46

Algunos lo llamaban mar de Galilea. Los israelíes lo denominaban Kinneret, el lago en forma de arpa. El hotel estaba atestado de gentes venidas a verlo desde todos los puntos cardinales. Norteamericanos; japoneses con sus cámaras, dos o tres cada uno, colgadas de los hombros; unas cuantas monjas japonesas a las cuales Anna y Laura habían encontrado ya tres o cuatro veces, desde Eliat hasta Jerusalén.

Laura estaba durmiendo. Entraba luz por las ventanas: ¿sería la luz de la luna, o la de las estrellas? Anna se levantó para mirar hacia donde yacía el lago, allá abajo, con aquellos árboles inclinados como surtidores de un azul oscuro. En el agua parecían relucir diamantes, gracias a la radiación de la fosforescencia. Anna creía oír las salpicaduras de los peces.

El sueño acudía enseguida a ella, pero tan ligero que no duraba demasiado. Recuerda cómo Joseph se quejaba por aquello, pues le hacía despertarse muy temprano. Durante mucho tiempo permaneció allí tumbada, oyendo la suave respiración de Laura, desde la otra cama, y pensando en la mañana. En cuanto caía dormida comenzaba a soñar.

Algunos eran unos sueños muy antiguos y turbadores. Por ejemplo, el sueño en el que aparecían Maury y Eric como una sola persona. Otro sueño era el de Joseph que conducía su coche, y ella corría hacia él con impulsiva alegría, pero Joseph volvía fríamente la cabeza. No quería hablarla y sabía que ello era debido a que le había herido y a que no había ningún bálsamo para esa herida.

Tuvo también un sueño nuevo acerca de Laura y Robby McAlister. Este era un muchacho muy agradable, inteligente y jovial, con pecas y unas gruesas pestañas rubias. Laura había estado viviendo con él en la Universidad. No pertenecía a la religión adecuada y además, no quería de ninguna forma casarse con ella. Los hombres no se casan con mujeres que resultan tan fáciles. ¿O eso ya no seguía siendo verdad? La vida había cambiado tan deprisa que Anna no estaba a menudo segura de qué era cierto o qué no lo era.

Se movió y se despertó de nuevo.

Y aunque lo hubiera querido, sus padres tampoco abrían consentido en que se casase con ella. Seguramente la rechazarían. El miedo secó la boca de Anna. A las primeras luces del amanecer vio la camisa y los vaqueros de Laura colgados en una silla: qué cosas más juveniles para una chiquilla. Cosas sin sentido y descuidadas.

Iris lo sabía.

—¿Lo sabe tu madre? —le preguntó Anna.

—Oh, sí, claro que lo sabe. Teme que salga perjudicada. Confía en que sepa lo que hago.

¿Eso era todo? ¿Ningún comentario acerca de lo justo y lo incorrecto, nada respecto de aquellas verdades con las que hemos vivido, o por lo menos lo hemos intentado, durante miles de años? ¿Qué pasaba con Iris? ¿Qué clase de madre era?

Hablo como Joseph.

Laura dijo en París:

—Mamá me dijo que no te lo contara, que eso te desquiciaría.

—¿Entonces por qué me lo has dicho?

—Me gusta ser honesta con todos.

¡Honesta con todos! El prototipo de aquella generación… No importa lo que hagas, con tal de que lo hagas abiertamente…

—¿También lo sabe tu padre? —le preguntó Anna a Laura.

—No, se sobresaltaría demasiado. Cree en el doble nivel de las cosas, como tú bien sabes. Es algo natural en los hombres, pero no en las buenas chicas…

—Estoy de acuerdo por completo con él.

Nana, no te comprendo… ¿Por qué? ¿Cuál es la diferencia entre hombres y mujeres? Quiero decir que…

—Las mujeres se quedan embarazadas —le contestó muy seria Anna—. Esa es la diferencia.

—Pero hoy eso ya no ocurre…

¿Se podía creer aquello? ¿Cómo creer una cosa así?, pensó ahora Anna. Se movió en silencio por la habitación, ya vestida. Vivir austeramente, cocinar y lavar, y dormir, por un hombre que no te da nada a cambio, ni lealtad, ni responsabilidad, que puede abandonarte de un momento a otro… Dios, Dios…

Llegaron fuertes voces desde el pasillo. La gente no tenía modales, ni consideración, armando todo aquel estrépito a las siete de la mañana.

Los zapatos nuevos le hacían daño en el sitio en que le habían hecho una ampolla. Resultaba escandaloso, dado el precio que se pagaba por unos zapatos… Ya no existía honestidad, ni valores. Como los chicos decían, todo era un «robo»… Sí, así era, y lo peor del caso es que estaban «robando» a sus mayores.

Sabía que estaba cansada, irritable y de mal humor. Dentro de un par de días estaría de nuevo en casa. Sacaría un libro y se lo llevaría al patio un libro que hablase de cualquier siglo, menos de aquella loca centuria en la que vivía, y se sentaría a leerlo. Se sentaría allí y dejaría que el mundo siguiera a su aire.

No debería haber hecho un viaje tan largo. Cinco años antes, se habría sentido firme sobre sus pies. Se había opuesto a los cruceros, pues muchas viudas que conocía pasaban el tiempo en los barcos en una vida de lujo y sin peligros. (Había médicos en los barcos que hacían cruceros y se hubieran ocupado de ella, en caso de haber sucedido algo). Pero aquel verano le entró el deseo de irse al extranjero. Deseaba ver Francia otra vez, puesto que no había olvidado sus encantos. Y también deseaba visitar Israel.

—Pero mamá, ¿por qué este verano? —objetó Iris—. Ya sabes que preparo la disertación de mi doctorado. No puedo perder tanto tiempo…

—No te lo pido a ti. Me siento capaz de ir sola…

—Mamá… Tienes ya setenta y siete años…

—Podría morirme, si eso es lo que quieres decir. En ese caso te enviarán mi cadáver.

—Mamá, resulta muy desagradable hablar de esas cosas… ¿Puedes esperar al verano que viene? Te prometo que iremos entonces…

—Como acabas de decir, tengo setenta y siete años. No puedo permitirme esperar hasta el verano próximo.

Así que ganó. Convinieron en que Iris la llevaría hasta el avión y Laura, que visitaba Europa a través de los albergues juveniles junto con un grupo de chicas, se encontraría con ella en París e iría con ella a Israel.

Estaba más excitada de lo que se admitía a sí misma, por lo que la realidad se convirtió en un anticlímax. ¡Volar a Europa! Sonaba muy dramático, pero, de todos modos, resultaba muy parecido a sentarse en un autobús interurbano y no se hacía tan largo como algunos viajes en autocar. Aquel viaje a Europa en 1929… Aquello era algo más… Se cambiaba uno de ropa varias veces al día, y para cenar, se ponía vestidos de noche; la orquesta tocaba mientras se bailaba con aquel zumbido de las máquinas del buque debajo de tus pies, mientras el barco se abría paso a través de un océano agitado. Y los sonidos de todo aquello. Aquellas vocales tan largas y melancólicas a través de todo el mundo. Ahora aquello ya no existía.

Sin embargo, París seguía siendo el de la primera vez. Le gustó el que la habitación tuviese las mismas vistas y que en el vestíbulo hubiese gladiolos muy altos. Con deleite, escuchó de nuevo el sonido de aquel idioma, un sonido crispado como de tafetán como agua cayendo encima de agua. Observó el ir y venir de la gente: los hombres de negocios andaban con brío, llevando sus maletines; las mujeres con caniches y collares de piedras falsas, con los pacientes animalitos ladrando debajo de las mesas de té.

Llegó Laura. Querida Laura. Tan preocupada que hasta se había puesto un vestido, por lo cual Anna le estuvo muy agradecida. Aunque, a decir verdad, si hubiera aparecido en aquel vestíbulo tan encantador con su mono, Anna hubiera estado tan contenta por verla, que la hubiera perdonado.

Deseaba darse un baño. Como una niña abandonada, exclamó, ante la enorme bañera de aquel enorme de baño. Laura salió de allí, fresca y fragante, tras usar las sales de Anna.

Nana, ¿será correcto invitar a alguien a cenar?

—Muy correcto… Lo he estado esperando de ti. A varias amigas si lo prefieres.

—Sólo a un amigo con el que he estado viajando durante todo el verano.

—Así que es un amigo…

De este modo fue como se enteró de la existencia de Robby McAlister.

Laura abrió los ojos y parpadeó ante la luz. Después de dormir, su piel estaba rosada y reluciente, como la de un bebé al despertar de una siestecilla. Y aquel chico, pensó Anna, la ve así cada mañana, y lo considera su derecho, como si fuese su dueño. Anna estaba ultrajada ante la audacia del muchacho y la de Laura…

¡Loca, loca! Arruinar tu vida cuando lo tienes todo, comportarte de esa forma tan estúpida…

Hablo como Joseph…

—¿Has dormido bien, nana? Estoy muerta de hambre —comentó Laura.

—No comas a dos carrillos. El chófer vendrá a buscarnos a las ocho y media —ordenó Anna, sintiendo la dureza en su voz.

Laura le lanzó una extraña mirada y no replicó. Se vistió y tomó en silencio un ligero desayuno.

El cementerio estaba en la cumbre de la colina. Tras ser conducidas a través del kibbutz —las guarderías, la biblioteca, el comedor-sala de estar (donde Eric paseó, comió, trabajó)—, pasaron también delante de los establos, donde unos animales grandes y pacíficos rumiaban su comida, y comenzaron la ascensión.

Al parecer, todo cuanto se desea ver en los países extranjeros debe ser alcanzado a través de una montaña de escalones… De todos modos, se sentía fuerte e intentaba no agarrarse con demasiada fuerza del brazo de Laura.

—Ten cuidado, nana —le dijo Laura.

Le habían dicho que tuviese cuidado, que las mujeres ancianas solían caerse y romperse la cadera, con lo que les afectaba también una neumonía. Anna siempre escuchaba las advertencias de Theo, y las precauciones que había que tomar con su débil corazón, que no se cansase, que no tuviese fuertes emociones. Los jóvenes deben cuidar de los viejos.

Pero, aun sin saberlo, los ancianos también cuidaban de los jóvenes. Anna siempre observaba a Laura, nunca la dejaba sola con el camarero de las habitaciones durante el desayuno (esa era ya una palabra anticuada que hoy se usaba poco). Pero ¿no resultaba absurdo guardar a una muchacha que había estado recorriendo toda Europa con un muchacho con el que no estaba casada?

Las tumbas se encontraban esparcidas entre hierba cortada y matas de siempreverdes. Laura encontró la inscripción.

—¿Qué dice? —inquirió Anna.

—Sólo el nombre y las fechas de nacimiento y muerte, según el calendario hebreo.

El guía dijo en inglés:

—¿Sabes hebreo y tu abuela no?

—En mi tiempo —respondió Anna—, la lengua sagrada sólo la aprendían los muchachos…

Trató de expresar lo que sentía. Después de todo, aquella era la razón de que hubiese llegado tan lejos. Recordó cómo ella y Joseph hablaban de venir aquí, como imaginaban el momento en que se hallasen donde ella se encontraba ahora.

—¿Tuvo usted oportunidad de conocerlo? —le preguntó Anna al guía.

—No, yo no estaba entonces aquí. Pero oí hablar de él. —Sus manos se movieron en un ademán a un tiempo triste y fatalista—. Nuestra historia continúa, ya lo ve. Necesitamos recordar a nuestros valientes. Y todos los que vivimos aquí conocemos la historia de ese muchacho norteamericano y lo que hizo aquella noche. Aunque ocurrió hace ya mucho tiempo…

Casi era mediodía. Se produjeron llamadas en el corral y unas breves respuestas. Los pájaros que habían estado revoloteando y cantando se fueron a medida que transcurría la mañana. Hacía mucho calor en aquel pedazo de tierra donde yacía Eric y sobre toda aquella tierra tan duramente poseída entre Siria y Líbano, las copas de cuyos árboles podían divisarse desde donde se encontraban.

—Ha sido terrible —habló Laura en aquella quietud—. Fue terrible pero, al final, encontró un lugar donde es feliz…

—Tampoco se hubiera quedado —replicó Anna, con súbita inspiración—. También se hubiera desilusionado de esto…

—Me sorprendes, nana. Siempre pensé que tú creías que este era el lugar más apropiado para él…

—No. Estaba buscando algo. Hubiera ocupado el resto de su vida en buscar un lugar al que pertenecer, un lugar perfecto, pero nunca lo hubiera encontrado.

—¿Nadie lo encuentra?

—¿Encontrarlo? Oh, sí, algunas personas no han de buscarlo. Tu abuelo fue una de ellas. Eso constituyó una bendición para él.

La boca de Laura se abrió, como si fuese a preguntar: «¿Y tú?». Pero no dijo nada.

Anna sujetó su mano entre el ardiente aire. Las venas azules y unas manchas parduscas la desfiguraban, como si padeciese alguna enfermedad. Se trata sólo de la edad. Mi carne, pensó, yace aquí. Y la de Joseph y su anciana madre, a la que, no sé por qué razón, nunca agradé. Y la de Agatha. Delicada Agatha, y su gente, con aquella fría y gentil austeridad. Del amor y angustia de aquella joven pareja de jóvenes, llegó este muchacho.

—No lo comprendo mucho —dijo en voz alta y clara.

Laura y el guía se volvieron ante la sorpresa de Anna. Luego el guía dijo:

—Su chófer les hace señas. Ya es tiempo de que se vayan si quieren coger el avión.

—Espere un minuto, espere un minuto. Ahora vuelvo.

Los demás se dirigieron hacia las puertas. Con consideración la dejaron sola. Tienes que memorizarlo todo antes de irte de aquí: las ramas sueltas de las siempreverdes sobre los muros; dos laureles medianos a la derecha y una hilera de geranios a lo largo del sendero.

Paz, Eric, hijo de mi hijo, estés donde estés. Shalom.

—Resulta siempre triste abandonar un lugar tan hermoso —comentó Laura—, aunque sólo hayas estado en él unos cuantos días.

Regresaban de las colinas al caer la tarde. Más allá se extendía el Mediterráneo y unos naranjales atravesados por una carretera, cuyo mayor tráfico se dirigía ahora hacia el aeropuerto.

—¿Ha significado algo para ti encontrarte aquí?

—Claro que sí… Aunque no te sirva de ayuda, sientes que hay aquí algo. Al cabo de miles de años… Algo que llega a ti desde tan lejos… No pensé que fuera así —dijo Laura, llegándole al corazón.

—Sí —respondió Anna—, sí…

Nana, dime una cosa… He sentido que no me decías nada porque deseabas que reinase la armonía en este viaje, pero, de todos modos, sigues enfadada conmigo. ¿Es así?

Anna se volvió hacia ella.

—Lo estaba. Pero ya no…

—¿Y por qué?

—Todo se ha alejado de mí: la ira, la herida, o como quieras llamarlo.

—Me alegro —respondió Laura con sencillez.

Como siempre, Anna veía los dos lados del asunto. (Joseph solía quejarse de que ella nunca mantuviese unas opiniones firmes). Pese a todo, sabía una cosa: que no se puede vivir sólo de eslóganes. Lo que es honesto para uno puede ser una mentira para otro.

Lo principal radica en vivir. Alentar la vida. Cuidarla. Plantar flores y, si no se pueden quitar las malas hierbas, por lo menos tratar de ocultarlas…

L’chaim —dijo Anna, expresando en voz alta sus pensamientos por segunda vez aquel día.

El conductor sonrió a través del espejo retrovisor.

—Tiene usted razón, señora —respondió—. Si tuviera aquí una bebida, brindaría por ello. L’chaim. Por la vida…