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MDOSCIENTOS + SERENIDAD = CRIATURA

—¿Emedoscientos? —preguntó Angie.

—Doscientos mil dólares —dijo Broussard tranquilamente.

—¿Dónde ha encontrado esa nota? —pregunté.

Echó un vistazo a la casa.

—Estaba enrollada en la cinta del salto de cama de Kimmie. Supongo que para llamar la atención.

Permanecimos de pie en el jardín.

—Es aquí —dijo Angie, mientras señalaba un pequeño terraplén que había junto a un olmo seco y marchito.

Debía de hacer muy poco que habían movido la tierra ya que el terraplén era lo único que sobresalía en un trozo de tierra tan plano como una moneda de cinco centavos.

—Creo en usted, señorita Gennaro —dijo Broussard—. ¿Qué hacemos ahora?

—Cavar —apunté.

—Confísquelo y hágalo público —precisó Poole—. Relaciónelo, a través de la prensa, con la desaparición de Amanda.

Miré alrededor del jardín, el césped muerto, las hojas del borgoña entrelazadas sobre las briznas de hierba.

—Seguro que hace tiempo que nadie ha estado aquí —comenté.

Poole asintió.

—¿A qué conclusión llega?

—Si realmente está enterrado aquí —señalé el terraplén— creo que David el Pequeñajo se quedó con el dinero, a pesar de que torturaran a Kimmie hasta la muerte delante de él.

—Nadie ha afirmado que Dave el Pequeñajo sea el candidato ideal para el Cuerpo de la Paz —dijo Broussard.

Poole se encaminó hacia el árbol, puso un pie a cada lado del terraplén y se lo quedó mirando.

En la casa, Helene estaba sentada en la sala de estar y miraba la televisión apenas a cuatro metros de dos cadáveres hinchados. El programa de Springer había dado paso a Geraldo o Sally o a cualquier otro director de circo que hiciera sonar el cencerro durante el último desfile de rarezas carnavalescas. La «terapia» de la confesión en público, la mitigación constante del significado de la palabra «trauma», un sinfín constante de imbéciles gritando al vacío desde un pedestal.

A Helene no parecía importarle. Sólo se quejaba del mal olor y nos pidió que abriéramos la ventana. A nadie se le ocurrió una razón lo suficientemente buena como para no hacerlo, así que la abrimos, y la dejamos allí, con la cara sumergida en parpadeos de luz plateada.

—Así pues, hemos terminado —dijo Angie con un tono de voz que denotaba cierta sorpresa serena y triste a la vez; seguramente causada por tenerse que enfrentar de inmediato con la decepción que se siente cuando un caso acaba de repente.

Estuve pensando en ello. Ahora sabíamos que había sido un secuestro de verdad, con la nota del rescate, sospechosos lógicos y un móvil. El FBI se haría cargo del caso y nosotros lo seguiríamos por las noticias, como cualquier otro telespectador del estado, y esperaríamos a que Helene saliera en otro programa de Springer junto a otros padres que hubieran perdido a sus hijos.

Le tendí la mano a Broussard.

—Angie tiene razón. Ha sido muy agradable trabajar con ustedes.

Broussard me chocó la mano y asintió, pero no dijo nada. Miró a Poole.

Poole tocaba el pequeño terraplén de tierra con la punta del zapato, sin dejar de mirar a Angie ni un instante.

—Hemos terminado —le dijo Angie—, ¿verdad?

Poole le sostuvo la mirada durante unos segundos y luego volvió a mirar el diminuto terraplén.

Nadie dijo nada durante unos minutos. Ya no teníamos nada que hacer allí. Aun así, permanecimos allí, como si estuviéramos plantados en el pequeño jardín junto al olmo muerto.

Volví la cabeza hacia la horrible casa que había detrás de nosotros, y desde allí pude ver la cabeza de David el Pequeñajo y la parte superior de la silla a la que lo habían atado. ¿Se habría parado a pensar en lo que se sentía al tener los hombros desnudos apoyados contra el barato respaldo de mimbre de la silla? ¿Habría sido ésa la última sensación que tuvo antes de que una bala le abriera la cavidad torácica de la misma manera que si los huesos y la piel fueran de papel de seda? ¿O lo último que sintió fue la sangre que le goteaba hasta las heridas muñecas y los dedos que se le adormecían y se volvían de color azul?

Quienquiera que hubiera entrado en esa casa el último día o noche de su vida sabía perfectamente que le quitaría la vida a Kimmie y a David el Pequeñajo. Lo que habíamos visto en esa cocina era obra de un profesional. Le habían cortado la garganta a Kimmie como un último esfuerzo para que David el Pequeñajo hablara, pero la habían asesinado con un cuchillo, por prudencia.

Los vecinos casi siempre atribuyen los disparos de bala a cualquier otra cosa: un tiroteo entre coches, quizás, o si oyen una explosión, suelen pensar que se ha quemado un motor o que la vitrina de la porcelana se ha caído al suelo. Especialmente cuando existe la posibilidad de que el ruido provenga de una casa de traficantes o drogadictos, gente que, según sus vecinos, tienen por costumbre hacer ruidos extraños a cualquier hora de la noche.

Nadie quiere pensar que en realidad ha oído un disparo, que en realidad ha sido testigo, aunque sólo sea de forma auditiva, de un asesinato.

Es posible que los asesinos mataran a Kimmie con rapidez y en silencio, y seguramente sin avisar. Pero a David el Pequeñajo seguro que lo habían estado apuntando con esa pistola durante un buen rato. Habían querido que presenciara cómo el dedo apretaba el gatillo, que oyera el sonido del percursor al golpear el cartucho y el piñoneo explosivo de la ignición.

Y esa gente era la que tenía secuestrada a Amanda McCready.

—Están pensando en cambiar los doscientos mil por Amanda —dijo Angie.

Eso era lo que llevaban pensando durante los últimos cinco minutos. Lo que Poole y Broussard estaban poco dispuestos a expresar en palabras. Un incumplimiento total del protocolo del cuerpo de policía.

Poole examinaba el tronco del árbol muerto. Broussard levantó una hoja color rojizo de la hierba con la punta del zapato.

—¿Tengo razón? —preguntó Angie.

Poole suspiró.

—Preferiría que los secuestradores no abrieran un maletín lleno de periódicos o dinero marcado y que mataran a la niña antes de que los pilláramos —dijo.

—¿Le ha pasado alguna vez? —preguntó Angie.

—Ha pasado en algunos casos que cedí al FBI —dijo Poole—. Es la misma situación que estamos tratando aquí. El secuestro es un asunto federal.

—Si pasamos el caso a los federales —dijo Broussard—, guardarán el dinero bajo llave como prueba, harán la negociación y podrán mostrar a todo el mundo lo inteligentes que son.

Angie se asomó al diminuto jardín y se fijó en que los marchitos pétalos de violeta crecían entre la valla de tela metálica del otro lado.

—Ustedes dos quieren negociar con los secuestradores a espaldas de los federales.

Poole se metió las manos en los bolsillos.

—Me he encontrado demasiados niños muertos dentro de armarios, señorita Gennaro.

Angie miró a Broussard.

—¿Y usted? —le preguntó.

Sonrió.

—Odio a los federales.

—Si esto sale mal, se quedarán sin jubilación, o quizás algo mucho peor —comenté.

Al otro lado del jardín, un hombre colgó una alfombra de la ventana del tercer piso y empezó a sacudirla con un palo de hockey sin filo. El polvo se elevaba formando nubes tormentosas y efímeras y el hombre continuó aporreándola sin que pareciera notar nuestra presencia.

Poole se sentó en cuclillas, cogió una brizna de hierba que había cerca del terraplén y dijo:

—¿Se acuerdan del caso de Jeannie Minelli, hace unos dos años?

Angie y yo nos encogimos de hombros. Era triste darse cuenta de la cantidad de cosas horribles que uno olvida.

—Una niña de nueve años —dijo Broussard— que desapareció mientras iba en bicicleta por Somerville.

Asentí. Empezaba a recordar.

—La encontramos…, señor Kenzie, señorita Gennaro. —Poole hacía saltar la brizna de hierba con los dedos—… en un tonel, con cemento hasta el cuello. El cemento aún no se había endurecido porque los genios que la asesinaron habían utilizado una proporción incorrecta de agua y cemento para hacer la mezcla. —Se frotó las manos con fuerza, como si quisiera sacudirse polvo o polen, o por el motivo que fuera—. Encontramos el cadáver de una niña de nueve años flotando en un tonel lleno de cemento acuoso —se puso en pie—. ¿Les parece agradable?

Eché un vistazo a Broussard. Estaba pálido y los brazos le temblaron hasta que puso las manos en los bolsillos y apretó los codos con fuerza contra el torso.

—No —dije—, pero si esto sale mal, ustedes…

—¿Qué? —me contestó Poole—. ¿Perderé el derecho al subsidio? No me falta mucho tiempo para jubilarme, señor Kenzie. ¿Ha presenciado alguna vez lo que el sindicato de policías le puede hacer a quien intente quitar el dinero de la jubilación a un oficial condecorado con treinta años de servicio? —Poole nos señaló con el dedo y lo movió—. Es como si presenciara a perros hambrientos tras la carne que cuelga de las pelotas de un hombre. No es muy agradable.

Angie se rió entre dientes.

—Usted vale mucho más, Poole.

Él tocó su hombro.

—Soy un hombre mayor y agotado con tres ex mujeres, señorita Gennaro. No soy nada. Pero me gustaría salir triunfante de mi último caso. Con un poco de suerte, coger a Chris Mullen y a Cheese Olamon y meterlos en la peor cárcel mientras viva.

Angie le miró la mano, después la cara.

—¿Y si la caga?

—Entonces beberé hasta que me muera. —Poole quitó la mano y acarició su barba de tres días—. Vodka barato. Lo mejor que puedo hacer con la jubilación de poli. ¿Le parece bien?

Angie sonrió.

—Me parece bien, Poole, me parece bien.

Poole echó un vistazo al tipo que estaba sacudiendo la alfombra, nos miró.

—Señor Kenzie, ¿se fijó en la pala de jardinero que había en el porche?

Asentí.

Poole sonrió.

—Oh —dije—, de acuerdo.

Volví a entrar en la casa y cogí la pala. Cuando volví a pasar por la sala de estar Helene me dijo:

—¿Nos vamos a ir pronto?

—Muy pronto.

Miró la pala y los guantes de plástico que llevaba en la mano.

—¿Han encontrado el dinero?

Me encogí de hombros.

—Quizás.

Asintió y siguió mirando la televisión. Empecé a andar otra vez cuando su voz me detuvo en la entrada de la cocina.

—Señor Kenzie.

—¿Sí?

El reflejo de la pantalla del televisor le hacía brillar los ojos de tal forma que me recordaron los de los gatos.

—No le harán ningún daño, ¿verdad?

—¿Se refiere a Chris Mullen y a la banda de Cheese Olamon?

Asintió con la cabeza.

En la televisión había una mujer que le decía a otra que se mantuviera alejada de su hija, ¡tortillera! El público silbaba.

—¿Verdad? —insistió Helene sin apartar los ojos de la pantalla.

—Sí —dije.

Volvió la cabeza bruscamente hacia mí.

—No.

Negaba con la cabeza, como si al hacerlo pudiera conseguir que su deseo se convirtiera en realidad.

Debería de haberle dicho que era una broma. Que Amanda se encontraba bien. Que la encontrarían y que las cosas volverían a ser como antes y que Helene podría seguir drogándose con la tele, con bebidas, con heroína y con todo aquello que necesitara para protegerse de todas las crueldades del mundo.

Pero su hija estaba ahí fuera, sola y asustada, esposada a un radiador o al pilar de una cama, con la boca tapada con cinta aislante para que no pudiera emitir ni un sonido. O estaba muerta. Y uno de los motivos de esa situación era el egoísmo de Helene, su resolución de actuar como le viniera en gana aunque sus actos fueran a tener consecuencias y a surtir el efecto adverso y contrario.

—Helene —dije.

Encendió un cigarrillo y la punta de la cerilla dio varias vueltas alrededor del objetivo antes de que consiguiera encenderlo.

—¿Lo comprende, por fin?

Miró el televisor, luego a mí, tenía los ojos húmedos y enrojecidos.

—¿Qué?

—Su hija fue secuestrada a causa de lo que usted robó. A esos hombres su hija les importa un rábano. Y cabe la posibilidad de que no la devuelvan.

Rodaron dos lágrimas por las mejillas de Helene y se las secó con la muñeca.

—Ya lo sé —dijo, otra vez atenta al televisor—. No soy estúpida.

—Sí, sí que lo es —dije, y me encaminé hacia el jardín.

Nos dispusimos en círculo alrededor del terraplén para que nadie nos pudiera ver desde alguna de las casas del vecindario. Broussard hundió la pala en el barro y la vació varias veces hasta que apareció la arrugada parte superior de una bolsa de plástico verde.

Broussard cavó un poco más y Poole echó un vistazo a su alrededor, se agachó, estiró de la bolsa y la sacó.

Ni siquiera habían atado la parte superior, sólo le habían dado unas cuantas vueltas. Poole la giró con la mano, y el verde plástico se arrugó a medida que los pliegues de la parte superior se separaban y la bolsa se ensanchaba.

Un montón de billetes sueltos nos dio la bienvenida, casi todos de cien y de cincuenta, viejos y suaves.

—Esto es mucho dinero —dijo Angie.

Poole negó con la cabeza.

—Esto, señorita Gennaro, es Amanda McCready —dijo.

Antes de que Poole y Broussard llamaran al forense y a sus ayudantes, apagamos el televisor en la sala de estar y pusimos a Helene al corriente de los últimos acontecimientos.

—Cambiarán el dinero por Amanda —dijo Helene.

Poole asintió con la cabeza.

—Y seguirá con vida.

—Así lo esperamos.

—¿Me pueden repetir lo que tengo que hacer?

Broussard se sentó en cuclillas delante de ella.

—Usted no tiene que hacer nada, señorita McCready. Lo único que tiene que hacer es tomar una decisión ahora mismo. Resulta que nosotros cuatro —nos señaló con la mano— pensamos que sería la mejor manera de enfocar el asunto. Pero si mis superiores se enteran de lo que intento hacer, me quitarán la licencia o me despedirán. ¿Lo comprende?

Helene medio asintió con la cabeza.

—Si se lo cuenta a alguien, querrán arrestar a Chris Mullen.

Broussard asintió.

—Probablemente —dijo—. Además, creemos que el FBI estará más interesado en capturar al secuestrador que en la seguridad de su hija.

Volvió a medio asentir, como si cada vez que bajara la cabeza, la barbilla chocara con una barrera invisible.

—Señorita McCready, el punto fundamental es que es usted quien debe tomar la decisión —dijo Poole—. Si así lo desea, pedimos ayuda ahora mismo, entregamos el dinero y dejamos que los profesionales se ocupen de ello.

—¿Otra gente? —preguntó, mientras miraba a Broussard.

Le tocó la mano y le dijo:

—Sí.

—No quiero que intervenga nadie más. Yo no… —Se levantó de forma un poco inestable—. ¿Qué tengo que hacer si lo hacemos a su manera?

—Mantener la boca cerrada. —Broussard se reincorporó de su posición en cuclillas—. No decir nada ni a la prensa ni a la policía. Ni siquiera contarles a Lionel y Beatrice lo que pasa.

—¿Van a hablar con Cheese?

—Sí, seguramente ése será el siguiente paso —dije.

—Parece ser que por el momento el señor Olamon es quien tiene los triunfos en la mano —le explicó Broussard.

—¿Qué pasaría si simplemente siguieran a Chris Mullen? Quizá les llevaría hasta Amanda sin saberlo.

—Eso también lo vamos a hacer —dijo Poole—. Pero tengo la sensación que eso es precisamente lo que esperan que hagamos. Estoy convencido de que tienen a Amanda bien escondida.

—Dígale que lo siento.

—¿A quién?

—A Cheese. Dígale que no era mi intención hacer nada malo. Lo único que quiero es que me devuelva a mi hija. Dígale que no le haga daño. ¿Podría hacer eso por mí? —miró a Broussard.

—Claro.

—Tengo hambre —declaró Helene.

—Le traeremos algunos…

Miró a Poole y negó con la cabeza.

—No soy yo la que tiene hambre. Es lo que dijo Amanda —aclaró.

—¿Qué? ¿Cuándo?

—Cuando la acosté esa noche. Fue lo último que me dijo: «Mamá, tengo hambre». —Helene sonrió, pero se le llenaron los ojos de lágrimas—. Yo le dije: «No te preocupes, cariño. Comerás por la mañana».

Nadie dijo nada. Todos esperábamos a ver si se desmoronaba.

—Quiero decir, le habrán dado de comer, ¿verdad? —Seguía sonriendo mientras las lágrimas le rodaban por la cara—. Ya no tiene hambre, ¿verdad? —me miró—. ¿Verdad?

—No lo sé —respondí.