciones cometidas por el Departamento de Estado, detective Broussard. —Volvió a mirar el magnetófono y lo que había apuntado en la libreta—. La cantera de Granite Rail no pertenece a nuestra jurisdicción. Se encargan de ella la Policía del Estado y la comisaría de Quincy. Así pues… —Juntó las manos—. De acuerdo.
—¿De acuerdo? —se extrañó Broussard.
—De acuerdo quiere decir que si no mencionamos explícitamente a la niña se supone que nos proponemos hacer un esfuerzo conjunto con los estatales y los policías de Quincy. Y podemos dejar a los federales al margen. La persona que llamó dijo que no fuera ningún policía aparte de ustedes dos a la cantera de Granite Rail. Muy bien. Pero vamos a acordonar la zona, caballeros. Vamos a rodear la cantera de Quincy con una cuerda, y tan pronto como la niña esté fuera de peligro, cubriremos con una manta de plomo a Mullen, Gutiérrez y a cualquier otro que se crea que va a ganarse doscientos mil dólares en un día. —Dio un golpecito en el escritorio con los dedos—. ¿Les parece bien?
—Sí, señor.
—Sí, señor.
Les miró con esa sonrisa fría y amplia que le caracterizaba.
—Y cuando acabemos con esto, pueden estar seguros de que ya no van a trabajar ni para mí ni para esta comisaría. Y si las cosas salen mal mañana por la noche en la cantera, les voy a trasladar a Explosivos. Van a pasar el tiempo que les queda hasta la jubilación inspeccionando coches y esperando que no exploten. ¿Tienen alguna pregunta?
—No, señor.
—No, señor.
Se giró hacia nosotros.
—Señor Kenzie y señorita Gennaro, ustedes son civiles y como se pueden imaginar no me hace ninguna gracia que estén aquí, y mucha menos que suban a esa colina mañana por la noche, pero la verdad es que no tengo mucha elección, así que les propongo lo siguiente: no librarán ningún tiroteo con los sospechosos y tampoco hablarán con ellos. Si se produjera algún tipo de confrontación, se agacharán y se cubrirán la cabeza. Una vez que todo esto haya terminado, no contarán ningún detalle de la operación a la prensa. Tampoco podrán escribir ningún libro sobre este asunto. ¿Queda claro?
Ambos asentimos con la cabeza.
—Si no hacen todo lo que les acabo de decir, les revocaré la licencia y el permiso de armas, haré que la Brigada de Antiguos Casos investigue el asesinato de Marion Socia y llamaré a mis amigos de la prensa para que hagan un documental retrospectivo sobre la extraña desaparición de Jack Rouse y Kevin Hurlihy. ¿Entendido?
Asentimos de nuevo.
—Digan: «Sí, teniente Doyle».
—Sí, teniente Doyle —susurró Angie.
—Sí, teniente Doyle —dije yo.
—Excelente. —Doyle se reclinó en la silla y extendió los brazos hacia nosotros cuatro—. Y ahora hagan el favor de desaparecer de mi vista.
—¡Vaya tipo! —comentó Angie, cuando llegamos a la calle.
—En realidad, es un viejo blandengue —dijo Poole.
—¿De verdad?
Poole me miró como si yo estuviera esnifando cola y negó con la cabeza muy lentamente.
—¡Oh! —exclamé.
—El dinero está en un lugar seguro, ¿verdad, señor Kenzie?
Asentí con la cabeza.
—¿Quiere que se lo entregue ahora?
Poole y Broussard se miraron y se encogieron de hombros.
—No hace falta —dijo Broussard—. Tráigalo mañana cuando celebremos esa reunión tan pacífica con los estatales y la policía de Quincy.
—¿Quién sabe? —aventuró Poole—. Quizá con toda la fuerza policial que va a haber vigilando a los hombres de Olamon, igual cogemos al que tiene a la niña cuando salga de casa para ir a la cantera. Los dejamos allí y todo esto se habrá acabado.
—Seguro, Poole —convino Angie—. Será muy fácil.
Poole suspiró y se balanceó sobre los talones.
—Oye —dijo Broussard—, no me apetece nada trabajar para los de explosivos.
Poole se rió entre dientes.
—Esto es como trabajar para ellos —dijo.
Nos sentamos en los escalones del porche delantero de Beatrice y Lionel y les pusimos al corriente de los últimos acontecimientos del caso, aunque omitimos todos aquellos detalles que pudieran ser motivo de acusación por parte de los federales en caso de que este asunto nos pudiera explotar en las mismísimas narices más adelante.
—Así pues —dijo Beatrice cuando acabamos—, todo esto ha sucedido porque Helene tuvo otra de sus brillantes ideas y estafó al tipo equivocado.
Asentí con la cabeza.
Lionel se rascó un gran callo que tenía en el dedo pulgar y empezó a exhalar aire por la boca sin parar.
—Es mi hermana —dijo, después de un rato—, pero esto, esto es…
—Imperdonable —matizó Beatrice.
Se volvió hacia ella, y luego me miró a mí de tal manera que parecía que le hubieran tirado agua a la cara.
—Sí, imperdonable —reconoció.
Angie se acercó a la barandilla, yo me puse en pie y sentí su cálida mano sobre la mía.
—Si sirve de consuelo —dijo—, dudo que nadie pudiera prever lo que iba a pasar.
Beatrice cruzó el porche y se sentó en los escalones al lado de su marido. Le cogió ambas manos con las suyas y durante un minuto permanecieron allí, con la mirada perdida en la calle. Sus rostros expresaban una mezcla de cansancio, vacío, enfado y resignación.
—Simplemente no lo entiendo —susurró Beatrice—. Simplemente no lo entiendo.
—¿La matarán? —nos preguntó Lionel, mientras giraba la cabeza para mirarnos.
—No —contesté—, no tendría ningún sentido.
Angie me apretó la mano para que no me cayera por el peso de la mentira.
De vuelta a casa, me duché para borrar los cuatro días que habíamos pasado sentados en un coche y siguiendo a todos los cabrones de la ciudad. Angie se duchó después.
Cuando salió, se quedó de pie junto a la puerta de la sala de estar, con una toalla blanca enrollada alrededor de su piel color miel. Empezó a cepillarse el pelo y a observarme mientras yo seguía sentado en el sillón y tomaba algunas notas de la conversación que acabábamos de tener con el teniente Doyle.
Levanté la cabeza y nuestras miradas se cruzaron.
Tiene unos ojos extraordinarios, color caramelo y muy grandes. A veces pienso que, si quisieran, podrían ahogarme. Lo cual estaría muy bien, créanme. Muy bien.
—Te he echado de menos —dijo.
—Hemos pasado tres días y medio encerrados dentro de un coche. ¿Qué has echado de menos?
Inclinó la cabeza ligeramente y sostuvo la mirada hasta que lo comprendí.
—Oh —dije—. Quieres decir que me has echado de menos a mí.
—Sí.
Asentí con la cabeza.
—¿Hasta qué punto? —pregunté.
Dejó caer la toalla.
—¿Hasta éste? —dije, y sentí que algo me presionaba la garganta.
—Mi, mi…
Después de hacer el amor, paso cierto tiempo en un mundo de ecos y de imágenes instantáneas.
Estoy tendido en la penumbra y oigo el corazón de Angie latir encima de mí. Siento cómo su columna vertebral me presiona las yemas de los dedos, cómo su cadera me caldea la palma de la mano. Oigo el eco de sus suaves gemidos, un repentino grito sofocado, el sonido grave y ronco de su risa después de caer en el agotamiento y antes de que eche la cabeza ligeramente hacia atrás y de que el oscuro pelo le caiga por la cara y la espalda. Con los ojos cerrados, veo en primer plano cómo los dientes superiores se le juntan con el labio inferior, cómo las pantorrillas se le quedan grabadas en el blanco colchón, cómo el hombro le hace presión sobre la piel. También veo los vestigios de sueño y apetito que de repente le nublan y humedecen los ojos y cómo sus uñas color rosa oscuro penetran en mi piel por encima del abdomen.
Después de hacer el amor con Angie, no sirvo para nada durante una media hora. La mayoría de las veces, necesito que alguien me dibuje un diagrama para poder llamar por teléfono. Excepto las habilidades motrices más básicas, todo lo demás está fuera de mi alcance. Mantener una conversación inteligente es imposible. Sencillamente floto entre ecos e imágenes instantáneas.
—¡Oye! —dice mientras me golpea suavemente el pecho con los dedos y estrecha el muslo contra el mío.
—¿Sí?
—¿Has pensado alguna vez en…?
—En este momento, no.
Se rió, me rodeó el tobillo con un pie, me alzó un poco y me lamió la garganta.
—Lo digo en serio, piénsalo un momento.
—Dispara —conseguí decir.
—¿Has pensado alguna vez que cuando estás dentro de mí, si quisiéramos, lo que estamos haciendo podría crear una nueva vida?
Incliné la cabeza, abrí los ojos y la miré fijamente. Ella me miraba con tranquilidad. Tenía una mancha de rímel debajo del ojo izquierdo y en la suave oscuridad del dormitorio parecía más bien una magulladura.
Y ahora era nuestro dormitorio, ¿verdad? Aún tenía la casa donde había crecido en la calle Howes, aún guardaba la mayor parte del mobiliario, pero hacía prácticamente dos años que no pasaba una sola noche allí.
Nuestro dormitorio. Nuestra cama. Nuestras sábanas enredadas alrededor de nosotros, tendidos uno junto al otro, los latidos del corazón, nuestros cuerpos tan unidos que sería difícil decir dónde empezaba uno y acababa el otro. Incluso para mí era difícil, a veces.
—Un niño —dije.
Asintió con la cabeza.
—Traer un niño —repitió lentamente— a este mundo. Con nuestros trabajos.
Volvió a asentir con la cabeza y esta vez sus ojos brillaban.
—¿Es lo que quieres?
—Yo no he dicho eso —susurró, mientras se acercaba y me besaba la punta de la nariz—. Lo único que he dicho es que si alguna vez habías pensado en ello. Si alguna vez habías pensado en el poder que teníamos cuando hacemos el amor en esta cama y los muelles hacen ruido y nosotros hacemos ruido y todo es tan… bien, maravilloso, no sólo por la sensación física sino porque estamos unidos, tú y yo, aquí mismo. —Me puso la palma de la mano en la ingle—. Somos capaces de crear vida, un niño. Tú y yo. Sólo con que me olvide tomar una pastilla, hay más posibilidades, ¿qué es, una entre cien? Y podría empezar a crecer una vida dentro de mí. Tu vida. La mía —me besó—, la nuestra.
Así tumbados, tan cerca, disfrutando con el calor de nuestros cuerpos, embelesados el uno con el otro, era muy fácil desear que una nueva vida empezara a crecer dentro de ella. En general, todo lo relacionado con el cuerpo de una mujer era sagrado y misterioso, pero aún me lo parecía mucho más al ver a Angie entre las sábanas, en el suave colchón y en la cama tambaleante. De repente, todo parecía estar muy claro.
Pero el mundo no era esa cama. El mundo era frío como el cemento y a menudo doloroso. El mundo estaba lleno de monstruos que una vez habían sido bebés, que habían empezado siendo cigotos en el útero, que habían surgido de una mujer gracias al único milagro que nos queda del siglo XX, pero que nacían enfadados o raros o destinados a serlo. ¿Cuántos amantes habrían estado entre sábanas parecidas, camas parecidas y habrían sentido lo mismo que ahora sentíamos nosotros? ¿Cuántos monstruos habían creado? ¿Y cuántas víctimas?
—Di algo —me apremió Angie, mientras me apartaba el húmedo pelo de la cara.
—He pensado en ello.
—¿Y?
—Y me asusta.
—A mí también.
—Me aterroriza.
—A mí también.
—Mucho.
Los ojos de Angie se empequeñecieron.
—¿Por qué?
—Criaturas en toneles de cemento, Amandas que desaparecen como si nunca hubieran existido, pederastas que vagan por las calles con cinta aislante y cuerdas de nailon. Este mundo es una mierda, cariño.
Asintió con la cabeza.
—¿Y?
—¿Y qué?
—De acuerdo, ya sé que es una mierda, pero lo que quiero decir es que seguramente nuestros padres ya lo sabían y aun así nos tuvieron a nosotros.
—Sí, y además tuvimos una infancia estupenda.
—¿Preferirías no haber nacido?
Puse mis manos al final de su espalda y se apoyó en ellas. Su cuerpo surgió del mío, la sábana le resbaló por la espalda, se asentó en mi regazo y me miró; el cabello le caía detrás de las orejas; desnuda, preciosa y lo más cercana a la perfección absoluta que nunca hubiera presenciado antes en nadie, en nada o en sueños.
—¿Si preferiría no haber nacido?
—Ésa es la pregunta —dijo dulcemente.
—Por supuesto que no —aclaré— pero ¿lo preferiría Amanda McCready?
—Nuestro hijo no sería como Amanda McCready.
—¿Cómo podemos saberlo?
—Porque seguramente nosotros no estafaríamos a traficantes de drogas que se llevarían a nuestro hijo para que les devolviéramos el dinero.
—Cada día desaparecen niños por motivos menos graves que ésos, y tú lo sabes. Los niños desaparecen de camino a la escuela, porque están en la esquina equivocada en el momento equivocado, porque se pierden en los centros comerciales. Y mueren, Angie. Mueren.
Una única lágrima le cayó encima del pecho, le resbaló por encima del pezón y me cayó en el torso, aunque cuando me tocó la piel ya estaba fría.
—Ya lo sé —dijo—, pero aunque las cosas sean así, quiero tener un hijo contigo. No ahora ni seguramente el año que viene. Pero lo quiero. Quiero que mi cuerpo cree algo bello que sea como nosotros y a la vez completamente diferente.
—Quieres un hijo.
Negó con la cabeza.
—Quiero tu hijo.
En algún momento nos adormecimos.
O yo me quedé dormido. Unos minutos más tarde me desperté y vi que ya no estaba en la cama; crucé el oscuro piso en dirección a la cocina. La encontré sentada a la mesa junto a la ventana, con la piel desnuda empalidecida por la desigual luz de la luna que se abría camino en la sombra.
Tenía una libreta y el expediente del caso delante de ella. Cuando entré me miró.
—No permitirán que viva —me dijo.
—¿Cheese y Mullen?
Asintió con la cabeza.
—Sería una estupidez. La matarán.
—La han mantenido con vida hasta ahora.
—¿Cómo lo sabes? E incluso si lo han hecho, seguramente sólo la mantendrán con vida hasta que reciban el dinero. Para asegurarse. Pero luego tendrán que matarla. Hay demasiados cabos sueltos.
Asentí con la cabeza.
—Veo que ya lo has afrontado —dijo.
—Sí.
—¿Y mañana por la noche?
—Espero encontrar un cadáver.
Encendió un cigarrillo, por un momento la llama del encendedor la iluminó.
—¿Puedes aceptarlo? —me preguntó.
—No.
Fui hacia ella, le puse la mano en el hombro y de repente volví a sentir nuestra desnudez en la cocina y volví a pensar en el poder que teníamos en la cama, en el cuerpo, esa tercera vida en potencia que flotaba como un espíritu entre nuestra misma piel.
—¿Bubba? —dijo.
—Lo más probable.
—A Poole y a Broussard no les va a hacer ninguna gracia.
—Ésa es la razón por la cual no les vamos a decir que irá allí.
—Si Amanda sigue con vida cuando lleguemos a la cantera y podemos localizarla o, como mínimo, concretar donde está…
—Entonces Bubba abatirá a cualquier persona que la retenga. Los abatirá como a un saco de mierda y desaparecerá en la oscuridad de la noche.
Ella sonrió.
—¿Quieres llamarle?
Deslicé el teléfono por encima de la mesa.
—Todo tuyo.
Cruzó las piernas mientras marcaba, pegó la oreja al auricular y cuando él contestó, dijo:
—Eh, grandullón, ¿quieres salir mañana por la noche para jugar un rato?
Escuchó y sonrió jovialmente.
—Con un poco de suerte, Bubba, seguro que le puedes disparar a alguien.