12

Cheese Olamon debía de medir metro noventa y pesar unos doscientos kilos, tenía el pelo rubio escandinavo, pero por el motivo que fuere, había llegado a la falsa conclusión de que era negro.

A pesar de que le temblaban las carnes al andar y de que le gustaba llevar esas sudaderas de lana o de algodón que tanto gustan a los obesos de todas partes, hubiera sido un craso error creer que Cheese era el típico gordo jovial o confundir su volumen con falta de agilidad.

Cheese sonreía mucho y sentía una alegría auténtica que aparecía de improviso en presencia de cierta gente. Aunque su anticuada forma de hablar tan característica de Shaft[7], causara a menudo muecas de dolor, había algo en ella que resultaba, aunque parezca mentira, entrañable y contagiosa.

Era inevitable que cualquier persona que le oyera hablar se preguntara si esa especie de jerga que muy poca gente —ni blancos ni negros— usaba aparte de Fred Williamson y Antonio Fargas, era una especie de afecto equivocado por la cultura negra, un fino racismo desequilibrado, o ambas cosas. De cualquier manera, resultaba de lo más contagiosa.

Pero también estaba familiarizado con el Cheese que, sólo observando la mirada de odio que le lanzó una noche a un tipo en un bar, uno sabía inmediatamente que a la víctima le quedaba un minuto de vida. Conocía al Cheese que empleaba a unas chicas tan delgadas y dependientes de la heroína que podrían esconderse detrás de un bate de béisbol, chicas que le daban montones de billetes por la ventanilla del coche y a las que volvía a mandar al trabajo dándoles una palmadita en el huesudo culo.

Ni las rondas que pagaba en el bar, ni los billetes de cinco y de diez dólares que metía en el bolsillo de los borrachos a los que después llevaba al chino para que se pudieran comprar comida, ni los pavos que repartía a los pobres del vecindario por Navidad, podían borrar todos los yonquis que habían muerto en el vestíbulo, con la aguja aún clavada en el brazo; todas las jovencitas que aparentemente en una noche se convertían en viejas acobardadas que, con las encías sangrando, mendigaban en el metro para poderse pagar el tratamiento de azidotimidina; todos los nombres que se había encargado de eliminar del listín telefónico del año siguiente.

Un tipo raro, tanto por su naturaleza como por su educación, Cheese fue un niño menudo y enfermizo durante casi toda la escuela primaria; su tórax, perfectamente visible bajo su barata camisa blanca, se asemejaba a los dedos de un hombre viejo; a veces tenía ataques de tos tan violentos que vomitaba. Rara vez hablaba. Que yo recuerde, no tenía amigos y mientras que casi todos los demás guardábamos la comida en fiambreras con dibujos de Adam-12 y Barbie, Cheese guardaba su comida en una bolsa de papel marrón que doblaba cuidadosamente una vez que había acabado y se la llevaba a casa para volver a utilizarla.

Durante los primeros años, sus padres le acompañaban cada mañana hasta la puerta de la escuela. Le hablaban en una lengua extraña; sus rudas voces se oían desde el patio de la escuela mientras le decían que se arreglara el pelo o que se pusiera bien la bufanda, o mientras jugueteaban con los botones de su pesado abrigo antes de dejarle en libertad. Se iban paseando por la avenida, enormes los dos. El señor Olamon llevaba un sombrero tirolés de raso totalmente pasado de moda con una vieja pluma de color naranja en el cintillo; inclinaba la cabeza ligeramente como si temiera que en cualquier momento les fueran a llenar de improperios o a lanzar basura desde las ventanas del segundo piso. Cheese solía mirarlos hasta que desaparecían de su vista, y se estremecía cada vez que su madre se agachaba para subirse el calcetín que le caía hasta sus gruesos tobillos.

Por la razón que sea, todos los recuerdos que tengo de Cheese y de sus padres parecen estar asociados con la luz grisácea de principios de invierno: imágenes de un niño feo y menudo, en la entrada de un patio de escuela lleno de charcos medio congelados, que observaba a sus gigantescos padres mientras andaban encorvados bajo negros árboles temblorosos.

Cheese tuvo que tragar mucha mierda y soportar muchas palizas debido a su acento, al acento aún más cerrado de sus padres, a sus ropas de pueblerino, y a su piel, que tenía un brillo jabonoso y amarillento que recordaba a los niños el queso pasado. De ahí le venía el nombre.

Cuando Cheese hacía séptimo de primaria en la escuela St. Bart, su padre, que trabajaba de bedel en una selecta escuela de Brookline, fue enjuiciado duramente por haber agredido a un alumno de diez años que había escupido en el suelo. Los pocos segundos que duró el ataque repentino del señor Olamon fueron suficientes para que el alumno, hijo de un neurocirujano del Hospital General de Massachusetts y catedrático visitante de Harvard, saliera con un brazo roto y la nariz partida. Sin lugar a dudas, lo iban a sancionar con severidad. Ese mismo año, Cheese creció veinte centímetros en sólo cinco meses.

Al año siguiente —cuando juzgaron a su padre y lo condenaron de tres a seis años— Cheese empezó a aumentar de volumen.

Esos catorce años durante los cuales soportó toda clase de improperios se convirtieron en masa muscular, esos catorce años durante los cuales fue insultado y todo el mundo imitaba su acento, esos catorce años de humillaciones y de rabia contenida se transformaron en una calcificada bala de cañón de bilis en el estómago.

Ese verano, en que Cheese Olamon había acabado los estudios en la escuela primaria y estaba a punto de empezar en el instituto, se convirtió en el Verano de Restitución de Cheese. Los niños consiguieron sacos de arena, vigilaban desde la acera y llegaron a ver cómo las manos de Cheese le machacaban las costillas a uno. Hubo narices partidas y brazos rotos, y Cari Cox —uno de los que había torturado a Cheese durante más tiempo y más despiadadamente— recibió el impacto de una piedra lanzada desde el tejado de una casa de tres plantas que, entre otras cosas, le arrancó media oreja y lo dejó hablando raro para el resto de su vida.

No sólo fueron los chicos de nuestra clase de St. Bart los que recibían, sino que varias chicas de catorce años pasaron ese verano con la nariz vendada o haciendo viajes al dentista para que les arreglara los dientes.

Aun así, por aquel entonces Cheese ya sabía perfectamente cómo tratar a sus víctimas. A aquellos que correctamente intuía que eran demasiado tímidos o indefensos para devolverle los golpes, les dejaba ver la cara cuando les pegaba. Aquellos a los que más pegó —y que por lo tanto era más probable que fueran a contárselo a la policía o a sus padres— nunca vieron nada en absoluto.

De entre los que conseguimos escapar a la venganza de Cheese estábamos Phil, Angie y yo mismo, que nunca le habíamos atormentado, aunque sólo fuera porque todos nosotros teníamos, como mínimo, un progenitor inmigrante y anticuado. Cheese también dejó en paz a Bubba Rogowski. No recuerdo si alguna vez Bubba se había metido con Cheese, pero aunque lo hubiera hecho, Cheese era lo suficientemente listo como para saber que, si llegaban a enemistarse, Cheese sería el ejército alemán y Bubba el invierno ruso. Así pues, se dedicaba a librar batallas que sabía que podía ganar.

A pesar de que Cheese se volvía cada vez más grande, más astuto y más peligrosamente psicótico, seguía manteniendo una actitud de servilismo en presencia de Bubba, y llegaba a un extremo tal, que se encargaba de dar de comer a los perros y de cepillarlos cada vez que Bubba se iba de viaje al extranjero a comprar armas.

Ése es Bubba. El tipo de gente que a nosotros nos asusta es la que cuida de sus perros.

«Internaron a la madre cuando el sujeto tenía diecisiete años de edad» —leyó Broussard del expediente de Cheese Olamon, mientras Poole pasaba ante la Walden Pond Nature Preserve de camino hacia la prisión de Concord—. «Al padre lo soltaron de Norfolk un año después, desaparecido».

—He oído rumorear que fue Cheese quien lo mató —dije.

Me recliné en el asiento trasero, con la cabeza contra la ventana, y me dediqué a ver pasar los gloriosos árboles de Concord.

Después de que Broussard y Poole hubieran dado el parte informativo sobre el doble asesinato cometido en casa de David el Pequeñajo, Angie y yo cogimos la bolsa de dinero y llevamos a Helene a casa de Lionel. La dejamos allí y nos fuimos al almacén de Bubba.

Las dos del mediodía era una hora en que Bubba solía dormir, y cuando salió a la puerta a recibirnos, vimos que llevaba un quimono japonés rojo chillón y que su cara de angelito desquiciado mostraba cierta expresión de cólera.

—¿Por qué me despertáis? —preguntó.

—Porque necesitamos tu caja fuerte —contestó Angie.

—Si ya tenéis vuestra propia caja fuerte —dijo mirándome ceñudo.

Observé su feroz mirada.

—La nuestra no tiene ningún campo de minas que la proteja —le dije.

Tendió la mano y Angie le dio la bolsa.

—¿Qué hay dentro? —preguntó Bubba.

—Doscientos mil dólares.

Bubba asintió como si le hubiéramos dicho que en la bolsa estaban las reliquias familiares de la abuela. Si le hubiéramos dicho que la bolsa contenía pruebas de vida extraterrestre hubiera reaccionado de la misma forma. A no ser que uno le consiguiera una cita con Jane Seymour, era prácticamente imposible impresionar a Bubba.

Angie sacó las fotografías de Corwin Earle, de Leon y Roberta Trett del bolso y las abanicó ante la soñolienta cara de Bubba.

—¿Conoces a alguno de éstos?

—¡Por todos los santos!

—¿Los conoces? —dijo Angie.

—¿Eh? —negó con la cabeza—. No, pero vaya tía más peluda. ¿Puede incluso ponerse en pie y todo eso?

Angie suspiró y volvió a meter las fotografías dentro del bolso.

—Los otros dos seguro que son presos —dijo Bubbá—. No les conozco, pero es bastante fácil de adivinar.

Bostezó, inclinó la cabeza y nos cerró la puerta en las narices.

—No era precisamente su presencia lo que echaba de menos cuando estaba en la cárcel —dijo Angie.

—Era la forma tan divertida que tenía de hablar —dije.

Angie me dejó en mi apartamento y me dispuse a esperar a Poole y a Broussard. Mientras tanto, ella se dirigió en coche al apartamento de Chris Mullen para empezar la vigilancia; prefería hacer eso antes que visitar la cárcel de hombres. Además, Cheese se pone un poco tonto cuando la ve, empieza a ponerse rojo y a preguntarle a Angie con quién sale. Acompañé a Poole y a Broussard porque supuestamente yo tenía una cara muy amistosa y porque Cheese nunca se ha distinguido por cooperar con la gente uniformada de azul.

—Fue sospechoso de la muerte de un tal Jo Jo McDaniel en 1986 —dijo Broussard mientras íbamos por la Ruta 2.

—Era el mentor de Cheese en el negocio de narcóticos —dije.

Broussard asintió con la cabeza.

—Sospechoso de la desaparición y presunta muerte de Daniel Caleb en 1991 —añadió.

—No sabía nada de eso.

—Contable —Broussard pasó una hoja—. Se dice que falsificaba libros para unos cuantos indeseables.

—Cheese le pilló con las manos en la masa.

—Por lo visto.

Poole me miró por el espejo retrovisor.

—Se parece bastante a la relación que tiene con el mundillo criminal, Patrick —comentó.

Me reincorporé en el asiento.

—Caramba, Poole, ¿qué quiere decir con eso?

—Amigo de Cheese Olamon y de Chris Mullen —dijo Broussard.

—No somos amigos. Simplemente es la gente con la que crecí.

—¿No creció también con el difunto Kevin Hurlihy?

Poole detuvo el coche en el carril izquierdo, ya que el tráfico se había parado al otro lado de la carretera y estaba esperando para cruzar la Ruta 2 y coger el camino de entrada a la prisión.

—Lo último que sabía es que Kevin había desaparecido —dije.

Broussard me sonrió desde el asiento.

—Y no olvidemos al infame señor Rogowski.

Me encogí de hombros. Ya estaba acostumbrado a que mi relación con Bubba sorprendiera a la gente, especialmente a los policías.

—Bubba es un amigo —dije.

—Pues vaya amigo —me espetó Broussard—. ¿Es verdad que una de las plantas de su almacén está minada con explosivos?

Me encogí de hombros.

—Pase a verlo algún día y compruébelo usted mismo.

Poole soltó una risita.

—Para hablar de sus planes de jubilación anticipada —cogió el camino de grava de la prisión—. Simplemente es que procede de un barrio, Patrick… Es que es de un barrio…

—Sencillamente es que la gente no nos entiende —dije—. El corazón de oro, eso es lo que tenemos todos.

Cuando salimos del coche, Broussard se desperezó.

—Oscar Lee me dijo que no se siente muy cómodo cuando tiene que juzgar a la gente.

—¿Cómodo con qué? —dije, mientras miraba las paredes de la prisión.

Típico de Concord. Incluso la prisión tenía una apariencia agradable.

—Juzgar —dijo Broussard—. Oscar dice que odia tener que juzgar a la gente.

Seguí con la mirada el alambre que había en la parte superior del muro y de repente ya no me pareció un lugar tan agradable.

—Dice que ésa es la razón por la cual se relaciona con un psicótico como Rogowski y sigue siendo amigo de gente como Cheese Olamon.

Miré el sol de soslayo.

—No, no soy muy bueno juzgando a la gente. Alguna vez he tenido que hacerlo.

—¿Y? —dijo Poole.

Me encogí de hombros.

—Me dejó muy mal sabor de boca.

—Así pues, no sabe juzgar bien a la gente —dijo Poole, a la ligera.

Estaba pensando en que había llamado estúpida a Helene tan sólo hacía un par de horas; la forma en que la palabra parecía haberle afectado y dolido. Negué con la cabeza.

—Sí que sé juzgar a la gente. Lo único que pasa es que me deja mal sabor de boca. Es así de simple.

Metí las manos en los bolsillos y me dirigí hacia la puerta principal de la prisión antes de que a Poole y a Broussard se les ocurrieran más preguntas sobre mi carácter.

El director había apostado un guardia en cada una de las dos entradas que conducían al pequeño patio para visitantes de la prisión de Concord; los guardias que estaban en las torres se volvieron a mirarnos. Cheese nos estaba esperando cuando llegamos. Era el único recluso que había en el patio, ya que Broussard y Poole habían solicitado la máxima intimidad posible.

—Eh, Patrick, ¿cómo va? —dijo Cheese, mientras cruzábamos el patio.

Estaba de pie al lado de una fuente, que en comparación con la orca de pelo rubio que era Cheese, parecía un tee de golf.

—Bastante bien, Cheese. Hace un día muy bonito.

—No me digas, colega. —Puso el puño encima del mío—. Un día como éste es para disfrutar de un buen coño, de una botella de Jack Daniel’s y de un paquete de Kools. ¿Sabes lo que quiero decir?

No tenía ni idea, pero sonreí. Siempre era así con Cheese. Asentías con la cabeza, sonreías y te preguntabas cuándo iba a empezar a decir cosas con sentido.

—¡Maldita sea! —Cheese se giró sobre sus talones—. Veo que te has traído a la ley. Ha llegado el Hombre —gritó—, ha llegado Poole y —chasqueó los dedos— Broussard, ¿no? Creía que ya no estaban en narcóticos.

Poole sonrió al sol.

—Ya no trabajamos allí, señor Cheese. Lo hemos dejado.

Señaló una costra grande y oscura que Cheese tenía en la barbilla. Parecía como si le hubieran cortado con una navaja de púas.

—¿Qué, ya tiene enemigos aquí?

—¿Lo dice por esto? ¡Mierda! —Cheese puso los ojos en blanco—. Aún no ha nacido ningún hijo de perra que pueda humillar a Cheese.

Broussard soltó una risita y se quitó el barro con la punta del zapato izquierdo.

—Sí, Cheese, seguro. Seguro que ha estado rapeando y ha cabreado a algún colega a quien no le gustan los blancos que no tienen muy clara su identidad. ¿No es así?

—Eh, Poole —dijo Cheese—, ¿qué hace un tipo tan chulo como tú con este inútil hijo de perra con la cabeza hueca y que no sabe dónde tiene el culo ni con la ayuda de un mapa?

—Apabullantemente barriobajero —dijo Poole y le tembló la boca al soltar una risita.

—Me han dicho que ha perdido una bolsa llena de dinero —dijo Broussard.

—¿Eso le han dicho? —Cheese se frotó la barbilla y dijo—: Hummm, no me acuerdo muy bien, agente, pero creo que tiene una bolsa de dinero de la que se quiere deshacer. Bien, estaré encantado de liberarle de ese peso. Désela a mi hombre, a Patrick, y él se encargará de guardarla hasta que yo salga de aquí.

—Vaya, Cheese —dije—, eso sí que es conmovedor.

—Bueno, colega, ya sé que vais de buen rollo, ¿cómo está el colega Rogowski?

—Bien.

—El hijo de puta cumplió un año de sentencia en Plymouth, ¿verdad? Los presos de allí aún no han dejado de temblar. Tienen miedo de que vuelva. Parecía que le gustaba mucho.

—No creo que vuelva —dije—; pasó un año sin mirar la tele y aún no se ha puesto al día.

—¿Cómo están los perros? —me dijo Cheese en voz baja, como si se tratara de un secreto.

—Belker murió hará cosa de un mes.

La noticia puso a Cheese en su sitio durante un momento. Miró al cielo mientras una suave brisa movía sus párpados.

—¿Cómo murió? —Se me quedó mirando—. ¿Envenenado?

Negué con la cabeza.

—Lo atropello un coche.

—¿Fue deliberado?

Volví a negar con la cabeza.

—Una viejecita conducía el coche y Belker salió disparado en línea recta.

—¿Cómo se lo ha tomado Bubba?

—Lo había hecho castrar un mes antes —me encogí de hombros—. Está prácticamente seguro de que fue un suicidio.

—Tiene sentido —dijo Cheese, asintiendo con la cabeza—. ¡Y tanto que lo tiene!

—El dinero, Cheese. —Broussard ondeó una mano ante sus narices—. El dinero.

—No he perdido ningún dinero, agente. Ya se lo he dicho.

Cheese se encogió de hombros, se apartó de Broussard, se encaminó hacia un banco, se sentó en la parte superior y esperó a que nos acercáramos.

—Cheese —le dije, mientras me sentaba a su lado—. Ha desaparecido una niña del barrio. Quizá sepas alguna cosa.

Cogió una brizna de hierba que tenía en los cordones de los zapatos y empezó a darle vueltas con sus rechonchos dedos.

—He oído algo. Amanda no sé qué, ¿no?

—McCready —dijo Poole.

Cheese apretó los labios, pareció pensarlo durante una milésima de segundo. Se encogió de hombros.

—No me suena. ¿Qué tiene eso que ver con la bolsa de dinero?

Broussard se rió entre dientes y movió la cabeza.

—A ver, imaginemos un caso hipotético —dijo Poole.

Cheese apretó las manos entre las piernas, miró a Poole, su cara mantecosa tenía una ingenua expresión de avidez.

—Vale —dijo.

Poole colocó un pie en el banco, al lado del de Cheese.

—A ver, pongamos por caso…

—Pongamos por caso… —dijo Cheese alegremente.

—… que alguien robó cierta cantidad de dinero a un señor que ese mismo día fue encarcelado por haber violado la libertad condicional.

—¿No hay tetas en esta historia? —preguntó Cheese—. A Cheese le gustan las historias con un poco de teta.

—Ya llegará —dijo Poole—. Te lo prometo.

Cheese me dio un golpecito con el codo, hizo una gran mueca y se volvió hacia Poole. Broussard se apoyaba en los talones y miraba hacia las torres de los guardias.

—Esa persona, que, en realidad tiene pecho, roba a un hombre al que no debería haber robado. Y unos meses después, su hija desaparece.

—¡Qué pena! —dijo Cheese—. Me parece vergonzoso, si quieren saber mi opinión.

—Sí —dijo Poole—. Vergonzoso. Un conocido colega del hombre a quien esta mujer hizo enfadar…

—… a quien robó —dijo Cheese.

—Perdone usted. —Lo saludó con un sombrero imaginario—. Un conocido colega del hombre a quien esta mujer robó fue visto entre la multitud que se concentró ante la casa de la mujer la misma noche en que su hija desapareció.

Cheese se frotó la barbilla.

—Muy interesante —dijo.

—Y ese señor trabaja para usted, señor Olamon.

Cheese alzó las cejas.

—Eso sí que es ir al grano.

—¡Hummm!

—Dijo que había una multitud ante la casa.

—Así es.

—Pues, mire, me apuesto lo que quiera que allí había un montón de gente que no trabaja para mí.

—Eso es verdad.

—¿También los va a interrogar a ellos?

—La madre no les robó —dije. Cheese volvió la cabeza.

—¿Cómo lo sabe? Una lagarta que está lo suficientemente loca como para quitarle algo a Cheese, bien podría estar robando a todo el maldito vecindario. ¿Tengo razón, colega?

—Así que admite que le robó algo —dijo Broussard.

Cheese me miró. Movió el dedo pulgar en dirección a Broussard.

—Creía que estábamos hablando de un caso hipotético.

—Por supuesto. —Broussard levantó una mano—. Perdóneme, Su Excelencia.

—El trato es el siguiente —terció Poole.

—¡Oh! —dijo Cheese—. Hay un trato.

—Señor Olamon, vamos a llevar esto en secreto. Quedará entre nosotros.

—Entre nosotros —repitió Cheese, mientras me miraba y ponía los ojos en blanco.

—Pero queremos que nos devuelvan a esa niña sin correr ningún riesgo.

Cheese le miró durante mucho tiempo, con una sonrisa cada vez más amplia.

—A ver si lo he entendido. ¿Me está intentando decir que usted, el Hombre, va a permitir que el tipo hipotético pueda conseguir su hipotético dinero a cambio de una niña hipotética y que quedarán como amigos, como si nada hubiera pasado? ¿Es esta la mierda que me está intentando vender, agente?

—Sargento —corrigió Poole.

—Lo que sea —Cheese soltó un bufido y alzó las manos.

—Está familiarizado con la ley, señor Olamon. Sólo por el simple hecho de ofrecerle este trato, nos estamos tendiendo una trampa. Legalmente, puede hacer lo que quiera con esta oferta sin que le acusen de nada.

—¡Y una mierda!

—Va en serio —dijo Poole.

—Cheese —intervine yo—, ¿quién sale perjudicado con este trato?

—¿Eh?

—En serio. Una parte consigue que le devuelvan el dinero y la otra que le devuelvan a su hija. Y todos tan contentos.

Me señaló con el dedo.

—Patrick, amigo mío, ni se te ocurra empezar a trabajar de vendedor. ¿Qué quién sale perjudicado? ¿Es eso lo que me preguntan? ¿Quién sale asquerosamente perjudicado?

—Sí, adelante.

—¡El hijo de perra al que robaron, ese mismo! —Levantó las manos con fuerza, las golpeó contra sus enormes muslos y acercó su cabeza a la mía hasta que casi se rozaron—. Ese hijo de perra es el que sale perjudicado. A ese hijo de perra le dan totalmente por el culo. ¿Qué, se supone que ha de confiar en el Hombre y su equipo? ¿En el Hombre y su trato? —Me puso una mano en la nuca y apretó—. ¿Qué pasa, negro, has estado fumando crack, o qué?

—Señor Olamon —dijo Poole—, ¿cómo podemos convencerle de que es un negocio limpio?

Cheese me soltó.

—Sencillamente no pueden. Lo que deberían hacer es alejarse, dejar que las cosas se enfríen un poco y que la gente se solucione su propia mierda. —Señaló a Poole con su grueso dedo—. Quizás entonces podamos estar todos contentos.

Poole alargó los brazos, con las palmas hacia arriba.

—No podemos hacer eso, señor Olamon. Ya debería saberlo.

—Está bien, está bien —asintió con la cabeza apresuradamente—. Quizá sólo hace falta que alguien le ofrezca a cierto individuo algún tipo de reducción de sentencia por la ayuda prestada para llevar a cabo cierta transacción. ¿Qué les parece?

—Eso implicaría la intervención del fiscal del distrito judicial —dijo Poole.

—¿Y?

—Quizá se haya perdido la parte en que dijimos que lo queríamos mantener en secreto —dijo Broussard—. Conseguir que nos devuelvan a la niña y todos tan contentos.

—Bien, pues, si el hombre hipotético en cuestión aceptara ese tipo de trato sería un imbécil. Sería un idiota hipotético total, sin la menor duda.

—Lo único que queremos es a Amanda McCready —arguyó Broussard. Se frotó la nuca—. Y la queremos viva.

Cheese se apoyó en la mesa, inclinó la cabeza hacia el sol e inhaló aire por una nariz tan ancha que podría aspirar un montón de monedas de veinticinco centavos dispuestas en una alfombra.

Poole se alejó de la mesa, cruzó los brazos sobre el pecho y esperó.

—Había una zorra en mi establecimiento que se llamaba McCready —dijo Cheese, después de un rato—. Hacíamos negocios de vez en cuando, pero no de forma regular. No daba la impresión de que sirviera para gran cosa, pero si le hacías algún favor que le interesara mucho, tiraba muy bien. ¿Entienden lo que quiero decir?

—¿Establecimiento? —Broussard se acercó a la mesa—. ¿Nos está intentando decir que explotaba a Helene McCready con el propósito de prostituirla, Cheese Whiz?

Cheese se inclinó hacia delante y rió.

—Con el p-p-p-propósito de p-p-p-prostituirla. Suena muy bien, ¿no creen? Ya sé lo que voy a hacer, voy a montar un grupo, llamarlo Propósito de Prostitución, y llenar las discotecas hasta los topes.

Broussard se acarició la muñeca y le pegó un puñetazo a Cheese en toda la nariz. Y no fue, que digamos, una palmadita amorosa. Cheese se llevó las manos a la nariz e inmediatamente le empezó a correr sangre entre los dedos. Broussard se colocó junto a las piernas abiertas del gran tipo, le cogió la oreja derecha con la mano y se la estrujó hasta que le hizo sonar el cartílago.

—Escúchame, atontado. ¿Me estás escuchando?

Cheese hizo un sonido parecido a una afirmación.

—Me importa un rábano Helene McCready; por mí, como si la quieres llevar a una habitación repleta de curas el Domingo de Resurrección. Tampoco me importa lo más mínimo el trapicheo que te traes con la heroína, ni la calle que aún sigues dirigiendo desde detrás de estas paredes. Lo único que me importa es Amanda McCready. —Le dobló la oreja un poco más y se la retorció con fuerza—. ¿Oyes ese nombre? Amanda McCready. Y si no me dices dónde está, Richard Roundtree[8], trozo de mierda, estoy dispuesto a conseguir los nombres de los presos negrazos más fuertes y que más odien tu maldito culo y me voy a asegurar de que pasen una noche contigo a solas, a excepción de sus pollas y de un Zippo. ¿Me sigues o te golpeo otra vez?

Le soltó la oreja y dio un paso atrás.

El sudor había ennegrecido el pelo de Cheese y el sonido que procedía de sus manos ahuecadas en torno a la boca era el mismo que solía hacer de niño entre ataque y ataque de tos, a menudo justo antes de que empezara a vomitar.

Broussard movió la mano hacia Cheese y me miró.

—¡Juzgar a la gente! —dijo, y se limpió la mano en los pantalones.

Cheese se quitó las manos de la nariz y se recostó en el banco, ya que la sangre le goteaba por el labio superior y la boca. Respiró profundamente varias veces, sin dejar de mirar a Broussard.

Los guardias de las torres miraban hacia el cielo. Los dos guardias de la entrada se miraban los zapatos como si esa misma mañana les hubieran regalado un par nuevo a cada uno.

Se oía un sonido metálico seco como si alguien estuviera levantando pesas dentro de los muros de la prisión. Un pájaro diminuto volaba muy bajo sobre el patio de los visitantes. Era tan pequeño y volaba tan rápido que ni siquiera tuve tiempo de ver de qué color era antes de que volviera a alzar el vuelo por encima de los muros y la alambrada y se perdiera de vista.

Broussard se levantó del banco, separó las piernas y se quedó mirando a Cheese con una mirada tan vacía de emoción o de vida que parecía que estuviera examinando la corteza de un árbol. Era otro Broussard, uno que nunca había visto.

Como compañeros de investigación, Broussard nos había tratado con un gran respeto profesional e incluso con cierto encanto. Estoy seguro de que ése era el Broussard que la mayoría de la gente conocía: el detective atractivo, elocuente, perfectamente acicalado y con una sonrisa de estrella de cine. Pero en la prisión de Concord, estaba presenciando el policía de la calle, el alborotador del callejón, el Broussard que interrogaba a golpe de porra. Mientras le dirigía esa oscura mirada a Cheese, me percaté de la inconfundible amenaza del que está dispuesto a ganar a toda costa, la mirada del guerrillero, del que combate en la selva.

Cheese escupió sobre la hierba una espesa mezcla de flema y sangre.

—Eh, Mark Fuhrman —dijo—, ¡que te den por el culo!

Broussard arremetió contra él, pero Poole le cogió por la parte trasera de la chaqueta a medida que Cheese intentaba echarse hacia atrás y apartaba su enorme cuerpo de la mesa de picnic.

—Lo siento, Patrick, pero tus amiguitos son unos revientaculos.

—¡Eh, estúpido! —gritó Broussard—. ¿Te acuerdas de aquella noche a solas? ¿Sabes lo que quiero decir?

—Lo único que veo es a tu mujer haciéndolo con un montón de enanos en mi celda —dijo Cheese—, eso es lo único que veo. ¿Quieres venir a echar un vistazo?

Broussard volvió a arremeter contra él, pero Poole rodeó el pecho de su compañero con sus brazos, lo levantó del suelo y se lo llevó del banco.

Cheese se encaminó hacia la entrada de los presos y yo corrí tras él para poder alcanzarle.

—Cheese.

Volvió la cabeza y me miró, pero sin dejar de andar.

—Cheese, por el amor de Dios, sólo tiene cuatro años.

Cheese siguió andando.

—Lo siento mucho, de verdad. Dile al gran Hombre que le hace falta pulir un poco su educación.

El guardia me detuvo en la puerta cuando Cheese entró. Llevaba gafas de sol con espejos y vi mi imagen distorsionada en ambos ojos cuando me empujaba hacia atrás. Dos diminutas versiones relucientes de mí, pero con la misma mirada de bobo y de consternación en ambos ojos.

—¡Venga, Cheese! ¡Venga, hombre!

Cheese se volvió hacia la valla, pasó los dedos entre los barrotes y me miró durante un buen rato.

—No puedo ayudarte, Patrick. ¿De acuerdo?

Señalé a Poole y a Broussard.

—El trato que te ofrecían era de verdad.

Cheese movió la cabeza lentamente.

—Mierda, Patrick. Los polis son igual que los presos, tío. Los desgraciados no cambian nunca de opinión.

—Volverán con un ejército, Cheese. Ya sabes cómo funcionan las cosas. Están jugando con fuego y además están cabreados.

—Yo no sé absolutamente nada.

—Sí, sí que sabes.

Sonrió jovialmente, la sangre se le empezaba a coagular y a espesar en el labio superior.

—Demuéstralo —dijo.

Se volvió y siguió andando por el camino de piedras que cruzaba un pequeño patio y que le llevaba de vuelta a la prisión.

Cuando volvía a la entrada de visitantes, pasé por delante de Broussard y Poole.

—Bonita forma de juzgar a la gente. Absolutamente genial —les dije.