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En este país, según las estadísticas, desaparecen al día dos mil trescientos niños.

Casi todos son secuestrados por uno de sus progenitores, que por lo general están separados, y en más del cincuenta por ciento de las ocasiones, nunca se cuestiona el paradero del niño. A la gran mayoría de estos niños los devuelven en el plazo de una semana.

Los fugitivos representan otro porcentaje de esos dos mil trescientos niños. Una vez más, gran parte de estos niños no desaparece por mucho tiempo y suele conocerse o adivinarse el paradero enseguida, en muchos casos se trata de la casa de un amigo.

Otra categoría de niños desaparecidos es la de los rechazados, tanto aquellos que han sido expulsados de sus casas, como quienes habiéndose escapado de casa no son objeto de búsqueda por parte de sus padres. Éstos son, a menudo, los niños que llenan albergues, estaciones de autobuses, esquinas del barrio chino y que, finalmente, acaban en la cárcel.

De los más de ochocientos mil niños que desaparecen por año en el país, sólo entre tres mil quinientos y cuatro mil pertenecen a la categoría de lo que el Departamento de Justicia califica de secuestros no familiares, o casos en los que la policía desecha enseguida la posibilidad de secuestros familiares, fugas, expulsión de los padres, o que el niño se haya perdido o esté herido. Trescientos de estos niños desaparecidos al cabo del año, nunca vuelven.

Nadie, ni padres ni amigos ni los responsables de aplicar la ley ni las organizaciones de asistencia al niño ni los centros para gente desaparecida saben dónde van a parar. A la tumba, es posible; a los sótanos o a las casas de los pederastas; al vacío, quizás, a alguno de los agujeros en la estructura del universo desde donde nunca jamás volveremos a tener noticias de ellos.

Donde sea que vayan a parar esos trescientos, siguen estando desaparecidos. En ese momento impresionan a cuantos han oído hablar de su caso y obsesionan, durante mucho más tiempo, a quienes los quieren.

Al no dejar atrás ningún cuerpo, al no existir ninguna prueba de su muerte, no mueren. Nos mantienen pendientes del vacío.

Y siguen estando desaparecidos.

—Mi hermana —dijo Lionel McCready, mientras paseaba preocupado por nuestra oficina-campanario— ha tenido una vida muy difícil.

Lionel es un hombre robusto, con cara de perro sabueso; de su clavícula salen hombros anchos muy caídos, como si llevara encima algún peso. Tiene una sonrisa distraída y tímida, pero estrecha su encallecida mano con seguridad. Lleva un uniforme marrón de United Parcel Service y sus fornidas manos acarician el borde de la gorra de béisbol marrón a juego.

—Nuestra madre era, francamente, una gran bebedora. Y nuestro padre se marchó cuando los dos éramos pequeños. Si uno crece así, uno, digo yo, siente mucha rabia. Tardas cierto tiempo en poner las ideas en orden, en entender qué camino seguir en la vida. No sólo se trata de Helene. Es decir, yo también tuve serios problemas, a los veinte la pifié bien pifiada: no era ningún angelito.

—Lionel —dijo su mujer.

Le hizo un gesto levantando la mano, como si tuviera que sacarlo todo ahora o callar para siempre.

—Yo tuve suerte: conocí a Beatrice y me ordenó la vida. Lo que les quiero decir, señor Kenzie, señorita Gennaro, es que si a uno le dan un poco de tiempo, y alguna que otra oportunidad, uno tiene la posibilidad de crecer y de quitarse de encima toda esa mierda. Lo que quiero decir es que mi hermana aún está creciendo. Quizá. Porque tuvo una vida muy difícil y…

—Lionel —dijo su mujer—, deja de excusar a Helene.

Beatrice McCready se pasó la mano por su corto pelo teñido de color fresa y dijo:

—Cariño, siéntate, por favor.

—Sólo estoy intentando explicar que Helene no tuvo la vida fácil —agregó Lionel.

—Ni tú tampoco —añadió Beatrice—, y eres un buen padre.

—¿Cuántos hijos tienen? —preguntó Angie.

Beatrice sonrió y continuó:

—Uno, Matt. Tiene cinco años. Vivirá con mi hermano y su mujer hasta que encontremos a Amanda.

Lionel pareció sentirse mucho mejor al oír hablar de su hijo.

—Es un chico estupendo —dijo y parecía sentirse incómodo por lo orgulloso que estaba.

—¿Y Amanda? —pregunté.

—Es una chica estupenda, también. Y desde luego es demasiado joven para ir sola por ahí.

Hacía tres días que Amanda McCready había desaparecido del barrio. Desde entonces, toda la ciudad de Boston parecía estar obsesionada con su paradero. La policía había destinado más hombres a su búsqueda que cuando perseguía a John Salvi por colocar unas bombas en la clínica de abortos cuatro años atrás. El alcalde convocó una rueda de prensa y prometió que no daría prioridad a ningún otro caso de la ciudad hasta encontrarla. La cobertura periodística llegó al punto de la saturación: primera página en los dos periódicos de la mañana, historia principal en los tres programas de televisión más importantes cada noche, informaciones de última hora que interrumpían telenovelas y programas de entrevistas.

Y tres día después, nada. No había ni rastro de ella.

Cuando desapareció, Amanda McCready había habitado este planeta durante cuatro años y siete meses. Su madre la había acostado el domingo por la noche, había ido a ver cómo estaba a alrededor de las ocho y media, y a la mañana siguiente, un poco más tarde de las nueve, sólo encontró las sábanas hundidas con las marcas arrugadas de su cuerpo.

La ropa que Helene McCready había preparado para su hija —una camiseta rosa, pantalones vaqueros, calcetines rosas y zapatillas blancas— había desaparecido, como también la muñeca favorita de Amanda, una réplica de pelo rubio de una niña de tres años que tenía un extraño parecido con su propietaria y a quien Amanda había puesto el nombre de Pea. La habitación no mostraba indicios de violencia.

Helene y Amanda vivían en el segundo piso de un edificio de tres plantas; aunque cabía la posibilidad de que Amanda hubiese sido secuestrada por alguien que hubiera colocado una escalera bajo la ventana del dormitorio y hubiese empujado la ventana para poder entrar, era muy improbable. No había ningún rastro en los cristales ni en el alféizar ni marca de escalera en el suelo.

Con toda probabilidad, si tenemos en cuenta que una niña de cuatro años no suele abandonar repentinamente su casa en mitad de la noche, el secuestrador había entrado en el piso por la puerta principal, sin forzar la cerradura ni utilizar una palanca para desmontar las bisagras de la jamba; la puerta no estaba cerrada con llave.

Helene McCready recibió duras críticas de la prensa cuando esta información salió a la luz. Veinticuatro horas después de la desaparición de su hija, News, el tabloide de Boston contrario a New York Post, en su titular de primera página decía:

PASEN:

LA MADRE DE LA PEQUEÑA AMANDA

HA DEJADO LA PUERTA ABIERTA

Bajo los titulares había dos fotografías, una de Amanda y otra de la puerta principal del piso. Mostraban la puerta abierta de par en par, pero según afirmó la policía no era así como la habían encontrado la mañana en que Amanda desapareció. Sin cerrar con llave, sí; pero totalmente abierta, no.

Sin embargo, a la gran mayoría de los ciudadanos no le importaba mucho esa distinción. Helene McCready había dejado sola a su hija de cuatro años, la puerta sin llave, mientras visitaba a su vecina y amiga Dottie Mahew. Dottie y ella habían estado mirando la televisión dos comedias y la película de la semana, Her Father’s Sins, con Suzanne Somers y Tony Curtis de protagonistas. Después de las noticias, habían mirado la primera parte de Entertainment Tonight Weekend Edition.

Durante unas tres horas y cuarenta y cinco minutos, había dejado a Amanda sola sin cerrar la puerta con llave. Se suponía entonces que en algún momento se había escapado o alguien la había secuestrado.

Angie y yo habíamos seguido el caso con atención y estábamos desconcertados, de la misma forma que parecía desconcertar al resto de la población. Sabíamos que Helene McCready había sido sometida a un detector de mentiras en relación con la desaparición de su hija y que había salido airosa. La policía no había encontrado ninguna pista; se rumoreaba que estaban consultando a personas con poderes paranormales. Con respecto a esa calurosa noche del veranillo de san Martín, cuando la mayoría de las ventanas estaban abiertas y la gente paseaba por la calle, los vecinos dijeron no haber visto nada sospechoso ni haber oído nada parecido a los gritos de una niña. Nadie recordaba haber visto a una niña de cuatro años vagar sola, ni a nadie sospechoso con una niña o un bulto de aspecto singular.

Para la mayoría, Amanda McCready había desaparecido de forma tan repentina que parecía que no hubiera existido jamás.

Beatrice McCready, su tía, nos llamó esa misma tarde. Le dije que difícilmente podíamos hacer mucho más de lo que ya estaban haciendo un centenar de policías, la mitad del cuerpo de periodistas de Boston y miles de ciudadanos.

—Señora McCready —le aconsejé—, ahórrese[1] el dinero.

—Preferiría rescatar a mi sobrina —contestó.

En ese momento, mientras el tráfico de hora punta de la tarde del miércoles se reducía a ruidos lejanos y a aceleradas de motor en la avenida, Angie y yo nos sentamos en nuestra oficina —en el campanario de la iglesia de San Bartolomé de Dorchester— dispuestos a escuchar cómo los tíos de Amanda defendían su caso.

—¿Quién es el padre de Amanda? —preguntó Angie.

Tuvimos la sensación de que Lionel volvía a sentir un peso en los hombros cuando dijo:

—No lo sabemos. Pensamos que es un tipo llamado Todd Morgan. Se marchó de la ciudad justo después de que Helene se quedara embarazada. Nadie ha vuelto a saber de él desde entonces.

—Aunque la lista de posibles padres es larga —dijo Beatrice.

Lionel bajó los ojos.

—Señor McCready, continúe.

Me miró y dijo:

—Lionel.

—Por favor, Lionel, tome asiento.

Consiguió acomodarse en una pequeña silla al otro lado del escritorio.

—Ese tipo, Todd Morgan —dijo Angie mientras acababa de escribir el nombre en una libreta—. ¿La policía sabe dónde encontrarlo?

—En Mannheim, Alemania —contestó Beatrice—. El Ejército lo ha destinado allí y estaba en la base cuando Amanda desapareció.

—¿Lo han descartado como posible sospechoso? —pregunté—. ¿No cabe la posibilidad de que hubiera contratado a algún amigo para que lo hiciese?

Lionel carraspeó, volvió a bajar los ojos y dijo:

—La policía dijo que él se sentía molesto con mi hermana y que, de todas maneras, no creía que Amanda fuera hija suya —me miró con sus característicos ojos grandes y dulces—. La policía dice que contestó: «Si quiero un crío de mierda que cague y grite sin parar, puedo tener uno alemán».

Sentí cómo una ola de dolor le golpeaba cuando tuvo que llamar a su sobrina «crío de mierda», asentí con la cabeza y le pedí:

—Cuénteme cosas sobre Helene.

No había mucho que contar. Helene McCready tenía cuatro años menos que Lionel, lo que quería decir que tenía veintiocho años. Había dejado el instituto Monsignor Ryan Memorial en el penúltimo año y no obtuvo nunca el certificado de estudios secundarios, a pesar de que no dejaba de repetir que lo conseguiría. A los diecisiete años, se fugó con un tipo quince años mayor que ella; después de seis meses de vivir en un camping para caravanas de New Hampshire, Helene volvió a casa con la cara magullada y el primero de los tres abortos de su historial. Desde entonces, había realizado gran variedad de trabajos —cajera de Stop Shop, empleada de Chess King, recepcionista de United Parcel Service—, pero en ninguno de ellos había conseguido durar más de dieciocho meses. Al desaparecer su hija, había dejado el trabajo que tenía a media jornada en Li’l Peach —que consistía en hacer funcionar una máquina de lotería—, y de momento no parecía tener ninguna intención de volver.

—Pero realmente quería a su hija —añadió Lionel.

Daba la impresión de que Beatrice no opinaba lo mismo, pero no dijo nada.

—¿Dónde está Helene ahora? —preguntó Angie.

—En casa —dijo Lionel—. El abogado con el que contactamos nos sugirió que la protegiéramos tanto tiempo como fuera posible.

—¿Por qué? —pregunté.

—¿Por qué? —repitió Lionel.

—Sí, de acuerdo, su hija ha desaparecido. ¿No debería estar haciendo llamamientos al público? ¿O, como mínimo, preguntas a la gente del barrio?

Lionel abrió la boca y luego la cerró. Se miró los zapatos.

—Helene no está capacitada para hacerlo.

—¿Por qué no? —preguntó Angie.

—Porque, bien, porque es Helene —dijo Beatrice.

—¿La policía controla los teléfonos de su casa por si pidieran dinero por el rescate?

—Sí —repuso Lionel.

—Pero ella no está allí —aclaró Angie.

—Era demasiado para ella —dijo Lionel—. Necesitaba intimidad.

Extendió las manos y nos miró.

—¡Ah! —exclamé—. Intimidad.

—Por supuesto —dijo Angie.

—Miren —Lionel volvía a tocarse la gorra—. Sé lo que parece. Lo sé. Pero la gente tiene muchas formas de mostrar su preocupación. Estarán de acuerdo conmigo, ¿no?

Asentí con la cabeza sin demasiado entusiasmo y dije:

—Si había abortado tres veces —Lionel se estremeció—, ¿por qué decidió dar a luz?

—Creo que pensó que era el momento adecuado —se inclinó hacia delante y se le iluminó la cara—. ¡Si hubiera podido ver lo contenta que estaba durante el embarazo! Quiero decir, su vida había adquirido sentido, saben. Estaba convencida de que esa criatura lo mejoraría todo.

—Para ella —dijo Angie—. Pero ¿y la criatura?

—Es lo mismo que pensé yo en ese momento —añadió Beatrice.

Lionel se dio la vuelta hacia ambas mujeres, con una mirada que volvía a mostrar desesperación, y continuó:

—Era bueno para las dos, estoy convencido.

Beatrice clavó la vista en los zapatos. Angie miró por la ventana.

Lionel dirigió la mirada hacia mí otra vez y sostuvo:

—Lo era.

Asentí con la cabeza y él bajó su cara de sabueso con alivio.

—Lionel —dijo Angie, sin dejar de mirar por la ventana—. He leído todas las noticias en los periódicos. Nadie parece saber quién puede haberse llevado a Amanda. La policía ha llegado a un punto muerto y, según las noticias, Helene dice que ella tampoco sabe nada del asunto.

—Ya lo sé —afirmó Lionel, mientras asentía con la cabeza.

—Bien, de acuerdo —Angie dejó de mirar por la ventana y se quedó mirando a Lionel—. ¿Qué cree que pasó?

—No lo sé —dijo y agarró el sombrero con tanta fuerza que pensé que lo haría pedazos con sus manazas—. Parece que se la hubiera tragado la tierra.

—¿Sale con alguien? —pregunté.

Beatrice dio un bufido.

—De forma habitual —continué.

—No —dijo Lionel.

—Los periódicos dan a entender que se relaciona con unos indeseables —añadió Angie.

Lionel se encogió de hombros como si la respuesta fuera evidente.

—Suele frecuentar el Filmore Tap —comentó Beatrice.

—Es el peor antro de Dorchester —aclaró Angie.

—¡Y piense en la cantidad de bares que se disputan esa fama! —dijo Beatrice.

—No es tan horrible —insinuó Lionel y me miró como si buscara apoyo.

Alargué las manos y dije:

—Normalmente llevo pistola, Lionel. Y me pongo nervioso cuando voy al Filmore.

—El Filmore tiene fama de ser un bar para drogadictos —precisó Angie—. Parece ser que manipulan cocaína y heroína con la misma naturalidad con la que se corta un pollo.

—¿Su hermana tiene problemas de drogas?

—¿Qué quiere decir, de heroína?

—Quiere decir de cualquier tipo de drogas —aclaró Beatrice.

—Fuma un poco de marihuana —contestó Lionel.

—¿Un poco o mucho? —pregunté.

—¿Qué es mucho? —inquirió él.

—¿Guarda una pipa de agua y un cacharro para apoyar los porros a medio fumar en su mesilla de noche? —preguntó Angie.

Lionel la miró de soslayo.

—No es adicta a ninguna droga en especial —dijo Beatrice—. Prueba un poco de todo.

—¿Cocaína? —insistí.

Asintió con la cabeza y Lionel la miró, aturdido.

—¿Pastillas?

Beatrice se encogió de hombros.

—¿Agujas? —pregunté.

—¡Oh, eso no! —contestó Lionel.

—Que nosotros sepamos, no —Beatrice se quedó pensando en ello—. No, ha llevado pantalones cortos y chalecos todo el verano. Hubiéramos visto algo.

—Un momento —Lionel levantó la mano—. Un momento. Se supone que estamos buscando a Amanda y no hablando de los malos hábitos de mi hermana.

—Debemos saberlo todo sobre Helene, sus hábitos y sus amigos —dijo Angie—. Cuando una criatura desaparece suele ser por razones relacionadas con su hogar.

Lionel se levantó, su sombra ocupó totalmente la parte superior del escritorio.

—¿Qué insinúa?

—Siéntate —ordenó Beatrice.

—No. Quiero saber qué quiere decir con eso. ¿Insinúa que mi hermana podría haber tenido algo que ver con la desaparición de Amanda?

Angie, imperturbable, lo observó y dijo:

—Dígamelo usted mismo.

—No —contestó en voz alta—. ¿De acuerdo? No —bajó la mirada y miró a su mujer—. No es ninguna criminal, ¿entendido? Es una mujer que ha perdido a su hija, ¿sabe?

Beatrice alzó la mirada y le observó; ella tenía una expresión inescrutable.

—Lionel —dije.

Miró fijamente a su mujer y volvió a mirar a Angie.

—Lionel —repetí, y entonces se volvió hacia mí—. Usted mismo dijo que parecía que a Amanda se la hubiera tragado la tierra. Bien. La están buscando cincuenta policías. Quizá más. Ustedes dos han hecho todo lo que han podido. La gente del vecindario…

—Sí —reconoció—. Mucha gente. Se han portado muy bien.

—Entonces, ¿dónde está?

Me miró fijamente como si yo fuera capaz de sacar a Amanda del cajón del escritorio.

—No lo sé —contesté y cerró los ojos.

—Nadie lo sabe —continué—, y en el supuesto de que decidiéramos investigar este caso, y no estoy diciendo que lo hagamos…

Beatrice se sentó en la silla y me miró con dureza.

—Pero si aceptáramos el caso, debemos suponer que de haber sido secuestrada, lo hizo alguien cercano a ella.

Lionel volvió a sentarse e insinuó:

—Usted piensa que se la llevaron.

—¿Usted no? —preguntó Angie—. Una niña de cuatro años que hubiera decidido escaparse de casa no estaría rondando por ahí sin ser vista por nadie en casi tres días.

—Sí —dijo, como si se enfrentara a algo que ya sabía, pero que había mantenido alejado de su pensamiento hasta entonces—. Sí, seguramente tiene razón.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Beatrice.

—¿Quiere que le diga lo que realmente pienso? —añadí.

Ladeó ligeramente la cabeza, mantuvo mi mirada sin pestañear y contestó:

—No estoy segura.

—Tiene un hijo que está a punto de empezar la escuela, ¿no es así?

Beatrice asintió.

—Ahórrese el dinero que se gastaría con nosotros e inviértalo en su educación.

Beatrice mantuvo la cabeza quieta; seguía un poco ladeada hacia la derecha, pero por un momento parecía que la hubieran abofeteado. Entonces preguntó:

—¿No piensa aceptar el caso, señor Kenzie?

—No estoy seguro de que valga la pena.

La voz de Beatrice sonó más fuerte en la pequeña oficina:

—Una niña ha…

—… desaparecido —continuó Angie—. Sí. Pero hay mucha gente buscándola. La cobertura periodística ha sido muy amplia. Todos los habitantes de esta ciudad y probablemente casi todos los del estado saben qué apariencia tiene. Y, créame, la mayoría ha estado muy alerta.

Beatrice miró a Lionel. Él la miró y se encogió de hombros. Dejó de mirar a Lionel y volvió a mirarme fijamente. Era una mujer pequeña, no debía de medir más de metro sesenta. Su pálida cara, salpicada con pecas del mismo color que el pelo, tenía forma de corazón, y la nariz de botón y la barbilla le conferían cierto aire infantil; sus pómulos parecían bellotas. Pero también irradiaba un gran halo de firmeza de carácter, como si rendirse significara la muerte.

—Me dirigí a ustedes —recalcó— porque se especializan en encontrar a la gente. Se dedican a ello. Encontraron al hombre que mató a toda aquella gente hace unos años, salvaron a una madre y a su niño en el parque, y también…

—Señora McCready —protestó Angie, alzando la mano.

—Nadie quería que viniese —añadió—. Ni Helene ni mi marido ni la policía. «Sería como tirar el dinero», me decían todos. «Ni siquiera es tu hija».

—Cariño —dijo Lionel, mientras le cogía la mano.

Ella la apartó, se inclinó hacia delante, apoyó los brazos en el escritorio y me miró con sus ojos color zafiro.

—Señor Kenzie —continuó—, usted puede encontrarla.

—No —insistí dulcemente—. No puedo hacerlo si está muy bien escondida. No puedo si todo un grupo de gente, tan bueno como nosotros o más, tampoco la ha encontrado. Sólo somos dos personas más, señora McCready. Nada más.

—¿Cuál es su respuesta? —preguntó con un tono de voz que volvía a ser bajo y distante.

—Nuestra respuesta —contestó Angie— es que no vemos muy claro de qué podrían servir dos pares más de ojos.

—Pero ¿qué daño podrían hacer? —preguntó Beatrice—. ¿Me lo puede decir? ¿Qué daño?