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Desde el punto de vista del detective, una vez que ya se ha descartado la fuga o el secuestro por parte de uno de los padres, la desaparición de un niño se parece mucho a un caso de asesinato: si no se soluciona en un período de setenta y dos horas, es muy poco probable que se solucione nunca. Lo cual no implica necesariamente que el niño esté muerto, aunque la probabilidad es muy alta. Pero si el niño sigue con vida, no cabe duda de que se encuentra en un estado mucho peor del que estaba cuando desapareció. Porque las razones que llevan a un adulto a establecer relación con niños ajenos están bastante claras: o lo ayudan o lo explotan. Aunque hay diversas formas de explotación —secuestrar niños por dinero, usarlos como mano de obra, abusar de ellos sexualmente por gusto o para obtener beneficios, asesinarlos— ninguna es consecuencia de la benevolencia. Y si el niño no muere y algún día aparece, las heridas son tan profundas como insuperables.

Durante los últimos cuatro años, había matado a dos hombres. Había presenciado cómo mi mejor amigo y una mujer que apenas conocía morían delante de mí. Había visto profanar a niños de la forma más horrible que se pueda imaginar, había conocido a hombres y mujeres que asesinaban como si fuera un acto reflejo y había visto cómo llegaban las relaciones a unos extremos de violencia a los que yo también había acabado llegando. Y estaba harto.

En ese momento, hacía por lo menos sesenta horas que Amanda McCready había desaparecido, quizás incluso setenta, y no quería encontrármela en un contenedor de escombros con el pelo enmarañado de sangre. No quería encontrarla en la carretera al cabo de seis meses, con la mirada perdida después de haber sido explotada por cualquier chalado que tuviera una cámara de vídeo y una lista de direcciones de pederastas. No quería mirar a los ojos de una niña de cuatro años y ver que ya no quedaba nada puro en ella.

No quería encontrar a Amanda McCready. Prefería que lo hiciera otro.

Pero, quizá porque durante los últimos días, al igual que el resto de ciudadanos, había seguido el caso con atención, o porque había sucedido en mi barrio, o simplemente porque las palabras de cuatro años y desaparecida no deberían estar en la misma frase, acordamos encontrarnos con Lionel y Beatrice en el piso de Helene media hora más tarde.

—Así pues, ¿acepta el caso? —preguntó Beatrice, mientras ella y Lionel se levantaban.

—Eso debemos discutirlo entre nosotros —contesté.

—Pero…

—Señora McCready —dijo Angie—, en este trabajo solemos hacer las cosas de determinada manera. Tenemos que hablarlo en privado antes de llegar a ningún acuerdo.

A Beatrice no le gustó nada lo que oyó, pero comprendió que podía hacer bien poco.

—Pasaremos por casa de Helene dentro de media hora —añadí.

—Gracias —dijo Lionel, y tiró de la manga de su mujer.

—Sí. Gracias —agregó Beatrice, aunque no parecía del todo sincera.

Tuve la sensación de que tan sólo un despliegue presidencial de la Fuerza Nacional para buscar a su sobrina le complacería.

Escuchamos cómo bajaban las escaleras del campanario y después observamos desde la ventana cómo dejaban atrás el patio contiguo a la iglesia y se dirigían a un destrozado Dodge Aries. El sol se ponía hacia el oeste; el cielo de principios de octubre aún conservaba el albor del verano, aunque pequeños jirones color orín se entremezclaban con él. Se oyó una voz de niño decir:

«¡Vinny, espérame! ¡Vinny!» Desde una altura de cuatro plantas, había algo solitario en ese sonido, algo inacabado. El coche de Beatrice y Lionel dobló por la avenida y observé la humareda del tubo de escape hasta que desapareció de mi vista.

—No sé —dijo Angie, recostándose en la silla. Apoyó las zapatillas de deporte encima del escritorio y apartó su largo y tupido pelo de las sienes—. Sencillamente no lo tengo muy claro.

Vestía pantalones negros de licra y un holgado chaleco negro encima de otro blanco más ajustado. En la parte delantera del chaleco negro llevaba escrita la palabra nin en blanco, y pretty hate machine por detrás. Hacía unos ocho años que lo tenía y aún daba la impresión de que era la primera vez que lo llevaba. Casi hacía dos años que vivía con Angie. Aparentemente, no parecía preocuparse por su aspecto mucho más de lo que yo me preocupaba por el mío, sin embargo, media hora después de quitar las etiquetas del precio a mis camisas las dejaba como si hubieran sido perforadas por un motor. Ella aún conserva calcetines de la época del instituto tan inmaculados como la ropa de palacio. Las mujeres y su ropa suelen asombrarme, son un misterio que nunca resolveré, como lo que pasó con Amelia Earhart o la campana que teníamos en nuestra oficina.

—No lo tienes muy claro, ¿verdad? —pregunté—. ¿Por qué?

—Una niña desaparecida, una madre que aparentemente no se esfuerza mucho en buscarla, una tía un poco agresiva.

—¿Piensas que Beatrice es agresiva?

—No mucho más que un testigo de Jehová con un pie dentro de casa.

—Está preocupada por esa criatura. Está destrozada por la situación.

—Y la comprendo —Angie se encogió de hombros—. Aun así no me gusta que me coaccionen.

—Sí, es verdad. No es uno de tus puntos fuertes.

Me lanzó un lápiz a la cabeza que me dio en toda la barbilla. Me froté donde me había dado y me dispuse a buscarlo para tirárselo.

—Todo es muy divertido hasta que le sacas un ojo a alguien —musité, mientras buscaba el lápiz debajo de la silla.

—Estamos prosperando bastante —dijo ella.

—Sí, es verdad.

El lápiz no parecía estar ni debajo de la silla ni del escritorio.

—Hemos hecho más este año que el año pasado.

—Y sólo estamos en octubre.

El lápiz no estaba ni junto a las tablas del suelo ni debajo de la pequeña nevera; quizás estaba junto a Amelia Earhart, Amanda McCready y la campana.

—Y sólo estamos en octubre —asintió ella.

—¿Me estás insinuando que no nos hace falta aceptar este caso?

—Más o menos, y teniendo en cuenta lo complicado que parece…

Dejé de buscar el lápiz y miré un rato por la ventana. Los jirones color orín se habían vuelto rojo sangre y el blanco del cielo era cada vez más azul. Se encendió la primera bombilla ámbar de la tarde en un piso de la acera de enfrente. El olor del aire que entraba por la reja metálica me hizo pensar en la primera época de mi adolescencia, en cómo los largos y apacibles días de partidas del béisbol en la calle daban paso a largas y apacibles noches.

—¿No estás de acuerdo? —preguntó Angie poco después.

Me encogí de hombros.

—Habla ahora o calla para siempre —me dijo alegremente.

Me volví y la miré. La creciente oscuridad reflejaba destellos dorados en la ventana que había tras ella y daba la impresión de que giraban alrededor de su oscuro pelo. Su piel color miel estaba más morena de lo normal debido al largo y seco verano que habíamos tenido y a que, de alguna manera, se había alargado hasta bien entrado el otoño. Se le marcaban los músculos de las pantorrillas y los bíceps como resultado de haber jugado un día tras otro al baloncesto durante meses en el parque Ryan.

Por experiencia, cuando ya se han tenido relaciones íntimas durante cierto tiempo, la belleza suele ser lo primero que se pasa por alto. Intelectualmente, ya sabes que está ahí, mas la capacidad emocional para que te cautive o te sorprenda hasta el punto de embriagarte, disminuye. A pesar de ello siempre existen momentos durante los cuales al mirar a Angie noto como si una ráfaga me atravesara el pecho por el dulce dolor de observarla.

—¿Qué? —espetó, mientras su amplia boca esbozaba una sonrisa.

—Nada —dije en voz baja. Sostuvo la mirada y añadió:

—Yo también te quiero.

—¿De verdad?

—¡Oh, sí, de verdad!

—Da un poco de miedo, ¿no crees?

—Sí, a veces —se encogió de hombros—. Pero otras ninguno.

Seguimos allí sentados durante un rato, sin decir palabra, y después sus ojos se volvieron hacia la ventana.

—No estoy segura de que nos convenga… este lío, en este momento.

—¿Qué quieres decir con este lío?

—Una criatura desaparecida. Aún peor, una criatura que parece haberse evaporado —cerró los ojos y aspiró la cálida brisa—. Me gusta ser feliz —abrió los ojos, pero siguió mirando por la ventana fijamente. La barbilla le temblaba un poco—. ¿Sabes?

Había pasado un año y medio desde que Angie y yo consumáramos lo que nuestros amigos calificaban como un romance que hacía décadas que duraba. Y esos dieciocho meses también habían sido los más productivos en toda la historia de nuestra agencia de detectives.

Tan sólo dos años atrás habíamos cerrado —o quizá simplemente sobrevivido— el caso de Gerry Glynn. El primer asesino en serie de Boston durante los últimos treinta años había sido objeto de mucha atención, al igual que los que nos habían atribuido el hecho de capturarle. La avalancha de publicidad —cobertura en las noticias nacionales, refritos interminables en la prensa amarilla, dos novelas basadas en crímenes reales y rumores de una tercera a punto de salir— habían hecho que Angie y yo fuéramos dos de los investigadores privados más conocidos de la ciudad.

Durante los cinco meses que siguieron a la muerte de Gerry Glynn, nos habíamos negado a aceptar más casos, lo cual sólo parecía despertar el apetito de probables clientes. Después de finalizar una investigación sobre la desaparición de una tal Desiree Stone, volvimos a aceptar casos públicamente; las primeras semanas, la escalera que conduce al campanario estaba siempre abarrotada de personas.

Sin siquiera comentarlo entre nosotros, de entrada nos negábamos a aceptar aquellos casos que nos olían a violencia o que vislumbraban las zonas más oscuras de la naturaleza humana. Creo que los dos pensábamos que nos merecíamos un descanso; así pues, nos dedicamos a fraudes de compañías de seguros, acciones ilegales de sociedades mercantiles y simples divorcios.

En febrero, incluso habíamos aceptado la petición de una anciana que quería que buscáramos su iguana desaparecida. La horrible bestia se llamaba Puffy y era una monstruosidad verde iridiscente que medía cuarenta y tres centímetros de largo, y tal y como dijo su propietaria, «tenía una predisposición negativa hacia la humanidad». Encontramos a Puffy en lo más remoto de las afueras de Boston mientras huía precipitadamente a través de los terrenos pantanosos del decimocuarto green del Belmont Hills Country Club. Agitaba la puntiaguda cola como una loca mientras se abalanzaba hacia unos rayos de sol que había divisado en la calle del decimoquinto. Tenía frío. Ni siquiera ofreció resistencia. Aunque sí que la armó gorda cuando hizo sus necesidades en el asiento trasero del coche de la empresa. La propietaria nos pagó los gastos de limpieza y nos dio una generosa recompensa por haber recuperado a su estimada Puffy.

Así había ido el año. No fue el mejor para contar batallitas en el bar del barrio, pero fue excepcionalmente bueno para nuestra cuenta bancaria. Aunque perseguir a un lagarto mimado por un campo de golf helado pueda parecer un poco violento, es mucho mejor a que te disparen. De verdad, es muchísimo mejor.

—¿Crees que nos hemos vuelto unos cobardes? —me preguntó Angie hace poco.

—Totalmente —le dije, y sonreí.

—¿Y qué pasará si está muerta? —dijo ella, mientras descendíamos las escaleras del campanario.

—Sería espantoso —contesté.

—Sería mucho peor que espantoso; depende de hasta qué punto nos involucremos.

—Veo que quieres decirles que no.

Abrí la puerta que conducía al patio trasero de la escuela.

Me miró con la boca entreabierta, como si tuviera miedo de pronunciar esa palabra en voz alta, oírla retumbar en el aire, y convertirse irremisiblemente en alguien que se negaba a ayudar a una criatura en apuros.

—No quiero decirles que sí, aún —consiguió decir cuando llegábamos al coche.

Asentí con la cabeza. Comprendía muy bien cómo se sentía.

—Todo lo relacionado con la desaparición me da muy mala espina —dijo Angie, mientras avanzábamos por la avenida Dorchester camino al piso de Helene y Amanda.

—Ya lo sé.

—Las criaturas de cuatro años no desaparecen a no ser que alguien las ayude.

—Desde luego que no.

A lo largo de la avenida, la gente empezaba a salir de sus casas, probablemente habían acabado de cenar. Algunos colocaban tumbonas en los pequeños porches; otros paseaban por la avenida para ir al bar o a jugar al béisbol al anochecer. El aire todavía olía al azufre de un cohete que habían lanzado hacía poco, y el húmedo atardecer flotaba en el ambiente como una respiración contenida, morada, entre azul oscuro y un tono negro imprevisible.

Angie se llevó las piernas al pecho, apoyó la barbilla en las rodillas y dijo:

—Quizá me haya vuelto una cobarde, pero no me importa perseguir iguanas por los campos de golf.

Miré a través del limpiaparabrisas mientras dejábamos atrás la avenida Dorchester y nos adentrábamos en la avenida Savin Hill.

—A mí tampoco.

Cuando una criatura desaparece, el espacio que solía ocupar se llena inmediatamente de gente. Toda esa gente —familiares, amigos, policías, periodistas de televisión y prensa— hace mucho ruido y da mucha vida, una sensación de intensidad comunitaria, de dedicación plena y total a su trabajo.

Pero en medio de esa algarabía, lo que más se oye es el silencio de la criatura desaparecida. Es un silencio de entre setenta y noventa centímetros de altura y sientes cómo grita por rincones, grietas y en la cara inexpresiva de una muñeca caída al suelo junto a la cama. Es un silencio diferente al de funerales y velatorios. El silencio de los muertos lleva consigo el fin; es un tipo de silencio al que sabes que te has de acostumbrar. Pero nadie quiere habituarse al silencio de la criatura desaparecida; uno se niega a aceptarlo y, por lo tanto, no deja de gritar.

El silencio de los muertos dice: «Adiós».

El silencio de los desaparecidos reclama: «Encuéntrame».

Daba la impresión de que la mitad del vecindario y una cuarta parte del Departamento de Policía de Boston estaba en el piso de dos habitaciones de Helene McCready. La sala de estar se extendía, a través de un pórtico abierto, hasta el comedor y estas dos estancias eran prácticamente el centro de toda actividad. La policía había instalado equipos telefónicos en el suelo del comedor y todos estaban siendo utilizados. Algunas personas utilizaban sus propios teléfonos móviles. Un hombre corpulento que llevaba una camiseta con la inscripción Estoy orgulloso de ser una rata minúscula levantó los ojos de un montón de folletos colocados en la mesita que tenía delante y dijo:

—Beatrice, el Canal 4 quiere que Helene esté allí mañana a las seis de la tarde.

Una mujer tapó el auricular de su teléfono móvil con la mano y añadió:

—Han llamado los productores de Annie in the AM. Les gustaría que Helene saliera en el programa de la mañana.

—Señora McCready —llamó un policía desde el comedor—, la necesitamos un momento.

Beatrice hizo una señal de asentimiento al hombre corpulento y a la mujer del móvil y nos dijo:

—El dormitorio de Amanda es el primero de la derecha.

Asentí y ella se abrió paso entre la multitud camino al comedor.

La puerta del dormitorio de Amanda estaba abierta y la habitación a oscuras y en silencio, como si los sonidos de la calle no pudieran acceder allí. Se oyó a alguien tirar de la cadena y al momento salió un policía del lavabo. Nos miró mientras acababa de subirse la cremallera con la mano derecha.

—¿Amigos de la familia? —nos preguntó.

—Sí.

Inclinó la cabeza y pidió:

—No toquen nada, por favor.

—No lo haremos —respondió Angie.

Volvió a inclinar la cabeza y se dirigió a la cocina pasando por el recibidor.

Utilicé la llave del coche para encender el interruptor de la habitación de Amanda. Sabía que ya habían analizado todos los objetos de la habitación en busca de huellas dactilares, pero también sabía cómo se enfadaba la policía si tocabas cualquier cosa del escenario del crimen.

Una bombilla pelada pendía de un cable por encima de la cama de Amanda, ya no quedaba lámina de cobre y los cables a la vista estaban llenos de polvo. Al techo le hacía falta una capa de pintura, y el calor del verano había dejado su huella en los pósters que colgaban de las paredes; podía ver tres de ellos arrugados y chafados junto al rodapié. Había cuadraditos de cinta adhesiva alineados de forma desigual en la pared donde habían estado colgados los carteles. Imposible saber cuánto tiempo llevaban allí, arrugándose cada vez más como si de venas se tratara.

La distribución del piso era idéntica a la mía y a la de la mayoría de pisos de tres plantas del vecindario. El dormitorio de Amanda medía más o menos la mitad que el otro. Supuse que el dormitorio de Helene sería la habitación principal y que estaría a la derecha pasando el lavabo, frente a la cocina y con vistas al porche trasero y al pequeño jardín. El dormitorio de Amanda estaba delante de otro bloque de tres pisos; seguramente por la mañana tendría tan poca luz como en ese momento, las ocho de la tarde.

La habitación olía a humedad y apenas había muebles. La cómoda frente a la cama tenía toda la pinta de haber sido adquirida en un mercado de objetos usados y la cama ni siquiera tenía travesaños. El colchón individual y los muelles estaban en el suelo. La sábana de arriba no hacía juego con la de abajo y había un edredón del Rey Leon que estaba a un lado, probablemente debido al calor.

A los pies de la cama había una muñeca con los típicos ojos planos que miraba hacia el techo; había un conejo de peluche de espaldas al pie de la cómoda. Encima de ésta, un televisor viejo en blanco y negro, y una pequeña radio en la mesita de noche, pero no llegué a ver ningún libro en la habitación, ni siquiera para colorear.

Intentaba imaginar a la niña que había dormido en esa alcoba. Durante los últimos días había visto suficientes fotos de Amanda y me había habituado al aspecto que tenía, pero la apariencia física no era suficiente para saber qué cara ponía cuando entraba en su cuarto al final del día o se despertaba por la mañana.

¿Habría intentado volver a colgar los pósters en la pared? ¿Habría pedido que le compraran esos libros amarillo y azul brillantes con ilustraciones que vendían en los centros comerciales? Cuando se despertaba por la noche, en la oscuridad y el silencio de la habitación, ¿se fijaba en el clavo solitario que sobresalía de la pared delante de la cama o en la mancha de agua color sauce que bajaba del techo por la esquina este?

Observé los ojos feos y brillantes de la muñeca y me dieron ganas de cerrarlos de una patada.

—Señor Kenzie, señorita Gennaro.

Beatrice nos llamaba desde la cocina.

Angie y yo echamos un último vistazo al dormitorio, volví a usar la llave para apagar el interruptor y fuimos a la cocina.

Había un hombre con las manos en los bolsillos, apoyado en la cocina. Por la forma en que nos miró mientras nos acercábamos, supe que nos estaba esperando. Era un poco más bajo que yo, ancho y redondo como un bidón de petróleo, tenía la cara juvenil y alegre, ligeramente colorada, como si pasara mucho tiempo al aire libre. Paradójicamente, el cuello tenía el típico mal aspecto de quien está a punto de jubilarse. Había cierto grado de severidad en él, cierta implacabilidad centenaria, y daba la impresión de poder analizar toda tu vida de una sola mirada.

—Teniente Jack Doyle —dijo mientras me estrechaba la mano con entusiasmo.

Le estreché la mano y dije:

—Patrick Kenzie.

Angie se presentó y también le estrechó la mano; permanecimos de pie en la pequeña cocina mientras él observaba nuestras caras con atención. Su cara era inexcrutable, pero la intensidad de su mirada tenía la atracción de un imán, había algo en ella que te hacía seguir mirando, aun a sabiendas de que uno debería dejar de hacerlo.

Le había visto varias veces en televisión durante los últimos días. Dirigía la Brigada contra el Crimen Infantil del Departamento de Policía de Boston, y cuando miraba fijamente a la cámara y afirmaba que encontraría a Amanda McCready sin importarle el tiempo que tardase, por un momento sentías lástima de quien la hubiera secuestrado.

—El teniente Doyle está interesado en conocerles —dijo Beatrice.

—Acabamos de presentarnos —le aclaré.

Doyle sonrió y preguntó:

—¿Tienen un momento?

Sin esperar respuesta, se encaminó hacia la puerta que daba al porche, la abrió y se volvió a mirarnos.

—Parece ser que sí —contestó Angie.

La barandilla del porche necesitaba una capa de pintura, incluso con más urgencia que el techo del dormitorio de Amanda. Cada vez que uno de nosotros se apoyaba, pequeños pedazos endurecidos por el sol crujían bajo nuestros brazos como troncos en el fuego.

En el porche, se percibía olor a barbacoa procedente de casas vecinas, y de algún sitio de la manzana siguiente nos llegaban los sonidos de gente reunida en el jardín —la voz chillona de una mujer que se quejaba de haberse quemado al sol, una radio que ponía a los Mighty Mighty Bosstones, risas tan agudas y repentinas como cubitos de hielo flotando en un vaso. Era difícil creer que estábamos en octubre. Era difícil creer que se acercaba el invierno.

Era difícil creer que Amanda McCready seguía flotando a la deriva allí fuera y que el mundo seguía dando vueltas.

—Así pues —dijo Doyle mientras se apoyaba en la barandilla—, ¿ya han resuelto el caso?

Angie me miró y puso los ojos en blanco.

—No —respondí—, pero estamos a punto.

Doyle soltó una risita; tenía la mirada puesta en el pedazo de hormigón y de hierbas muertas bajo el porche.

—Suponemos que aconsejó a los McCready que no se pusieran en contacto con nosotros —dijo Angie.

—¿Por qué haría algo semejante?

—Por el mismo motivo que yo si estuviera en su posición —sugirió Angie, mientras él volvía la cabeza para mirarla—. Unos por otros…

Doyle asintió y afirmó:

—Es una de las razones.

—¿Y cuál es la otra? —pregunté.

Entrelazó los dedos, estiró las manos hasta que le crujieron los nudillos y preguntó:

—¿Les parece que esta gente tiene el aspecto de nadar en la abundancia o de tener botes llenos de cigarrillos o candelabros de diamantes de los que no sabemos nada?

—No.

—Y, sin embargo, desde el caso de Gerry Glynn, tengo entendido que sus tarifas son muy altas.

Angie asintió con la cabeza:

—Los anticipos también lo son.

Doyle le dedicó una pequeña sonrisa y se volvió hacia la barandilla. La asió ligeramente con ambas manos y se apoyó en los talones.

—Cuando consigan encontrar a la niña, Lionel y Beatrice bien podrían deberles unos cien mil dólares, como mínimo. Tan sólo se ocupan los tíos, y muy pronto contratarán espacios televisivos para encontrarla, colocarán anuncios a toda página en todos los periódicos nacionales, pegarán la fotografía de Amanda en las vallas publicitarias de las autopistas, contratarán a personas con poderes paranormales, chamanes e investigadores privados. —Nos miró otra vez y dijo—: Se arruinarán, ¿saben?

—Ésa es una de las razones por las que estamos intentando no aceptar el caso —dije.

—¿De verdad? —levantó las cejas—. ¿Qué hacen aquí, entonces?

—Beatrice es muy insistente —contestó Angie.

Doyle miró la ventana de la cocina.

—Lo es, ¿verdad?

—Lo que no acabamos de entender es por qué la madre de Amanda no lo es tanto.

Él se encogió de hombros.

—La última vez que la vi estaba bajo el efecto de tranquilizantes, Prozac, o lo que sea que den ahora a los padres de niños desaparecidos. —Nos volvió a mirar desde la barandilla, con las manos a los lados—. Lo que sea. A ver, no quiero empezar con mal pie con dos personas que podrían ayudarme a encontrar a esa criatura. De ninguna manera. Sólo quiero asegurarme de que: a) no me estorben; b) no vayan diciendo a la prensa que los han contratado porque la policía es tan estúpida que no puede con el caso; y c) no se aprovechen económicamente de las preocupaciones de esta gente. Porque resulta que Lionel y Beatrice me caen bien, son buena gente.

—¿Qué dijo que era b? —pregunté con una sonrisa.

—Teniente, como ya sabe, estamos intentando por todos los medios no aceptar este caso. Dudo mucho que estemos aquí tanto tiempo como para estorbarle —dijo Angie.

La miró durante un buen rato de ese modo duro y sincero que le caracterizaba.

—¿Por qué se encuentran en este porche hablando conmigo, entonces? —preguntó.

—Porque mientras Beatrice se niegue a aceptar un no como respuesta…

—¿Y de verdad piensan que eso va a cambiar?

Sonrió dulcemente y negó con la cabeza.

—Tenemos la esperanza de que así sea —dije.

Negó con la cabeza, se volvió hacia la barandilla.

—Va a pasar mucho tiempo —dijo.

—¿Qué? —preguntó Angie.

Siguió contemplando el jardín.

—Para una niña de cuatro años que ha desaparecido —suspiró— será mucho tiempo.

—¿No tienen ninguna pista? —preguntó Angie.

Se encogió de hombros.

—Ninguna por la que apostara mi casa.

—¿Alguna por la que apostara un piso barato? —le preguntó ella.

Volvió a sonreír y se encogió de hombros.

—Supongo que quiere decir «en realidad, no» —dijo Angie.

Negó con la cabeza.

—En realidad, no. —El roce de sus manos con la pintura seca recordaba al sonido de hojas quebradizas—. Les contaré cómo me metí en el asunto de búsqueda de niños. Hace unos veinte años, mi hija Shannon desapareció durante todo un día —se volvió hacia nosotros y alzó el dedo índice—. De hecho, ni siquiera fue un día entero. En realidad, fue desde las cuatro de la tarde hasta más o menos las ocho de la mañana siguiente, pero sólo tenía seis años. Y de verdad les digo, uno no tiene ni idea de lo larga que puede resultar una noche hasta que su hijo desaparece. Sus amigos dijeron que la última vez que la habían visto se dirigía a casa en bicicleta; un par de ellos comentaron que les parecía haber visto que un coche la seguía muy despacio —se frotó los ojos con la palma de la mano y suspiró al recordarlo—. La encontramos a la mañana siguiente en la zanja de alcantarillado cerca del parque. Se había estrellado con la bicicleta, roto los dos tobillos y desmayado de dolor.

Observó la expresión de nuestra cara y alzó el brazo.

—Estaba bien —dijo—. Dos tobillos rotos duelen una barbaridad y se sintió mucho miedo durante un tiempo, fue el peor trauma que ella, mi mujer y yo sufrimos en su infancia. Tuvimos mucha suerte. Sí, muchísima. —Se santiguó con rapidez—. ¿Qué les quiero decir con esto? Cuando Shannon desapareció y todo el vecindario y los colegas de la policía la buscaban, y Tricia y yo la buscábamos por todas partes a pie y en coche tirándonos de los pelos, paramos a tomar un café. Para llevárnoslo, créanme. Pero, durante dos minutos, mientras esperábamos nuestro café en el Dunkin’ Donuts, miré a Tricia, ella me miró, y sin pronunciar ni una palabra, los dos supimos de inmediato que si Shannon había muerto, nosotros también. Y nuestro matrimonio, acabado. Nuestra felicidad, acabada. Nuestras vidas serían simplemente un largo camino de dolor. Y nada más, en realidad. Todo lo bueno y esperanzador, todo por lo que nos desvivíamos, en realidad, habría muerto con nuestra hija.

—Y ésa es la razón por la cual se unió a la Brigada contra el Crimen Infantil —concluí.

—Ésa es la razón por la que puse en marcha la Brigada contra el Crimen Infantil —aclaró—. Es como mi hija. Yo la creé. Tardé quince años, pero lo conseguí. La brigada existe porque cuando miré a mi mujer en esa tienda de donuts, supe de inmediato y sin ningún tipo de duda, que nadie puede sobrevivir a la pérdida de un hijo. Nadie. Ni ustedes ni yo, ni siquiera una perdedora como Helene McCready.

—¿Considera que Helene es una perdedora? —preguntó Angie.

Arqueó una ceja.

—¿Saben por qué se fue a casa de su amiga Dottie, en vez de que ésta fuera a su casa?

Negamos con la cabeza.

—Su televisor no funcionaba bien. El color iba y venía y a Helene no le gustaba nada. Así pues, dejó a su hija sola y se fue a la casa de al lado.

—Para mirar la televisión.

Él asintió.

—Por la televisión.

—¡Caray! —exclamó Angie.

Nos miró fijamente durante un minuto; se ciñó los pantalones.

—Dos de mis mejores hombres, Poole y Broussard, se pondrán en contacto con ustedes. Serán sus enlaces. Si pueden ser de ayuda, no voy a entorpecer su camino —volvió a frotarse la cara con las manos y movió la cabeza—. ¡Mierda, qué cansado estoy!

—¿Cuánto tiempo lleva sin dormir? —preguntó Angie.

—¿Que no fuera una simple siesta? —se rió dulcemente—. Como mínimo, varios días.

—Alguien debería ayudarle —apuntó Angie.

—No quiero ayuda —contestó—. Quiero a esa criatura. Y la quiero de una pieza. Y la quiero para ayer.