Después del partido fuimos a Ashmont Grille a comer algo y a tomar una cerveza; Angie tuvo una reacción que sólo se podría calificar de efecto retardado por lo que le había pasado en el Filmore Tap.
El Ashmont Grille servía el tipo de comida que mi madre solía cocinar —pastel de carne, patatas y mucha salsa— y las camareras también se comportaban como si fueran madres. Si no dejabas el plato bien limpio, te preguntaban si acaso los niños hambrientos de China desperdiciarían la comida. En cierto modo, esperaba que me dijeran que no me podía levantar de la mesa hasta que me lo hubiera acabado todo.
Si hubiera sido así, Angie se hubiera quedado allí hasta la semana siguiente, ya que parecía comerse el pollo Marsala con muy poco apetito. Para ser una persona pequeña y tan delgada, Angie solía tener más apetito que los camioneros al acabar su jornada. Pero hoy, cogía los linguine con el tenedor y parecía olvidarse de ellos. Dejaba el tenedor en el plato, bebía un poco de cerveza, y se quedaba mirando al vacío como si fuera Helene McCready buscando su televisor.
Cuando consiguió tragarse el cuarto bocado, yo ya me lo había comido todo. Ella lo interpretó como si la cena hubiera acabado y empujó el plato hasta el centro de la mesa.
—Nunca acabas de conocer a la gente —dijo, mirando la mesa—. ¿Verdad? Nunca acabas de entenderla. No es posible. No puedes… llegar a comprender por qué hacen las cosas, por qué piensan como piensan. Si no piensas de la misma manera, no tiene ningún sentido. ¿No?
Me miró y tenía los ojos rojos y húmedos.
—¿Te estás refiriendo a Helene?
—Helene —se aclaró la voz—, Helene, Big Dave, los tipos del bar y quienquiera que fuera el que se llevara a Amanda. No tiene ningún sentido. Porque no… —Le cayó una lágrima por la mejilla y se la limpió con la palma de la mano—. ¡Mierda!
Le cogí la mano, se pasó la lengua por la boca y miró el ventilador del techo.
—Ange —dije—, esos tipos del Filmore son chusma. No se merecen ni que pienses en ellos.
—¡Ajá! —inspiró profundamente por la boca y pude oír el ruido que hacía en contacto con la saliva que le obstruía la garganta—. Sí.
—¡Eh! —Le acaricié el antebrazo con la palma de la mano—. Lo digo en serio. No valen nada. Son…
—Me habrían violado, Patrick. Estoy segura de ello.
Me miró; movía la boca de una forma irregular hasta que se le quedó quieta y sonrió; era una de las sonrisas más extrañas que jamás hubiera visto. Posó su mano en la mía y la piel alrededor de la boca le tembló hasta que le tembló toda la cara. No podía parar de llorar, a pesar de que intentaba seguir sonriendo y me acariciaba la mano.
Conozco a esta mujer de toda la vida y puedo contar con los dedos de una mano las veces que ha llorado en mi presencia. En ese momento, no acabé de entender las razones —había visto a Angie enfrentarse a situaciones mucho más difíciles de la que habíamos vivido hoy en el bar, y no les había dado tanta importancia—, pero cualquiera que fuera el motivo, sufría de verdad, y ver cómo ese dolor se le reflejaba en la cara y en el cuerpo sencillamente me mataba.
Me levanté de mi asiento y ella me indicó con la mano que no me acercara, pero me senté junto a ella y se dejó abrazar. Asía fuertemente mi camisa y lloraba en silencio en mi hombro. Le acaricié el pelo, le besé la cabeza y la abracé. Notaba cómo le hervía la sangre por todo el cuerpo temblando entre mis brazos.
—Me siento como una tonta —dijo Angie.
—No seas ridícula —le dije.
Habíamos dejado atrás el Ashmont Grille y Angie me había pedido que parásemos en Columbia Park al sur de Boston. Gradas de granito con forma de herradura rodeaban el polvoriento camino de uno de los extremos del parque. Nos compramos un lote de seis cervezas y nos lo llevamos allí; apartamos algunas astillas del tablón de las gradas y nos sentamos.
Columbia Park es el lugar sagrado de Angie. Su padre, Jimmy, desapareció en una revuelta popular hace más de veinte años, y este parque es el lugar que escogió su madre para contarles a ella y a su hermana que su padre había muerto, al margen de que apareciera o no el cadáver. Angie suele venir al parque cuando tiene una mala noche, cuando no puede dormir o cuando le rondan fantasmas por la cabeza.
El mar se encontraba a unos cuatro kilómetros a nuestra derecha y la brisa que nos llegaba era lo suficientemente fresca para que tuviéramos ganas de acurrucamos, y así poder dejar de temblar.
Se inclinó hacia delante, se quedó mirando la pista y la amplia extensión de parque más allá.
—¿Sabes qué es? —preguntó.
—Cuéntame.
—No comprendo a la gente que hace daño a otra gente de forma deliberada. —Se dio media vuelta en la grada hasta que estuvo delante de mí—. No me refiero a la gente que responde a la violencia con violencia. Quiero decir, que en ese aspecto todos tenemos nuestra parte de culpa. Me refiero a la gente que hace daño a otra gente sin que nadie los provoque. A la gente que disfruta de todo aquello que sea repugnante. A aquellos que les encanta impeler a otros a que traguen tanta mierda como ellos.
—Los tipos del bar.
—Sí. Me habrían violado. Sí, violado. A mí. —Mantuvo la boca abierta durante unos instantes, como si acabara de darse cuenta de lo que aquello implicaba—. Y después se habrían ido a casa a celebrarlo. No, no espera. —Se llevó el brazo a la cara—. No es lo que habrían hecho. No lo habrían celebrado. Eso no es lo peor. Lo peor es que ni tan siquiera habrían pensado en ello. Me habrían rasgado el cuerpo, violado de la forma más enfermiza que se les ocurriera y, una vez acabado, lo recordarían de la misma forma que se recuerda una taza de café. Ni siquiera como algo para celebrar, sino simplemente como una cosa más que te hace pasar el día.
No dije nada.
En realidad, no había nada que decir. Seguí mirándola a los ojos y esperé a que prosiguiera.
—Y Helene —dijo— es casi tan mala como esos tipos, Patrick.
—Con el debido respeto, creo que exageras, Ange.
Negó con la cabeza, tenía los ojos muy abiertos.
—No, no exagero. La violación es un abuso inmediato. Te quema por dentro y te vacía en el poco tiempo que tarda cualquier gilipollas en metértela. Pero lo que Helene le está haciendo a su hija… —Miró el polvoriento camino unos instantes y tomó un trago de cerveza—. Ya has oído las historias de esas madres. Has visto su reacción ante la desaparición de su hija. Estoy segura de que abusa de Amanda cada día, no con violación ni violencia, sino con su apatía. Seguro que le quemaba las entrañas a pequeñas dosis, como el arsénico. Eso es Helene. Arsénico —asintió con la cabeza y repitió en voz baja—. Es arsénico.
La cogí de las manos.
—Puedo llamar desde el coche ahora mismo y decir que dejamos este caso.
—No —negó con la cabeza—. ¡Ni hablar! Toda esa gente, toda esa gente egoísta y desalmada, todos los Big Dave y todas las Helene contaminan el mundo. Y sé que cosecharán lo que hayan sembrado, ya les está bien. Pero no pienso ir a ninguna parte hasta que no encontremos a esa criatura. Beatrice tenía razón. Está sola. Y no hay nadie que hable en su nombre.
—Excepto nosotros.
—Excepto nosotros —asintió con la cabeza—. Encontraré a esa niña, Patrick.
Los ojos le brillaban obsesivamente de una forma que nunca antes había visto en ella.
—De acuerdo, Ange —dije—, de acuerdo.
—De acuerdo —dijo, y golpeó ligeramente mi lata de cerveza con la suya.
—¿Y si ya está muerta? —dije.
—No lo está —dijo Angie—, presiento que no lo está.
—¿Y si lo estuviera?
—No lo está. —Apuró la cerveza y tiró la lata en la bolsa que estaba a mis pies—. Sencillamente no lo está —me miró—, ¿lo entiendes?
—Claro —dije.
De vuelta en casa, Angie se quedó repentinamente sin fuerzas ni ánimos y se quedó dormida sobre las sábanas. Las estiré bajo su cuerpo, la tapé y apagué la luz.
Me senté a la mesa de la cocina, escribí Amanda McCready en una carpeta y redacté rápidamente unas cuantas páginas de notas sobre las últimas veinticuatro horas: las entrevistas con los McCready, los tipos del Filmore y los padres que miraban el partido.
Cuando acabé, me levanté, cogí una cerveza de la nevera y me quedé de pie en medio de la cocina mientras bebía un poco. No había corrido las cortinas de las ventanas de la cocina; cada vez que miraba a una de las oscuras plazas, la cara de Gerry Glynn me miraba maliciosamente, con el pelo empapado de gasolina y la cara manchada de la sangre de su última víctima, Phil Dimassi.
Corrí las cortinas.
Patrick, susurró Gerry desde el centro de mi pecho, te estoy esperando.
Cuando Angie, Oscar, Devin, Phil Dimassi y yo nos enfrentamos a Gerry Glynn, a su compañero Evandro Arujo, y a un psicótico encarcelado llamado Alec Hardiman, dudo que ninguno de nosotros se diera cuenta del precio que tendríamos que pagar. Gerry y Evandro se habían dedicado a destripar, a decapitar, a desentrañar, a crucificar gente, simplemente por diversión o por despecho, o porque Gerry estaba enfadado con Dios, o simplemente porque… Nunca llegué a comprender del todo las razones que les impelía a hacerlo. Dudo que nadie las comprenda. Tarde o temprano, las razones palidecen a la luz de las acciones que desencadenan.
A menudo tenía pesadillas sobre Gerry. Siempre Gerry. Nunca Evandro, nunca Alec Hardiman. Sólo Gerry. Seguramente porque lo conocía de toda la vida. De cuando había sido policía y hacía la ronda local, siempre con una sonrisa y despeinándonos el pelo amistosamente a los que entonces éramos niños. Y después, cuando ya se había jubilado, como propietario y barman en el Black Emerald. Bebía con Gerry, hablaba con Gerry hasta altas horas de la madrugada, me sentía a gusto con él, confiaba en él. Y durante todo ese tiempo, durante más de treinta años, había estado matando a niños que se fugaban de casa. Unas criaturas totalmente olvidadas a las que nadie buscaba y a las que nadie echaba de menos.
Mis pesadillas no eran siempre las mismas, pero normalmente Gerry mataba a Phil. Delante de mí. En realidad, no había presenciado cómo Gerry le cortaba el cuello a Phil, a pesar de encontrarme sólo a unos dos metros de allí. Estaba en el suelo del bar de Gerry, intentando evitar que su pastor alemán me clavara los dientes en el ojo, pero había oído a Phil gritar: «No, Gerry, no». Y murió en mis brazos.
Phil Dimassi había estado casado con Angie durante doce años. Hasta el momento de su boda, también había sido mi mejor amigo. Después de que Angie presentara la demanda de divorcio, Phil dejó la bebida, volvió a tener un trabajo retribuido y creo que estaba a punto de redimirse. Pero Gerry lo estropeó todo.
Gerry le disparó una bala a Angie en el abdomen. Gerry me hizo cortes en la mandíbula con una navaja de barbero. Gerry hizo que mi relación con una mujer llamada Grace Cole y su hija, Mae, llegara a su fin.
Gerry, con la parte izquierda del cuerpo en llamas, me apuntaba la cara con una pistola cuando Oscar le disparó tres veces por la espalda.
Gerry estuvo a punto de destruirnos a todos.
Y te espero aquí abajo, Patrick. Te espero.
No había ninguna razón lógica para pensar que el hecho de buscar a Amanda McCready me fuera a conducir al mismo tipo de matanza que mi encuentro con Gerry Glynn y sus colegas había ocasionado, no había ninguna razón en absoluto. Era sencillamente esa noche, razoné, la primera noche fría durante las últimas semanas, esa sensación de oscuridad color pizarra que lo teñía todo. Si hubiera sido la noche anterior, húmeda y suave, no me sentiría así. Pero aun así…
Lo que habíamos aprendido, sin lugar a dudas, durante la persecución de Gerry Glynn, era exactamente lo que Angie había estado comentando esa noche: que rara vez éramos capaces de entender a la gente. Que éramos seres evasivos, que una gran variedad de fuerzas controlaba nuestros impulsos, que ni nosotros mismos éramos capaces de comprenderlos.
—¿Qué motivo podría impulsar a alguien a secuestrar a Amanda McCready?
No tenía ni idea.
—¿Qué podría llevar a una persona —o varias— a querer violar a una mujer?
Una vez más, no tenía ni idea.
Permanecí un rato sentado, con los ojos cerrados, e intenté visualizar a Amanda McCready, evocar una sensación concreta en mi interior para saber si estaba viva o muerta. Pero más allá de mis párpados, sólo veía oscuridad.
Acabé la cerveza y fui a ver a Angie.
Dormía cabeza abajo en medio de la cama, un brazo extendido por encima de la almohada de mi lado, el otro con el puño cerrado alrededor de la garganta. Deseaba ir hacia ella y abrazarla hasta que todo lo que había pasado en el Filmore se le olvidara, hasta que se disipara el miedo, hasta que Gerry Glynn desapareciera, hasta que el mundo y todo lo que en él hubiera de horrible pasara por encima de nuestros cuerpos y alejara el viento nocturno de nuestras vidas.
Permanecí de pie junto a la puerta durante un buen rato, observándola dormir y confiando en mis vanas ilusiones.