No fue algo que se pudiese llamar una boda «apropiada». Joseph se hubiese horrorizado por muchas razones. Pero Anna pensó que resultaba conmovedora. Laura había deseado casarse en el jardín de Anna, y confió en que los sentimientos de Iris y Theo no resultasen lastimados, aunque no parecía ser ese el caso. Iris no se había preocupado nunca por su jardín y el de Anna era maravilloso, con sus pesados perales de emparradas ramas y aquel flox de tonos malva y violeta, y en el ambiente un regusto a cinamomo o vainilla, el bouquet del verano.
El juez era una mujer, madre de uno de los amigos universitarios de Robby. Los dos jóvenes se situaron delante de ella, con las manos cogidas; él llevaba vaqueros y camisa abierta en el cuello y ella un vestido blanco de algodón, con su cabellera roja cayendo encima de un blanco chal. Igual que yo, como una virgen, pensó Anna. El rostro de Laura se volvió hacia Robby con una mirada de adoración. Parecía ayer cuando Iris también se había encontrado así, con una expresión solemne y envuelta en encajes. Robby comenzó a recitar el poema que habían elegido para la ceremonia de la boda, mientras Philip tocaba con suavidad en el órgano portátil.
La tierra fue hecha para los amantes, para doncellas y cisnes indefensos, para suspirar y musitar con dulzura, para hacer una unidad de dos. Todo constituye un cortejo, en la tierra, en el aire o en el mar. Dios no ha hecho nada en singular, sino para dos en Su mundo tan justo…
—Uno de nuestros poemas favoritos de Emily Dickinson, nana —le había dicho Laura—. ¿Verdad que has leído sus versos?
Aquello había resultado halagador por parte de su nieta. Había leído algunos, siendo también Emily Dickinson uno de los favoritos de Maury, junto con Millay, Robinson y Frost.
Ahora Laura respondió:
Aproxímate con cuidado a aquel árbol, luego trepa audaz a él y apodérate de la que más amas, sin preocuparte del espacio o del tiempo… Luego llévatela a la floresta y construye para ella un emparrado, y dale lo que te pida, ya sean joyas, pájaros o flores…
Y toca el pífano, las trompetas y bate el tambor…
Y ofrécele todo el mundo y llévala al glorioso hogar…
Nadie rechistó. La juez comenzó a hablar. Uno se preguntaba qué pensarían de todo aquello tan variados invitados. Iris se había preocupado terriblemente. Theo no tanto, pero algo más de lo que se hubiera esperado de un hombre que se jactaba de no tener creencias ni prejuicios.
—No va a quedar ninguno de nosotros al ritmo que se suceden las cosas —trató de decir Iris—. Cuando pienso en papá me dan ganas de llorar…
Era cierto. Si Joseph hubiese visto a su querida Laura casarse de aquella forma, a aquella Laura a la que, sin duda, había imaginado en una boda según los viejos ritos, en la capilla que él había hecho construir…
Pero Robby era un joven muy notable y Joseph estaba muerto. No se podía luchar con el tiempo; era como luchar con la marea. Aquel era el modo en que siempre había sido, en mayor o menor grado. Crecer y sufrir. Unos se quedaban y otros se iban.
Los padres de Robby, unas personas conservadoras y provincianas, estaban allí de pie, en silencio, la madre con su vestido estampado y sus blancos guantes. Tampoco ellos hubieran elegido aquello. Pero se trataba de un tiempo diferente y de otras generaciones. Las personas no deben luchar hasta la muerte por sus primeras creencias…
Los ojos de Anna miraron a aquel grupo, a aquellas jóvenes muchachas neoyorquinas, con zapatos bajos y unos cabellos largos y lisos. Sus rostros estaban tan sin maquillar como en la propia juventud de Anna, tan diferente de sus anticuadas madres, si aquello resultaba posible. El círculo se cerraba.
Ah, allí estaban los Malone, venidos desde Arizona… Él debe de tener… Veamos, Joseph cumpliría ochenta y dos, por lo tanto, Malone tendría ochenta y cinco… Y Joseph que se preocupaba tanto de su salud, y que siempre afirmaba que Malone no viviría mucho…
Resultaba desagradable tener que aguardar a un funeral o a una boda para ver a las personas con las que uno no se trataba desde hacía años, o que no se habían visto nunca. Vio a los gemelos —gemelos otra vez después de dos generaciones—, cuando visitaron México en 1954, pero Rainaldo y Raimundo sólo tenían entonces un año…
Anna había recibido una carta el mes anterior, que incluía, como siempre, instantáneas de la familia en aumento. Cuántos eran ya, generación tras generación… Y prosperando, a juzgar por la fachada de la casa, que parecía más lujosa que aquellas que habían visitado, que ya de por sí eran unas mansiones magníficas… Dena parecía haber envejecido. El papel de la carta estaba emborronado, pues empezaba a fallarle la vista. Pero había querido que Anna supiera que los hijos gemelos de su hija pasarían por Nueva York, de camino hacia Europa. ¿Le gustaría verlos?
Así que aquí estaban, uno de ellos sin hablar ni una palabra de inglés, y el otro sólo lo indispensable para entender algo o para que le entendieran. También hablaban un poco de yiddish, aprendido de sus abuelos, pero sólo un poquito, y el yiddish de Anna se había oxidado ya mucho.
Con sus trajes elegantes y oscuros, con solapas de terciopelo, y su cabello rizado, estaban allí de pie, de un modo cortés y correcto. Desde donde se encontraba Anna veía sus expresiones, a un tiempo dignas y escépticas. Se regocijó más bien tristemente. Eran estrictamente ortodoxos: ¿qué deberían de estar pensando? Sin duda, que aquello no parecía una auténtica boda.
—Y así, por la autoridad con que me ha investido el Estado de Nueva York…
Marido y mujer. Se besaron como si no hubiera nadie allí. Dios mío… Y luego felicitaciones y risas, más besos, y todo terminó. Querida Laura…
Ella había deseado ir descalza, pues le gustaba una apariencia natural en aquel jardín. Hubo un alboroto a causa de aquello. Theo había sido el mayor escandalizado.
—¿Hasta dónde piensas llegar? —se había lamentado Iris, aquella Iris que siempre había sido la primera en excusar las innovaciones de la juventud.
Afortunadamente, Steve le había regalado unas sandalias, unas sandalias blancas hechas a mano, y un bolso y un cinturón haciendo juego. En su comuna, participaba en los talleres donde se hacían objetos de cuero. Y, dado que Steve había hecho aquellas sandalias, Laura las llevó, lo cual zanjó, gracias a Dios, aquella discusión.
Theo anduvo al lado de Anna hasta la casa.
—A pesar de todo, ha resultado muy bonito, Theo —le dijo Anna.
—Ha constituido algo estúpido y tú lo sabes…
—No. Ha sido algo honesto y poético. No dentro de mi estilo o del tuyo, sino al de ellos…
—Esos chicos de hoy… Esos chicos…
—A fin de cuentas, tu hija ya está casada, y eso es más de lo que pueden decir, en estos días, un montón de padres…
—Steve debiera haber venido a la boda de su hermana —observó amargamente Theo.
—Volverá a casa un día u otro. Tal vez más pronto de lo que esperamos…
—No sé si podré perdonarle el no haber estado hoy aquí…
—Quería venir, ¿no es así? Por eso envió esas cosas… Están hechos con tanto esmero, que le han debido llevar varias semanas de trabajo. Pero no puede enfrentarse con los demás. Esa es la razón…
—Lleva una vida muy confusa —prosiguió con tozudez Theo—. Una imperdonable confusión…
De repente, Anna sintió la presencia de Joseph, sintió en su boca las palabras llenas de autoridad que él empleaba cuando estaba convencido de tener la razón.
—La gente se encuentra en situaciones en las que no hubiera deseado encontrarse. Y resulta muy difícil salir de ellas. Ya lo sabes, Theo.
Era la primera y única vez que Anna se había acordado de él. La lastimó hacerlo. Pero Anna supo ante el silencio de Theo, que Steve no tendría problemas, por parte de su padre, cuando al fin regresase al hogar.
—¡Mira a tu Philip! —gritó Anna alegremente—. Se ha convertido en un hombre de la noche a la mañana. Parece mucho más mayor que sus dieciséis años, ¿no crees? Y opino que ha tocado muy bien…
Laura y Robby no habían querido celebrar una recepción, por lo que la gente, simplemente, se reunió alrededor de ellos y anduvo de acá para allá por el jardín, hasta que entró en la casa, donde ya habían abierto las botellas de champan.
Anna tomó una copa y le tendió otra a Theo.
—Vamos, bebe… Cualquier hombre se regocija el día de la boda de su hija. No te ocurre nada, en el caso de que pienses que resulta raro sentirse deprimido.
Theo sonrió.
—Efectivamente, lo estoy…
Anna le dio unos golpecitos en el brazo.
—Theo, tienes un montón de cosas por las que sentirte feliz —le dijo Anna, sin que por ello quisiese sermonearle.
Anna vio que él lo comprendía. Ambos miraron a Iris, que estaba de pie junto a la chimenea hablando con los padres de Janet y algunas personas más. Podía haber sido fotografiada para una de aquellas revistas de «sociedad», en las que unas graciosas damas posaban junto a la chimenea o debajo de la caja de una escalera. Cuánto se hubiera divertido Iris con aquello…
—¿De qué te ríes ahora? —le preguntó Theo.
—Pienso en aquella mujer que te preguntó una vez por qué Iris no se había retocado la nariz, dado que tú estabas en ese «negocio»…
—No lo hubiera hecho ni aunque Iris me lo hubiera pedido.
Sí, Ruth había tenido razón, hacía de ello tantos años… Ahora, ya a una edad intermedia, Iris se había convertido en una auténtica belleza. En aquel momento resultaba casi asombroso y Anna comprendió que Theo también lo consideraba así. El oscuro pelo de Iris, que sólo había encanecido un poco, estaba peinado con raya en medio. Lo había llevado así desde hacía tanto tiempo que Anna no podía recordar cuándo había sido diferente… Su rostro era una armonía de curvas; su recia nariz, las cejas, aquella boca tan fina. Cuando uno separaba la vista de ella, deseaba enseguida volver a mirar su cara.
Ahora la gente se congregó delante del jardín, estrechándose las manos y besándose en las mejillas, entre salutaciones y cumplidos.
Alguien, ¿algún amigo de Theo? —(Demasiado viejo). ¿Amigo de Joseph? (Demasiado joven. Mi memoria ya no es la que era)—, se detuvo a su lado para hablar con ella.
—¡Qué casa tan maravillosa! ¡Y cuánta superficie! Uno hoy no espera ver tanto terreno, tan cerca de Nueva York…
—Ah, pero todo ha cambiado… Cuando nos trasladamos aquí, era tan tranquilo que, por la noche, si salías fuera todo cuanto oías eran los saltamontes… Ahora ya se escucha el tráfico de la autopista…
El hombre suspiró.
—Lo sé. Han construido una urbanización en lo que era un huerto de manzanos, al otro lado de la carretera de mi casa. Es muy triste —murmuró y se alejó.
Durante un momento se quedó sola. Cuando muera, pensó, venderán la propiedad. Hoy ya nadie quiere unas casas tan grandes. La parcelarán y construirán apartamentos ajardinados, o edificios comerciales. Hay una compañía de seguros en la esquina.
Ya le habían sugerido, con tacto, que, tal vez, Anna debería vender la casa e instalarse en un apartamento. Fue una sugerencia que también tuvo ella con Joseph cuando su primer ataque al corazón. Él se resistió con tanta fuerza que Anna no insistió. No, aquella casa era su hogar; era capaz de permitírselo y quería quedarse allí. Había plantado árboles: abedules, acacias, piracantos. Y estaban todos aquellos libros de la biblioteca, y las cosas de Joseph en su habitación oval, que no debían ser tocadas, y su colección de pipas, que pasarían a sus nietos. ¿Y qué haría con Albert? ¡Un perro tan grande en un apartamento! No, resultaba impensable.
Iris seguía hablando en el otro extremo de la estancia. Debía estar contando algo divertido, porque la gente que tenía a su alrededor se reía. Luego, rio también ella, y dio unas palmadas con un ademán muy elegante. ¡Qué lejos había llegado! Sus oraciones habían sido realmente escuchadas, pensó Anna. En ocasiones, de una forma u otra, sucedían cosas así.
Pensar que Iris era la única que lo llevaba todo… Nadie en la familia tenía la menor idea de los negocios. El querido Theo nunca sabía si tenía en los bolsillos un dólar o una moneda de cinco centavos… Así que había sido Iris la que aprendiera a manejar las propiedades y las inversiones en bienes raíces. No cabía la menor duda de que sabría qué hacer con aquella vieja casa cuando llegase el momento…
Confío en que no la derriben, pensó Anna. Tal vez alguien quiera usarla. Y volverá a haber otra vez voces de chiquillos bajo los fresnos. Llenarían los comederos para las aves invernales.
—Nana —le dijo Laura—, ¿conoces a la tía de Robby? Esta es la tía Margaret, su favorita. Habla mucho de ella, y yo también hablo mucho acerca de ti, por lo que sería estupendo que os conocierais la una a la otra…
—Margaret Taylor.
Se trataba de una mujer robusta y simpática. Con la dignidad que podían llegar a tener aquellas mujeres tan grandes, cogió la mano de Anna.
—Su noviecita es maravillosa. Todos la queremos mucho…
—Me alegro. Como se irán lejos una vez casados, sólo cabe confiar en que se amen mucho.
—Creo que se instalarán en Nuevo México. Les gusta mucho. Con aquellos colores tan maravillosos y tanto espacio libre…
—Eso he oído, aunque yo nunca he ido más allá de Pensilvania.
Era extraño. En tantos años. Y pudimos permitírnoslo. ¿Por qué no lo hicimos?
—¿Se ha criado usted en Nueva York, Mrs. Friedman?
—Llegué a este país cuando sólo tenía diecisiete años y he vivido en Nueva York, o sus cercanías, desde entonces…
—Qué ciudad más excitante… Desearía poder venir aquí más a menudo, pero nunca encuentro el tiempo necesario… Cuando era joven, solía visitarla con frecuencia; mi hermano mayor, que tiene quince años más que yo, tenía un amigo de Yale que era maravilloso para todos nosotros. Durante años, por Navidad, veníamos durante una semana para ir de compras y acudir a la ópera, e insistía mucho en que mamá y mi hermano se quedaran en su casa. Se llamaba Paul Werner, y vivía en el apartamento más suntuoso de la Quinta Avenida, cerca del museo. Nunca había visto un lugar así. ¿Conoce usted por casualidad a la familia?
—Sé de quién habla —respondió Anna.
La mujer prosiguió:
—Tenían maravillosas obras de arte. En la Universidad me especialicé en arte y quedé impresionada. Obras de la Escuela Río Hudson; durante algún tiempo las compró para hacerles un favor, pero no necesito decirle los precios que han alcanzado ahora. Ese Paul Werner poseía, además, mucho encanto. Yo lo sentí así, dado que era tan joven como yo. Demasiado encantador para la mujer con la que se casó. Era una persona muy educada, pero creo que espantosamente aburrida…
—¿Lo ha vuelto a ver desde que murió su esposa?
—Oh, no, no lo he visto desde que tenía veinticinco años. Pero mi hermana ha seguido relacionándose con él; lo encontró hace un par de años, en Italia. Posee una villa en el Lago Mayor, ya sabe, una casa antigua llena de muebles renacentistas y arte moderno. Ese es el estilo de nuestros días, mezclar cosas incongruentes, ¿no le parece? Oh, Donald, ven aquí a conocer a la abuela de Laura. Este es mi marido.
—¿Y de quién estaban hablando estas damas? ¿De Paul Werner? Las he oído sin querer…
—Le contaba a Mrs. Friedman cosas acerca de él. No sé cómo se presentó este tema, pero nos deslizamos hacia él…
—Mi mujer nunca deja de hablar de él. Le gusta codearse con la realeza…
—Oh, Donald, qué cosas más desagradables dices… Ya sabes que quedaste tan impresionado como yo… Uno se siente vivo junto a Paul Werner, y en cierto modo, tiene cosas de ese tipo regio…
Se volvió hacia Anna.
—¿Decía que le conocía?
—Sí, fui sirvienta en casa de sus padres… —replicó Anna.
Esto resulta chocante, ¿verdad?
Por un instante, no aparentaron que aquello les hubiera sorprendido, pero luego unieron sus caras y dijeron, complacidos, y casi al unísono:
—Esto resulta la auténtica historia del éxito de los norteamericanos, ¿no le parece? Me refiero a su vida…
—Creo que pueden llamarlo así —contestó Anna.
Su reacción fue más bien jovial, no de aquella forma tan cruda que había esperado en un tiempo, sino sólo una leve punzada de dolor, por completo dominada.
Luego, sin que nadie se diese cuenta, subió al piso de arriba, a su habitación. Sus pesados pendientes habían comenzado a lastimarla. Iris la había obligado a sacar de la caja fuerte todas sus joyas para ponérselas en la boda. Resultaba algo apropiado ir tan enjoyada en la boda de una nieta, pero, en cierto modo, era necio revestir así sus manos de anciana y su marchito cuello. Suspirando, se quitó los pendientes, sintiéndose más cómoda, al tiempo que se inclinaba para mirarse en el espejo.
Resultaba divertido ver cómo se engrosaba la nariz al envejecer. Mi nariz nunca ha sido tan grande. Theo dice que es algo relacionado con los cartílagos. Pero no tengo demasiado mal aspecto. Me he mantenido bastante bien. Reflejo calma. Siempre ha sido así. La cara engaña. Incluso después de una conversación como la de hace un momento, he conseguido conservar la serenidad. Sólo me duele la cabeza. Se llevó las manos a las sienes; notaba allí unos latidos más fuertes que los usuales.
El gran diamante, el maravilloso anillo de Joseph, semejaba una lágrima oval en su dedo. Tenía los reflejos dorados de la luz del sol y del arco iris. Era extraño pensar que hubiera sido arrancado de las oscuras profundidades de la tierra, con tanta luz como tenía. Cuando me entierren, su luz perdurará a través de otra mano viviente. ¿De quién? No la de Iris, ni la de Laura, ninguna de ellas desearía llevar una cosa así ni la quería tanto como yo la he querido. El anillo maravilloso de Joseph.
Se levantó despacio y bajó al piso inferior. La gente se movía a través de aquellas encantadoras habitaciones, con sus brillantes vestidos y trajes veraniegos. Sería la última vez que la casa reluciría así. Philip tenía dieciséis años. También podría celebrar una fiesta de bodas para él, pero resultaría sorprendente que aún estuviese aquí cuando Philip fuese lo suficiente mayor para casarse. ¿Y Steve? ¿Quién podría saberlo?
Desde donde estaba Anna, al pie de la escalera, veía sin obstáculos el salón en que colgaba su retrato. Tan joven, con su vestido color rosa, con aquella expresión un poco de sorpresa que ella sabía que tenía y que nadie más admitía observar… ¿No se hubiera sorprendido si hubiera podido prever las cosas que iban a ocurrir? ¿Si hubiera visto que llegaría a los setenta y ocho años? Uno nunca se imagina tan viejo…
—¡Nana! —la llamó Jimmy— Janet y yo te estábamos buscando… Todos se van a comer.
—Admiraba la casa —le confesó Janet—. Cada vez que vengo aquí, veo más maravillas: tu porcelana china, tantas cosas de plata… Algún día…
—¿Algún día qué? —le preguntó Jimmy.
—Algún día también lo tendremos nosotros. Si trabajamos los dos conseguiremos un bonito hogar —explicó Janet con voz confidencial, y rápidamente añadió—: Claro que no quiero decir una cosa así, pero sí algo muy bonito…
Joseph hubiera dado su aprobación a aquella muchacha. La ética del trabajo, como él siempre decía. Trabajas y eres recompensado. Una muchacha muy brillantes y muy práctica, nada indolente, y a la que no avergonzaba decir lo que deseaba. Dos años más y se convertiría en doctora. Todo aquello y un bebé recién nacido que dormía en el piso de arriba. Ella sí que amaría aquel diamante. Lo llevaría con alegría. Es la que debe poseerlo. Ya habrá tiempo para que se despoje de sus cosas, solían decir con tacto los abogados, lo cual constituía una forma de decir que ya no puedes durar mucho tiempo más y que hay que empezar a pensar en los impuestos sobre las sucesiones.
—Te dejaré toda la plata —dijo Anna de repente.
Janet enrojeció.
—Nana… Yo no quería decir…
—No seas boba, ya sé que no te referías a nada en concreto. Pero las cosas como estas son para disfrutarlas. Iris las llama recolectoras de polvo y Laura se va a enterrar en una reserva de navajos, por lo que no las desea. Esa es la razón de que debas tenerlas tú…
—Por si acaso guarda algo para Laura —respondió Janet, añadiendo maquiavélicamente— A lo mejor se cansan de hacer arqueología en un remolque y deciden que lo que, realmente quieren, es alguna de esas cosas de las que tanto se han burlado…
Anna sonrió:
—Debes de tener razón. De todos modos, mañana comenzare a hacer la relación…
—Qué conversación tan macabra para una boda… —protestó Jimmy.
—Nada de macabro. Sólo algo práctico.
—Bueno, vayamos adonde está la comida… —dijo Jimmy.
Al momento Anna pensó en sus obligaciones de anfitriona: el menú especial para los gemelos mexicanos, que eran unos estrictos observadores de las leyes alimentarias, como habían hecho nuestros antepasados. Se reunió con Celeste para supervisarlo todo. Los jóvenes se sentaron con Anna, mientras los demás invitados podían sentarse donde quisieran, siendo esta otra de las innovaciones de Robby y Laura.
También le complació a Anna ver que muchos de los jóvenes, incluyendo al novio y a la novia, ya se habían acomodado en su mesa. Toda aquella estupenda gente con su asombrosa variedad… Robby, con las mejillas sonrosadas, muy franco y muy poco diferente a Jimmy. Raimundo y Rainaldo, con apariencia más bien hispana, tras sólo tres generaciones fuera de la aldea polaca, ¿cómo cabía explicar esto? Se trataba de la reserva, aquella formalidad española había hecho de ellos unos chicos aparentemente de más edad que los otros muchachos norteamericanos, aunque tenían la misma edad cronológica.
Qué ironía… Aquel Eli vano, ambicioso, inteligente y de buen corazón: todos sus parientes habían desaparecido, mientras que Dan, el zoquete, el humilde, aún vivía junto a aquellos magníficos muchachos y muchos más. Establecido en México, con una mano delante y otra detrás, en un país desconocido, que sus descendientes habían hecho ya suyo como siempre ocurría con su raza. Y los míos han hecho su patria de Estados Unidos, sin considerar qué milagro constituye esto… Mi mente no hace más que divagar. Pienso que es una gente muy extraña, eterna, tan contradictoria, tan tenaz…
Fragmentos de conversación parecían flotar como globos encima de la mesa. Los jóvenes eran tan formales en estos días… En mi tiempo, se bailaba en una boda. Y cómo les gusta hablar… Las costumbres cambian, una y otra vez. Es mucho lo que puedo ver desde mi ventajosa posición; constituye una de las recompensas, de las pocas recompensas, de ser viejo… Todo pasa. La revolución de hace sólo unos años, la mugre, la furia, incluso las barbas, ya se han ido o se están yendo. Y otra cosa ocupa su lugar para preocuparnos y confundirnos.
Jimmy, explicándolo a uno de los amigos de Robby, estaba diciendo:
—Janet y yo seguimos todo eso. —(Hablaban de Rainaldo y de Raimundo).— Pero creemos que la tradición religiosa debe ser selectivamente conservada. No hay que apartarse de una historia tan larga y tan valerosa. Además, es importante para los niños tener un sentido de su identidad…
Qué conversación más elevada e interesante. Tienen que analizarlo todo, dar razones para todo. Es la enfermedad de estos tiempos. Pero nunca descartan las razones de los demás, dado que algunas están enraizadas en la tradición.
Robby añadió:
—He aprendido mucho de Laura, en relación con la generación de inmigrantes. Resulta fascinante pensar que, cuando llegaron aquí, a principios de siglo, dieron, de un solo paso, un salto de dos o tres siglos. De fines de la Edad Media a la Edad Contemporánea. Algunos ni siquiera habían visto un ferrocarril…
Completamente cierto. Yo tenía diez años cuando vi uno por primera vez. Qué muchacho más magnífico, con sus brillantes ojos verdes, tan serio y tan interesado por todo… Lo único en que confío es que, alguna vez, se decida a comprarse un traje. No puede ir a solicitar un empleo con tejanos y camisa. ¿O tal vez ahora ya se hace así?
Una muchacha muy bonita hablaba en el otro extremo de la mesa.
—Tiene que haber cambios. No podemos seguir explotando a la gente y destruyendo el medio ambiente. Ya no cabe el principio de que cada cual debe apañárselas por sí solo… De esa forma, nunca habrá paz sobre la tierra…
Si pudiera ser así… Pero no puedo afirmarlo. ¿Qué conozco del futuro? Hay que elegir. Tal vez la visión y energía de esos jóvenes hará lo que nosotros no hicimos, ya que si ni siquiera nos preocupamos por ello. Nos limitamos a preocuparnos por nosotros mismos…
Pero no sé. Tendrán que resolverlo ellos si pueden…
Rainaldo —debe de ser él, porque habla un poco de inglés—, captó la mirada de Anna. Qué descortesía por su parte. Se había olvidado de ellos. Le sonrió. Rainaldo le devolvió la sonrisa, y para hallar un motivo de conversación, señaló hacia los candelabros:
—Una plata muy bonita, tía. Muy antigua. Por lo menos, doscientos años…
—Tienes razón. Pertenecieron a mi tatarabuela. Respecto de ti sería tu tatatarabuela, no sé, cuatro o cinco veces tu abuela, ¿no?
Rainaldo alzó las manos.
—¡Eso es fantástico! Eso hace que… —se señaló el corazón—, se piense en ello…
—Sí —respondió Anna—, así es…
—En México también tenemos muy buena plata. Estoy acostumbrado a verla. Ese retrato, ese cuadro… Es del tío Joseph, ¿verdad? Mi abuelo me habló acerca de él.
El cuadro estaba colgado detrás de Anna. Desde su extremo de la mesa, Joseph siempre se había sentado frente a él. Anna se volvió.
—Sí, tiene mucho parecido. Quiero decir que, realmente, era así…
Pero no cuando era joven. En su juventud, había tenido una mirada más preocupada. Pero aquí, en el cuadro, se mostraba confiado, tal vez hasta un poco severo. Como un patriarca presidiendo la mesa familiar.
—Laura también me ha hablado mucho de él —intervino Robby—. Me hubiera gustado conocerle…
—Era un hombre muy sencillo —explicó Anna, como si le hubiesen preguntado que resumiese su carácter—. Realmente, cuanto deseaba era mantener unida a la familia. Creo que todo lo que hizo fue encaminado a ese fin…
Se produjo una mezcla de voces y risas. Un grupo se levantó y se dirigió a la mesa de Anna. Theo alzó la voz:
—Quiero pediros a todos que bebáis a la salud de mi mamá política. Por que viva ciento veinte años…
Las copas chocaron unas y Theo añadió:
—No hay muchos hombres que deseen que su suegra viva tanto, y lo siento de verdad.
Sus ojos se encontraron con los de Anna y los mantuvieron un rato fijos, sin apartar la mirada.
—Y a mí también me gustaría beber a la memoria de papá —dijo Iris en voz baja—. Debemos recordarlo en un día tan especial.
Resultó inevitable, como ocurría en cualquier reunión, que se hablase del parecido de Iris con su padre.
—¿Te pareces a él, Iris? —preguntó Doris Berg—. Al encontrarte ahí, debajo de su retrato, me parece a mí que te pareces poco a tu padre.
Iris preguntó:
—¿Tú también lo crees así, mamá?
Quería que le dijesen que se parecía a él.
—No he sido nunca muy buena para encontrar los parecidos… Siempre he creído que cada cual se parece a sí mismo…
Doris Berg insistió:
—Oh, yo no creo eso… Algunas personas son un calco de otras. Jimmy es igual que Theo, y Philip se parece muchísimo a Iris. Iris tiene una frente despejada igual que la de su padre, pero, de todos modos… —su voz pareció pensativa, al mismo tiempo que inclinaba a un lado la cabeza—. Es difícil de decir… Tal vez no te pareces a él. Eres un misterio, Iris…
Mary Malone añadió:
—Nuestra novia se parece a su abuela rediviva… Con ese pelo rojo y esos ojos, aquí sí que no cabe ningún error… Qué curioso, qué ojos tan grandes tienes, Anna… Recuerdo que, cuando te conocí por primera vez, tenías el aspecto de que no vieras o supieras lo suficiente, como si estuvieras enamorada del mundo entero…
Todo había terminado. La novia y el novio se habían retirado para emprender un viaje de camping en camping. Celeste apareció en la puerta de entrada con cajitas llenas de arroz. Aquella era otra tradición que Laura y Robby hubieran deseado que les dispensasen, pero Celeste tenía otras ideas, y corrieron por el sendero hasta su coche entre una lluvia de arroz. Theo e Iris se quedaron al lado de Anna, hasta que el coche se perdió de vista. Tenían las manos entrelazadas.
Anna tocó el brazo de Theo.
—No se ha ido, Theo. No la has perdido…
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé. Siguen caminos separados, pero, de todos modos, hay una cadena que los sujeta a ti.
Eso era lo que ella creía, aunque no por completo, de sí misma.
Cuando los invitados y los que habían traído la comida se hubieron ido, y sólo quedó la familia, Anna subió al piso de arriba.
—Tengo que quitarme este anillo —se quejó.
—Yo te ayudaré —se ofreció Iris—. A pesar de todo, ha sido una boda encantadora, ¿verdad? Pensé que iba a resultar más hippy… Oh, ese maldito perro otra vez…
Lo decía por Albert que había empujado la puerta y saludaba a Anna con el hocico y los bigotes.
—Mira tu vestido…
—Se limpiará, no te preocupes… El que me preocupa es Albert… Seguramente me sobrevivirá, y a ti no te gustan los perros…
—Mamá, eres tan macabra…
Era la segunda vez aquel día que le decían aquello. Pero ella no se sentía en absoluto macabra. ¿La gente no sabía enfrentarse con los hechos?
—No obstante, me parece que Laura y Robby cuidarán de él. Tienen mucho espacio… Les escribiré y se lo preguntaré…
—Por favor, déjales disfrutar de su luna de miel antes de empezar a hablarles acerca de la muerte. Permíteme poner en agua tu ramillete de la cintura…
Qué cosa tan horrible eran las orquídeas. A mí siempre me han gustado las flores alegres, como las dalias o los ásteres, cualquier cosa menos las orquídeas. Joseph siempre las compraba en las grandes ocasiones; parecía tan complacido cuando me las regalaba… Nunca le conté que me recordaban a las serpientes…
—Dame la gargantilla. La guardaré esta noche en esta caja y mañana la llevaré a la caja de seguridad del Banco. ¿Qué es eso?
—No es mi joyero…
Anna pareció incómoda. Se trataba de una cajita de fantasía que una vez, hacía ya mucho tiempo, había contenido bombones. En ella había escondido el último corte que le habían hecho a su largo cabello rojo. Iris lo levantó, una brillante espiral que casi le llegó a las rodillas.
—Mamá, qué cabello… Es magnífico… Había olvidado lo hermoso que era…
—Hace ya tanto tiempo…
—No me parece tanto. Recuerdo que, en mi boda, llevabas un vestido rosa. Solías ponerte muchas cosas de color rosa, que tan bien armonizaban con tu cabello. Eras allí la mujer más llamativa… Nadie me miraba a mí, todos te miraban sólo a ti…
—Iris, aborrezco decírtelo, pero siempre estás diciendo las mismas idioteces. Eras una maravillosa novia, tan maravillosa como cualquier novia —la riñó Anna con firmeza.
Los ojos de Iris se llenaron de lágrimas. Mi hija me está mirando y puedo decir qué piensa con tanta claridad como si los huesos de su frente fueran transparentes. Recuerda su infancia y sus mimos, y se siente culpable porque siempre amó a Joseph más de lo que me amó a mí. La tocaba y no se apartaba de mis manos, pero no se sentía cómoda con mis caricias. Siempre fue así, aunque no sé por qué. Pero es algo por lo que no puede hacer nada, como no puede dejar de amar a Theo.
Janet llamó en la abierta puerta.
—¿Puedo entrar? Pensé que os gustaría ver al bebé…
Dejó el rorro en el regazo de Anna. Anna alargó sus dedos y aquella manecita se agarró a ellos. El bebé tenía cerrados los ojos, que parecían dos frágiles conchas. Oh, ser otra vez joven y crear una cosita así…
Sintió un pánico repentino. Algo había quedado en blanco por completo en su cabeza. No lo recordaba: ¿aquel bebé de Jimmy era un niño o una niña? No puedo recordarlo, pensó horrorizada… Y no quiero pasar la vergüenza de tener que preguntarlo. Pensarán que ya estoy senil, y aún no lo estoy, aún no, aunque Dios bien sabe que mis arterias se están endureciendo. Una lástima porque, de otro modo, veo las cosas con más claridad que nunca…
—¿No está muy delgado este bebé?
Descubrió un poco la manta. Llevaba un suéter rosa. Ah, era una niña. Claro, mi bisnieta…
—El médico no quiere que esté gordo, mamá. Ya sabes eso…
Rebecca, ese era el nombre. Rebecca Ruth, por las dos abuelas de Janet. Era una pena que Ruth no hubiese vivido lo suficiente para poder verla. ¿No resulta chocante que seamos las dos bisabuelas del mismo bebé? Un buen nombre. Gracias al cielo, no la han puesto uno de esos nombres postizos que hoy se emplean tanto, como Judy, con «i» al final, o Gloria, con «y», sin que haya razones para ello. Rebecca Ruth, acabas de llegar y yo estoy a punto de irme… Viviremos juntas unos cuantos años todo lo más. Me gustaría vivir hasta que fueses lo suficientemente mayor para guardar algún recuerdo de mí. Qué vanidad…
Pero yo soy el eslabón: esta noche, en esta casa, soy el único eslabón que los une a todos… Rainaldo y Raimundo, Philip y Steve… Alzo mi mano. ¿Será verdad que algunas de mis células son las mismas que las de este rorro? Me gustaría conocer más cosas de la biología… Me gustaría saber más de todo… Pensar en lo que verá y sabrá Rebecca Ruth… Cosas que ni siquiera puedo concebir… Y mi madre, delante de la puerta de nuestra casa, nos hablaba de que llegaría un tiempo maravilloso en que todas las mujeres aprenderían a leer…
Pero algo era cierto entonces, lo mismo que sigue siendo verdad ahora. Le dije a Theo que existe un lazo que nos mantiene a todos unidos, y se lo dije para consolarlo, pero también porque lo siento así. Sin eso, todo lo demás carece de valor. Pero sé que tampoco eso es verdad. Lo verdadero es el alma de la familia, y si podemos aferrarnos a esa cuerda de salvación, conseguiremos unos hijos buenos y el mundo resultará mejor. Tal vez pensar así resulte demasiado simple en estos tiempos tan revueltos, pero, de todos modos, lo verdadero siempre resulta muy simple, ¿no es así?
Oh, me gustaría permanecer aquí un poco más, ver qué hace Philip con su talento, observar a Iris (aunque estoy segura de que ya no me necesitará más). ¿Cómo puedo morirme y abandonarlos? Me preocupa tanto… Piensas como una boba. ¿Crees que no se las arreglarán sin ti? Anna, la indispensable…
El bebé se desperezó y arrugó su cara de melocotón.
—Ahora lo tomaré yo —dijo Janet—. Ya es la hora de darle su comida otra vez…
Anna se acordó de algo:
—Me gustaría tener una foto con el bebé… También será una gran cosa para la niña… No hay mucha gente que sepa cómo era su bisabuela. Yo siempre he sentido una gran curiosidad por las personas que me han precedido… Y no he tenido nunca ningún medio de averiguarlo… Entonces no había fotos…
—Haremos que venga un fotógrafo mañana —declaró Iris—. Tomaremos también fotos de los chicos de México… Nunca recuerdo sus nombres… Fotografías de toda la familia… Hola, Philip… Has tocado muy bien, cariño…
—Nana —dijo Philip—. He traído el magnetófono. Espero que no te hayas olvidado…
Luego se lo explicó a Janet:
—La nana y yo vamos a hacer la historia de su vida para la posteridad. Fue idea mía. En realidad, la nana está diciendo que las familias y la gente en general, deben conocer a sus antepasados… Y todo ese rollo…
Anna dio una palmada.
—No sé qué decir… Si tuviese una vida heroica o algo así que contar…
—Nana… ¿Te echas atrás?
De repente, se sintió muy, muy cansada. Pero Philip parecía tan desilusionado… Tiene los mismos ojos pálidos de mi padre, y tan separados como él, y también se mueve igual que él, muy desmañado. ¿Cómo entenderá lo que fue la vida de su bisabuelo, que fue guarnicionero? Para él, sólo será una historia pintoresca y patética… Para él, mi padre está verdaderamente muerto, como lo estamos todos cuando fallece la última persona que conocía nuestros rasgos y escuchó nuestras voces… Todo cuanto podemos hacer es salvar una pequeña parte de una vida que fue…
—No —respondió—. No me he vuelto atrás…
—Estupendo…
Empezó a trastear en el aparato.
—Siéntate cómoda, nana, y comienza por el principio…
¿El principio? A veces estaba tan turbio y tan lejano que Anna pensó que nunca lo alcanzaría. Otras veces, se parecía a la mañana de hoy, y podías alcanzarlo y tocarlo, incluso sentir y oler el aire. El aire suave, brumoso y fragante de Europa. Tan vivo como el aire norteamericano. Hermosa Norteamérica, más maravillosa, penosa, generosa y difícil y amable de lo que hubiera podido soñar cuando era una chiquilla y anhelaba tanto ir a Estados Unidos…
—Sólo tienes que decirme lo que te venga a la cabeza, tan atrás como puedas recordar. No importa de qué se trate… Pero procura que no se te olvide nada…
Anna hubiera querido echarse a reír, pero el muchacho tenía una cara tan seria, tan seria…
—Relájate, nana. Ya te diré cuándo esté listo para empezar.
Anna cerró los ojos. La luz de la lámpara brillaba a través de sus párpados, formando un entramado rojo. Venas, como un dibujo de encaje. Sí, piensa. Un brillante desorden, muchísimas flores o papeles de colores lanzados al viento. Eric que avanzaba valientemente hacia ella y a través de la hierba. Maury con el himno procesionario de Yale y Maury en el suelo de la cocina comiendo una manzana. Iris, frágil chiquilla, cogida de la mano de Joseph. Canto de pájaros encima de la tumba de Eric. Y el cuchicheo de Joseph: Qué maravillosa eres…
Un revoltijo y un parpadeo, algo lejano, muy lejano. ¿Es verdad que recuerdo que mi madre llevaba un chal azul marino con un pequeño dibujo blanco? ¿Resulta posible que recuerde su voz en la oración, que era muy grave para tratarse de una mujer? Bendito seas Tú, mi Señor, Rey del universo, decía, en aquella habitación de la infancia, cuyo calor y seguridad hemos buscado durante el resto de nuestras vidas, y nunca hemos encontrado de nuevo…
—¿Estás preparada, nana? Ya he puesto en marcha la cinta…
—Había una ciudad. Sí, ese es un buen principio…
Las palabras surgieron rápidas y claras.
—Se encontraba en el otro lado del mundo, y no tenía mucho de ciudad; sólo una ancha y fangosa calle que se dirigía hacia el río. Debe aún estar allí, por lo que sé, aunque toda mi gente hace mucho tiempo que se marchó. Había una valla de tablones alrededor de la casa de mi padre, y en la cocina un fogón negro de hierro. Había flores rojas en el empapelado de la pared, y mi madre cantaba…