Cuando Winthrop y los primeros colonos llegaron al Nuevo Mundo decidieron establecerse en una extensión de tierra equivalente a dos kilómetros y medio cuadrados. Casi todo era terreno montañoso y lo llamaron Boston, por la ciudad de Inglaterra que habían dejado atrás. Durante el primer duro invierno que los peregrinos de Winthrop pasaron allí, se percataron de que el agua era inexplicablemente salobre. Razón por la cual, decidieron trasladarse al otro lado del canal, llevándose el nombre de Boston con ellos, y dejando lo que después se llamaría Charlestown, sin nombre ni propósito durante cierto tiempo.
Desde entonces, Charlestown ha mantenido su identidad de dependencia de Boston. Históricamente de origen irlandés, ha sido el hogar durante décadas de generaciones de pescadores, marinos mercantes y trabajadores portuarios. Charlestown es infame por su código de silencio ya que oponen una gran resistencia a hablar con la policía, lo cual ha causado que la ciudad ostente el porcentaje más alto de casos por resolver de toda la nación, a pesar de que el índice de asesinatos sea bajo. La costumbre de mantener la boca cerrada la aplican incluso cuando alguien les pregunta una dirección. Pregúntele a cualquier habitante de la ciudad cómo puede llegar a tal o cual calle y verá como se le contraen los ojos. Con mucha probabilidad, su respuesta más educada sería: «¿Qué coño hace aquí si no sabe adónde va?». Y si realmente le cayera simpático, le harían un gesto obsceno con el dedo.
Así pues, Charlestown es un lugar donde es muy fácil confundirse. Las placas que llevan escritas los nombres de las calles desaparecen continuamente y las casas están tan juntas que ocultan los pequeños callejones que conducen a otras casas. Las empinadas calles que van hacia la colina, o bien son callejones sin salida o bien obligan al conductor a girar en la dirección contraria a la que se estaba dirigiendo.
Además, los tramos de calles de Charlestown cambian a una velocidad desconcertante. Según la dirección en que uno se dirija, el proyecto urbanístico de Mishawum puede dar paso a las aburguesadas casas construidas con piedra caliza de color rojizo que rodean el parque Edwards; las calles que atraviesan la grandiosidad de las casas coloniales de ladrillo tan bien conservadas y que están enfrente de la plaza Monument dan paso, sin previo aviso y sin ningún respeto por la gravedad, al lúgubre proyecto urbanístico de Bunker Hill, una de las zonas de viviendas para blancos más pobres desde aquí hasta Virginia Occidental.
A pesar de ello, la historia está en todos los rincones: en los edificios, en las tablillas y en las calles empedradas con guijarros de la época colonial, en las tabernas anteriores a la Revolución, en los barrios de pescadores posteriores al Tratado de Versalles. Es difícil encontrar algo así en el resto del país.
Sin embargo, conducir por esas calles sigue siendo una experiencia horrorosa.
Que es precisamente lo que habíamos estado haciendo durante una hora, siguiendo a Poole y a Broussard, con Helene en el asiento trasero de su Taurus, arriba y abajo, a un lado y a otro, recorriendo toda la ciudad de Charlestown. Habíamos entrecruzado toda la colina, recorrido los dos proyectos urbanísticos, avanzado a trompicones entre el denso tráfico de los enclaves yuppies, subido hasta el monumento de Bunker Hill y bajado hasta el principio de la calle Warren. Habíamos recorrido todo el muelle, pasado por Old Ironside, por las bases navales, por antiguos almacenes en ruinas y hangares para reparar camiones cisterna que habían sido reconvertidos en apartamentos de lujo. También habíamos circulado por las deterioradas carreteras que rodeaban los botes destrozados de pesquerías olvidadas hace mucho tiempo, justo donde el mar se une con la tierra, y donde más de un mafioso había contemplado por última vez cómo la luz de la luna bañaba el río Mystic mientras oía el ruido de la recámara y recibía un impacto de bala en la cabeza.
Habíamos seguido conduciendo el Taurus por la calle Main y por la avenida Rutherford, ido colina arriba hasta la calle High y bajado por la avenida Bunker Hill hasta la calle Medford. Además, habíamos examinado todas las calles, por pequeñas que fueran, y también nos habíamos detenido en todos los callejones. Todo para intentar encontrar un coche sobre un montón de ladrillos, doscientos mil dólares y Garfield.
—De un momento a otro —dijo Angie— se nos acabará la gasolina.
—O la paciencia —dije, mientras Helene señalaba algo a través de la ventana del Taurus.
Frenó y, una vez más, el Taurus paró delante de nuestro coche. Broussard salió del coche con Helene, se encaminaron hacia un callejón y lo examinaron con atención. Broussard le preguntó algo, pero Helene negó con la cabeza; se dirigieron al coche otra vez y yo quité el pie del acelerador.
—¿Por qué estamos buscando el dinero otra vez? —preguntó Angie minutos más tarde cuando descendíamos por la otra ladera de la colina, con la capota de nuestro Crown Victoria bajada, los frenos chirriando y apretando con fuerza el pedal.
Me encogí de hombros.
—Quizá sea debido a que es la pista más fiable que tenemos desde hace mucho tiempo; o quizá sea porque Poole y Broussard creen que el secuestro está relacionado con la droga.
—¿Y qué pasa con el rescate? ¿Por qué ni Chris Mullen ni Cheese Olamon ni nadie de su banda aún no se ha puesto en contacto con Helene?
—Quizás esperen a que Helene se dé por enterada.
—Eso es mucho esperar de alguien como Helene.
—Chris y Cheese tampoco son científicos nucleares, que digamos.
—Es verdad, pero…
Habíamos vuelto a parar; esta vez Helene había salido del coche antes que Broussard y señalaba como una maníaca un contenedor de obras que había en la acera. Los obreros de la construcción que trabajaban en la casa del otro lado de la calle no se veían por ninguna parte. Aun así, sabía que no podían estar muy lejos, aunque sólo fuera por el andamio que había en la fachada del edificio.
Puse el freno de mano y salí del coche; bien pronto comprendí por qué Helene estaba tan agitada. El contenedor, que debía de medir casi dos metros de altura y poco más de un metro de ancho nos había ocultado el callejón que había detrás. Allí, en el callejón, había un Grand Torino de finales de los setenta encima de unos ladrillos; tenía un gran gato color naranja pegado con ventosas a la ventana trasera, mostrando las garras y sonriendo como un idiota a través del sucio cristal.
Era imposible aparcar en doble fila sin bloquear totalmente la calle, así que pasamos cinco minutos más intentando encontrar aparcamiento en alguna calle de subida a la colina, hasta que lo encontramos en la calle Bartlett. Después, los cinco fuimos andando hasta el callejón. Entretanto, los obreros de la construcción habían vuelto a su lugar de trabajo y se movían por el andamio con sus neveras portátiles y botellas de litro de Mountain Dew. Silbaron a Helene y Angie cuando bajábamos de la colina.
Poole saludó a uno de ellos mientras nos acercábamos al callejón, pero el hombre apartó la mirada rápidamente.
—¡El señor Fred Griffin! —dijo Poole—. ¿Aún le gustan las anfetaminas?
Fred Griffin negó con la cabeza.
—Le ruego me disculpe —dijo Poole con su característico tono amenazador, a medida que se adentraba en el callejón.
Fred se aclaró la voz.
—Lo siento, señoras.
Helene le mostró su desaprobación y los demás obreros se pusieron a silbar.
Angie me empujó ligeramente ya que íbamos un poco rezagados del resto.
—¿No te da la sensación de que Poole se siente un poco atrapado detrás de su gran sonrisa? —me preguntó.
—Personalmente —dije— no me enrollaría con él. Pero ya sabes lo pavo que soy.
—Ése es nuestro secreto, cariño.
Me dio un golpecito en el culo cuando entrábamos en el callejón, lo cual provocó otra oleada de silbidos desde el otro lado de la calle.
Hacía mucho tiempo que nadie había usado el Grand Torino. En eso, Helene tenía razón. Desportilladuras de herrumbre y borrones de color beis amarillento manchaban los ladrillos carbonizados que había debajo de las ruedas. Se acumulaba tanto polvo en las ventanas que fue un milagro que hubiéramos visto a Garfield enseguida. En el cuadro de mandos había un periódico cuyos titulares daban información de la misión de paz de la princesa Diana en Bosnia.
El callejón estaba empedrado de guijarros, algunos rotos y otros totalmente destrozados, lo que dejaba entrever una capa de tierra de color gris rosáceo. Había basura desparramada alrededor de dos cubos de basura de plástico debajo de un contador de gas cubierto de telarañas. Los dos edificios de tres plantas que ocupaban el callejón estaban tan pegados uno al otro que me extrañaba que hubieran conseguido colocar el coche en medio.
Al final del callejón, aproximadamente a un metro de distancia, había una casa de una sola planta, que probablemente era de los años cuarenta o cincuenta, a juzgar por el tipo de construcción tan poco imaginativo. Bien podría haber sido la vivienda del capataz de una obra, o una pequeña emisora de radio; seguramente no destacaría tanto si estuviera en un vecindario que no tuviera tantas joyas arquitectónicas, pero, aun así, era totalmente antiestética. Ni siquiera había escalones, sólo una puerta torcida unos tres centímetros por encima de los cimientos. Las delgadas tablas de madera estaban cubiertas de un negro papel alquitranado, como si alguna vez hubieran contemplado la posibilidad de forrarlas de aluminio, pero hubieran cambiado de opinión antes de que les fueran entregadas.
—¿Se acuerda de los nombres de los inquilinos? —le preguntó Poole a Helene, mientras desabrochaba el cierre automático de la pistolera con un movimiento rápido del dedo pulgar.
—No.
—Por supuesto que no —dijo Broussard, mientras escudriñaba las cuatro ventanas que daban al callejón y las mugrientas cortinas de plástico que llegaban hasta la misma repisa.
—Dijo que eran dos, ¿verdad?
—Sí, un tipo y su novia.
Helene observaba los edificios de tres plantas que proyectaban sombras por encima de nosotros.
A nuestras espaldas, una ventana se abrió de golpe y nos volvimos hacia el lugar de donde provenía el ruido.
—¡Santo Dios! —dijo Helene.
Una mujer de cincuenta y tantos años asomó la cabeza por la ventana del segundo piso y nos miró con curiosidad. Sostenía una cuchara de madera en la mano, de la cual pendía un trozo de linguine que cayó en el callejón.
—¿Es la gente esa de los animales?
—¿Cómo dice? —preguntó Poole, mientras la miraba de soslayo.
—Si son de la Sociedad Protectora de Animales —dijo, mientras agitaba la cuchara de madera—. ¿Son de la Sociedad?
—¿Los cinco? —dijo Angie.
—Les he estado llamando —insistió la mujer—, les he estado llamando.
—¿Por qué? —pregunté.
—Por esos malditos gatos, sabelotodo, por eso. Tengo una oreja ocupada por los gimoteos de mi nieto Jeffrey, y la otra por los quejidos de mi marido. ¿Tengo pinta de tener una tercera oreja en la parte trasera de la cabeza para oír a esos malditos gatos?
—No, señora —admitió Poole—. No veo la tercera oreja por ninguna parte.
Broussard se aclaró la voz.
—Claro que desde aquí solamente le podemos ver la parte delantera.
Angie se llevó la mano a la boca para ocultar el ataque de tos y Poole bajó la cabeza y se miró los zapatos.
—Es evidente que son polis —dijo la mujer.
—¿Cómo lo ha sabido? —preguntó Broussard.
—Por el poco respeto que tienen hacia la clase trabajadora.
La mujer cerró la ventana con un ímpetu tal que hizo que los cristales temblaran.
—Sólo le podemos ver la parte delantera —convino Poole, riéndose entre dientes.
—¿Os gusta ésta?
Broussard se encaminó hacia la puerta de la casa pequeña y llamó.
Miré los rebosantes cubos de basura que había junto al contador de gas y vi, como mínimo, diez latas pequeñas de comida para gatos.
Broussard volvió a llamar.
—Yo respeto a la gente trabajadora —dijo sin mirar a nadie.
—Casi siempre —asintió Poole.
Eché un vistazo a Helene y me pregunté por qué Poole y Broussard no la habían dejado en el coche.
Broussard llamó a la puerta por tercera vez y sólo se oyó el aullido de un gato.
Broussard se alejó un poco de la puerta.
—¿Señorita McCready?
—¿Sí?
Señaló la puerta.
—¿Sería tan amable de girar el pomo de la puerta? —pidió.
Helene lo miró con recelo pero lo hizo y la puerta se abrió hacia dentro. Broussard le sonrió.
—¿Le importaría entrar?
Una vez más, Helene obedeció.
—Estupendo —dijo Poole—. ¿Puede ver algo?
Nos miró.
—Está muy oscuro y huele muy raro.
Mientras Broussard apuntaba algo en la libreta comentó:
—La vivienda del mencionado ciudadano huele de forma anormal —le puso el capuchón al bolígrafo—. Muy bien, ya puede salir, señorita McCready.
Angie y yo nos miramos y movimos la cabeza.
Había que reconocer que Poole y Broussard lo habían hecho muy bien. Al conseguir que Helene abriera la puerta y entrara la primera, se habían ahorrado tener que pedir una autorización. «Huele de forma anormal» era más que suficiente para ser motivo de procesamiento, y una vez que Helene había abierto la puerta, cualquier persona podía entrar legalmente.
Helene salió de la casa y se dirigió a la calle empedrada de guijarros y volvió a mirar la ventana desde donde se había asomado la mujer que se quejaba de los gatos.
Uno de ellos, un demacrado gato atigrado de color naranja, pasó rápidamente por delante de Broussard y de mí, dio un salto en el aire, aterrizó encima de uno de los cubos de basura y sumergió la cabeza entre la colección de latas que había visto con anterioridad.
—¡Eh, mirad! —dije.
Poole y Broussard se volvieron.
—Hay sangre seca en las garras del gato.
—¡Qué asco! —exclamó Helene.
Broussard la señaló con el dedo.
—Quédese aquí y no se mueva hasta que la avisemos —la previno.
Helene registró los bolsillos en busca de cigarrillos.
—No hará falta que me lo diga dos veces —aseguró.
Poole metió la cabeza en el portal e inhaló profundamente.
Se volvió hacia Broussard, frunció el ceño e hizo un gesto con la cabeza al mismo tiempo.
Angie y yo fuimos hacia él.
—Huele a arenque ahumado —precisó Broussard—. ¿Alguien tiene colonia o perfume?
Angie y yo negamos con la cabeza.
Poole sacó un pequeño frasco de Aramis del bolsillo. Hasta entonces, ignoraba que aún lo fabricaran.
—¿Aramis? —dije—. ¿Se les ha agotado el perfume Brut?
Poole movió las cejas arriba y abajo varias veces.
—Desgraciadamente, Old Spice también estaba agotado —respondió.
Nos pasamos el frasco y nos pusimos una cantidad abundante bajo la nariz. Angie incluso empapó el pañuelo. A pesar de la peste del perfume, seguía siendo mucho mejor que oler un arenque ahumado a pelo.
«Arenque ahumado» es la palabra que utilizan muchos policías, paramédicos y doctores para referirse a los cuerpos que llevan muertos bastante tiempo. Una vez que el cadáver ha eliminado totalmente los gases y ácidos después del rigor mortis, se ensancha, se hincha como un globo y hace otras cosas igual de apetitosas.
Una entrada tan ancha como mi coche nos dio la bienvenida. Había unas botas de invierno con sal seca incrustada pegadas a un periódico del pasado mes de febrero. Junto a las botas vi una pala con el mango de madera rajado, un hibachi[4] oxidado y una bolsa con latas de cerveza vacías. La delgada alfombra verde mostraba varias rasgaduras y huellas de sangre seca de gatos.
Seguimos hasta la sala de estar, a la luz que entraba por la ventana se añadía un rayo plateado procedente de un televisor con el volumen muy bajo. La casa estaba a oscuras, aunque entraba una luz tenue por las ventanas laterales que envolvía las habitaciones en una especie de neblina color plomo, que no hacía sino empeorar la sordidez del ambiente. Las alfombras eran de algodón y, además de que no combinaban nada entre ellas, estaban colocadas con un sentido de la estética propio de un drogadicto. En varios lugares, se veían los deshilachados por donde las habían cortado para colocarlas una al lado de la otra. Las paredes estaban cubiertas con paneles de madera clara contrachapada, y del techo se desprendían trozos de pintura blanca. Había un sofá futón hecho trizas contra la pared, y mientras permanecíamos en el centro de la habitación e intentábamos acostumbrarnos a la luz mortecina, me fijé en que varios pares de ojos brillaban observándonos.
Se oía un suave zumbido eléctrico, parecido al que hacen las cigarras, procedente del futón. Los pares de ojos se movían a destiempo.
Entonces nos atacaron.
O, por lo menos, eso fue lo que pensamos en un principio. Una docena de maullidos estridentes dieron paso a un accidentado éxodo a medida que los gatos —siameses, moteados, atigrados e incluso uno con seis dedos— salieron disparados del sofá, sobrevolaron la mesilla auxiliar, chocaron contra las alfombras de algodón, pasaron a toda velocidad entre nuestras piernas y se tropezaron con los rodapiés en su huida hacia la puerta.
—¡Madre de Dios! —dijo Poole, pegando un brinco.
Me arrimé contra la pared y Angie me imitó. Una bola de pelo me rodó por encima del pie.
Broussard corrió hacia la derecha y luego hacia la izquierda golpeándolos con su americana.
Pero los gatos no iban tras nosotros, sino tras la luz del sol.
Afuera, a medida que iban saliendo en tropel, Helene gritaba:
—¡Santo Cielo! ¡Socorro!
—¿Qué les dije? —gritó una voz que reconocí como la de la mujer de mediana edad—. ¡Una plaga! ¡Una maldita plaga en la ciudad de Charlestown!
De repente, el silencio se apoderó de la casa y sólo se oyó el tictac de un reloj que había en la cocina.
—¡Gatos! —renegó Poole con desprecio mientras se secaba la frente con un pañuelo.
Broussard se agachó para mirar sus pantalones y se sacudió un mechón de pelo de gato del zapato.
—Los gatos son listos —medió Angie, mientras se alejaba de la pared—. Mucho más listos que los perros.
—Pero los perros te traen el periódico —le contesté.
—Los perros tampoco destrozan los sofás —me apoyó Broussard.
—Los perros, aunque estén hambrientos, no se comen los cadáveres de sus propietarios —terció Poole—. Los gatos, sí.
—¡Puf! —dijo Angie—. ¿Eso es verdad?
Nos dirigimos lentamente hacia la cocina. En cuanto entramos, tuve que detenerme para inhalar profundamente la colonia que me había puesto bajo la nariz.
—¡Mierda! —soltó Angie, y ocultó la cara en el pañuelo.
Había un hombre desnudo atado a una silla. A un metro de distancia, estaba una mujer arrodillada en el suelo, con la barbilla pegada al pecho; las tiras del blanco salto de cama manchado de sangre le colgaban en los hombros, y tenía las muñecas y los tobillos atados detrás de la espalda como si fuera un cerdo. Ambos cuerpos se habían hinchado a causa del gas y mostraban un color ceniciento.
El hombre había recibido un impacto tan grande en el pecho que tenía el esternón y la parte superior del tórax destrozados. Por el tamaño del agujero, supuse que le habían disparado de cerca. Desgraciadamente, Poole tenía razón sobre los hábitos alimentarios y la dudosa fidelidad de los felinos. La carne desgarrada del hombre no sólo era consecuencia de la bala. A causa del disparo, el paso del tiempo y los gatos, parecía como si le hubieran arrancado la parte superior del pecho con unas pinzas quirúrgicas.
—Eso de ahí no será lo que me imagino —dijo Angie, con los ojos clavados en el agujero.
—Lamento decírselo —aclaró Poole—, pero eso que está mirando son los pulmones.
—Lo confirmo —dijo Angie—, siento náuseas.
Poole inclinó la barbilla del hombre un poco hacia arriba con un bolígrafo. Dio un paso atrás.
—¡Bien, hola, David!
—¿Martin? —preguntó Broussard, acercándose más al cuerpo.
—El mismo.
Poole dejó caer la barbilla, tocó el oscuro pelo del hombre.
—Estás un poco pálido, David.
Broussard se volvió hacia nosotros.
—David Martin, también conocido como David el Pequeñajo.
Angie tosió tras el pañuelo.
—A mí me parece bastante alto —dijo.
—No tiene nada que ver con la altura.
Angie echó un vistazo a las ingles del hombre.
—¡Oh! —exclamó.
—Ésta debe de ser Kimmie —dijo Poole, mientras pasaba por encima de un charco de sangre seca para llegar hasta la mujer que llevaba el salto de cama.
Le levantó la cabeza con el bolígrafo.
—¡Santo Dios! —exclamé.
Un oscuro corte atravesaba la garganta de Kimmie. Tenía la barbilla y los pómulos salpicados de sangre negra, y miraba hacia arriba, como si estuviera suplicando que la rescatasen o que la ayudasen, o como si buscara alguna señal que le confirmara que había algo, cualquier cosa, más allá de esa cocina.
Mostraba varios cortes profundos en los brazos, ennegrecidos a causa de la sangre incrustada, y en los hombros y en la clavícula tenía agujeros que habían sido causados por quemaduras de cigarrillo.
—La torturaron.
Broussard asintió con la cabeza.
—Además, delante de su novio. Seguro que le decían cosas del estilo «Dime dónde está o le hago otro corte» —movió la cabeza—. Este tipo de cosas me revuelve el estómago. Aunque le diera a la cocaína, Kimmie no era tan mala.
Poole se alejó del cadáver de Kimmie.
—Los gatos ni se acercaron a ella.
—¿Qué? —dijo Angie.
Señaló a David el Pequeñajo.
—Por lo que se ve, se regalaron con el señor Martin, pero no con Kimmie.
—¿Qué quiere decir con eso? —inquirí.
Se encogió de hombros.
—Kimmie les gustaba, pero David el Pequeñajo no. Es una pena que los asesinos no sintieran lo mismo.
Broussard se acercó a su compañero.
—¿Crees que fue David el Pequeñajo quien entregó la mercancía? —le preguntó.
Poole dejó caer la cabeza de Kimmie sobre el pecho, y se oyó un crujido.
—Era un hijo de puta —nos miró por encima del hombro—. No es que me guste hablar mal de los muertos, pero… —se encogió de hombros—. Hace un par de años, David el Pequeñajo y su novia de entonces atracaron una farmacia y se llevaron Demerol, Darvon, Valium, todo lo que pillaron. Bien, la cuestión es que cuando la policía estaba a punto de llegar, David el Pequeñajo y su novia salieron por la puerta trasera y saltaron a un callejón desde la escalera de incendios del segundo piso. La chica se torció el tobillo. David el Pequeñajo la amaba tanto que quiso aliviarla quitándole el peso de los medicamentos y la dejó tirada en el callejón.
Primero Big Dave Strand. Ahora David Martin el Pequeñajo. Mejor no ponerle ese nombre a nuestros hijos.
Miré alrededor de la cocina. Habían arrancado las baldosas del suelo y vaciado la comida de las estanterías de la despensa; había montones de comida enlatada y bolsas vacías de patatas fritas esparcidas por todo el suelo. Habían quitado las tablillas del techo y estaban amontonadas y cubiertas de polvo al lado de la mesa de la cocina. Habían apartado la cocina y la nevera de la pared. Las puertas de los armarios estaban abiertas.
Daba la impresión de que quienquiera que fuera el que hubiera asesinado a David el Pequeñajo y a Kimmie había hecho una inspección a conciencia.
—¿Quieres que avisemos a los expertos? —dijo Broussard.
Poole se encogió de hombros.
—Antes me gustaría indagar un poco más.
Poole sacó varios pares de finos guantes de plástico del bolsillo. Los separó y nos pasó un par a Broussard, a Angie y a mí.
—Éste es el escenario del crimen —nos dijo Broussard—, no lo estropeen.
El dormitorio y el cuarto de baño se hallaban en el mismo estado de abandono que la cocina y la sala de estar. Lo habían vaciado todo, rajado y tirado al suelo. En comparación con otras muchas casas de drogadictos que había visto, ésta no era de las peores.
—El televisor —dijo Angie.
Salí del dormitorio en el mismo momento que Poole salía de la cocina y Broussard del cuarto de baño. Rodeamos el televisor.
—A nadie le pasó por la cabeza echarle un vistazo.
—Seguramente porque está encendido —dijo Poole.
—¿Y?
—Supongo que es difícil esconder doscientos mil dólares y que el televisor siga funcionando con normalidad —aclaró Broussard—. ¿No les parece?
Angie se encogió de hombros, se quedó mirando la pantalla y observó cómo intentaban refrenar a uno de los invitados del programa de Jerry Springer. Subió el volumen.
Uno de los invitados del programa había llamado a otro cerdo; a un hombre que se reía le había llamado tío asqueroso.
Broussard suspiró.
—Voy a buscar el destornillador —dijo.
Jerry Springer miró al público maliciosamente ya que éste no paraba de silbar. Muchas palabras no se oían porque eran sustituidas por pitidos.
A nuestras espaldas Helene exclamó:
—¡Qué bien, es la hora de Springer!
Broussard salió del cuarto de baño con un destornillador diminuto que tenía un mango rojo de goma.
—Señorita McCready, desearía que se esperase fuera —le dijo.
Helene estaba sentada en un extremo del destrozado futón, la mirada fija en el televisor.
—¿Saben esa mujer que gritaba tanto a causa de los gatos? Dice que va a llamar a la policía.
—¿Le ha dicho que nosotros somos policías?
Helene nos miró distraídamente, pendiente de una de las invitadas del programa de Jerry que le pegaba un puñetazo a otra.
—Se lo he dicho, pero me ha contestado que, de todos modos, la iba a avisar.
Broussard blandió el destornillador y le hizo una señal con la cabeza a Angie. Ella apagó el televisor mientras sonaba uno de los pitidos.
—¡Maldita sea, qué mal huele! —dijo Helene.
—¿Quiere un poco de colonia?
Negó con la cabeza.
—La caravana de mi antiguo novio olía mucho peor. Digamos que solía dejar los calcetines sucios en remojo dentro del fregadero. Pero déjenme que les diga que aquí huele muy mal.
Poole inclinó la cabeza como si estuviera a punto de decir algo, pero la miró y cambió de opinión. Suspiró en voz alta y con cierto aire de desesperación.
Broussard destornilló la parte trasera del televisor y yo le ayudé a desmontarlo. Nos acercamos a mirar.
—¿Veis algo? —preguntó Poole.
—Cables, cabos, altavoces, el motor y el tubo catódico —contestó Broussard.
Colocamos la caja en su sitio.
—Que me maten si no ha sido la peor idea de todo el día —dijo Angie.
—¡Oh, no! —denegó Poole mientras levantaba las manos.
—Tampoco ha sido la mejor —terció Broussard con la boca prácticamente cerrada.
—¿Qué? —dijo Angie.
Broussard le dedicó una de sus encantadoras sonrisas.
—¡Hummm! —exclamó.
—¿La podéis volver a encender? —dijo Helene.
Poole la miró con los ojos semicerrados y negó con la cabeza.
—¿Patrick?
—¿Sí?
—Ahí detrás hay un jardín. ¿Serías tan amable de llevar a la señorita McCready allí hasta que acabemos?
—¿Y qué pasa con el programa? —preguntó Helene.
—No se preocupe —dije—, yo me encargaré de llenar los espacios en blanco. Tú, cerdo, tío asqueroso ¡pip!
Helene me miró mientras le ofrecía la mano.
—Eso no me sirve para nada.
—Oh, oh —dije.
Cuando estábamos llegando a la cocina Poole advirtió:
—Cierre los ojos, señorita McCready.
—¿Qué pasa? —preguntó Helene, apartándose un poco de él.
—No creo que tenga ningún interés en ver lo que hay ahí.
Antes de que ninguno de nosotros pudiera detenerla, Helene se inclinó hacia delante y estiró el cuello.
Poole bajó la cabeza y se hizo a un lado.
Helene entró en la cocina y se detuvo. Yo permanecía detrás de ella y esperaba que empezara a chillar, que se desmayara, que cayera de bruces al suelo o que saliera disparada hacia la sala de estar.
—¿Están muertos? —dijo.
—Sí —asentí—, bastante.
Se paseó por la cocina y se dirigió hacia la puerta trasera. Escruté a Poole y me miró sorprendido.
Mientras Helene pasaba por delante de Dave el Pequeñajo se detuvo a observar el tórax.
—Es igual que en aquella película —comentó.
—¿Cuál?
—Ésa en que los aliens salían repentinamente del tórax de la gente y escupían ácido. ¿Cómo se llamaba?
—Alien —dije.
—Eso es. Te salían del tórax. Pero ¿cómo se llamaba la película?
Angie se pasó un momento por el Dunkin’ Donuts del barrio y unos minutos después se reunió en el jardín con Helene y conmigo, mientras Poole y Broussard recorrían la casa con blocs de notas y cámaras.
El jardín apenas podía llamarse así. Era más pequeño que el armario de mi dormitorio. Dave el Pequeñajo y Kimmie tenían una mesa metálica oxidada y unas cuantas sillas, y allí nos sentamos a escuchar los sonidos del barrio mientras iba avanzando la tarde y bajaba la temperatura: madres que llamaban a sus hijos, obreros de la construcción utilizando taladros de mortero al otro lado de la casa, gente jugando a whiffle-ball[5] dos manzanas más allá.
Helene sorbía Coca-Cola con una cañita.
—¡Qué pena! Parecían buena gente.
Bebí un sorbo de café.
—¿Cuántas veces los vio? —le pregunté.
—Sólo esa vez.
Angie le preguntó si había algo que recordara especialmente de aquella noche.
Helene seguía sorbiendo Coca-Cola por la cañita mientras lo pensaba y al final dijo:
—Recuerdo todos esos gatos. Estaban por todas partes. Uno de ellos arañó la mano de Amanda, la muy perra —sonrió—. Me refiero a la gata, claro.
—Así que Amanda estaba en la casa con usted.
—Supongo —se encogió de hombros—. Sí, seguro.
—Porque antes no estaba muy segura de haberla dejado en el coche.
Se volvió a encoger de hombros y me entraron unas ganas terribles de cogerla por los hombros y sacudirla.
—¿Sí? Hasta que no recordé que el gato la había arañado no estaba muy segura. No, seguro, estaba en la casa.
—¿Recuerda alguna cosa más? —le preguntó Angie, mientras tamborileaba con los dedos encima de la mesa.
—Era maja.
—¿Quién? ¿Kimmie?
Me señaló con el dedo, sonrió.
—Sí, así se llamaba, Kimmie. Era muy enrollada. Nos llevó a su dormitorio a Amanda y a mí y nos enseñó las fotografías de su viaje a Disney World. Amanda estaba, bien… como loca. En el viaje de vuelta no paraba de repetir: «Mamá, ¿podemos ir a ver a Mickey y a Minnie? ¿Podemos ir a Disney World?» —dio un bufido—. ¡Niños! ¡Cómo si yo tuviera tanto dinero!
—Tenía doscientos mil dólares cuando entró en la casa.
—Pero ése era un asunto de Ray. Lo que quiero decir es que nunca se me habría ocurrido cometer la locura de estafar a Cheese Olamon yo sola. Ray me dijo que, tarde o temprano, me rajaría. Nunca me había mentido, así que me imaginé que si alguna vez se enteraba era asunto de Ray, era su problema.
Volvió a encogerse de hombros.
—Cheese y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo —dije.
—¿De verdad?
Asentí con la cabeza.
—Y también conocíamos a Chris Mullen. Solíamos jugar todos juntos a Babe Ruth[6], ir a nuestros sitios secretos, todo ese tipo de cosas.
Alzó las cejas.
—No puede ser —dijo.
Alcé la mano.
—Lo juro por Dios. ¿Sabe, Helene, lo que Cheese hacía si se enteraba de que alguien le había estafado?
Alzó el vaso y lo volvió a dejar en la mesa.
—Mire, ya se lo he dicho. Fue Ray, lo único que hice fue acompañarle a esa habitación del motel…
—¿Sabe lo que hizo Cheese una vez cuando éramos críos, y debíamos de tener unos quince años, una noche que vio a su novia mirar a otro chico? Pues cogió una botella de cerveza, la rompió contra una farola y le rajó la cara. Le arrancó la nariz, Helene. Ése era Cheese cuando tenía quince años. ¿Cómo cree que debe de ser ahora?
Siguió sorbiendo por la cañita hasta dejar sólo los cubitos.
—Fue Ray…
—¿Cree que el hecho de matar a su hija le iba a quitar el sueño? —dijo Angie—. Helene. —Pasó la mano por encima de la mesa y asió la huesuda muñeca de Helene—. ¿Cree que…?
—¿Cree que Cheese tuvo algo que ver con la desaparición de Amanda? —dijo Helene, con la voz cascada.
Angie se la quedó mirando fijamente antes de mover la cabeza y soltar la muñeca de Helene.
—Helene, ¿le puedo hacer una pregunta?
Helene se frotó la muñeca, volvió a mirar el vaso y asintió.
—¿De qué planeta viene, coño?
Helene no dijo nada durante un buen rato.
A nuestro alrededor, el otoño palidecía en tecnicolor. Intensos tonos amarillentos y rojizos, brillantes colores naranja y verdes coloreaban las hojas que caían suavemente de las ramas y se arremolinaban en la hierba. Esa fuerte fragancia de lo marchito, tan característica del otoño, impregnaba las ráfagas de aire que se abrían paso entre nuestra ropa y nos hacía tensar los músculos y abrir bien los ojos. No existe ningún lugar en que el otoño sea más espectacular y más imponente que en Nueva Inglaterra en octubre. El sol, libre de las nubes de tormenta que habían amenazado por la mañana, convertía los cristales de las ventanas en claros cuadrados de luz blanca y teñía la hilera de casas de ladrillo que rodeaban el diminuto jardín de un tono ahumado a juego con las hojas más oscuras.
La muerte —pensé— no tiene nada que ver con esto. La muerte es precisamente lo que hay detrás de nosotros. La muerte es la cocina roñosa de David el Pequeñajo y Kimmie. La muerte es la sangre negra y los gatos desleales que se alimentan de cualquier cosa.
—Helene —dije.
—¿Sí?
—Mientras estaba en el dormitorio mirando las fotos de Disney World con Kimmie, ¿dónde estaban David el Pequeñajo y Ray?
Abrió la boca ligeramente.
—Rápido, lo primero que se le pase por la cabeza. No piense.
—En el jardín —contestó. Angie señaló el suelo.
—¿Aquí?
Helene asintió.
—¿Podía ver el jardín desde el dormitorio de Kimmie? —pregunté.
—No, las cortinas estaban corridas.
—Entonces, ¿cómo sabe que estaban aquí fuera? —pregunté.
—Ray llevaba los zapatos muy sucios cuando nos marchamos —dijo lentamente—. En muchos sentidos, Ray es un gandul —alargó la mano y me tocó el brazo como si estuviera a punto de compartir conmigo un secreto muy personal—. Pero le aseguro que ya se preocupa él de llevar siempre los zapatos bien limpios.