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Helene McCready miraba su imagen en la televisión cuando entramos en casa de Lionel con él y Beatrice.

La Helene que aparecía en pantalla llevaba un vestido azul claro y una chaqueta a juego con una rosa blanca prendida en la solapa. El pelo le llegaba hasta los hombros. Llevaba demasiado maquillaje, como si se hubiera maquillado alrededor de los ojos con prisas.

La Helene McCready de verdad vestía una camiseta rosa con la inscripción Nacida para comprar en el pecho y unos pantalones de chándal blancos que habían sido cortados a tijeretazos por encima de la rodilla. El pelo, recogido en una coleta floja, daba la impresión de haber perdido su tono original debido al exceso de tintes, y tenía un color entre platino y trigo mugriento.

Había otra mujer sentada en el sofá al lado de Helene, más o menos de la misma edad, aunque un poco más gruesa y más pálida, a la que se le formaban hoyuelos de celulitis en su blanca piel cada vez que levantaba los brazos para llevarse el cigarrillo a los labios o cuando se inclinaba hacia delante para ver mejor la televisión.

—Mira, Dottie, mira —señaló Helene—. Allí están Gregor y Head Sparks.

—¡Oh, es verdad! —Dottie señaló la pantalla cuando vio a los dos hombres tras el periodista que estaba entrevistando a Helene.

Los hombres saludaron a la cámara.

—¡Mira cómo nos saludan! —Helene sonrió—. ¡Qué bobos!

—¡Son unos listillos! —comentó Dottie.

Helene se llevó una lata de Miller a los labios con la misma mano que sostenía el cigarrillo, y la ceniza cayó mientras bebía.

—Helene —llamó Lionel.

—Un momento, un momento. —Helene le saludó con la lata de cerveza, sin dejar de mirar la pantalla—. Ahora viene el mejor trozo.

Beatrice nos miró y puso los ojos en blanco.

El reportero preguntaba a Helene quién creía que podía ser el responsable del secuestro de su hija.

—¿Cómo puedo responder a una pregunta así? —dijo la Helene de la televisión—. Quiero decir, ¿quién puede haberse llevado a mi hija? ¿Por qué? Nunca le hizo daño a nadie. Simplemente era una niña pequeña con una bonita sonrisa. Es lo que siempre hacía, sonreír.

—Sí, tenía una sonrisa muy bonita —sostuvo Dottie.

—Aún la tiene —corrigió Beatrice.

Parecía como si las mujeres del sofá ni siquiera la hubieran oído.

—Oh, sí, la tenía. Tenía una sonrisa perfecta. Sencillamente perfecta. Te rompía el corazón.

A Helene se le quebró la voz y dejó la cerveza en la mesa durante suficiente tiempo para poder coger un pañuelo de papel de una caja.

Dottie le dio una palmadita en la rodilla, chasqueó la lengua.

—Cálmate, no es nada —dijo.

—Helene —insistió Lionel.

La cobertura televisiva de Helene había dado paso a las imágenes de O.J. jugando al golf en algún sitio de Florida.

—Aún no me puedo creer que se saliera con la suya —dijo Helene.

Dottie se volvió hacia ella.

—Ya lo sé —contestó como si se sintiera aliviada de haberse librado de un gran secreto.

—Si no fuera negro —dijo Helene— seguro que ya estaría en la cárcel.

—Si no fuera negro —añadió Angie—, a vosotras ni os importaría.

Volvieron la cabeza y nos miraron. Parecían sorprendidas de ver a cuatro personas de pie detrás de ellas, como si de repente hubiéramos aparecido allí por arte de magia.

—¿Qué? —preguntó Dottie, dirigiendo rápidamente su mirada hacia nuestro tórax.

—Helene —contestó Lionel.

Helene le miró a los ojos, con todo el rímel corrido bajo los ojos hinchados.

—¿Sí?

—Éstos son Patrick y Angie, los dos detectives de los que te hablé.

Helene nos saludó lánguidamente con el pañuelo mojado.

—¡Hola!

—¡Hola! —saludó Angie.

—¡Hola! —repetí.

—M’ecuerdo de ti —le dijo Dottie a Angie—. ¿T’acuerdas de mí?

Angie sonrió con amabilidad y negó con la cabeza.

—Del instituto MRM —dijo Dottie—. Yo estaba en el primer curso, y tú, en el último.

Angie intentó hacer memoria, pero volvió a negar con la cabeza.

—Sí, de verdad —insistió Dottie—. M’acuerdo de ti. La Reina del Baile. Así te llamábamos. —Bebió un poco de cerveza—. ¿Aún te gusta?

—Si aún me gusta ¿qué? —preguntó Angie.

—Pensar que eres mucho mejor que los demás.

Miraba a Angie con unos ojos tan pequeños que era difícil saber si tenían o no legañas.

—Lo eras en todos los aspectos. La señorita perfecta. La señorita.

—Helene —Angie volvió la cabeza para concentrarse en Helene McCready—. Tenemos que hablar contigo sobre Amanda.

Pero Helene no dejaba de mirarme, con el cigarrillo inmóvil ligeramente pegado a los labios.

—Te pareces a alguien. ¿No es verdad, Dottie? —dijo.

—¿Qué? —preguntó Dottie.

—Se parece a alguien —insistió Helene, mientras le daba dos caladas rápidas al cigarrillo.

—¿A quién? —se interesó, mirándome fijamente.

—Ya sabes —dijo Helene—, a ese tipo. A ese tipo del show, ya sabes a quién me refiero.

—No —contestó Dottie, y me sonrió con indecisión.

—¿Qué show?

—El show ése —dijo Helene—, seguro que sabes de lo que estoy hablando.

—No, no lo sé.

—Seguro que sí.

—¿Qué show? —Dottie se volvió hacia Helene—. ¿Qué show?

Helene le guiñó el ojo y frunció el entrecejo. Entonces, volvió a mirarme.

—Te pareces muchísimo a él —me aseguró.

—De acuerdo —convine.

Beatrice se apoyó en la jamba de la puerta del vestíbulo y cerró los ojos.

—Helene. —Lionel se revolvió—. Patrick y Angie quieren hablar contigo sobre Amanda. A solas.

—¿Qué? —dijo Dottie—. ¿Es que ahora soy una extraña?

—No, Dottie —repuso Lionel con cuidado—. Yo no he dicho eso.

—¿Soy una maldita perdedora, Lionel? ¿No soy lo bastante buena para estar con mi mejor amiga cuando más me necesita?

—Eso no es lo que está diciendo —lo defendió Beatrice con voz cansada y sin abrir los ojos.

—Bien, volvamos… —dije.

Dottie arrugó su cara llena de manchas.

—Helene —intervino Angie apresuradamente—, sería mucho más rápido si simplemente te pudiéramos hacer unas preguntas a solas, y después dejaríamos de molestarte.

Helene miró a Angie. Después a Lionel. Y luego al televisor. Al final, se fijó en la parte trasera de la cabeza de Dottie.

Dottie permanecía inmóvil, observándome, confundida; no sabía muy bien si debía pasar de la confusión al enfado.

—Dottie —dijo Helene, como si fuera a pronunciar un discurso a la nación— es mi mejor amiga. Mi mejor amiga. Y eso quiere decir algo. Si queréis hablar conmigo, hablad con ella.

Dottie se volvió hacia su mejor amiga; Helene le dio un ligero empujón en la rodilla con el hombro.

Hace tanto tiempo que Angie y yo trabajamos juntos, que podría resumir qué expresaba su cara en tres palabras: A tomar viento.

Nos miramos a los ojos y asentí. La vida era demasiado corta para pasar ni un segundo más con Helene o Dottie.

Lionel se encogió de hombros, completamente resignado.

Habríamos querido salir de allí en aquel mismo instante —de hecho, ya estábamos a punto de hacerlo— pero Beatrice abrió los ojos, nos cerró el paso, y dijo:

—Por favor.

—No —dijo Angie tranquilamente.

—Una hora —dijo Beatrice—. Sólo una. Le pagaremos.

—No es por el dinero —dijo Angie.

—Por favor —insistió Beatrice.

Miró rápidamente a Angie y luego me miró a mí. Se pasaba el peso del pie izquierdo al derecho y tenía los hombros caídos.

—Una hora —dije—. Y se acabó.

Ella sonrió y asintió con la cabeza.

—Patrick, ¿no es así? —Helene me miró—. ¿Es así como te llamas?

—Sí —contesté.

—¿Podrás situarte un poco más a la izquierda, Patrick? —preguntó Helene—. Es que me tapas la tele.

Media hora después, no sabíamos nada nuevo.

Lionel, después de engatusarla durante mucho tiempo, consiguió convencer a su hermana para que apagara el televisor mientras hablábamos, pero eso sólo parecía disminuir aún más la capacidad de atención de Helene. A lo largo de nuestra conversación, dirigió varias miradas a la pantalla en blanco, como si tuviera la esperanza de que se pudiera encender por intervención divina.

Dottie, después de quejarse tanto por tener que abandonar a su mejor amiga, se marchó de la habitación tan pronto como apagamos el televisor. La oímos dar vueltas por la cocina, abrir la nevera para coger otra cerveza, registrar los armarios en busca de un cenicero.

Lionel se sentó en el sofá, junto a su hermana; Angie y yo nos sentamos en el suelo y nos apoyamos en la caja tonta. Beatrice se sentó en un extremo del sofá, lo más lejos posible de Helene. Estiró una pierna hacia delante y sujetó la otra por el tobillo con ambas manos.

Le pedimos a Helene que nos contara todo lo relacionado con el día en que su hija desapareció; le preguntamos si había habido algún tipo de discusión entre ellas, si existía la posibilidad de que Helene hubiera hecho enfadar a alguien y tuviera motivos para secuestrar a su hija por venganza.

La voz de Helene mantuvo un tono constante de exasperación mientras nos contaba que nunca discutía con su hija. ¿Cómo podía uno discutir con alguien que siempre sonreía? Parecía que, entre sonrisa y sonrisa, lo único que Amanda y su madre hacían era amarse y sonreír, y volver a sonreír. A Helene no se le ocurría quién podría estar enfadado con ella, y tal como le había dicho a la policía, incluso si hubiera alguien, ¿quién podría secuestrar a su hija sólo para vengarse? Los niños daban mucho trabajo, dijo Helene. Tenías que darles de comer, nos aseguró. Tenías que llevarles a la cama. Y a veces tenías que jugar con ellos.

Por eso sonreían tanto.

Al final, no nos contó nada que no supiéramos por las noticias, Lionel o Beatrice.

Y con respecto a Helene, cuanto más hablaba con ella, menos ganas sentía de permanecer en la misma habitación. Mientras hablábamos de la desaparición de su hija, nos dejó caer que odiaba su vida. Se sentía sola; ya no quedaban hombres buenos; deberían poner una alambrada alrededor de México para dejar fuera a todos esos mexicanos que, según parecía, estaban robando puestos de trabajo en Boston. Estaba convencida de que existía un programa radical para corromper a todos los americanos decentes, pero era incapaz de expresar con claridad en qué consistía ese programa, sólo sabía que perjudicaba su capacidad para ser feliz y que facilitaba que los negros vivieran a cargo de la asistencia social. Sí, claro, ella también estaba a cargo de la asistencia social, pero durante los últimos siete años había intentado por todos los medios no estarlo.

Hablaba de Amanda como si hablara de un coche robado o de un animal errante, parecía más molesta que cualquier otra cosa. Su hija había desaparecido y, ya ves, le había jodido la vida.

Parecía que Dios hubiera decidido ungir a Helene McCready como la Gran Víctima de la Vida. Los demás podíamos rendirnos. El concurso había acabado.

—Helene —dije, casi al final de nuestra conversación—, ¿hay algo que pueda contarnos que quizá se le haya olvidado contar a la policía?

Helene miró el mando a distancia de encima de la mesita.

—¿Qué? —preguntó.

Le repetí la pregunta.

—Es difícil —dijo—, ¿saben?

—¿Qué es difícil? —pregunté.

—Criar a un niño —me miró y abrió sus apagados ojos, como si estuviera a punto de comunicarnos una gran verdad—. Es difícil. No es como en los anuncios.

Cuando salimos de la sala, Helene encendió el televisor y Dottie pasó por delante, con dos cervezas en la mano, como si ya le hubiéramos hecho la señal.

—Tiene algún problema emocional —apuntó Lionel, una vez instalados en la cocina.

—Sí —convino Beatrice, mientras se servía una taza de café—. Es una mierda de tía.

—No digas esa palabra —saltó Lionel—. ¡Por Dios!

Beatrice sirvió café a Angie y me miró. Yo sostenía mi lata de Coca-Cola.

—Lionel —dijo Angie—, a su hermana no parece que le preocupe mucho que Amanda haya desaparecido.

—¡Oh, sí que está preocupada! —reconvino Lionel—. ¿Anoche? Se pasó la noche entera llorando. Creo que por el momento ha llorado todo lo que tenía que llorar. Está intentando controlar su… dolor. ¿Saben?

—Lionel —dije—. Con el debido respeto, sólo veo autocompasión. No veo dolor.

—Lo siente. —Lionel pestañeó y miró a su mujer—. Lo siente, de verdad.

—Ya sé que lo he dicho antes, pero no acabo de entender qué podemos hacer nosotros que la policía no esté haciendo ya —dijo Angie.

—Ya lo sé. —Lionel suspiró—. Ya lo sé.

—Quizás un poco más adelante —comenté.

—Naturalmente —asintió.

—Si la policía se encuentra totalmente perdida y abandona el caso —dijo Angie—. Quizás entonces.

—Sí. —Lionel se separó de la pared y nos tendió la mano—. Gracias por venir. Gracias por… todo.

—Cuando quiera —apostillé, mientras le estrechaba la mano.

La voz de Beatrice, quebrada aunque clara, me detuvo.

—Tiene cuatro años —musitó.

La miré.

—Cuatro años —repitió, fijando su vista en el techo—. Y está ahí fuera, en alguna parte. Quizá se haya perdido. O quizá peor.

—Cariño —dijo Lionel.

Beatrice movió ligeramente la cabeza. Tomó la bebida, inclinó la cabeza y la meneó, los ojos cerrados. Cuando vació la taza, la lanzó encima de la mesa y se inclinó hacia delante, las manos fuertemente entrelazadas.

—Señora McCready —empecé, pero ella me interrumpió moviendo la mano.

—Cada segundo en que no se hace nada por encontrarla, es un segundo más de sufrimiento para Amanda.

Levantó la cabeza y abrió los ojos.

—Cariño —dijo Lionel.

—No me llames «cariño». —Se dirigió a Angie—. Amanda tiene miedo. Ha desaparecido. Y la zorra de la hermana de Lionel se sienta en mi sala de estar con su amiga gorda y no hace más que tragar cervezas y contemplarse en la tele. ¿Y quién habla en nombre de Amanda? ¿Eh? —Miró a su marido. Luego nos miró a mí y a Angie con los ojos enrojecidos. Finalmente fijó su vista en el suelo—. ¿Quién le va a demostrar a esa criatura que hay alguien a quien le importa que viva o muera?

Durante un minuto, el único ruido que se oyó en la cocina fue el zumbido del motor de la nevera.

—Supongo que a nosotros nos importa —intervino Angie muy dulcemente.

Me volví y alcé las cejas. Ella se encogió de hombros.

Una extraña mezcla de risa y llanto salió de la boca de Beatrice; se tapó los labios con el puño y miró a Angie mientras se le llenaban los ojos de lágrimas que se negaban a caer.