Una hora después, Angie abrió la puerta del Crown Victoria.
—¡He conseguido poner micrófonos! ¡He conseguido poner micrófonos! —exclamó.
Yo había estacionado en el cuarto piso del aparcamiento de Pi Alley en dirección a Devonshire Place.
—¿Has puesto micrófonos en todas las habitaciones?
Encendió un cigarrillo.
—Y en todos los teléfonos.
Miré el reloj. Había estado allí dentro una hora larga.
—¿Eres de la CIA, o qué?
Sonrió a través del humo del cigarrillo.
—Puede que luego tenga que matarte, cariño.
—¿Qué pasaba con el traje?
Tenía una mirada lejana mientras observaba la fachada de Devonshire Place a través del parabrisas. Después, ladeó la cabeza ligeramente.
—Los trajes, sí. Habla solo.
—¿Mullen?
Asintió con la cabeza.
—En tercera persona.
—Se lo debe de haber contagiado Cheese.
—Entra por la puerta diciendo: «Una elección estupenda, Mullen. Un traje negro en viernes. ¿Te has vuelto loco?», y cosas por el estilo.
—«Desearía Supersticiones Necias por trescientos, Alex».
Angie soltó una risita.
—Eso es. Entonces se va al dormitorio y empieza a removerlo todo, se arranca el traje de un tirón, empieza a tirar perchas en el armario y demás. Se pasa así un rato, escoge un traje nuevo y se lo pone. Yo pienso: «Que salga de aquí», pues me estoy quedando entumecida detrás del televisor, con un montón de cables como serpientes…
—¿Y?
Angie suele divagar y a veces hay que pincharla para que continúe.
Frunció el ceño.
—«El perseguidor está aquí…» Y de repente lo oigo hablar otra vez: «Gilipollas, gilipollas, ¡eh, tú!».
—¿Qué? —digo, mientras me inclino hacia delante.
—¿Qué, interesados en la historia otra vez?
Me guiñó el ojo y prosiguió:
—Total, que estoy convencida de que me ha visto. Que me ha pillado. Que no tengo escapatoria. ¿De acuerdo?
Sus grandes ojos castaños estaban muy abiertos.
—De acuerdo.
Dio una calada al cigarrillo.
—Nada, seguía hablando solo.
—¿Se llama a sí mismo gilipollas?
—Cuando le da por ahí. «Eh, gilipollas, ¿seguro que te vas a poner una corbata amarilla con este traje? Muy bien, estupendo, cara culo».
—¿Cara culo?
—Lo juro por Dios. Debe de tener un vocabulario muy limitado. Y vuelve a removerlo todo hasta que encuentra otra corbata, se la pone y sigue murmurando. Pienso que cuando consiga la corbata adecuada y esté a punto de salir, seguro que cree que la camisa no le pega. Y yo encajada detrás del televisor, convencida de que me tendrán que sacar de allí.
—¿Y?
—Se marchó y entonces me puse en contacto con vosotros. —Tiró el cigarrillo por la ventana—. Final de la historia.
—¿Estabas dentro del piso cuando Broussard te llamó por el walkie-talkie para decirte que Mullen regresaba?
Negó con la cabeza.
—Me encontraba en la puerta de Mullen con la piqueta en la mano.
—¿Me estás tomando el pelo?
—¿Qué?
—¿Entraste en su casa sabiendo que regresaba?
Se encogió de hombros.
—No sé qué me pasó.
—Estás loca.
Soltó una risita ronca.
—Lo bastante como para que sigas interesado en mí, listo. Es todo lo que necesito.
No tenía muy claro si deseaba besarla o matarla.
Sonó un pitido procedente del walkie-talkie que teníamos en el asiento y de repente oímos la voz de Broussard.
—Poole, ¿lo tiene?
—Afirmativo. Va en un taxi por la calle Purchase en dirección sur. De camino a la autopista.
—Kenzie.
—¿Sí?
—¿La señorita Gennaro está con usted?
—Afirmativo —dije, con un tono de voz muy grave.
Angie me dio un golpe en el brazo.
—No abandonen la vigilancia. Veamos adónde se dirige. Voy a regresar a pie.
Pasó un minuto aproximadamente antes de que Poole volviera a hablar.
—Está en la autopista y se dirige hacia el sur. ¿Señorita Gennaro?
—Sí, Poole.
—¿Está todo el mundo en su sitio?
—Hasta el último mono.
—Enciendan los radiorreceptores y abandonen su posición. Recojan a Broussard y diríjanse hacia el sur.
—Entendido. ¿Detective Broussard?
—Me dirijo hacia el oeste por la calle Broad.
Puse la marcha atrás.
—Nos encontraremos en la esquina de Broad y Batterymarch.
—Entendido.
Mientras salía del aparcamiento, Angie conectó el radiorreceptor portátil que llevábamos en el asiento trasero y ajustó el volumen hasta que oímos el suave siseo del piso vacío de Mullen. Pasé por la rampa del aparcamiento justo por debajo de Devonshire Place, giré a la izquierda en la calle Water, continué por las plazas de Correos y de la Libertad y encontré a Broussard apoyado en una farola delante de una tienda de delicatessen.
Subió rápidamente al coche justo cuando volvimos a oír la voz de Poole por el walkie-talkie.
—Ha salido de la autopista en Dorchester, junto al centro comercial South Bay.
—De vuelta al antiguo barrio —dijo Broussard.
—Los chicos de Dorchester no aguantan mucho tiempo fuera del barrio.
—Es como un imán —le aseguré.
—Dejad eso de una vez —advirtió Poole—. Está girando a la izquierda por la calle Boston y se dirige hacia Southie.
—Sin embargo, no es un imán muy potente —dije.
Diez minutos más tarde, pasábamos ante el Taurus vacío de Poole; estaba aparcado en la calle Gavin, en el centro de la urbanización Old Colony, situada al sur de Boston; dejamos el coche a media manzana de allí. Lo último que Poole nos había dicho era que iba a seguir a Mullen a pie hasta el Old Colony. Hasta que volviera a ponerse en contacto con nosotros, no había prácticamente nada que hacer, excepto sentarnos, esperar y ver el barrio.
De hecho, no está tan mal. Las calles están limpias, tienen árboles a ambos lados y rodean con elegancia los edificios de ladrillo rojo con bordes blancos recién pintados. Debajo de las ventanas de la primera planta suelen haber pequeños setos y césped. La valla que rodea el jardín está bien erguida, firme y en buen estado. Old Colony es una de las urbanizaciones más bonitas del país.
Sin embargo, aún hay problemas con la heroína. Y también hay adolescentes que se suicidan, probablemente a consecuencia de la heroína. Y el problema de la heroína seguro que es una consecuencia del hecho de que por mucho que uno crezca en el lugar más agradable del mundo, no deja de ser una urbanización y aunque la heroína no sea gran cosa, es mucho mejor que quedarse toda la vida mirando las mismas paredes, los mismos ladrillos y las mismas vallas.
—Yo crecí aquí —dijo Broussard desde el asiento trasero del coche.
Se asomó con curiosidad a la ventana como si esperara que en cualquier momento fuera a engrandecerse o a empequeñecerse ante él.
—¿Con ese nombre? —dijo Angie—. No puede ser que hable en serio.
Sonrió y se encogió de hombros.
—Mi padre era un marino mercante de Nueva Orleans. O «Nawlins» como decía él. Allí se metió en algún que otro problema y acabó trabajando en el muelle, primero en Charlestown y después en Southie. —Inclinó la cabeza hacia los edificios de ladrillo—. Nos instalamos aquí. Uno de cada tres niños se llamaba Frankie O’Brien y los demás eran Sullivan, Shea, Carroll y Connelly. Y si no se llamaban Frank, era Mike o Sean o Pat.
Alzó las cejas y me miró.
Levanté las manos.
—¡Ay! —exclamé.
—Así que, el hecho de llamarme Remy Broussard… Sí, creo que me endureció. —Sonrió de modo jovial, volvió a mirar por la ventana y silbó—. Ya ven, hablando de volver a casa.
—¿Ya no vive en Southie? —preguntó Angie.
Negó con la cabeza.
—No, desde de que mi padre murió.
—¿Lo echa de menos?
Apretó los labios y se quedó mirando a unos niños que pasaban por la acera gritando, tirándose uno al otro, sin ninguna razón aparente, lo que parecían tapones de botellas.
—De hecho, no. En la ciudad no me sentía cómodo, siempre me sentí como un niño de campo. Incluso en Nueva Orleans. —Se encogió de hombros—. Me gustan los árboles.
Apretó el botón del walkie-talkie y se lo llevó a los labios.
—Detective Pasquale. Aquí Broussard. ¡Cambio!
Pasquale era uno de los detectives de la Brigada contra el Crimen Infantil a quien habían asignado la tarea de vigilar la prisión de Concord por si alguien iba a visitar a Cheese.
—Aquí Pasquale.
—¿Alguna novedad?
—Ninguna. No ha recibido ninguna visita desde que lo vieran ustedes ayer.
—¿Alguna llamada telefónica?
—Ninguna. Olamon perdió el derecho a recibir llamadas el mes pasado por tomar parte en un acto de protesta que tuvo lugar en el patio.
—De acuerdo. Corto.
Broussard dejó el walkie-talkie en el asiento. De repente, levantó la cabeza y miró un coche que avanzaba calle arriba en nuestra dirección.
—¿Qué tenemos aquí?
Un Lexus RX 300 de color gris que llevaba escrita la palabra Faraón en la matrícula personalizada pasó ante nosotros y avanzó dos o tres metros más antes de dar un giro, aparcar encima de la acera y bloquear la entrada a un callejón. Era un utilitario deportivo que debía de valer unos cincuenta mil dólares, especialmente diseñado para hacer viajes todoterreno y algún que otro safari por la selva, de esos que se suelen hacer por esta zona. Hasta el más mínimo detalle del coche relucía de tal manera que parecía que le hubieran sacado brillo con almohadas de seda. Quedaba muy bien junto a los Escort, Golf y Geo que estaban aparcados a lo largo de la calle y junto al Buick de principio de los ochenta que, en vez de cristales, tenía la ventana trasera cubierta con bolsas de basura verdes.
—El RX 300 —dijo Broussard, imitando el típico tono de los que hacen anuncios— ofrece el confort de primera categoría a todos aquellos traficantes de drogas que no deseen sufrir las consecuencias de tormentas de nieve o carreteras en mal estado. —Se inclinó hacia delante y apoyó los brazos en el respaldo del asiento, sin dejar de mirar el espejo retrovisor—. Damas y caballeros, les presento al Faraón Gutiérrez, ilustrísimo alcalde de la ciudad de Lowell.
Un hispano muy delgado salió del Lexus. Llevaba pantalones negros de lino y una camisa verde lima cerrada en el cuello por un botón negro. Encima llevaba un esmoquin negro de seda que le llegaba hasta las rodillas.
—Va a la última —dijo Angie.
—¡Y tanto! —dijo Broussard—. Y eso que hoy va muy clásico. Tendrían que verlo cuando sale por la noche.
El Faraón Gutiérrez se puso bien la chaqueta y se alisó los pantalones.
—¿Qué coño estará haciendo ése aquí? —dijo Broussard en voz baja.
—¿Quién es?
—Se ocupa de los negocios de Cheese en Lowell y Lawrence, las ciudades donde solía haber tantas factorías. Por añadidura, dicen que es la única persona capaz de controlar a los pescadores tarados de New Bedford.
—Entonces tiene sentido —dijo Angie.
Broussard seguía sin apartar los ojos del retrovisor.
—¿Y eso?
—Va a ver a Chris Mullen.
Broussard negó con la cabeza.
—No, no, no. Mullen y el Faraón se odian. Creo que tiene algo que ver con una mujer, con algo que pasó hace ya unos diez años. Ésa es la razón por la cual Gutiérrez fue desterrado al pueblucho que hay junto a la carretera de circunvalación 495, mientras que Mullen sigue estando en el centro de la ciudad. Eso sí que no tiene sentido.
Gutiérrez observaba la calle y utilizaba ambas manos para asir las solapas del esmoquin, como si de un juez se tratara, y mantenía la barbilla ligeramente inclinada. Inhalaba aire por su larga y delgada nariz. Había algo forzado y extraño en la postura tan rígida que adoptaba; no era propio de su esbelta constitución. Tenía la apariencia típica del hombre que no permite que le ofendan pero siempre está esperando que alguien lo haga. Era tan inseguro que estaría dispuesto a matar sólo para demostrar lo contrario.
Me recordaba a otros muchos hombres que había conocido. Normalmente se trataba de tipos bajitos o delgados tan obsesionados por demostrar que eran igual de peligrosos que los más grandes, que se peleaban sin parar, no descansaban ni para respirar y comían a toda velocidad. Todos ellos habían acabado por ser policías o criminales. No parecía que fueran tan diferentes. Solían morir jóvenes y con rapidez, con una expresión de enfado grabada en la cara.
—Tiene toda la pinta de ser un mal bicho —dije.
Broussard colocó las manos en el respaldo del asiento y apoyó la barbilla encima de ellas.
—Sí, podríamos decir eso del Faraón. Tiene demasiadas cosas que demostrar y le falta tiempo para hacerlo. Siempre me imaginé que se vengaría, no sé, que algún día iría en busca de Chris Mullen y que le volaría la cabeza, para desgracia de Cheese Olamon.
—Quizá sea hoy el día —apuntó Angie.
—Quizá —dijo Broussard.
Gutiérrez anduvo alrededor del Lexus y se apoyó en la parte delantera del coche. Observó el callejón que había bloqueado y luego miró el reloj.
—Mullen se dirige hacia vosotros —se oyó a Poole susurrar por el walkie-talkie.
—Tercera persona poco amistosa aquí delante —dijo Broussard—. Quédate atrás.
—Recibido.
Angie inclinó un poco el espejo retrovisor hacia la derecha para que pudiéramos ver claramente a Gutiérrez, al Lexus y el final del callejón.
Mullen apareció por el callejón. Se pasó la mano por la corbata y miró por un momento a Gutiérrez y al Lexus que se interponían en su camino.
Broussard se echó hacia atrás en el asiento delantero, sacó su Glock del cinturón y quitó el pestillo de seguridad.
—Si las cosas se ponen feas, no se muevan del coche y llamen al 911.
Mullen le ofreció un maletín negro y sonrió.
Gutiérrez asintió con la cabeza.
Broussard se agachó en el asiento y colocó los dedos en la manecilla de la puerta.
Mullen extendió la mano que le quedaba libre y al cabo de un momento Gutiérrez la estrechó. Entonces los dos hombres se abrazaron y empezaron a darse palmaditas en la espalda.
Broussard soltó la manecilla de la puerta.
—Esto se está poniendo interesante.
Después, Gutiérrez se dirigió hacia el Lexus con el maletín, abrió la puerta haciendo una pequeña reverencia y Mullen entró en el coche. Gutiérrez rodeó el auto, entró y puso el motor en marcha.
—Poole —dijo Broussard por el walkie-talkie—, acabamos de ver al Faraón Gutiérrez y a Chris Mullen comportarse como hermanos que no se han visto desde hace mucho tiempo.
—¡No puede ser!
—¡Te lo juro por Dios, hombre!
El Lexus del Faraón Gutiérrez pasó ante nosotros.
Avanzó calle arriba. Broussard se llevó el walkie-talkie a los labios.
—Poole, sal de tu escondrijo. Estamos siguiendo un Lexus SUV de color gris oscuro conducido por Gutiérrez y con Chris Mullen en el asiento de al lado. Están saliendo de la urbanización.
Cuando pasamos por delante del segundo callejón, vimos a Poole salir corriendo. Llevaba un disfraz de vagabundo bastante parecido al mío aunque le había añadido un toque personal ya que se había puesto un pañuelo azul oscuro en la cabeza. Se lo quitó mientras cruzaba la calle a toda prisa en dirección al Taurus y nosotros seguimos al Lexus hasta la calle Boston. Gutiérrez giró a la derecha, llegó a Andrew Square y luego a una carretera paralela a la autopista.
—Si ahora Mullen y Gutiérrez son amigos —dijo Angie—, ¿qué implicaciones tiene?
—Que Cheese Olamon lo tiene crudo.
—Cheese está en la cárcel y sus dos jefecillos, que en teoría se odian a muerte, se unen en su contra.
Broussard asintió con la cabeza.
—Y toman posesión del imperio.
—¿En qué situación queda Amanda? —pregunté.
Broussard se encogió de hombros.
—Por ahí en medio.
—¿En medio de qué? —dije—. ¿De la telaraña?