5

Cuando salimos del bar y llegamos al callejón, vimos la rejilla de un Ford Taurus negro que se encontraba aparcado a escasos centímetros de la puerta principal. El más joven de los dos detectives, un tipo grande con sonrisa de niño, se asomó por la ventanilla del conductor y desconectó la sirena.

Su compañero estaba sentado en el capó con las piernas cruzadas, tenía la cara redonda y la sonrisa fría.

—Bien, bien, bien —masculló.

Manteniendo el dedo índice en alto y girando la muñeca repitió:

—Bien, bien, bien.

—Terriblemente real —dije.

—¿No lo cree así?

Juntó las manos y se deslizó por el capó del coche hasta que los pies le llegaron a la rejilla y las rodillas prácticamente rozaban mis piernas.

—Usted debe de ser Pat Kenzie —movió la mano hacia mi pecho—. Encantado de conocerle.

—Patrick —dije, y le tendí la mano.

Me la estrechó con fuerza dos veces.

—Detective sargento Nick Raftopoulos. Llámeme Poole. Todo el mundo lo hace. —Su angulosa cara de duende se inclinó hacia Angie—. Usted debe de ser Ángela.

Ella le estrechó la mano.

—Angie —dijo.

—Encantado de conocerla, Angie. ¿Le han dicho alguna vez que tiene los ojos de su padre?

Angie se llevó una mano a la ceja, dio un paso hacia Nick Raftopoulos.

—¿Conocía a mi padre? —preguntó.

Poole tenía las palmas de las manos sobre las rodillas.

—De vista. En calidad de miembro de equipos contrarios. Me gustaba. Tenía clase de verdad. A decir verdad, lamenté su… desaparición, si se puede llamar así. Era un hombre poco corriente.

Angie le sonrió dulcemente.

—Muy amable de su parte —dijo.

Alguien abrió la puerta del bar detrás y volví a sentir el olor de whisky rancio.

El policía más joven miró a quienquiera que fuera que estuviera a nuestras espaldas.

—Vuelve a entrar, bobo —le dijo—. Conozco a alguien que tiene algo para ti.

El hedor a whisky rancio se disipó y la puerta se cerró.

Poole tiró bruscamente de su dedo pulgar por encima del hombro.

—Ese joven de ahí con un temperamento tan dulce es mi compañero, el detective Remy Broussard.

Le saludamos con una inclinación de cabeza y él nos imitó. De cerca, parecía más mayor de lo que en un principio había imaginado. Debía de tener cuarenta y tres o cuarenta y cuatro años. Al principio, había creído que era de mi edad a causa de esa inocencia propia de Tom Sawyer que caracterizaba su sonrisa. Pero al mirarlo por segunda vez, las patas de gallo alrededor de los ojos, las arrugas formando surcos en el hueco de las mejillas, y los mechones de pelo gris plomo que se divisaban en su rizado pelo rubio ceniza, le hacían parecer diez años mayor. Seguramente entrenaba, como mínimo, cuatro veces a la semana; tenía una constitución maciza formada por una gran masa muscular. Dicha apariencia se veía suavizada por el traje cruzado italiano color oliva que llevaba encima de una corbata desanudada marca Bill Blass de color dorado y azul, y una camisa a rayas sutilmente desabrochada en el cuello.

Un tipo obsesionado por la ropa, decidí, mientras se quitaba el polvo del extremo del zapato izquierdo marca Florsheim; probablemente el tipo de hombre que nunca pasaría por delante de un espejo sin fijarse bien. Pero cuando se apoyó en la puerta abierta del conductor y nos miró, noté una astucia penetrante y una inteligencia prodigiosa. Probablemente se paraba delante de los espejos, pero dudo que se le escapara nada de lo que pasaba a sus espaldas cuando lo hacía.

—Nuestro estimado teniente Jack el apasionado Doyle nos dijo que fuéramos a verles —dijo Poole—. Y aquí estamos.

—Así es —afirmé.

—Cuando íbamos por la avenida en dirección a su oficina —dijo Poole—, vimos a Ray Likanski el Delgaducho salir corriendo del callejón. El padre de Ray, saben, el mayor de los soplones en los viejos tiempos, es de mi época. El detective Broussard sería incapaz de distinguir a Ray el Delgaducho de Ray de Azúcar, pero va y digo: «Para el carro, Remy. Ese cazurro no puede ser otro que Ray Likanski el Delgaducho y además parece un poco angustiado». —Poole sonreía y tamborileaba con los dedos en la rótula—. Ray va chillando por ahí que hay un tipo presumiendo de pistola en ese establecimiento tan fino.

Me observó con atención.

—«¿Una pistola?» le digo al detective Broussard. ¿En un club de caballeros como el Filmore Tap? ¿Qué? Imposible.

Miré a Broussard. Estaba apoyado en la puerta del conductor, con los brazos cruzados sobre el pecho. Se encogió de hombros, como si quisiera decir: «¡Mi compañero, vaya personaje!».

Poole tamborileó los dedos con rapidez en el capó del Taurus para que le prestara atención. Entonces me sonrió con su cara de duende adulto. Debía de tener unos cincuenta y pico o sesenta años, era rechoncho, y el pelo, que lo llevaba muy corto, era de un tono ceniza. Se frotó el pelo de cepillo, miró de soslayo al sol de media tarde y dijo:

—¿Es posible que la supuesta pistola sea la Colt Commander que veo en su supuesta cadera derecha, señor Kenzie?

—Supuestamente —contesté.

Poole sonrió, se fijó en Filmore Tap.

—Nuestro querido Big Dave Strand, ¿aún sigue de una pieza?

—La última vez que lo vi, lo estaba —repuse.

—¿Crees que deberíamos arrestarles por asalto? —preguntó Broussard, mientras extraía un chicle de un paquete de Wrigley’s y se lo metía en la boca.

—Tendría que hacer una acusación.

—¿Y no cree que la hará?

—Estamos prácticamente convencidos de que no la hará —dijo Angie.

Poole nos miró, con las cejas levantadas. Se volvió a su compañero. Broussard se encogió de hombros y ambos estallaron en carcajadas.

—Bien, no me dirán que no es estupendo —dijo Poole.

—Supongo que Big Dave intentó tratarles con el encanto que le caracteriza, ¿no es así? —preguntó Broussard a Angie.

—Intentó es la palabra clave —convino Angie.

Broussard masticaba chicle y sonreía; entonces se incorporó totalmente y se quedó contemplando a Angie como si la estuviera examinando de nuevo.

—En serio —dijo Poole, aunque aún hablaba alegremente—, ¿alguno de los dos ha disparado el arma ahí dentro?

—No —dije.

Poole alargó la mano y castañeteó los dedos.

Me quité la pistola de la cintura y se la entregué.

Dejó caer el clip de la culata en la mano. Tiró con fuerza del cargador y miró dentro de la recámara para asegurarse de que estaba vacía antes de oler el cañón. Asintió con la cabeza. Puso el clip en mi mano izquierda y la pistola en la derecha.

Volví a colocar la pistola en la funda de la espalda y me metí el clip en el bolsillo de la chaqueta.

—¿Y los permisos de armas? —preguntó Broussard.

—Actualizados y en la cartera —contestó Angie.

Poole y Broussard volvieron a sonreír con aire burlón. Se nos quedaron mirando hasta que adivinamos lo que estaban esperando.

Los dos sacamos los permisos y se los entregamos a Poole por encima del capó del coche. Poole les echó un vistazo rápido y nos los devolvió.

—¿Crees que deberíamos interrogar a los clientes, Poole?

Poole miró a Broussard y comentó:

—Tengo hambre.

—Sí, yo también podría comer algo —convino Broussard.

Poole nos volvió a mirar con las cejas levantadas.

—Y ustedes dos, ¿qué? ¿Tienen hambre? —preguntó.

—No mucha —dije.

—Está bien. El sitio en el que estoy pensando —dijo Poole, mientras me tocaba el hombro dulcemente con la mano— sirve una comida horrible, de todas maneras. Pero no se pueden ni imaginar qué buena es el agua. La mejor de por aquí. Directamente del grifo.

El restaurante Victoria está situado en Roxbury, al cruzar la línea divisoria que lo separa de mi barrio, y de hecho, la comida es estupenda. Nick Raftopoulos tomó chuletas de cerdo; Remy Broussard, de pavo. Angie y yo pedimos un café.

—Así que… no están avanzando mucho —dijo Angie.

Poole mojó un trozo de cerdo en la compota de manzanas.

—En realidad, no —contestó.

Broussard se limpió la boca con una servilleta.

—Ninguno de nosotros ha trabajado antes en un caso que fuera objeto de tanta publicidad y que no acabara mal.

—¿No creen que Helene está involucrada? —pregunté.

—En un principio así lo creíamos —dijo Poole—, me basaba en la teoría de que o bien había vendido a la niña o bien algún traficante al que le debía dinero lo había hecho.

—¿Qué le hizo cambiar de opinión? —preguntó Angie.

Poole estaba comiendo y le hizo una seña a Broussard para que contestara por él.

—Por el detector de mentiras. Salió totalmente airosa. Además, ¿ven a este tipo que está zampándose unas costillas de cerdo? Es muy difícil que alguien nos engañe cuando los dos trabajamos en el mismo caso. Helene miente, no me interpreten mal, pero no sobre la desaparición de su hija. En realidad, no sabe qué le pasó.

—¿Y qué opina del paradero de Helene la noche en que Amanda desapareció? —preguntó Angie.

A Broussard se le quedó medio bocadillo fuera de la boca.

—¿Qué quiere decir? —preguntó.

—¿Se creen la historia que Helene contó a la prensa?

—¿Existe alguna razón por la que no deberíamos creerla?

Poole mojó el tenedor en la compota de manzana.

—Big Dave nos contó una historia diferente.

Poole se recostó en la silla y se sacudió las migas de las manos.

—¿Qué les contó?

—¿Se creyó la historia de Helene, o no? —dijo Angie.

—No del todo —dijo Broussard—. Según el detector de mentiras, estaba con Dottie, aunque no necesariamente en su casa. Pero persiste con la misma mentira.

—¿Dónde estaba? —preguntó Poole.

—Según Big Dave, se encontraba en el Filmore.

Poole y Broussard se miraron y luego a nosotros.

—Así pues —dijo Broussard lentamente—, nos tomó el pelo.

—No quería echar a perder sus quince segundos —dijo Poole.

—¿Sus quince segundos? —pregunté.

—Los quince segundos durante los que fue el centro de atención pública —continuó Poole—. Antes solían conceder unos minutos, pero ahora sólo unos segundos —suspiró—. Cuando estaba en la televisión haciendo el papel de madre afligida con su bonito vestido azul. ¿Se acuerdan de aquella mujer brasileña de Allston, a quien le desapareció el hijo hace unos ocho meses?

—Y a quien nunca encontraron —asintió Angie.

—Bien. Lo que quiero decir es que esa mujer era morena de piel, no vestía bien y cada vez que aparecía en pantalla parecía que estuviera drogada. Después de cierto tiempo, al gran público le importaba un rábano el niño desaparecido ya que la madre no les gustaba en lo más mínimo.

—En cambio, Helene McCready —siguió Broussard— es blanca. Se arregla con esmero y queda bien en pantalla. Seguramente no es de lo mejorcito que hay, pero a la gente le parece simpática.

—No, no lo es —dijo Angie.

—¿En persona? —Broussard negó con la cabeza—. En persona no es nada simpática. Pero en pantalla, cuando habla durante quince segundos… las cámaras la adoran, el público la adora. Deja a la niña sola durante casi cuatro horas, lo cual es una atrocidad, pero casi todo el mundo piensa que no se ha de tensar la cuerda, que todos cometemos errores.

—Y seguramente nunca se ha sentido tan amada en toda su vida —dijo Poole—. Y en cuanto Amanda aparezca o pase cualquier cosa que aleje el caso de los grandes titulares, y eso siempre pasa, Helene volverá a ser la misma persona que era. Lo que quiero decir es que, en estos momentos, se aferra a sus quince segundos.

—¿Realmente piensa que el hecho de que mienta tanto sobre su paradero es sólo por los quince segundos? —dije.

—Probablemente —apuntó Broussard. Se limpió la boca con la servilleta y apartó el plato—. No nos interprete mal. De aquí a unos minutos vamos a ir a casa del hermano y le vamos a hacer la cara nueva por habernos mentido. Y si hay alguna cosa más, lo averiguaremos. —Ladeó un poco la mano en nuestra dirección—. Gracias a los dos.

—¿Cuánto tiempo llevan en este caso? —preguntó Poole.

Angie miró el reloj.

—Desde ayer por la noche.

—¿Y ya han descubierto algo que nosotros hemos pasado por alto? —dijo Poole riéndose entre dientes—. A ver si van a ser tan competentes como nos han dicho.

Angie movió las pestañas con rapidez.

—¡Caramba! —exclamó.

Broussard sonrió.

—A veces salgo con Oscar Lee. Los dos llegamos al Departamento de Policía de la Vivienda hace ya un montón de años. Después de que Gerry Glynn fuera arrestado en ese parque hace un par de años; le pregunté a Oscar sobre ustedes dos. ¿Les gustaría saber lo que me dijo?

Me encogí de hombros.

—Conociendo a Oscar, seguro que fue algo irreverente.

Broussard asintió con la cabeza.

—Nos contó que en casi todas las facetas de la vida eran lo más caótico que jamás hubiera visto.

—Típico de Oscar —dijo Angie.

—Pero también dijo que cuando se les metía en la cabeza cerrar un caso, ni Dios en persona les podría hacer cambiar de opinión.

—Oscar —comenté— es realmente un encanto.

—Así pues están en el mismo caso que nosotros.

Poole dobló la servilleta con delicadeza y la colocó encima del plato.

—¿Y eso les preocupa? —preguntó Angie.

Poole miró a Broussard. Broussard se encogió de hombros.

—En principio, no nos preocupa —dijo Poole.

—Pero —siguió Broussard—, pero… deberíamos ponernos de acuerdo sobre algunas cuestiones básicas.

—¿Cómo, por ejemplo?

—Por ejemplo…

Poole sacó un paquete de cigarrillos. Extrajo el celofán con lentitud, arrancó el papel de aluminio y sacó un Camel sin filtro. Lo olió mientras inhalaba profundamente el aroma por la nariz y echaba la cabeza hacia atrás a la vez que cerraba los ojos. Luego se inclinó hacia delante y estrujó el cigarrillo sin encender en el cenicero hasta que se partió por la mitad. Volvió a meter el paquete en el bolsillo.

Broussard nos sonrió, con la ceja izquierda ligeramente ladeada.

Poole se dio cuenta de que lo estábamos mirando.

—Lo siento. He dejado de fumar —dijo.

—¿Cuándo? —preguntó Angie.

—Hace dos años. Pero aún necesito hacer el ritual —sonrió—. Los rituales son importantes.

Angie metió la mano en el bolso.

—¿Les importa si fumo? —preguntó.

—Por favor, ¿sería tan amable?

Observó cómo Angie encendía el cigarrillo; luego movió ligeramente la cabeza, se le aclararon los ojos y nuestras miradas se cruzaron. Parecía capaz de adentrarse hasta lo más hondo de mi cerebro o de mi alma con tan sólo mirarme.

—Cuestiones básicas —dijo—. No debe haber filtraciones en la prensa. ¿Son amigos de Richie Colgan del Tribune?

Asentí con la cabeza.

—Colgan no es amigo de la policía —apostilló Broussard.

—Su trabajo no consiste en hacer amigos, sino en escribir reportajes —dijo Angie.

—Y no tengo nada que objetar —atajó Poole—. Pero no quiero que nadie de la prensa se entere de cosas que no queramos que se sepan respecto a esta investigación. ¿De acuerdo?

Miré a Angie. Observaba a Poole a través del humo del cigarrillo. Finalmente, asintió con la cabeza.

—De acuerdo —dije yo.

—Estupendo —sentenció Poole, con acento escocés.

—¿De dónde ha sacado a este tipo? —le dijo Angie a Broussard.

—Me pagan cien dólares extra a la semana si trabajo con él. Es una prima por trabajos peligrosos.

Poole se acercó a la espiral de humo que procedía del cigarrillo de Angie, inhaló y dijo:

—En segundo lugar, ustedes dos no son nada ortodoxos. Ningún problema. Pero no nos podemos permitir que estén relacionados con este caso y que nos enteremos de que van por ahí mostrando armas de fuego y sacando información a la gente con amenazas, al estilo del señor Big Dave Strand.

—Big Dave Strand estuvo a punto de violarme, sargento Raftopoulos —terció Angie.

—Ya entiendo —dijo Poole.

—No, no lo entiende —insistió Angie—. Ni se lo puede imaginar.

Poole asintió con la cabeza.

—Le presento mis excusas. Sin embargo, ¿nos aseguran que lo que le ha pasado esta tarde a Big Dave es una aberración? ¿Una aberración que no se volverá a repetir?

—Se lo aseguramos —dijo Angie.

—Bien, confiaré en su palabra. ¿Qué opinan de nuestras condiciones hasta ahora?

—Si acordamos no filtrar información a la prensa, lo cual, créanme, dificultará nuestra relación con Richie Colgan, deberán mantenernos informados. Si llegamos a pensar que nos tratan igual que tratan a la prensa, Colgan recibirá una llamada telefónica.

Broussard asintió.

—No veo que esto suponga ningún problema. ¿Poole?

Poole se encogió de hombros, sin dejar de mirarme.

—Me cuesta creer que una niña de cuatro años pueda desaparecer así en una cálida noche sin que nadie la viera —dijo Angie.

Broussard dio medio giro a su anillo de boda.

—A mí, también.

—¿Qué han averiguado, entonces? —preguntó Angie—. En tres días, deben de haber indagado algo que no hayamos leído en los periódicos.

—Tenemos doce confesiones —dijo Broussard— que van desde «Cogí la niña y me la comí» hasta «Cogí a la niña y la vendí a los marcianos», ya que según parece pagan a precio de oro. —Nos sonrió con tristeza—. Ninguna de las doce confesiones concuerda. Algunos videntes dicen que está en Connecticut; otros dicen que está en California; otros que no ha salido del estado, pero que está en el bosque. Hemos interrogado a Lionel y Beatrice McCready y tienen coartadas totalmente convincentes. Hemos revisado las alcantarillas. Hemos ido casa por casa y hemos interrogado a todos los vecinos de la calle, no sólo para ver si podían haber oído o visto algo aquella noche, sino también para inspeccionar informalmente sus casas por si hubiera indicios de la niña. Ahora sabemos quién toma cocaína, quién tiene problemas con la bebida, quién pega a su mujer, quién pega a su marido, pero no hemos averiguado nada que guarde relación con la desaparición de Amanda.

—Nada —intervine—. En realidad, no tienen nada.

Broussard movió la cabeza lentamente y miró a Poole.

Después de mirarnos fijamente durante más de un minuto desde el otro lado de la mesa, y de mover la lengua sin parar y de apretarla contra su labio inferior, Poole cogió el maltrecho maletín que tenía en el asiento de al lado y extrajo unas cuantas fotografías impresas en papel satinado. Nos pasó la primera desde donde estaba sentado.

Era un primer plano en blanco y negro de un hombre que debía de tener cincuenta y pico años, y una cara que parecía que le hubieran estirado la piel, se la hubieran pegado fuertemente al hueso y apretujado, y la hubieran clavado en la parte trasera del cráneo con una grapa metálica. Los ojos claros le sobresalían de las órbitas y su boca diminuta parecía desaparecer bajo la sombra de la garra curvada que tenía por nariz. Tenía las mejillas tan hundidas y arrugadas que parecía que estuviera sorbiendo un limón. En la parte superior de la cabeza puntiaguda lucía, perfectamente peinados sobre la calva, diez o doce pelos canosos.

—¿Lo han visto antes? —preguntó Broussard.

Negamos con la cabeza.

—Se llama Leon Trett. Fue condenado por maníaco sexual infantil. Le han cogido tres veces. La primera vez cumplió la condena en un pabellón psiquiátrico, y las otras dos en chirona. Lo soltaron hará dos años y medio, salió de Bridgewater y desapareció.

Poole nos pasó una segunda fotografía. Era una foto en color de cuerpo entero de una mujer gigantesca, cuyos hombros parecían la cámara acorazada de un banco, y cuya obesidad y espesa melena castaña la hacían asemejarse a un perro San Bernardo totalmente erguido.

—¡Cielo santo! —exclamó Angie.

—Roberta Trett —explicó Poole—. La encantadora mujer del susodicho Leo. Esta foto fue hecha hace diez años, por lo tanto, puede ser que haya cambiado un poco, aunque dudo mucho que se haya encogido. Roberta es célebre por su habilidad para la jardinería. Normalmente se gana la vida, y mantiene a su cariñito Leo, haciendo de florista. Hace dos años y medio dejó el trabajo, abandonó el piso de Roslindale y nadie los ha visto desde entonces.

Poole les pasó la tercera y última fotografía por encima de la mesa. Era una foto de carnet de un hombre pequeño que tenía la piel color de caramelo, el ojo derecho vago, y las facciones arrugadas y difusas. Miraba la cámara como si intentara ver en qué parte de la habitación oscura la habían colocado, y su cara albergaba cierta expresión de furia impotente y de inquieta perplejidad.

—Corwin Earle —explicó Poole—. También ha cumplido condena por pederasta. Lo soltaron de Bridgewater hace una semana. Paradero desconocido.

—Pero está relacionado con los Trett —dije. Broussard asintió.

—Compartía litera con Leon en Bridgewater. Después de que Leon volviera a este mundo, el compañero de celda de Corwin Earle, un atracador llamado Bobby Minton, no sólo se lo hizo pasar mal a Corwin por ser un violador de niños, sino que también estaba enterado en secreto de lo que pensaba hacer el retardado. Según Bobby Minton, Corwin tenía una fantasía predilecta: cuando le soltaran de la cárcel, iba a ir a buscar a su antiguo compañero de litera, Leon, y a su maravillosa esposa, Roberta, y vivirían todos juntos como una familia unida y feliz. Pero Corwin no se iba a presentar en su casa sin ni siquiera llevarles un regalo. Sería de mal gusto, supongo. Y según Bobby Minton, no pensaba regalarles una botella de Cutty a Leon y una docena de rosas a Roberta. Les iba a regalar un niño. De temprana edad, nos dijo Bobby. A Corwin y a Leon les gustan jóvenes. Como mucho, de nueve años.

—¿Le llamó el tal Bobby Minton? —preguntó Angie.

Poole asintió.

—En cuanto se enteró de la desaparición de Amanda McCready. Parece ser que el señor Minton le contaba continuamente historias muy detalladas de lo que la buena gente de Dorchester solía hacer a los violadores de niños. Le dijo a Corwin que aún no habría andado ni tres metros por la avenida Dorchester y ya le habrían cortado el pene y se lo habrían metido en la boca. El señor Minton cree que Corwin Earle escogió precisamente Dorchester para recoger su regalo de regreso al hogar para los Trett porque se lo quería escupir a la cara.

—Y ¿dónde está Corwin Earle ahora? —pregunté.

—Ha desaparecido. Se ha esfumado. Tenemos la casa de sus padres en Marshfield bajo vigilancia, pero de momento, nada. Cogió un taxi al salir de chirona, entró en un club de striptease en Stoughton, y nadie lo ha visto desde entonces.

—¿Y la llamada o lo que sea de ese tal Bobby Minton es lo único que les hace relacionar a Earle y los Trett con la desaparición de Amanda?

—No parece muy convincente, ¿verdad? —dijo Broussard—. Ya les dije que no teníamos gran cosa. Lo más probable es que Earle no tenga cojones de presentarse, así como así, en un barrio que desconoce y secuestrar a cualquiera. No hay nada en su historial que así lo indique. Los niños a los que solía abordar eran los de los campamentos de verano en los que trabajaba hace siete años. No había violencia y tampoco los apresaba por la fuerza. Probablemente sólo quería fanfarronear delante de su compañero de celda.

—¿Y qué hay de los Trett? —preguntó Angie.

—Bien, Roberta está limpia. El único delito por el que la han condenado es por haber sido cómplice encubridora en un atraco a una tienda de bebidas alcohólicas en Lynn a finales de los años setenta. Cumplió un año de condena, salió en libertad condicional y no ha pasado ni una sola noche en la cárcel del estado desde entonces.

—¿Y Leon?

—Leon —Broussard levantó las cejas, miró a Poole y silbó—. Leon es malo, malo, malo. Ha cumplido condena tres veces, aunque lo han acusado una veintena. La mayor parte de los casos se cerraron porque las víctimas se negaban a testificar. Y no sé si están familiarizados con la forma de actuar de los violadores de niños, pero actúan igual que las ratas y las cucarachas: si ves una, es que hay unas cien a tu alrededor. Si uno pilla a un tarado haciendo proposiciones deshonestas a un niño, puede estar seguro de que hay otros treinta a los que, si son medianamente inteligentes, nunca han pillado. Leon, según nuestros cautelosos cálculos, debe de haber violado, como mínimo, a unos cincuenta niños. Vivía en Randolph, y luego en Holbrook, cuando unos niños desaparecieron para siempre y, por eso, los federales y la policía local lo consideran el primero de la lista de sospechosos por el asesinato de esos niños. Les contaré algo más sobre Leon: la última vez que lo arrestaron, el detective privado Kingston encontró gran cantidad de armas automáticas enterradas cerca de su casa.

—¿Pagó por ello? —preguntó Angie.

Broussard negó con la cabeza.

—Fue lo suficientemente listo como para enterrarlas en la propiedad del vecino de al lado. El detective privado Kingston sabía que eran suyas, tenía la casa llena de hojas informativas de la Asociación Nacional del Rifle, manuales de armas, The Turner Diaries[2], y toda la parafernalia típica del paranoico que tiene muchas armas, pero no pudieron probar nada. Hay pocos delitos que se le puedan atribuir. Actúa con mucho cuidado y sabe muy bien cuándo tiene que desaparecer.

—Eso parece —dijo Angie, con amargura.

Poole le rozó ligeramente la mano.

—Quédense las fotos. Estúdienlas. Y mantengan los ojos abiertos por si aparece alguno de los tres. Dudo mucho que estén metidos en esto, ya que no hay nada que lo indique, a excepción de la teoría de un convicto, pero, en estos momentos, son los violadores de niños más destacados de la zona.

Angie se quedó mirando la mano de Poole y sonrió.

—De acuerdo.

Broussard levantó un poco la corbata de seda y quitó unas hebras de hilo.

—¿Con quién estaba Helene McCready en el Filmore el domingo por la noche?

—Con Dottie Mahew —dijo Angie.

—¿Con nadie más?

Angie y yo permanecimos en silencio unos instantes.

—Recuerden —dijo Broussard—: sin secretos.

—Con Ray Likanski el Delgaducho —contesté.

Broussard se volvió hacia Poole.

—Cuéntame más cosas sobre ese tipo, compañero.

—Será pícaro —dijo Poole—. Y pensar que teníamos su delgadez en nuestras manos no hace ni una hora —movió la cabeza—. Bien, se nos ha escapado.

—¿Qué quiere decir?

—Ray el Delgaducho es un malvado profesional. Aprendió de su padre. Debe de saber que le estamos buscando y se ha largado. Al menos durante un tiempo. Seguramente nos dijo que estaban presumiendo de pistola en el Filmore para que le dejáramos en paz y tuviera tiempo de salir de Dodge. Los Likanski tienen parientes en Allegheny, Rem. Quizá podrías…

—Llamaré a la comisaría de allí —dijo Broussard—. ¿Le podemos seguir la pista?

Poole negó con la cabeza.

—Hace cinco años que no lo arrestan. No tiene nada pendiente. No está en libertad condicional. Está limpio. —Poole golpeó la mesa suavemente con el dedo índice—. Un día u otro, saldrá a flote. La mierda siempre lo hace.

—¿Hemos acabado? —preguntó Broussard, al ver que se acercaba la camarera.

Poole pagó la factura y los cuatro nos dispusimos a adentrarnos en la cada vez más oscura tarde.

—Si fueran hombres aficionados a las apuestas —comentó Angie—, ¿qué apostarían que le ha pasado a Amanda McCready?

Broussard extrajo otro chicle, se lo metió en la boca y lo masticó con lentitud. Poole se puso la corbata recta y se observó en la ventana de su coche.

—Yo diría —dijo Poole— que no puede haber pasado nada bueno cuando una niña de cuatro años lleva más de ochenta horas desaparecida.

—¿Detective Broussard? —dijo Angie.

—Yo diría que está muerta, señorita Gennaro. —Dio una vuelta alrededor del coche hasta que llegó a la puerta del conductor y la abrió—. Hay un mundo asqueroso ahí fuera, y nunca ha sido muy agradable para los niños.