Un atardecer, los Astros jugaban un partido contra los Orioles en el parque Savin Hill; ambos equipos parecían tener problemas técnicos. Cuando uno de los bateadores de los Astros golpeó la pelota hasta la línea de la tercera base, el tercer hombre de base de los Orioles no consiguió pararla, parecía estar mucho más interesado en arrancarse unos hierbajos del pie. Por lo tanto, el corredor de base de los Astros recogió la pelota y salió corriendo hacia su base. Cuando estaba a punto de llegar al plato, lanzó la pelota en dirección al lanzador, que la recogió y la lanzó hacia el primero. El primer hombre de base cogió la pelota, pero en vez de correr de una base a otra, se volvió y la lanzó al jardín. El fildeador centro y el fildeador derecho se disputaban la pelota. El fildeador izquierdo saludaba a su madre con la mano.
Hacía ya mucho tiempo que el club del North Dorchester se reunía una vez a la semana de cuatro a seis de la tarde para jugar en el parque Savin Hill. Había dos campos, pero normalmente jugaban en el más pequeño, situado a unos cuarenta y cinco metros de la autopista del sudeste, de la cual lo separaba una valla de tela metálica. Savin Hill tiene vistas a la autopista y a una pequeña bahía conocida por el nombre de Malibú Beach, donde el Club Náutico Dorchester suele amarrar sus botes. He vivido en este barrio toda mi vida y aún no he visto nunca a un yate amarrar por aquí, pero quizás es que sólo miro cuando no toca.
Cuando tenía entre cuatro y seis años, solíamos jugar a béisbol porque, por aquel entonces, no existía el béisbol infantil. Teníamos entrenadores, y padres que nos pedían a gritos que nos concentráramos, niños que ya habían aprendido a dar golpes suaves y bajos y a lanzarse a parar la pelota tocando al segundo hombre de base, y padres que nos hacían practicar desde el montículo con pelotas rápidas y curvas. Jugábamos al béisbol de siete partes y había una gran rivalidad con los otros equipos; cuando conseguimos jugar en la liguilla, a la edad de siete u ocho años, los equipos de St. Bart’s, St. William’s y St. Anthony’s del norte de Dorchester ya nos temían, y con razón.
Mientras permanecía junto a las gradas con Angie y observaba a una treintena de criaturas correr como locos y sin darle a la pelota porque llevaban la gorra encima de los ojos o porque estaban muy ocupados en mirar la puesta de sol, tuve el convencimiento de que el método que utilizaban cuando yo tenía su edad nos preparaba mucho mejor para los rigores del béisbol, pero estos niños del béisbol infantil parecían pasarlo mucho mejor.
En primer lugar, no vi que eliminaran a nadie. Todos los jugadores de ambos equipos se turnaban para golpear. Una vez que todos los jugadores, unos quince más o menos, le habían dado a la pelota —y todos lo hacían porque aquí no había nada parecido al fuera de juego— los dos equipos intercambiaban bates y guantes. Nadie contaba los tantos. De hecho, si un niño era lo suficientemente despabilado para recoger la pelota y tocar al corredor, el entrenador base felicitaba a ambos niños con efusión y el corredor permanecía en la base. Algunos padres gritaban: «Por el amor de Dios, recoge la pelota, Andrea» o «Corre, Eddie, corre. No, no por allí. Por allá». Pero, normalmente, tanto padres como entrenadores aplaudían cada vez que un jit driblaba más de un metro, cada vez que alguien recogía una pelota y la lanzaba a cualquier sitio que estuviera en el mismo código postal que el parque, cada vez que alguien conseguía ir de la primera a la tercera base, aunque tuvieran que pasar por encima del montículo del lanzador para llegar hasta allí.
Amanda McCready había jugado en esta liga. Lionel y Beatrice la habían apuntado y se encargaban de traerla y llevarla. Había sido una Oriol y su entrenadora nos dijo que solía jugar de segunda base y que solía recoger la pelota bastante bien, excepto cuando se quedaba totalmente paralizada porque un pájaro se le posaba en la camiseta.
—Falló bastantes veces debido a eso —Sonya Garabedian sonrió y movió la cabeza—. Estaría exactamente donde está Aaron ahora, le estaría dando tirones a la camiseta, se quedaría mirando al pájaro fijamente y le hablaría de vez en cuando. Y si la pelota venía hacia ella, bien, sencillamente tendría que esperar a que acabara de mirar al bello pájaro.
El niño que estaba junto al soporte, un niño rellenito y bastante grande para su edad, lanzó la pelota con fuerza hacia la izquierda; todos los jugadores del extremo del campo y la mayoría de los del centro corrieron tras ella. Cuando estaba rodeando la segunda base, el niño grande decidió, qué narices, que también iba a intentar pararla y corrió hacia el jardín para unirse al grupo, mientras que los niños se empujaban, rodaban por el suelo y rebotaban como si fueran autos de choque.
—Amanda nunca hubiera hecho una cosa así —dijo Sonya Garabedian.
—¿Hacer todo el circuito completo?
Sonya negó con la cabeza.
—Bueno, eso tampoco. Pero, lo que quiero decir es que, ¿ven esa pila de cerdos de allí? Si no conseguimos que alguien ponga fin a eso, empezarán a jugar al Rey de la Montaña y bien pronto se olvidarán qué vienen a hacer aquí.
Mientras dos padres se encaminaban hacia el campo en dirección al tumulto, y los niños daban vueltas de campana unos sobre otros como si fueran artistas de circo, Sonya señaló a una diminuta niña pelirroja que jugaba de tercera base. Debía de tener unos cinco años y seguramente era la más pequeña del equipo. La camiseta le llegaba hasta la espinilla. Mientras observaba a los padres que se dirigían hacia el tumulto, donde cada vez había más niños, se arrodilló y empezó a escarbar la tierra con una piedra.
—Ésa es Kerry —dijo Sonya—. Pase lo que pase, aunque hubiera un elefante en el campo que les dejara jugar con la trompa, no hay manera de que se relacione con los demás. Ni tan sólo le pasaría por la cabeza.
—¿Tan tímida es? —pregunté.
—Sí, y eso no es todo —asintió—. Hay mucho más, ni siquiera le interesa lo que normalmente suele interesar a los niños de su edad. No es que esté triste del todo, pero nunca está contenta, tampoco. ¿Comprenden?
Kerry dejó de mirar el suelo por un momento, tenía la cara llena de pecas y los ojos entrecerrados, ya que el sol de la tarde se reflejaba en el lugar de parada de los lanzadores, y se puso a cavar de nuevo.
—En ese sentido, Amanda se parece mucho a Kerry —dijo Sonia—. No parece reaccionar a los estímulos más inmediatos.
—Es introvertida —dijo Angie.
—En parte, pero no parece que haya mucho más detrás de sus ojos. No es que esté encerrada en su pequeño mundo, es que no parece tener ningún interés en nada de este mundo, tampoco. —Volvió la cara y me miró. La forma de la mandíbula y la mirada monótona le daban cierto aire de tristeza y severidad—. ¿Ya conocen a Helene?
—Sí.
—¿Qué opinan?
Me encogí de hombros.
Ella sonrió.
—Hace que uno se encoja de hombros, ¿verdad?
—¿Venía a ver los partidos? —preguntó Angie.
—Una vez —dijo Sonya—. Una vez y estaba borracha. Vino con Dottie Mahew, las dos estaban medio piripis y gritaban mucho. Creo que Amanda se sintió incómoda. Todo el rato me preguntaba que cuándo se acabaría el partido. —Movió la cabeza—. Los niños de esa edad no tienen la misma concepción del tiempo que los adultos. Simplemente les parece mucho o poco tiempo. Ese día seguro que el partido le pareció excesivamente largo a Amanda.
La mayor parte de padres y entrenadores ya habían salido al campo, y también habían salido casi todos los Astros. Aún había muchos niños pegando saltos en la pila original, pero otros tantos se habían dividido en grupos más pequeños, y jugaban al marro, se tiraban los guantes, o sencillamente se revolcaban por la hierba como focas.
—Señorita Garabedian, ¿alguna vez notó que hubiera gente extraña espiando el partido?
Angie le mostró las fotografías de Corwin Earle, Leon y Roberta Trett.
Las miró, parpadeó al ver el tamaño de Roberta, pero finalmente negó con la cabeza.
—¿Ven a ese tipo grande de ahí que está junto a la pila? —Señaló un tipo alto y corpulento que debía de tener unos cuarenta años y que llevaba el pelo cortado al rape—. Es Matthew Hoagland. Es culturista profesional, fue míster Massachusetts dos años seguidos. Es un tipo muy majo. Y le encantan sus niños. El año pasado, un tipo con una apariencia muy roñosa se presentó en el campo para ver el partido durante unos minutos, y a nadie le gustó la expresión de sus ojos. Matt le hizo salir del campo. No tengo ni idea de lo que le dijo, pero el tipo se quedó blanco y se fue corriendo. No ha venido nadie así desde entonces. Quizás ese tipo de… personas trabajen en red y hagan correr la voz. No sé. Pero la gente extraña no suele venir a ver los partidos. —Nos miró—. Hasta que llegaron ustedes dos, claro.
Me toqué el pelo.
—¿Tengo mucha roña? —dije.
Ella soltó una risita.
—Aún hay gente que le reconoce, señor Kenzie. Recordamos que rescató a aquella criatura en el parque. Siempre que quiera nos puede hacer de canguro.
Angie me dio un codazo.
—Nuestro héroe.
—Cállate —dije.
Pasaron diez minutos antes de que se volviera a restablecer el orden en el campo y se pudiera reanudar el partido.
Durante ese período de tiempo, Sonya Garabedian nos presentó a algunos de los padres que se habían quedado junto a las gradas. Algunos conocían a Helene y a Amanda, y durante lo que quedaba de partido estuvimos conversando con ellos. Lo que sacamos de estas conversaciones —aparte de confirmar nuestra teoría de que Helene McCready era una criatura que se interesaba única y exclusivamente por lo suyo— fue un retrato mucho más completo de Amanda.
A diferencia de la descripción que Helene nos había hecho de su hija —como si fuera un mítico teleñeco de comedia de situación cuyo objetivo en la vida era sonreír sin cesar—, la gente con la que hablamos nos contó lo poco que Amanda sonreía, y que era demasiado apática y tranquila para una niña de su edad.
—Mi Jessica —dijo Frances Neagly—, entre los dos y los cinco años sólo hacía que corretear arriba y abajo. ¡Y las preguntas que hacía! Siempre del tipo «¿Por qué los animales no hablan como nosotros? ¿Por qué tengo dedos en los pies? ¿Cómo puede ser que haya agua fría y agua caliente?». —Frances sonrió débilmente—. Lo que quiero decir es que era un continuo. Todas las madres que conozco comentan lo pesados que pueden llegar a ser los niños de cuatro años. De cuatro años, ¿verdad? El mundo les depara una sorpresa cada diez segundos.
—¿Y Amanda? —dijo Angie.
Frances Neagly echó el cuerpo hacia atrás y miró alrededor del parque, a medida que las sombras oscurecían y envolvían a los niños en el campo de tal forma que parecían más pequeños.
—Le hice de canguro unas cuantas veces. No porque así lo hubiéramos acordado. Sencillamente Helene solía pasar por casa y me preguntaba: «¿La puedes vigilar un momentito?». Y seis o siete horas más tarde pasaba a recogerla. ¿Qué iba a hacer? No le iba a decir que no, ¿verdad? —Encendió un cigarrillo—. Amanda era tan callada… Nunca tuvimos ningún problema. Ni una sola vez. Y, en realidad, ¿quién podría esperar ese comportamiento de una niña de cuatro años? Se sentaba donde le dijeras y se quedaba mirando las paredes fijamente, o la tele, o cualquier cosa. Ni siquiera prestaba atención a los juguetes de mis hijos, ni le estiraba la cola al gato, nada. Simplemente se sentaba allí, como si fuera un bulto, y nunca preguntaba cuándo pasaría su madre a buscarla.
—¿Tiene algún tipo de deficiencia mental? —dije—. ¿Autismo, quizás?
Negó con la cabeza.
—No. Si le decías algo, te respondía sin ningún tipo de problema. Parecía un poco sorprendida, pero te contestaba con dulzura y la verdad es que para la edad que tenía hablaba muy bien. No, es una niña lista. Simplemente, no es una niña exaltada.
—¿Y eso le parecía antinatural? —preguntó Angie.
Se encogió de hombros.
—Sí, supongo. ¿Sabe lo que pienso? Creo que estaba acostumbrada a que la ignoraran. —Una paloma voló justo por encima del montículo del bateador, un niño le tiró el guante sin darle. Frances esbozó una leve sonrisa—. Y creo que sencillamente es una mierda.
Se despidió de nosotros cuando vio que su hija se dirigía al plato. Sostenía el bate entre las manos de una forma muy extraña mientras examinaba la pelota y el soporte que tenía delante.
—Lánzala fuera del campo, cariño —gritó Frances—. Hazlo.
Su hija se volvió y la miró. Sonrió. Movió la cabeza varias veces y lanzó el bate al suelo.