El tramo de la avenida Dorchester que pasa por mi barrio tenía antaño más bares irlandeses que cualquier calle que no estuviera en el mismísimo Dublín. Cuando yo era más joven, mi padre solía participar en una maratón que consistía en ir de pub en pub con el fin de recaudar dinero para las sociedades benéficas de la zona. Se tomaban dos cervezas y un chupito en cada bar y se iban al siguiente. Solían empezar en Fields Corner, que es el barrio con el que limita, y recorrían la avenida en dirección norte. La idea consistía en comprobar quién sería capaz de seguir en pie y llegar a cruzar la frontera con South Boston, que se encontraba a poco más de tres kilómetros al norte.
Mi padre era un gran bebedor, al igual que los otros hombres que solían apuntarse a la maratón, pero mientras duró, nadie consiguió llegar al Southie.
La mayoría de esos bares ya no existen, han sido reemplazados por restaurantes vietnamitas o tiendas de barrio. Conocido ahora por el Camino de Ho Chi Minh, las cuatro manzanas de este tramo de avenida son, de hecho, mucho más cautivadoras de lo que la mayoría de mis vecinos blancos creen. Si pasas en coche por allí a primera hora de la mañana, se suelen ver ancianos por la acera que guían a sus compañeros en el ejercicio del tai chi, gente que va vestida como en su país de origen: con pijamas de seda de color oscuro y amplios sombreros de paja. He oído hablar de las supuestas bandas, o tongs, que operan por esta zona, pero nunca las he visto; lo que suelo ver son jóvenes vietnamitas con el pelo de punta totalmente engominado y gafas de sol en forma de gárgola. Van por ahí con la intención de parecer tipos duros y enrollados, y la verdad es que no encuentro mucha diferencia entre ellos y lo que yo hacía a su edad.
De los bares antiguos que han sobrevivido al último flujo de inmigración en el barrio, los tres que se encuentran frente de la avenida están muy bien. Tanto los propietarios como la clientela mantienen una actitud de laissez-faire hacia los vietnamitas, y los vietnamitas los tratan de la misma forma. Ninguna de las dos culturas parece tener una curiosidad especial por la otra, y tal como está, ya les va bien.
El único otro bar que había en el Camino de Ho Chi Minh no estaba en la avenida, sino que se encontraba al final de una calle sin asfaltar que nunca se llegó a arreglar ya que la ciudad se quedó sin fondos a mediados de los años cuarenta. Lo que quedaba del callejón nunca veía la luz del sol. Desde el sur se vislumbraba un garaje del tamaño de un hangar que pertenecía a una empresa de transportes por carretera. Una densa espesura de bloques de tres plantas impedía el paso hacia el norte. Al final del callejón se encontraba el Filmore Tap, tan polvoriento y aparentemente olvidado como la malograda calle en la que estaba situado.
En la época en que se solía ir de pub en pub por la avenida Dorchester, ni siquiera los hombres de la calaña de mi padre —alborotadores y bebedores— iban al Filmore. Lo habían borrado del mapa de pubes como si no existiera, y no conocía a nadie que fuera allí asiduamente.
Hay una gran diferencia entre un bar para la clase trabajadora y un bar sórdido para la clase blanca más cutre, y el Filmore pertenecía a esta última categoría. Las peleas en los bares de clase trabajadora son frecuentes, pero normalmente se resuelven a puñetazos y, en el peor de los casos, a botellazos. En cambio, en el Filmore, a la segunda cerveza ya estaban todos peleándose y normalmente con navajas de resorte. Había algo en el lugar que atraía a cierto tipo de hombres que lo habían perdido todo hacía mucho tiempo. Iban allí a potenciar sus vicios con la droga, el alcohol y el odio. Y aunque es difícil de imaginar que hubiera mucha gente que deseara entrar en el bar, no miraban con buenos ojos a los posibles candidatos.
Un jueves por la tarde, dejamos atrás la luz del sol y entramos en el Filmore. El barman nos miraba mientras nuestros ojos se habituaban al ambiente color verde cetrino del lugar. Había cuatro tipos agrupados en la esquina de la barra más cercana a la puerta, y se volvieron poco a poco, uno a uno, hacia nosotros.
—¿Dónde está Lee Marvin cuando le necesitas? —le dije a Angie.
—O Eastwood —dijo Angie—. En este momento Clint no nos iría nada mal.
Había dos tipos que jugaban al billar en la parte de atrás. Bueno, estaban jugando al billar, y parece ser que cuando entramos nosotros les desbaratamos el juego. Uno de ellos nos miró desde la mesa y frunció el entrecejo.
El barman nos dio la espalda. Se ocupaba del televisor fijado a la pared y parecía estar muy concentrado en un capítulo de La isla de Gilligan. Skipper golpeaba a Gilligan en la cabeza con una gorra. El profesor intentaba separarlos. Los Howell se reían. Maryann y Ginger no aparecían por ninguna parte. Quizá tenía algo que ver con el argumento.
Angie y yo nos sentamos en unos taburetes junto al extremo de la barra, cerca del barman, dispuestos a esperar a que nos atendiera.
Skipper seguía pegando a Gilligan. Según parecía, estaba enfadado por algún motivo relacionado con un mono.
—Éste es genial —le dije a Angie—. Casi consiguen salir de la isla.
—¿De verdad? —Angie encendió un cigarrillo—. Por favor, cuéntamelo, ¿qué los detiene?
—Skipper profesa su amor a su compañera y todos se dedican de lleno a los preparativos de la boda y el mono roba el barco y todos los cocos.
—Sí —convino Angie—, ya me acuerdo.
El barman se volvió y nos miró.
—¿Qué? —preguntó.
—Una pinta de la mejor cerveza que tenga —le pedí.
—Que sean dos —dijo Angie.
—De acuerdo —repuso el barman—. Pero ahora se callan hasta que se acabe el programa. No todo el mundo ha visto antes este episodio.
Después de Gilligan, pusieron un capítulo de Enemigos públicos, una serie policíaca basada en hechos reales en la que los actores que volvían a representar las proezas de los criminales eran tan ineptos que hacían que Van Damme y Seagal se parecieran a Olivier y Gielgud. Este capítulo en particular trataba de un hombre que había abusado sexualmente y descuartizado a sus hijos en Montana; que había disparado a un policía del estado de Dakota del Norte y que parecía haber dedicado su vida entera a conseguir que cualquier persona que se cruzara en su camino lo pasara lo peor posible.
—Si quieren saber lo que pienso —nos reconvino Big Dave Strand a Angie y a mí, mientras mostraban la cara del criminal en la pantalla—, ése es el tipo con quien deberían hablar en vez de venir a molestar a mi gente.
Big Dave Strand era el propietario y el barman principal del Filmore Tap. Era, en honor a su nombre, grande —medía, como mínimo, un metro noventa y cinco y su grueso cuerpo daba la impresión de tener la carne apilada en capas, en vez de ensancharse físicamente a medida que el cuerpo crecía—. Big Dave tenía un poco de barba y bigote alrededor de los labios; también tenía ambos bíceps tatuados del verde oscuro característico de la cárcel. El del brazo izquierdo era un dibujo de un revólver con la palabra QUE TE escrita debajo; el del brazo derecho parecía una bala atravesando un cráneo con la palabra JODAN.
Curiosamente, nunca me había encontrado con Big Dave en la iglesia.
—Conocí a tipos como ése en chirona —dijo Big Dave.
Se sirvió otra pinta de Piel’s del grifo y continuó:
—¡Vaya tipos más raros! Los mantenían alejados porque sabían lo que les íbamos a hacer. Lo sabían perfectamente.
Se bebió media pinta, se volvió hacia el televisor y eructó.
Por alguna razón, el bar olía a leche agria. Y a sudor. Y a cerveza. Y a palomitas con mantequilla procedentes de las cestas colocadas a lo largo de la barra cada cuatro taburetes. Una tela de plástico con dibujos de baldosas cubría el suelo, y Big Dave guardaba una manguera detrás de la barra. Por la pinta que tenía el suelo, seguro que hacía muchos días que no la había usado. Había colillas y palomitas pegadas en el plástico y yo estaba prácticamente seguro de que esos pequeños bultos en movimiento que salían de la oscuridad en dirección a una de las mesas eran ratones que mordisqueaban algo junto al rodapié.
Hicimos unas cuantas preguntas sobre Helene a los cuatro hombres de la barra, pero ninguno de ellos fue de mucha ayuda. Eran hombres mayores, el más joven debía de tener unos treinta y cinco años aunque parecía diez años mayor. Miraban a Angie de arriba abajo como si colgara desnuda en el escaparate de una carnicería. No se mostraban especialmente hostiles, aunque tampoco nos ayudaban en nada. Todos conocían a Helene pero no parecía que tuvieran una opinión formada sobre ella. También sabían que su hija había desaparecido, pero tampoco daba la impresión de que tuvieran ninguna opinión al respecto. Una mole de venas rojizas y piel amarillenta llamado Lenny dijo:
—La niña ha desaparecido. Y ¿qué? Ya aparecerá. Siempre lo hacen.
—¿Ha perdido algún hijo alguna vez? —preguntó Angie.
Lenny asintió y dijo:
—Y aparecieron.
—¿Dónde están ahora? —pregunté.
—Uno está en la cárcel y el otro en Alaska, creo.
Le dio un golpe al hombre que asentía junto a él y apostilló:
—Éste es el más joven.
El hijo de Lenny, un tipo con la piel muy pálida y con los ojos ennegrecidos, dijo:
—Eres un maldito… —y dejó caer la cabeza sobre los brazos encima de la barra.
—Ya hemos pasado por esto con la policía —nos dijo Big Dave—. Les dijimos que sí, que Helene solía venir por aquí; y que no, que no suele traer a la niña con ella; que sí, que le gusta la cerveza; pero que no, que no vendió a su hija para saldar las deudas que había contraído por culpa de las drogas —nos miró con los ojos medio cerrados—. Como mínimo, a nadie de por aquí.
Uno de los jugadores de billar se acercó a la barra. Era un tipo delgaducho con la cabeza afeitada, y con tatuajes baratos en los brazos, que no estaban tan bien hechos ni tenían el elegante sentido estético de los de Big Dave. Se apoyó entre Angie y yo, a pesar de que había muchísimo sitio a nuestra derecha. Pidió dos cervezas más a Dave y se quedó mirando los pechos de Angie.
—¿Tienes algún problema? —le preguntó Angie.
—Ninguno —subrayó el tipo—. No tengo ningún problema.
—Es un hombre sin problemas —dije.
El tipo seguía mirando los pechos de Angie con unos ojos que parecían chamuscados por un rayo.
Dave trajo las cervezas y el tipo las cogió.
—Estos dos están haciendo preguntas sobre Helene —le comentó Dave.
—¿De verdad? —Su voz era tan monótona que resultaba difícil saber si tenía pulso.
Pasó las cervezas por encima de nuestras cabezas y ladeó un poco la jarra de la mano izquierda para que me cayera cerveza en el zapato.
Me miré el zapato y luego a él a los ojos. El aliento le olía a calcetín de atleta. Esperaba mi reacción. Cuando vio que no reaccionaba, miró las jarras que llevaba en las manos y los dedos que asían fuertemente las asas. Se volvió hacia mí, tenía unos ojos tan enanos que parecían dos agujeros negros.
—Yo no tengo ningún problema —repitió—. A lo mejor tú sí que lo tienes.
Me moví un poco de la silla para cambiar el peso de posición y apoyar mejor el hombro en la barra por si de repente tenía que moverlo o accionarlo, y esperé a que el tipo hiciera lo que fuera que le pasara por la cabeza como una célula cancerígena.
Volvió a fijarse en sus manos.
—Quizá sí que lo tengas —dijo en voz alta, y pasando entre nosotros se alejó.
Lo observamos mientras volvía con su amigo junto a la mesa de billar. El amigo cogió su cerveza y el tipo de la cabeza afeitada nos señaló con la mano.
—¿Tenía Helene serios problemas de drogas? —le preguntó Angie a Big Dave.
—¿Cómo coño quiere que lo sepa? —se revolvió él—. ¿Qué está insinuando?
—Dave —le dije.
—Big Dave —me corrigió.
—Big Dave, me trae sin cuidado si guarda kilos debajo de la barra. Y también me trae sin cuidado si se los vende a Helene McCready regularmente. Sólo queremos saber si el problema de Helene con las drogas era lo bastante serio como para estar en grandes apuros con alguien.
Me sostuvo la mirada unos treinta segundos; suficiente tiempo para darme cuenta de lo cabrón que era. Y siguió mirando la televisión.
—Big Dave —lo llamó esta vez Angie.
Volvió su gran cabeza de bisonte.
—¿Es Helene adicta?
—¿Sabes? —contestó Big Dave—. Estás bastante buena. Si alguna vez quieres pasarlo bien con un hombre de verdad, llámame.
—¿Conoces a alguno? —preguntó Angie.
Big Dave siguió mirando la tele.
Angie y yo nos miramos. Se encogió de hombros. Me encogí de hombros. El problema de concentración que parecían padecer Helene y sus amigos estaba lo suficientemente extendido como para llenar la sala de un psiquiátrico.
—No tenía grandes deudas —comentó al fin Big Dave—. A mí me debe unos sesenta dólares. Si estuviera en deuda con otra persona por… digamos, motivos de entretenimiento, lo sabría.
—Oye, Big Dave —gritó uno de los hombres desde el otro extremo de la barra—, ¿ya le has preguntado si también la chupa?
Big Dave levantó los brazos, se encogió de hombros.
—Pregúntaselo tú mismo.
—¡Eh, cariño! —gritó el hombre—. ¡Eh, cariño!
—¿Y qué me dice de su relación con los hombres? —Angie seguía mirando a Dave, con la voz firme, como si lo que pudieran decir esos gilipollas no tuviera nada que ver con ella—. ¿Salía con alguien que pudiera estar enfadado con ella?
—¡Eh, cariño! —gritó el hombre—. ¡Mírame! ¡Mira hacia aquí! ¡Eh, cariño!
Big Dave se rió entre dientes y se alejó de los cuatro hombres suficiente tiempo para acabar de servirse una cerveza.
—Hay tías que te vuelven loco y tías por las que te pelearías —le sonrió a Angie por encima del vaso—. Tú, por ejemplo.
—¿Y Helene? —pregunté.
Big Dave me sonrió como si pensara en las insinuaciones que le dirigían a Angie. Miró a los cuatro hombres de la barra. Pestañeó.
—¿Y Helene? —repetí.
—Ya la has visto. No está mal. Supongo que podría dar el pego. Pero sólo con mirarla te das cuenta de que no vale ni la pena acostarse con ella. —Se apoyó en la barra delante de Angie—. En cambio, tú, me apuesto cualquier cosa a que follas de maravilla. ¿No es así, cariño?
Movió la cabeza a un lado y a otro y se rió entre dientes.
Los cuatro tipos de la barra estaban ahora pendientes de lo que pasaba. Nos miraban y las pupilas les brillaban.
El hijo de Lenny bajó del taburete y se encaminó hacia la puerta.
Angie fijó su mirada en la superficie de la barra y manoseó el posavasos mugriento.
—No apartes la mirada cuando te hable —dijo Big Dave.
Ahora hablaba con una voz mucho más gruesa, como si tuviera la garganta obstruida por la flema.
Angie levantó la cabeza y le observó.
—Así está mucho mejor —dijo Big Dave acercándose más a ella.
Después se puso a buscar algo debajo de la barra con el brazo izquierdo.
Se oyó un gran ruido en el silencioso bar cuando el hijo de Lenny echó el cerrojo de la puerta principal.
Así es como van las cosas. Una mujer con inteligencia, orgullo y belleza entra en un sitio como éste y los hombres ven por un instante lo que se han estado perdiendo, todo lo que nunca podrán tener. En primer lugar, se sienten obligados a enfrentarse con las deficiencias de personalidad que les han llevado a un tugurio así; el odio, la envidia y el remordimiento se entremezclan a la vez en sus achaparrados cerebros. Y deciden que la mujer también debe sentir remordimientos —remordimientos de su inteligencia, de su belleza y especialmente de su orgullo—. Deciden acabar con ello, sujetar a la mujer contra la barra, vomitar y sacarlo todo.
Me fijé en el cristal de la máquina de cigarrillos y vi mi reflejo y el de dos hombres detrás de mí. Se acercaban desde la mesa de billar, con los palos en la mano, el calvo en primera posición.
—Helene McCready —dijo Big Dave, con los ojos aún clavados en Angie— no es nadie. Es una perdedora. Es decir, que su hija también lo habría sido. Sea lo que fuere lo que le ha pasado a la niña, seguro que ha salido ganando. Lo que no me gusta es que la gente entre en mi bar, insinúe que soy traficante y que me vengan con el cuento de que son mejores que yo.
El hijo de Lenny se apoyó en la puerta y cruzó los brazos sobre el pecho.
—Dave —le insté.
—Big Dave —dijo, apretando los dientes y sin apartar la mirada de Angie.
—Dave —insistí— no la vayas a cagar ahora.
—¿No le has oído, Big Dave? —dijo Angie, con un ligero temblor de voz—. No seas estúpido.
—Mírame, Dave —repetí.
Dave dirigió la mirada hacia mí, más para ver cómo iban las cosas con los dos jugadores de billar que tenía detrás que porque yo se lo hubiera dicho; se quedó helado cuando vio que llevaba una Colt 45 Commander en el cinturón.
La había sacado de la pistolera de la espalda y la había puesto allí en cuanto vi que el hijo de Lenny se encaminaba hacia la puerta a cerrarla. En un primer momento, Dave se fijó en mi cintura; después me miró la cara y rápidamente se percató de la diferencia que hay entre aquel que enseña una pistola para impresionar y aquel que la enseña porque está dispuesto a usarla.
—Si uno de esos tipos que tengo detrás da un paso más —me dirigí a Big Dave—, se va a armar.
Dave me observó por encima de los hombros y movió la cabeza con rapidez.
—Dile a ese gilipollas que se aleje de la puerta —dijo Angie.
—Ray —gritó Big Dave—, vuelve y siéntate.
—¿Por qué? —preguntó Ray—. ¿Para qué coño quieres que vuelva? Es un país libre y todo ese rollo.
Toqué ligeramente la culata de la 45 con el dedo índice.
—Ray —dijo Big Dave, sin dejar de mirarme ni un instante— o te alejas de la puerta o te la hago atravesar con la cabeza, joder.
—Está bien —dijo Ray—. Está bien. ¡Santo Dios, Big Dave! ¡Santo Dios y todos los demás!
Ray negó con la cabeza, pero en vez de volver a su asiento, abrió el cerrojo y salió del bar.
—Un gran orador, nuestro Ray —comenté.
—Vamonos —dijo Angie.
—Ya lo creo —asentí, y aparté el taburete con la pierna.
Los dos jugadores de billar estaban a mi derecha cuando me dirigía hacia la puerta, y miré al que me había tirado cerveza en el zapato. Sostenía el taco de billar del revés con ambas manos, con la empuñadura apoyada en el hombro. Era lo suficientemente estúpido como para seguir allí plantado, pero no lo bastante como para acercarse más.
—Ahora —le espeté— sí que tienes problemas.
Echó una mirada al taco que sostenía y al sudor que oscurecía la madera en sus manos.
—Suelta el taco —dije.
Comprobó la distancia que nos separaba. También tuvo en cuenta la culata de mi 45 y que además tenía la mano apenas a un centímetro de ella. Me miró a los ojos. Entonces se inclinó y dejó el taco en el suelo. Se alejó mientras el taco de su amigo resonaba con fuerza contra el suelo.
Me volví, anduve cuatro pasos hacia la barra y me paré. Me volví hacia Big Dave.
—¿Qué? —dije.
—¿Cómo dice? —preguntó Dave mientras me miraba las manos.
—Creía que había dicho algo.
—No, no he dicho nada.
—Creía que había dicho que aún no nos había contado todo lo que sabe sobre Helene McCready.
—No —contestó Big Dave, levantando la mano—. No he dicho nada.
—Angie —dije—, ¿crees que Big Dave nos lo ha contado todo?
Se había parado junto a la puerta, sostenía su 38 con la mano izquierda mientras se apoyaba en la jamba.
—¡No! —soltó él.
—Creemos que nos estás ocultando algo, Dave —me encogí de hombros—. Sólo es una opinión.
—Ya os lo he contado todo. Creo que vosotros dos deberíais…
—¿Volver cuando cierre por la noche? —pregunté—. Es una idea excelente, Big Dave. Lo ha entendido a la perfección. Así lo haremos.
Big Dave negó con la cabeza varias veces.
—No, no —dijo.
—¿A las dos, a las dos y cuarto? —Asentí con la cabeza—. Hasta entonces, Dave.
Me volví y anduve hasta el extremo de la barra. Nadie me miró a los ojos. Todos tenían la mirada puesta en las cervezas.
—No estaba en casa de su amiga Dottie —dijo Big Dave.
Nos volvimos y le miramos. Se apoyó en el fregadero de la barra y se pasó un chorro de agua por la cara con la manguera.
—Las manos encima de la barra, Dave —dijo Angie.
Levantó la cabeza y parpadeó a causa del líquido. Apoyó las palmas en la superficie de la barra y dijo:
—Helene no estaba en casa de Dottie. Estaba aquí.
—¿Con quién? —pregunté.
—Con Dottie —dijo—. Y con el hijo de Lenny, Ray.
Lenny dejó de mirar la cerveza y dijo:
—Cierra ese maldito pico, Dave.
—¿El tipo ese tan vulgar que vigilaba la puerta? —preguntó Angie—. ¿Ése es Ray?
Big Dave asintió con la cabeza.
—¿Qué estaban haciendo aquí? —pregunté.
—No digas ni una palabra más —dijo Lenny.
Big Dave le miró con muestras de desesperación, y luego a nosotros.
—Tomándose algo. En primer lugar, Helene sabía que dejar a su hija sola ya creaba muy mala impresión. Y aún causaría una impresión mucho peor que la policía o la prensa supieran que en vez de estar en casa de la vecina estaba en un bar a diez manzanas de casa.
—¿Qué tipo de relación mantiene con Ray?
—Creo que a veces se lo montan —contestó, mientras se encogía de hombros.
—¿Cómo se llama Ray de apellido?
—¡David! —apremió Lenny—. Cierra ese…
—Likanski —dijo Big Dave—. Vive en Harvest.
Respiró profundamente.
—Eres una mierda de tío —le espetó Lenny—. Eso es lo que eres y lo que siempre serás; y lo que serán tus hijos retardados y todo lo que toques. Una mierda.
—Lenny —insté yo.
Lenny me seguía dando la espalda y dijo:
—¿Crees que te voy a decir algo, tío? ¡Debes de estar bajo los efectos de polvo de ángel! Puede que sólo mire la cerveza, pero sé que tienes una pistola y que esa chica también tiene una. ¿Y qué? O me disparas o te largas.
Fuera del bar, se oía cada vez más cerca el sonido de una sirena.
Lenny volvió la cabeza y esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
—Parece que vienen a por ti, ¿verdad? —dijo. Su sonrisa dio paso a una risa fuerte y amarga que mostraba una boca roja de tan inflamada con apenas dientes.
Me saludó con la mano en cuanto la sirena sonó tan cerca que parecía que ya habían llegado al callejón.
—Hasta luego. Todos para ti —dijo.
Su risa amarga aún sonó mucho más fuerte esta vez y su forma de toser indicaba que tenía los pulmones destrozados. Segundos después, sus amigotes vinieron hacia nosotros, un poco nerviosos al principio, aunque más abiertamente después, al oír el ruido que las puertas del coche de policía hacían al abrirse.
Cuando conseguimos salir por la puerta, había tal algarabía allí fuera que parecía una fiesta.