9

Amanda McCready no sonreía. Me miraba fijamente con ojos tranquilos y vacíos, el pelo rubio ceniza le caía lánguidamente en la cara, como si alguien se lo hubiera pegado a ambos lados con la mano mojada. Tenía la misma barbilla temblorosa de su madre, demasiado cuadrada y pequeña para su rostro ovalado, y las hendiduras amarillentas que mostraba debajo de las mejillas eran un indicio de lo mal alimentada que estaba.

No fruncía el entrecejo, ni tampoco parecía estar enfadada o triste. Simplemente estaba allí, como si no pudiera reaccionar a los estímulos. Que le hicieran una foto no se diferenciaba en nada de comer, vestirse, mirar la tele o ir de paseo con su madre. Parecía que cualquier experiencia que hubiera vivido antes existiera a lo largo de una línea monótona, sin alegrías, sin tristezas, sin nada.

La fotografía estaba ligeramente descentrada en una hoja blanca de papel de tamaño legal. Debajo de la fotografía estaban sus medidas. Justo debajo las palabras —SI VEN A AMANDA, SE RUEGA LLAMEN POR TELÉFONO— y más abajo los nombres de Lionel y Beatrice y su número de teléfono. A continuación, el número de teléfono de la Brigada contra el Crimen Infantil, con el nombre del teniente Jack Doyle como persona de contacto. Y más abajo el número 911. Al final de la lista estaba el nombre de Helene y su teléfono.

El montón de panfletos seguía encima del tablero de la cocina de la casa de Lionel, en el mismo sitio en que los había dejado al llegar a casa por la mañana. Lionel había pasado toda la noche pegándolos en los postes de las farolas, en los travesaños de estaciones de metro, en vallas provisionales de edificios en construcción y en edificaciones cubiertas con tablas. Habían hecho el centro de Boston y Cambridge, mientras que Beatrice y unos treinta y pico vecinos se habían dividido el resto de la zona metropolitana. Al amanecer, habían conseguido poner la cara de Amanda en todos los lugares, tanto legales como ilegales, que encontraron en un radio de unos treinta kilómetros alrededor de Boston.

Cuando entramos, Beatrice se hallaba en la sala de estar, llevando a cabo su rutina matinal de ponerse en contacto con la policía y con el equipo de prensa al que le habían asignado el caso, y preguntar si había algún informe sobre la labor realizada. Después, volvía a llamar a los hospitales. A continuación, llamaba a todas las entidades que se habían negado a colgar el panfleto de Amanda en la sala de reuniones o en la cafetería y les pedía explicaciones.

No sabía cuándo dormía, ni tan sólo si lo hacía.

Helene estaba con nosotros en la cocina. Estaba sentada a la mesa comiéndose un tazón de Apple Jacks y recuperándose de la resaca. Lionel y Beatrice, al darse cuenta de que Angie y yo llegábamos al mismo tiempo que Poole y Broussard, nos siguieron hasta la cocina. Lionel aún tenía el pelo mojado de la ducha y llevaba el uniforme de United Parcel Service salpicado de pequeñas manchas de crema hidratante. La pequeña cara de Beatrice mostraba un cansancio propio de un refugiado de guerra.

—Cheese Olamon —dijo Helene lentamente.

—Cheese Olamon —repitió Angie—. Sí.

Helene se rascó el cuello justo donde tenía una pequeña vena que latía como un escarabajo atrapado bajo la piel.

—No sé.

—¿Qué es lo que no sabe? —preguntó Broussard.

—El nombre me resulta familiar —dijo Helene.

Luego me miró y tocó con el dedo un desgarrón que había en el mantel de plástico.

—¿Le resulta familiar? —preguntó Poole—. ¿Le resulta familiar, señorita McCready? ¿Puede ser un poco más explícita?

—¿Qué? —Helene se pasó la mano por su fino pelo—. ¿Qué? Dije que me resultaba familiar.

—Un nombre como el de Cheese Olamon —intervino Angie— no resulta nada. O le conoce o no le conoce.

—Estoy pensando —dijo Helene.

Se rozó la nariz, retiró la mano y se quedó mirando fijamente los dedos.

Una silla arañó el suelo cuando Poole la arrastró hasta allí, la colocó justo delante de Helene y se sentó.

—Sí o no, señorita McCready. Sí o no.

—Sí o no, ¿qué?

Broussard suspiró en voz alta, tocó su anillo de boda y golpeó el suelo con el pie.

—¿Conoce al señor Cheese Olamon? —dijo Poole, con un susurro que sonó como grava y cristal.

—Yo… no…

—¡Helene! —Angie la instó con una voz tan penetrante, que incluso yo me sobresalté.

Helene la miró; el escarabajo que tenía en la garganta volvió a moverse de forma compulsiva bajo la piel. Intentó mantener la mirada de Angie durante una décima de segundo y luego bajó la cabeza. El pelo le caía sobre la cara; se oyó un ruidito áspero cuando colocó un pie descalzo encima del otro y apretó los músculos de las pantorrillas.

—Conozco a Cheese —dijo—. Un poco.

—¿Un poco poco o un poco mucho? —cuestionó Broussard.

Sacó un chicle y al oír el ruido del papel plateado, sentí como si alguien me clavara los dientes en la columna vertebral.

Helene se encogió de hombros.

—Sí, le conocía.

Desde que habíamos entrado en la cocina, Beatrice y Lionel no se habían apartado de la pared. Beatrice se colocó cerca del horno entre Broussard y yo; Lionel se sentó en un extremo de la mesa al otro lado de donde estaba sentada su hermana. Beatrice quitó la tetera de hierro colado del fuego y la puso debajo del grifo.

—¿Quién es Cheese Olamon? —preguntó Lionel, mientras le apartaba la mano derecha de la cara a su hermana—. ¿Helene? ¿Quién es Cheese Olamon?

Beatrice se volvió hacia mí.

—Es traficante de drogas o algo así, ¿verdad?

Habló con voz tan baja que, con el ruido del agua, sólo Broussard y yo pudimos oírla.

Alcé las manos y me encogí de hombros.

Beatrice se volvió hacia el grifo.

—¿Helene? —volvió a repetir Lionel, ahora con un tono de voz alto y desigual.

—Es sólo un tipo cualquiera, Lionel —dijo Helene.

Su voz era cansada y monótona como si estuviera a una distancia de mil millones de años.

Lionel nos miró a todos.

Tanto Angie como yo apartamos la mirada.

—Cheese Olamon —apuntó Remy Broussard, aclarándose la voz— es, entre otras cosas, traficante de drogas, señor McCready.

—¿A qué más se dedica? —preguntó Lionel.

Tenía una expresión de curiosidad desesperada, como la de un niño.

—¿Qué?

—Usted dijo «entre otras cosas». ¿Qué otras cosas?

Beatrice se volvió, colocó la tetera en el fuego y lo encendió.

—Helene. ¿Por qué no respondes a la pregunta de tu hermano?

Helene seguía con el pelo sobre la cara y la voz igual de lejos.

—¿Por qué no te vas y le chupas la polla a un negro, Bea?

Lionel golpeó la mesa con el puño con una fuerza tal que la superficie se fue resquebrajando, como un riachuelo que fluyera a través de un cañón.

Helene echó la cabeza hacia atrás bruscamente y se le apartó el pelo de la cara.

—Haz el favor de escucharme —dijo Lionel. Señaló a su hermana con un dedo tembloroso que le rozó prácticamente la nariz—. No te permitiré que insultes a mi mujer y que hagas comentarios racistas en mi cocina.

—Lionel…

—¡En mi cocina! —Golpeó la mesa de nuevo—. ¡Helene!

Nunca le había oído hablar de ese modo. Lionel había levantado la voz cuando nos conocimos en nuestra oficina, y ese tono de voz sí que me resultaba familiar. Pero esto era totalmente diferente. Sonaba como un trueno. Era algo que rompía el cemento y que hacía temblar a un roble.

—¿Quién —dijo Lionel, agarrando la esquina de la mesa con la mano que tenía libre— es Cheese Olamon?

—Es traficante de drogas, señor McCready —dijo Poole, mientras tanteaba los bolsillos y sacaba un paquete de cigarrillos—. También se dedica a la pornografía. Y hace de chulo de putas —sacó un cigarrillo del paquete, lo colocó en posición vertical sobre la mesa y se inclinó para olerlo—. También se dedica a la evasión de impuestos, créanme.

Lionel, que según parecía nunca había presenciado el ritual de Poole con el tabaco, se quedó perplejo durante un instante. Parpadeó y volvió a concentrarse en Helene.

—¿Frecuentas la compañía de un chulo?

—Pues…

—¿Y con alguien que se dedica a la pornografía?

Helene le dio la espalda, apoyó el brazo derecho en la mesa y miró la cocina pero sin cruzar ni una sola mirada con ninguno de los allí presentes.

—¿Qué hacía para él? —preguntó Broussard.

—A veces le hacía algún recado —dijo Helene.

Después encendió un cigarrillo, aguantó la cerilla entre las manos y la apagó con el mismo movimiento que haría para marcar con tiza un taco de billar.

—Algún recado —dijo Poole.

Ella asintió con la cabeza.

—¿De dónde a dónde hacías los recados? —preguntó Angie.

—De aquí a Providence. De aquí a Philly. Dependía de la mercancía —se encogió de hombros—. De hecho, dependía de la demanda.

—¿Qué conseguía a cambio? —preguntó Broussard.

—Algún dinero. Algo de droga —dijo.

Volvió a encogerse de hombros.

—¿Heroína? —preguntó Lionel.

Volvió la cabeza, le miró, con el cigarrillo colgándole de los dedos, parecía decaída y confusa.

—Sí, Lionel. A veces. A veces cocaína, a veces éxtasis, a veces… —negó con la cabeza y la volvió hacia nosotros—. Lo que hiciera falta, joder.

—Las marcas —dijo Beatrice—. Te hubiéramos visto las marcas.

Poole posó una mano en la rodilla de Helene.

—Esnifaba —aclaró, mientras olfateaba el cigarrillo—. ¿Verdad?

Helene asintió con la cabeza.

—Así no crea tanta adicción.

Poole sonrió.

—Claro que crea adicción.

Helene apartó la mano de Poole de su rodilla, se levantó, se dirigió hacia la nevera y sacó una lata de Miller. La abrió con tanta fuerza que la espuma de la cerveza rebosó. Se la bebió.

Miré el reloj: eran las diez y media de la mañana.

Broussard telefoneó a dos detectives de la Brigada contra el Crimen Infantil y les dijo que localizaran inmediatamente a Chris Mullen y que lo vigilaran. Además de los detectives que desde un principio buscaban a Amanda, y de los dos detectives encargados de averiguar el paradero de Ray Likanski, toda la sección de la Brigada contra el Crimen Infantil estaba haciendo horas extraordinarias para intentar solucionar el caso.

—Esto es estrictamente confidencial —dijo por teléfono—. Es decir, que sólo yo debo saber lo que estáis haciendo en cada momento. ¿Está claro?

Cuando colgó, seguimos a Helene y a su cerveza matinal hasta el porche trasero de Lionel y Beatrice. Uniformes nubes color cobalto flotaban en el cielo y la mañana se volvió monótona y gris; el aire parecía cargado de humedad, una clara indicación de que llovería por la tarde.

Era como si la cerveza le diera a Helene un poder de concentración que normalmente no tenía. Se apoyó en la barandilla del porche, nos miró a los ojos sin temor ni autocompasión y contestó a todas nuestras preguntas sobre Cheese Olamon y su brazo derecho, Chris Mullen.

—¿Cuánto tiempo hace que conoce a Cheese Olamon? —preguntó Poole.

Ella se encogió de hombros.

—Desde hace unos diez o doce años. Lo conozco del barrio.

—¿Chris Mullen?

—Igual, más o menos.

—¿Dónde empezaron a relacionarse?

Helene dejó la cerveza.

—¿Qué?

—¿Que dónde conociste al tipo ese, a Cheese? —dijo Beatrice.

—En el Filmore —contestó.

Bebió un sorbo de la lata de cerveza.

—¿Cuándo empezó a trabajar para él? —preguntó Angie.

Tomó otro sorbo.

—Al principio sólo hacía pequeños recados, pero hace cuatro años empecé a necesitar más dinero para cuidar de Amanda.

—¡Santo Dios! —exclamó Lionel.

Ella le miró, después volvió a mirar a Broussard.

—Así que me mandaba a comprar cuatro cosas de vez en cuando. Casi siempre se trataba de cosas sin importancia.

—Casi siempre —dijo Poole.

Parpadeó y asintió con rapidez.

Poole volvió la cabeza y apretó fuertemente la lengua contra la parte interior del labio inferior. Broussard le miró y sacó otro chicle del bolsillo.

Poole se rió en voz baja.

—Señorita McCready, ¿sabe para qué brigada trabajábamos el detective Broussard y yo antes de que nos pidieran que nos uniéramos a la Brigada contra el Crimen Infantil?

Helene hizo una mueca.

—¿Cree que me importa?

Broussard se metió el chicle en la boca rápidamente.

—En realidad, no hay razón para creer que le importe, pero en caso de que le interese…

—En la de narcóticos —dijo Poole.

—Nuestra brigada es bastante pequeña y no hay mucho compañerismo —dijo Broussard—. Así pues, aún solemos salir con la gente de narcóticos.

—Y así nos mantenemos informados —aseveró Poole.

Helene miró a Poole de soslayo, intentando averiguar adónde iba a conducir todo aquello.

—Antes dijo que había llevado drogas por el corredor de Filadelfia —dijo Broussard.

—¡Ajá!

—¿A quién?

Ella negó con la cabeza.

—Señorita McCready —dijo Poole—, no estamos aquí para arrestar a nadie por posesión de drogas. Dénos un nombre para que podamos confirmar que realmente le pasaba droga a Cheese Ol…

—Rick Lembo.

—Ricky el Detective —apuntó Broussard, y sonrió.

—¿Dónde se cerraban los tratos?

—En el Ramada que hay junto al aeropuerto.

Poole miró a Broussard y asintió con la cabeza.

—¿Alguna vez llevó drogas a New Hampshire?

Helene tomó un buen trago de cerveza y negó con la cabeza.

—¿No? —dijo Broussard a la vez que alzaba las cejas.

—¿Nunca llevó nada a Nashua? ¿Ni siquiera una venta rápida a las pandillas de motoristas?

Helene volvió a negar con la cabeza.

—No, yo no.

—¿Cuánto le sacó a Cheese, señorita McCready?

—¿Cómo dice?

—Hace tres meses, Cheese va e infringe su libertad condicional. Hace una caída en picado —dijo Broussard. Escupió el chicle por encima de la barandilla y le preguntó—: ¿Cuánto le sacó cuando se enteró de que lo habían soltado?

—Nada —repuso Helene sin dejar de mirar sus pies descalzos.

—¡Y una mierda!

Poole se acercó a Helene y le quitó pausadamente la lata de cerveza de la mano. Se apoyó en la barandilla, inclinó la lata y vertió el contenido en la avenida que había detrás de la casa.

—Señorita McCready, lo que todo el mundo sabe y ha estado comentando durante estos últimos meses es que Cheese Olamon mandó un regalito a unos motoristas que estaban en un motel de Nashua precisamente antes de que lo arrestaran. Cuando hicieron la redada, encontraron el regalito, pero el dinero había desaparecido. Y ya que los motoristas, muy robustos todos ellos, aún no se habían dividido los contenidos de la bolsa, entre nuestros amigos encargados de hacer cumplir la ley en el norte se especula que el trato se cerró momentos antes de la redada. Después de muchas conjeturas, muchos están convencidos de que quien fuera que hiciera de intermediario se había largado con el dinero. Además, según lo que se cuenta actualmente en la ciudad, cogió totalmente de nuevas a los miembros del grupo de Cheese Olamon.

—¿Dónde está el dinero? —preguntó Broussard.

—No tengo ni idea de lo que me habla.

—¿Quiere pasar por el detector de mentiras?

—Ya lo he pasado.

—Pero, esta vez, la pregunta será diferente.

Helene se volvió hacia la barandilla, miró en dirección al pequeño aparcamiento de alquitrán y a los árboles marchitos que había un poco más allá.

—¿Cuánto, señorita McCready?

Poole le hablaba en voz baja, sin la menor señal de apremio o urgencia.

—Doscientos mil.

Durante un minuto, se hizo un silencio absoluto en el porche.

—¿Quién lo planeó? —preguntó finalmente Broussard.

—Ray Likanski.

—¿Dónde está el dinero?

Helene contrajo los músculos de su escuálida espalda.

—No lo sé.

—Mentirosilla, mentirosilla —dijo Poole—, no te pases de listilla.

Ella se volvió.

—No lo sé. Lo juro por Dios.

—Lo jura por Dios —remedó Poole guiñándome el ojo.

—Bien, entonces —dijo Broussard— supongo que no nos queda más remedio que creerla.

—¿Señorita McCready? —la instó Poole.

Se estiró los puños de la camisa de debajo de la chaqueta del traje y los alisó para que le llegaran hasta las muñecas. Su voz era alegre, casi melodiosa.

—Miren, yo…

—¿Dónde está el dinero? —repitió. Cuanto más alegre y melodioso era el tono, más amenazadora era su expresión.

—Yo no… —Helene se pasó una mano por la cara, su cuerpo se aflojó contra la barandilla—. Estaba drogada, ¿de acuerdo? Salimos del motel; dos segundos después, todo el cuerpo de policía de New Hampshire estaba en el aparcamiento. Ray me abrazó amorosamente y pasamos entre ellos. Amanda estaba llorando, por lo tanto, supongo que parecíamos una familia que estaba de viaje.

—¿Qué? ¿Amanda estaba allí contigo? —exclamó Beatrice— ¡Helene!

—¿Qué pasa? —dijo Helene—. Mi intención era dejarla en el coche.

—Así que condujeron hasta allí —intervino Poole—, se drogaron, y después, ¿qué pasó?

—Ray hizo una parada en casa de un amigo. Estuvimos allí una hora, más o menos.

—¿Dónde estaba Amanda? —preguntó Beatrice.

Helene frunció el ceño.

—¿Cómo coño quieres que lo sepa, Bea? En el coche, o en la casa con nosotros. Ya te lo he dicho, estaba colgada.

—¿Aún tenían el dinero cuando salieron de la casa? —preguntó Poole.

—Creo que no.

Broussard abrió de golpe su bloc de notas.

—¿Dónde estaba esa casa?

—En un callejón.

Broussard cerró los ojos un momento.

—¿Dónde está situada? Quiero la dirección, señorita McCready.

—Ya se lo he dicho, estaba drogada, yo…

—Entonces, dígame el nombre de esa maldita ciudad —dijo Broussard, mientras apretaba los dientes.

—Charlestown. —Inclinó la cabeza y pensó en ello—. Sí, estoy prácticamente segura. ¿O era Everett?

—¿O Everett? —intervino Angie—. Realmente limita nuestras pesquisas.

—Charlestown es la ciudad que tiene un gran monumento, Helene —dije sonriendo, intentando infundirle ánimos—. Ya sabe cuál es. Es muy parecido al monumento de Washington, pero éste está en Bunker Hill.

—¿Se está cachondeando de mí? —le preguntó Helene a Poole.

—Yo no intentaría adivinarlo —dijo Poole—. Pero el señor Kenzie tiene su parte de razón. Si hubiera estado en Charlestown se acordaría del monumento, ¿no?

Hubo una larga pausa mientras Helene buscaba lo que le quedaba de cerebro. Me preguntaba si debería traerle una cerveza, para ver si así aceleraba un poco las cosas.

—Sí —asintió, con lentitud—. Al salir de la ciudad, pasamos por delante de la montaña donde está el monumento.

—Así pues, la casa —dijo Broussard— estaba al este de la ciudad.

—¿Al este? —dijo Helene.

—¿Estaba más cerca del proyecto urbanístico Bunker Hill, de la calle Medford, o de la avenida Bunker Hill de lo que estaba de la calle Main o Warren?

—Si usted lo dice…

Broussard inclinó la cabeza, se pasó la palma de la mano lentamente por encima de su barba de tres días e hizo unas cuantas respiraciones poco profundas.

—Señorita McCready —dijo Poole—, aparte del hecho de que la casa se encontrara al final de un callejón, ¿recuerda alguna cosa más? ¿Era una casa unifamiliar o no?

—Era muy pequeña.

—Interpretamos, pues, que era unifamiliar —dijo Poole, y lo apuntó en el bloc—. ¿De qué color?

—Eran blancos.

—¿Quién?

—Los amigos de Ray. Una mujer y un hombre. Los dos eran blancos.

—Estupendo —dijo Poole—, pero la casa, ¿de qué color era la casa?

Se encogió de hombros.

—No me acuerdo.

—Vamos a buscar a Likanski —propuso Broussard—. Podemos ir a Pensilvania. ¡Qué diantre! Ya conduzco yo.

Poole alzó la mano.

—Déme un poco más de tiempo, detective. Señorita McCready, le ruego haga memoria. Intente recordar lo que pasó aquella noche: el olor, la música que sonaba en el estéreo de Ray Likanski, cualquier cosa que le pueda ser de ayuda para situarla otra vez en ese coche. Fueron desde Nashua hasta Charlestown, que está a una hora de camino en coche, o quizás un poco menos. Se drogó. Se desviaron hacia el callejón y entonces…

—No, no fue así.

—¿Qué quiere decir?

—Que no nos desviamos hacia el callejón. Aparcamos en la calle porque había un coche abandonado en el callejón. Y además tuvimos que dar vueltas durante unos veinte minutos antes de encontrar un sitio donde aparcar. Es un lugar horrible para encontrar aparcamiento.

Poole asintió con la cabeza.

—¿Recuerda que le llamara la atención alguna cosa de ese coche abandonado en el callejón?

Negó con la cabeza.

—Era sencillamente un montón de chatarra, encima de unos ladrillos. No había ruedas ni nada.

—Aparte de los ladrillos —dijo Poole—, ¿recuerda algo más?

Helene ya estaba negando con la cabeza, cuando de repente paró y empezó a reír.

—¿Le importaría contarnos lo que le hace tanta gracia? —dijo Poole.

Le miró, aún sonriendo.

—¿Qué?

—¿De qué se ríe, señorita McCready?

—De Garfield.

—¿De James A., nuestro vigésimo presidente?

—¿Eh? —A Helene se le saltaron los ojos—. No, del gato.

Todos nos la quedamos mirando fijamente.

—¡El gato —Helene alzó las manos—, el del tebeo!

—¡Ajá! —dije.

—¿Se acuerdan de la época en que todo el mundo tenía dibujos de Garfield pegados a la ventana? Pues bien, ese coche también tenía uno. Es lo que me hizo pensar que ese coche hacía siglos que estaba allí. Lo que quiero decir es que ahora nadie se dedica a pegar los dibujos de Garfield en la ventana.

—En efecto —dijo Poole—, en efecto.