13

Broussard me alcanzó en el pasillo que llevaba a la oficina de admisión. Me cogió el codo por detrás y me volvió hacia él.

—¿Tiene algún problema con mis métodos, señor Kenzie?

—¿Métodos? —Me solté—. ¿Así llaman ahora a lo que acaba de hacer?

Poole y el guardia nos alcanzaron.

—Aquí no, caballeros. Debemos guardar las apariencias —dijo Poole.

Poole nos condujo por el pasillo a través de los detectores de metal hasta la puerta de salida. Un sargento, con pequeños mechones de pelo recogidos de forma muy tirante, nos devolvió las armas, salimos de allí y nos encaminamos hacia el aparcamiento.

Broussard volvió a discutir la cuestión tan pronto como salimos de la prisión.

—¿Cuánta mierda estaba dispuesto a tragar de esa babosa, señor Kenzie? ¿Eh?

—Toda la que hiciera falta hasta que…

—Quizá le gustaría volver a entrar, hablar del suicidio del perro y…

—… consiguiera llegar a un acuerdo, detective Broussard. Eso es lo que…

—… discutir hasta qué punto está de su parte.

—Caballeros —terció Poole, mientras se interponía entre nosotros.

El eco de nuestras voces retumbaba por todo el aparcamiento y ambos teníamos la cara roja de tanto gritar. A Broussard le sobresalían los tendones del cuello como si fueran tensos trozos de cuerda y yo sentía cómo la adrenalina corría por mis venas.

—Mis métodos son buenos —dijo Broussard.

—Sus métodos —dije— son repugnantes.

Poole puso la mano encima del pecho de Broussard. Broussard se la quedó mirando durante un rato, mientras los músculos de la mandíbula le temblaban bajo la piel.

Atravesé el aparcamiento, sentí que la adrenalina se transformaba en gelatina en las pantorrillas, la grava crujiendo bajo mis pies, oí el grito agudo de un pájaro que cortaba el aire desde Walden Pond, vi cómo el sol se desvanecía y se reflejaba en los troncos de los árboles, a medida que desaparecía. Me apoyé contra la parte trasera del Taurus y puse un pie en el parachoques. Poole seguía con la mano en el pecho de Broussard, continuaba hablando con él, con los labios muy pegados a la oreja del hombre más joven.

A pesar de todo lo que había gritado, aún no había mostrado mi verdadero temperamento. Cuando estoy realmente enfadado, cuando de verdad se me cruzan los cables, hablo de forma uniforme con un tono de voz pesado y monótono, y una esfera de luz roja me taladra el cráneo y hace desaparecer cualquier indicio de miedo, de moderación o de empatía. Y cuanto más se exalta esa esfera rojiza más se me hiela la sangre, hasta que se tiñe de color azul metálico y la monotonía de mi voz se convierte en un murmullo.

Ese murmullo, que a menudo se produce sin previo aviso, da paso a los azotes, a las patadas, a una violencia muscular que proviene de esa esfera rojiza y de la sangre color metal.

Es el mal genio de mi padre. Mucho antes de saber que lo tenía, sabía cómo era. Lo había sentido en carne propia.

La diferencia principal entre mi padre y yo —espero— radica en nuestra forma de actuar. Siempre daba rienda suelta a su mal genio, sin tener en cuenta ni el momento ni el lugar. La ira le dominaba de la misma forma que el alcohol, el orgullo o la vanidad domina a otros.

Desde una edad muy temprana, de la misma manera que el hijo de un alcohólico jura que nunca beberá, juré tener cuidado con esa esfera roja, con la sangre fría y con esa tendencia a hablar con voz monótona. Siempre he pensado que el hecho de que podamos escoger es lo único que nos diferencia de los animales. Un mono es incapaz de decidir si quiere controlar su apetito. El hombre sí puede. Mi padre, en determinados momentos horribles, era un animal. Yo me niego a serlo.

Por lo tanto, a pesar de que entendía la ira de Broussard, su desesperación por encontrar a Amanda y que golpeara a Cheese Olamon porque éste se negaba a tomarnos en serio, no estaba dispuesto a tolerarlo. Porque no nos llevaba a ninguna parte. Porque no llevaba a Amanda a ninguna parte, a excepción, quizá, de llevarla a algún agujero mucho más profundo del que ya estaba y a alejarla mucho más de nuestras vidas.

Vi los zapatos de Broussard ante mí. Sentí cómo su sombra me tapaba el sol y me enfriaba la cara.

—No puedo seguir haciéndolo —dijo en una voz tan baja que prácticamente se la llevó el aire.

—¿El qué? —pregunté.

—Permitir que todos esos cabronazos perjudiquen a los niños, se salgan con la suya y se crean muy listos. No puedo.

—Entonces debería dejar este trabajo —dije.

—Tenemos su dinero. Debería colaborar con nosotros e intercambiar a la niña para recuperarlo.

Le miré a los ojos; vi miedo y una esperanza obsesiva de no volver a ver otra criatura muerta o jodida para siempre.

—¿Y si no le importa el dinero?

Broussard apartó la mirada.

Poole se acercó al coche y apoyó la mano en el portaequipaje.

—Sí que le importa. Pero no parecía muy convencido.

—Cheese tiene un montón de dinero —dije.

—Ya sabe cómo son esos tipos —dijo Poole, mientras Broussard permanecía de pie y en silencio, con una gélida expresión de curiosidad.

—Nunca tienen suficiente dinero. Siempre quieren más.

—No es que doscientos mil dólares sean demasiado poco para Cheese —objeté—, pero tampoco creo que le parezca ninguna barbaridad. Es dinero para gastos menores, para pagar los sobornos y los impuestos sobre la propiedad de tan sólo un año. ¿Y qué pasa si quiere que aceptemos su opinión desde un punto de vista moral?

Broussard negó con la cabeza.

—Cheese Olamon carece de toda noción de moralidad.

—Eso no es cierto —le di una patada al parachoques con el talón; me sorprendí, supongo que igual que a ellos dos, de la violencia con la que lo había dicho. De forma más tranquila, repetí—: Eso no es cierto. Y la ley moral número uno de su universo es: no te metas con Cheese.

Poole asintió con la cabeza.

—Y Helene lo hizo.

—Eso es.

—Y si Cheese está suficientemente cabreado, ¿cree que es capaz de matar a la niña y olvidarse del dinero tan sólo para que comprendamos lo que quiere decir?

Asentí con la cabeza.

—No sólo eso, sino que después dormiría como un tronco.

La cara de Poole adquirió un tono grisáceo cuando se colocó en la sombra entre Broussard y yo. De repente, me pareció muy viejo; ya no era una persona amenazante, sino más bien alguien que se sentía amenazado, y tampoco tenía esa expresión de malicia infantil.

—¿Qué pasaría si —dijo en un tono de voz tan bajo que tuve que acercarme a él para poder oír lo que decía— Cheese quisiera que lo comprendiéramos y a la vez obtener unos beneficios?

—¿Tirar el anzuelo y cambiar de opinión?

Poole se metió las manos en los bolsillos y se protegió la espalda y los hombros de la repentina ráfaga de aire del final de la tarde.

—Puede ser que nos hayamos pillado los dedos, Rem.

—¿Por qué?

—Ahora Cheese sabe que estamos lo suficientemente desesperados por conseguir que nos devuelvan a la niña como para saltarnos las normas, dejar la placa en casa e hipotéticamente intercambiar el dinero por la niña sin contar con la presencia de ninguna autoridad oficial.

—Y si Cheese quiere salir vencedor…

—… los demás no vamos a ninguna parte —concluyó Poole.

—Tenemos que hablar con Chris Mullen —dije—, y ver a quién nos conduce. Antes de que el intercambio se vaya al traste.

Poole y Broussard asintieron con la cabeza.

—Señor Kenzie —dijo Broussard, tendiéndome la mano—. Me he pasado de la raya. He permitido que ese mentecato sacara lo mejor que hay en mí y podría haberla cagado.

Le estreché la mano.

—Conseguiremos rescatarla —argüí.

Me apretó la mano con fuerza.

—Y con vida.

—Con vida —repetí.

—¿Crees que Broussard está demasiado presionado? —preguntó Angie.

Estábamos aparcados en la calle Devonshire en un extremo del barrio financiero y vigilábamos la parte trasera de Devonshire Place, el bastión de Chris Mullen. Los detectives de la Brigada contra el Crimen Infantil que habían seguido a Mullen hasta aquí se habían ido a casa a dormir. Otros equipos de dos personas vigilaban a los miembros más importantes de la banda de Cheese; mientras tanto, nosotros nos ocupábamos de Mullen. Broussard y Poole se hacían cargo de la parte delantera del edificio desde la calle Washington. Pasaba un poco de la medianoche. Mullen llevaba tres horas dentro.

Me encogí de hombros.

—¿Viste la cara de Broussard cuando Poole contó que habían encontrado el cuerpo de Jeannie Minelli dentro de un tonel de cemento?

Angie negó con la cabeza.

—Mucho peor que la de Poole. Parecía como si estuviera a punto de sufrir un ataque de nervios. Las manos le temblaban y su cara estaba pálida y brillante. Tenía muy mal aspecto. —Dirigí la mirada hacia los tres cuadrados amarillos del decimoquinto piso que habíamos identificado como las ventanas de Mullen justo cuando apagaron la luz en una de ellas—. Quizás esté perdiendo el control. Se pasó con Cheese, de eso no hay ninguna duda.

Angie se encendió un cigarrillo y bajó la ventanilla. La calle estaba tranquila. Inevitablemente atestada de fachadas de piedra caliza blanca y de relucientes rascacielos con cristales azules, parecía el plató nocturno de una película, la maqueta gigante de un mundo que nadie habitaba. Durante el día, Devonshire era un continuo ajetreo, a veces animado y otras agresivo, de peatones, corredores de Bolsa, abogados, secretarias, mensajeros en bicicleta, camiones y taxis tocando la bocina, maletines, corbatas y teléfonos móviles.

Pero después de las nueve, el ajetreo llegaba a su fin, y el hecho de estar sentado en un coche entre esa arquitectura extensa y desolada nos hacía sentir como si sólo fuéramos un puntal más de una pieza de museo gigantesca, cuando ya han apagado las luces y los guardias de seguridad han abandonado la sala.

—¿Te acuerdas de la noche en que Glynn me disparó?

—Sí.

—Justo antes de que sucediera, recuerdo que estuve discutiendo contigo y con Evandro en la oscuridad, con las velas de mi dormitorio brillando como si fueran ojos, y entonces pensé: «Ya no puedo más. Ya no puedo invertir más tiempo, ni un minuto más en toda esta violencia y en toda esta… mierda». —Se volvió—. Quizá Broussard se sienta del mismo modo. Quiero decir, ¿cuántas criaturas se puede uno encontrar en charcos de cemento?

Pensé en el vacío que había invadido los ojos de Broussard después de haber golpeado a Cheese. Era un vacío tan absoluto que incluso había vencido la ira que sentía.

Angie tenía razón: ¿Cuántos niños muertos se pueden llegar a encontrar antes de que uno se desmorone?

—Sería capaz de quemar la ciudad si pensara que eso le podría conducir a Amanda —dije.

Angie asintió con la cabeza.

—Los dos lo harían.

—Y es posible que ya esté muerta.

Angie echó la ceniza del cigarrillo por la ventana.

—No digas eso.

—No lo puedo evitar. Es una posibilidad que debemos contemplar. Lo sabes muy bien. Y yo también.

El silencio imponente de la calle vacía se introdujo suavemente en el coche por un momento.

—Cheese odia a los testigos —dijo Angie, después de un rato.

—Así es —asentí con la cabeza.

—Si esa niña está muerta —Angie se aclaró la voz— seguro que Broussard, y probablemente Poole, se desmoronarán.

Asentí con la cabeza.

—Y que Dios ayude a quienquiera que ellos piensen que estuvo involucrado.

—¿Crees que Dios tiene la más mínima intención de prestar ayuda?

—¿Eh?

—Dios —dijo, mientras apagaba el cigarrillo en el cenicero—. ¿Crees que Dios va a ayudar a los secuestradores de Amanda más de lo que le ha ayudado a ella?

—Seguramente no.

—Pero… —miró por el limpiaparabrisas.

—Si Amanda está muerta y Broussard pierde la cabeza, seguramente matará a los secuestradores y, quizá, Dios sea una ayuda.

—¡Vaya Dios más extraño!

Angie se encogió de hombros.

—Uno hace lo que puede.