Ya me habían hablado del horario laboral de Chris Mullen y de su obstinación en dirigir un negocio nocturno durante el día. A la mañana siguiente, exactamente a las nueve menos cinco, salió de Devonshire Towers y se dirigió a la calle Washington.
Yo estaba situado en esa misma calle media manzana más arriba del edificio, y cuando vi por el espejo retrovisor que Mullen se encaminaba hacia la calle State, presioné el botón de transmisión del walkie-talkie que tenía en el asiento.
—Acaba de salir por la puerta delantera —anuncié.
Desde su puesto de la calle Devonshire, donde por las mañanas está prohibido que los coches aparquen o se estacionen, Angie dijo:
—Entendido.
Broussard, que llevaba una camiseta gris, pantalones de chándal negros y una chaqueta de chándal azul marino y blanca, permanecía de pie al otro lado de la calle donde yo estaba, justo delante de Pi Alley. Bebía café de un vaso de plástico y leía la página de deportes como cualquier persona que acaba de hacer footing. Había colocado unos auriculares a un radiorreceptor que llevaba en el cinturón y pintado los auriculares de color amarillo y el radiorreceptor de negro para que pareciera un CD. Unos minutos antes, incluso se había echado agua por encima de la camiseta para simular sudor. Estos tipos que solían estar en narcóticos y antivicio eran los reyes del disfraz.
Cuando Mullen dobló a la derecha junto al quiosco de flores que había delante de Old State House, Broussard cruzó la calle Washington y empezó a seguirle. Vi cómo se llevaba el café a la boca y cómo movía los labios al hablar por el transmisor que había atado a la correa del reloj.
—Se dirige hacia el este por la calle State. Lo tengo. ¡Empieza el espectáculo, chicos!
Desconecté el walkie-talkie y lo metí en el bolsillo de la chaqueta hasta que me tocara actuar de nuevo. Para seguir con el tema del día, me había disfrazado con una trenca andrajosa como si fuera el típico vagabundo de metro, y esa misma mañana la había manchado con yema de huevo y Pepsi. Llevaba una camiseta sucia que estaba rota en el pecho y también me había echado pintura y barro en los pantalones vaqueros y en los zapatos. Llevaba las puntas de las suelas de los zapatos colgando y hacían ruido cuando andaba; además, me sobresalían los dedos de los pies. Llevaba el pelo peinado hacia la frente y me lo había secado para conseguir la típica apariencia de Don King, y además me había untado la barba con la yema de huevo que me había sobrado de la trenca.
Iba muy elegante.
Me bajé la bragueta mientras andaba con dificultad por la calle Washington y vertí lo que me sobraba del café matinal por el pecho. Cuando la gente me veía venir se apartaba para no toparse conmigo. Iba musitando toda una serie de palabras que no había aprendido de mi madre precisamente, y de esta guisa empujé la puerta principal con bordes dorados de Devonshire Place.
No se pueden llegar a imaginar el susto que se pegó el guardia de seguridad cuando me vio.
Y el que se pegaron las tres personas que salían del ascensor y que se apartaron nada más verme.
Miré con descaro a las dos mujeres que había en el trío y sonreí contemplando sus piernas bajo los trajes de Anne Klein.
—¿Queréis venir a comer una pizza conmigo? —les pregunté.
Su acompañante, un ejecutivo, se las llevó cuando el guardia de seguridad dijo:
—¡Eh, tú!
Me dirigí hacia él.
El de seguridad salió de detrás de su mostrador negro brillante y con forma de herradura. Era joven y delgado y me señalaba ofensivamente con un dedo.
El ejecutivo condujo a las mujeres fuera del edificio, sacó un teléfono móvil del bolsillo interior, extendió la antena con los dientes y siguió andando por la calle Washington.
—Venga —dijo el guardia de seguridad—, haz el favor de dar la vuelta y de salir por donde entraste. Ahora mismo. Venga.
Me tambaleé ante de él y me lamí la barba, que se había endurecido debido a la yema de huevo. Mantenía la boca abierta y la barba crujía cada vez que la mordía.
El guardia de seguridad plantó los pies en el suelo de mármol, puso una mano sobre la porra, y, como si se dirigiera a un perro, dijo:
—¡Tú, lárgate!
—¿Eh? —dije entre dientes, y continué tambaleándome ante él.
Se oyó la campanilla del ascensor al llegar al vestíbulo. El guardia de seguridad intentó cogerme del hombro, pero le esquivé.
Me metí la mano en el bolsillo.
—Te quiero enseñar una cosa.
Él sacó la porra de la funda.
—¡Eh! Pon las manos donde pueda verlas… —exclamó.
—¡Santo cielo! —dijo uno de los que salían del ascensor.
Saqué un plátano de la trenca y apunté al guardia con él.
—¡Dios mío, tiene un plátano! —oí que decía una voz a mis espaldas.
Era Angie.
Siempre tenía que improvisar. Era incapaz de seguir el guión.
La multitud que salía del ascensor intentaba cruzar el vestíbulo sin mirarme a los ojos, pero aun así no quería perderse nada del incidente para poder contar la anécdota del día a sus compañeros.
—Señor —instó el guardia de seguridad, intentando parecer autoritario y a la vez educado, ya que había público—, haga el favor de soltar ese plátano.
Le apunté y le dije:
—Me lo dio mi primo. Es un orangután.
—¿No debería alguien llamar a la policía? —apuntó una mujer.
—Señora —dijo el guardia de seguridad, con cierto tono de desesperación—, tengo la situación controlada.
Le lancé el plátano. Soltó la porra y saltó hacia atrás como si le hubiera disparado.
Alguien dio un grito y mucha gente corrió hacia la puerta.
Junto al ascensor, Angie me miró y me señaló el pelo.
—Te queda muy bien —expresó con rimbombancia.
Se coló en el ascensor y las puertas se cerraron.
El guardia de seguridad recogió la porra y soltó el plátano. Parecía a punto de atacarme. No sabía con exactitud cuánta gente tenía detrás, quizás unas tres personas, pero seguro que como mínimo había una persona que pensaba en hacer algo heroico y enfrentarse al vagabundo.
Me volví dando la espalda al mostrador y a los ascensores. Sólo quedaban dos tipos, una mujer y el guardia de seguridad. Ellos ya se dirigían a la puerta. Sin embargo, la mujer parecía fascinada. Tenía la boca abierta y se apretaba la garganta con una mano.
—¿Qué ha pasado con Men at Work? —le pregunté.
—¿Qué?
El guardia dio un paso hacia mí.
—El grupo australiano.
Volví la cabeza y vi que el guardia me miraba con curiosidad.
—Eran muy famosos a principios de los ochenta. Muchísimo. ¿Sabe qué les ha pasado?
—¿Qué? No.
Mantuve la cabeza ligeramente ladeada mientras la observaba y me rasqué la sien. Tuve la sensación de que en el vestíbulo nadie se movió ni respiró durante un buen rato.
—¡Oh! —Me encogí de hombros—. Ha sido culpa mía. Quédese con el plátano.
Lo pisé al salir y los dos hombres se pegaron a la pared. Guiñé un ojo a uno.
—Tienen un guardia de seguridad de primera clase. Si no hubiera sido por él, habría destrozado el edificio.
Abrí la puerta y salí a la calle Washington.
Estaba a punto de indicar con el pulgar que todo había ido bien a Poole, que estaba sentado en el Taurus entre la calle School y la calle Washington, cuando alguien me golpeó el hombro y me echó a un lado.
—¡Sal de mi vista, maldito delincuente!
Volví la cabeza justo a tiempo para ver entrar a Chris Mullen por la puerta, hacerle un gesto al guardia de seguridad sobre mi persona y encaminarse hacia el ascensor.
Me mezclé entre la gente, saqué el walkie-talkie del bolsillo y lo abrí.
—Poole, Mullen ha vuelto.
—Afirmativo, señor Kenzie. Broussard se está poniendo en contacto con la señorita Gennaro ahora mismo. Dése la vuelta y vuelva a su coche. No eche a perder nuestro plan.
Pude ver que movía los labios detrás del limpiaparabrisas, que volvía a dejar el walkie-talkie en el asiento y que me miraba.
Volví a mezclarme entre la gente.
Una mujer con gafas de culo de botella y aspecto de sabandija se me quedó mirando fijamente.
—¿Eres poli o algo así?
Me llevé un dedo a los labios.
—¡Sssh! —guardé el walkie-talkie, dejé a la mujer con la boca abierta y me encaminé hacia el coche.
Mientras abría el maletero, vi a Broussard apoyado en el escaparate de Eddie Bauer. Tenía la mano al lado de la oreja y le hablaba a la muñeca.
Sintonicé su canal mientras me apoyaba en el maletero abierto.
—… se lo digo otra vez, señorita Gennaro, el sujeto está en camino. Interrumpa lo que esté haciendo inmediatamente.
Me limpié la cáscara de huevo de la barba y me puse una gorra de béisbol.
—Lo repito de nuevo —susurró Broussard—. Interrúmpalo. Fuera.
Metí la trenca en el maletero, saqué mi chaqueta negra de piel, coloqué el walkie-talkie en el bolsillo y me subí la cremallera de la chaqueta que llevaba encima de la camiseta sucia. Cerré el maletero, me abrí paso entre la multitud hasta que llegué a Eddie Bauer y me quedé mirando los maniquís del escaparate.
—¿Le ha contestado?
—No —dijo Broussard.
—¿Funcionaba bien el walkie-talkie?
—No lo podría asegurar. Sólo nos queda suponer que me oyó y que lo apagó antes de que Mullen pudiera oírlo.
—Vamos a subir —decidí.
—Si hace un solo paso hacia ese edificio, le arranco la pierna.
—Se está arriesgando demasiado. Si el walkie-talkie no funcionaba bien y no oyó su…
—No voy a permitir que estropee la vigilancia por el simple hecho de que se acueste con ella. —Se apartó de la ventana, dio un paso ligero y largo delante de mí—. Ella es una profesional. ¿Por qué no empieza usted a comportarse igual?
Caminó calle arriba y yo miré el reloj: eran las nueve y cuarto de la mañana.
Mullen llevaba cuatro minutos dentro del edificio. ¿Por qué volvió, en primer lugar? ¿No se le habría visto el plumero a Broussard?
No. Broussard era demasiado bueno para eso. Él mismo había conseguido verlo porque lo estaba buscando y, aun así, se mezclaba tan bien entre la multitud que lo había perdido de vista una vez que ya lo había identificado.
Miré el reloj de nuevo: eran las nueve y dieciséis minutos.
Si Angie hubiera recibido el mensaje de Broussard, tan pronto como éste se dio cuenta de que Mullen se dirigía de nuevo a Devonshire Place, ella ya estaría en el ascensor, o fuera del piso de Mullen. Habría dado media vuelta y se hubiera dirigido hacia las escaleras. Y ya estaría aquí abajo.
Las nueve y diecisiete minutos.
Observé la entrada de Devonshire Place. Un par de corredores de Bolsa salían del edificio. Llevaban relucientes trajes de Hugo Boss, gafas Gucci, corbatas Geoffrey Beene y el pelo tan engominado que haría falta un pájaro carpintero para despeinarlo. Se apartaron para dejar pasar a una esbelta mujer con un traje azul oscuro y unas gafas finísimas Revos a juego; le miraron el culo mientras se subía a un taxi.
Las nueve y dieciocho minutos.
La única razón por la cual Angie aún podría estar allá arriba es que se hubiera visto obligada a esconderse en el piso de Mullen o bien que la hubiera pillado dentro o junto a la puerta.
Las nueve y diecinueve minutos.
No podía ser que hubiera sido tan tonta como para encaminarse hacia el ascensor si hubiera oído el mensaje de Broussard. Quedarse allí de pie y ver cómo se abría la puerta del coche de Chris Mullen…
Hola, Ange, ¡cuánto tiempo sin verte!
¡Y tanto, Chris!
¿Qué te trae por aquí?
Voy a visitar a un amigo.
¿De verdad? ¿No estás trabajando en el caso de la niña desaparecida?
¿Por qué me apuntas con la pistola, Chris?
Las nueve y veinte minutos.
Observé la calle Washington hasta la esquina de la calle School.
Poole me vio y negó pausadamente con la cabeza.
Quizás había conseguido llegar al vestíbulo y el guardia de seguridad la estaba atormentado a preguntas.
Señorita, espere un momento. No recuerdo haberla visto antes por aquí.
Soy nueva. No creo.
Se dirige hacia el teléfono y marca 911…
Pero, aun así, ya habría salido.
Las nueve y veintidós minutos.
Di un paso hacia el edificio. Luego otro. Y entonces me detuve.
Y si nada hubiera salido mal, si Angie simplemente hubiera apagado el walkie-talkie para que el ruido no alertara a nadie de su presencia y estuviera, mientras yo me encontraba allí, en la otra puerta de salida de un decimoquinto piso, observando la del piso de Mullen a través de un pequeño cuadrado de cristal, y yo entrara justo en el momento en que Mullen saliera, me reconociera…
Me apoyé en la pared.
Las nueve y veinticuatro minutos.
Habían pasado catorce minutos desde que Mullen me hubiera hecho retroceder hacia la pared y hubiera entrado en el edificio.
El walkie-talkie que llevaba en la chaqueta sonó cerca del pecho. Lo saqué, oí un ruido confuso y a continuación:
—Va hacia abajo.
Era la voz de Angie.
—¿Dónde estás?
—Lo único que puedo decir es que doy gracias a Dios por los televisores de quince pulgadas.
—¿Está dentro? —preguntó Broussard.
—Por supuesto. Un sitio muy bonito, pero puedo asegurar que las cerraduras son bien fáciles de abrir.
—¿Qué le hizo volver?
—El traje. Es una historia muy larga. Ya la contaré después. Puede llegar a la calle en cualquier momento.
Mullen salió del edificio; llevaba un traje azul en vez del negro que vestía al entrar. También la corbata era diferente. Estaba mirando el nudo fijamente cuando pasó ante mí y me miré los zapatos sin tan sólo mover la cabeza. Los movimientos rápidos son lo primero que notan los paranoicos traficantes de drogas entre una multitud, así que no era cuestión de volver la cara.
Conté hasta diez muy despacio, bajé el volumen del walkie-talkie que llevaba en el bolsillo y apenas pude oír la voz de Broussard diciendo:
—Está en marcha otra vez. Lo tengo.
Alcé la mirada justo cuando Mullen pasaba por delante de una joven con una chaqueta amarillo chillón. Volví la cabeza ligeramente y vi cómo Broussard se escabullía entre la multitud allí donde la calle Court se convierte en la calle State; también vi cómo Mullen giraba a la derecha justo delante de Old State House y entraba en el callejón.
Contemplé mi reflejo en el escaparate de Eddie Bauer.
—¡Vaya! —dije.