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—Por favor, tienes que hacer té helado —pidió Anna, al llegar a la cocina—. Y preparar tarta de nueces. Esta tarde tengo un invitado.

Celeste se dio la vuelta desde el horno.

—Qué vestido más bonito… Le he dicho a Miss Laura la semana pasada que su abuela vuelve a parecer la misma…

Durante aquellos años, desde la muerte de Joseph, no había prestado Anna demasiada atención a las apariencias. Al principio, llevó luto durante el primer año, aunque sus amigos habían insistido en que la gente no se preocupaba por aquello y que Joseph no hubiera querido que lo hiciese. Pero ella había opinado de otro modo. A él, que tanto cuidado tenía siempre por las costumbres antiguas, sí le hubiera gustado lo que hacía.

Se arregló el vestido, donde su estrecho brazalete de oro se había enganchado en la manga. Era una tela muy elegante, de color crema, un vestido veraniego, para aquella breve y amada estación, y le producía gran placer.

—El caballero y yo tomaremos el té fuera —añadió—. Es mucho más agradable que estar dentro…

—¡Caballero! —repitió Celeste—. ¡Un caballero!

Anna sonrió.

—Sí, un antiguo amigo —y salió dejando a Celeste haciéndose múltiples preguntas.

No tuvo que aguardar mucho. El coche se detuvo en la entrada del camino —quiso mirar el número de la casa para estar seguro de que no se equivocaba de dirección— y luego penetró por el sendero de coches, produciendo ruido al pasar por encima de la gravilla, y se detuvo no muy lejos de donde se encontraba Anna. Era un coche pequeño deportivo extranjero, un coche más bien de jóvenes. La portezuela se abrió y cerró, y Paul Werner se dirigió a los escalones.

Anna no se movió, olvidándose de ofrecerle la mano. Paul se quedó allí, de pie, contemplándola.

—No has cambiado mucho —dijo Paul.

—Tú tampoco estás muy diferente…

Su pelo había encanecido, pero aún era abundante y suave y brillaba como la plata junto a su atezada piel. Los ojos —aquellos ojos tan familiares— eran brillantes como los ojos de un niño.

De repente, Anna sintió una terrible incomodidad. ¿Qué había hecho? ¿Por qué le había permitido presentarse aquí? Mientras le acompañaba hasta la terraza, murmuró:

—¿Sol o sombra?

Y, una vez Paul hubo elegido sombra, Anna se sentó sin que se le ocurriera qué más añadir.

Pero Paul habló con más facilidad:

—Qué lugar más encantador… Se aviene contigo. Una casa antigua, unos árboles viejos y tanto silencio…

—Sí, fuimos muy felices aquí…

—Estoy muy contento de que contestaras mi nota. Temí que no lo hicieras.

—¿Y por qué no lo iba a hacer? Ya no existe ninguna razón, ¿no te parece?

—Lo sentí mucho cuando me enteré de la muerte de Joseph. Era un hombre muy bueno…

—Sí…

«Un hombre muy bueno». Una expresión trivial, empleada a menudo de una forma casi mecánica. Todos los muertos se convertían en hombres buenos… Pero, en la boca de Paul, y en aquel momento, aquellas palabras tuvieron impacto, el resabio de lo verdadero. Sí, Joseph había sido, en verdad, un hombre bueno…

—¿Sabes que también he perdido a mi esposa? —inquirió Paul a continuación.

—No. Lo siento. ¿Cuándo?

—Hace ya casi tres años…

—Tanto tiempo ya… Lo siento… —repitió Anna.

—Sí…

Paul cruzó las piernas, con su pie moviéndose dentro de un rayo de sol. Sus zapatos eran nuevos y recién limpiados. Anna recordó —lo cual era algo absurdo de recordar— que Paul siempre había llevado unos zapatos muy elegantes y que tenía unos pies pequeños…

Anna se levantó.

—Me acabo de acordar de Celeste. ¿Te gusta el té helado? ¿O alguna cosa más?

—El té irá bien, muchas gracias…

Anna estaba contenta, al volver con la bandeja, por el pequeño respiro que la concedía el ritual del té, al servir el limón y el azúcar, cortar el pastelillo. También le proporcionaba tema de conversación.

—Hace tanto tiempo, Anna…

Ella levantó la vista. Paul le sonreía y ella respondió a su sonrisa.

—Para gente que se conoce tan bien el uno al otro, estamos muy poco habladores…

Anna movió pensativa la cabeza.

—¿Por dónde hay que empezar?

—Supongo que debemos empezar por Iris. ¿Cómo está?

—Es una mujer ya madura, Paul. Eso resulta duro de creer, ¿no te parece?

—Nuestras vidas son también difíciles de creer. Pero continúa…

—Es una mujer muy fuerte y competente. Me resulta de gran ayuda… Joseph nos dejó bastantes propiedades e Iris es la única de nosotros que parece saber cómo tratar a los abogados y a los contables. Tiene una cabeza estupenda para los negocios. Creo que ella misma está sorprendida. Dios no quiera que se separe de mí…

Paul sonrió de nuevo sin hacer ningún comentario.

—Y los niños han crecido. Jimmy está a punto de convertirse en médico y…

Paul la interrumpió.

—¿Y el marido? ¿Sigue siendo un buen matrimonio?

Anna asintió. Le podía haber contado volúmenes enteros de cosas, ¿no era así? Pero el pensamiento de transformar en palabras las miríadas de complejidades de todas aquellas vidas, hubiera resultado agotador. No había suficiente tiempo, y además, el esfuerzo resultaría del todo fútil. Era imposible que todo aquello le pareciera a él real: Iris, Theo, Steve, y todos los demás. Gente a la que no conocía en absoluto.

—¿No tienes nada que contarme?

Anna alzó las manos.

—Sé que te pido que revistas de carne y vida a unos fantasmas. Que resumas muchos años en unos minutos…

—Sé cuánto te gustaría verlos, Paul. Lo sé…

—Y yo sé que nunca podré. A menos… —se detuvo.

—¿Quieres, por lo menos, ver algunas fotografías? Estaba pegando en el álbum las últimas. Te lo traeré —se ofreció Anna.

Paul se inclinó encima del álbum. Tenía una graciosa espalda y un cuerpo aún delgado y ágil para su edad. Viviría hasta muy viejo y seguiría esbelto y activo hasta el final. En un momento recordó muchas cosas, como el día en que lo había visto por primera vez, cuando era casi un muchacho, subiendo ágilmente los escalones de la casa y con los brazos llenos de regalos comprados en el extranjero.

—La chica se parece a ti, Anna. Es maravillosa…

—Sí, esa Laura es una persona maravillosa. Muy sensible y muy alegre…

—Los chicos son también muy bien parecidos. ¿Quién es el más joven?

—Es nuestro Philip (El geniecillo de Joseph, pensó Anna melancólicamente. Oh, es bueno, pero no es tan bueno…). No recuerdo si había nacido la última vez que nos vimos…

Las palabras resultaban tristes, aunque Anna quería combatir a toda costa la melancolía.

—Iris tiene una familia muy feliz —prosiguió—. Todos han crecido muy bien…

¿Por qué mencionar la crisis de Steve o las preocupaciones acerca de si admitirían a Jimmy en la Facultad de Medicina o los quebraderos de cabeza que les producían los muchachos amigos de Laura? Todo aquello resultaba completamente normal…

—Me vuelvo loco cuando pienso que todos forman parte de mi familia —dijo Paul.

—Lo sé…

Anna sintió un dolor punzante en el pecho. ¿O sólo lo había imaginado? Debía de tratarse de algo psicosomático…

Paul dejó a un lado el álbum. A Anna se le ocurrió que era poco amable de su parte dejarle sentarse solo allí afuera.

—¿Te gustaría ver la casa? —le preguntó.

Paul asintió y entraron en la fresca casa, a través del salón, donde Joseph, en su cuadro colgado de la pared, tenía una apariencia muy seria. Al final llegaron al saloncito preferido de Anna, en la parte trasera de la casa. Aquí había muy buena luz en cualquier estación. Era la estancia en donde vivía ahora; había revistas encima de las mesas y un suéter de esquiar, que estaba tejiendo para Laura, aparecía tirado encima del sofá blanco y amarillo.

—Esta estancia me resulta familiar —comentó Paul.

Anna no comprendió.

—¿Familiar?

—¿No te acuerdas? La salita de mi madre estaba decorada en amarillo y blanco. Eran sus colores favoritos —explicó Paul en voz baja.

¡Aquella habitación! ¡Oh, sí! Sintió que enrojecía desde el cuello a la frente. Lo había olvidado.

Paul examinó las acuarelas que cubrían una de las paredes.

—Son muy elegantes. ¿Las has seleccionado tú misma?

—Sí, hace años. Joseph siempre dejaba esas cosas para mí… No le interesaba demasiado el arte…

—Tienes muy buen gusto, Anna. Conseguirás el triple de lo que pagaste por ellas. No… Supongo que no te preocupas por cosas así…

—No, los compré porque me complacían. Esa fue la única razón…

Eran unas obras muy simples, con pocos trazos: un estanque con lilas y plantas silvestres acuáticas; una pintura vertical con un árbol muerto que alzaba sus ramas hacia un cielo tormentoso; una pequeña pintura cuadrada de una roca húmeda y recubierta de líquenes.

—Es encantador —resumió Paul.

Se dirigió de nuevo a la ventana y se quedó allí mirando la trémula tarde. Se quedó allí, sólo mirando.

Cuando Anna siguió su mirada, sólo vio las cosas del té en la mesa del jardín y la parte superior del flox, en sus pequeñas macetas, con sus tonos malvas y cereza contra el muro. Una bocanada de su fuerte olor les llegó a través de la abierta ventana.

Anna se sentó y aguardó. Qué extraño resultaba que Paul estuviese allí, en su casa… Cuán brevemente había participado en su vida, sólo las horas de algunas semanas, si se ponía todo el tiempo junto… Y había hecho más por cambiar su vida que cualquier otra persona. Recordó ahora que Paul no había acudido a su mente durante años, puesto que había enterrado su memoria, la había guardado en un cajón alto y estaba escondido con llave: aquellas noches en la casa de sus padres, hacía ya tanto, con sus secos sollozos, las lágrimas que se deslizaban por su rostro, con el puño en la boca. Los dolores de la juventud son más punzantes que todas las penas que llegan después…

—Habrás hecho algo bueno en la vida, cuando todo haya sido dicho y acabado… —Paul hablaba en voz baja—. A pesar de los trastornos que te he causado, ¿verdad, Anna?

—No todo han sido trastornos —musitó Anna.

—¿De veras, Anna?

—También ha habido momentos de inmensa dicha…

—¡Momentos! —exclamó Paul—. ¡Momentos! Algo fuera del transcurso normal de la vida… Eso es lo único que he sido capaz de darte…

—¿Te olvidas de más cosas? También me diste una hija…

—¿Cómo están las cosas entre vosotras?

—Es una verdadera hija para mí. No puedo desear nada más…

—Me alegro…

Paul se sentó frente a ella. Anna comenzó a sentirse tensa y, cogiendo su labor de punto movió de modo mecánico las agujas.

—Me alegro que hiciese algo, además de complicarte la vida, Anna.

—Nunca he pensado en eso. Siempre en algo más.

—¿En qué?

—Nunca tuve la oportunidad de contártelo y de darte las gracias. Tras aquel encuentro en la ópera, cuando Joseph se enfadó tan terriblemente, y te dije que no podía verte o escucharte de nuevo, nunca traicionaste mi confianza o me dejaste correr el menor riesgo. Y podías haberlo hecho. Cualquier otro hombre lo hubiera hecho.

Paul la miró con cierta sequedad.

—Primero me hubiera cortado el brazo derecho… Sabes muy bien esto, Anna.

Paul le acarició la mejilla.

—Dios santo —lloró Anna.

Se produjo el silencio. Al cabo de un momento, Paul habló de nuevo:

—Esto es lo que ha sido de nosotros. Hubiera deseado que ocurriese de otra manera…

Una cigarra chasqueó como si se tratase de un remache y se detuvo a medio golpeteo. Desde las altas hierbas situadas detrás del césped llegó el agudo chirrido de un saltamontes. Había otros sonidos del verano; la plena floración se acercaba a su fin, mientras las rosas tardías se inclinaban, abrasadas por el calor.

—El triste final del verano —dijo Paul, como si hubiera estado leyendo en la mente de Anna—. Cuando las cigarras cantan con tanto alboroto, puedes estar seguro de que el verano se acaba…

—Hasta el año próximo —musitó Anna.

—Siempre has sido una optimista. Siempre dices que una taza está medio llena…

—Y tú afirmas que está medio vacía…

—A menudo así es…

Anna le sonrió.

—Entonces te apresuras a llenarla, ¿no es verdad?

—En la práctica, eso es lo que planeo hacer. He venido a hablarte de ello. Me voy a vivir al extranjero.

—¿Al extranjero? ¿Para mejorar?

—Sí. He sido, y no tengo necesidad de repetírtelo, el americano más leal. Pero una parte de mí siempre ha amado la antigüedad. Tengo ocultos deseos hacia una de esas antiguas aldeas del Sur de Francia, cuyas ruinas se remontan a los griegos. O tal vez algún lugar de Italia. El país de los lagos: Lugano, Como… ¿Has estado allí?

—No, me perdí esos lugares…

—Oh, te gustaría mucho Lugano, Anna. No es un calor tropical, sino suave, con una gran paz… Sí, me gustaría comprarme una casa allí. ¿Querrías venir conmigo?

—¿Por qué? —respondió Anna asombrada—. Realmente yo…

—Ya sé que he dejado caer esto como una bomba… Y también sé que ya es demasiado tarde… Pero sería el único modo de que pudiéramos salvar algo…

¿Por qué el distante pasado resultaba mucho más nítido que lo sucedido hacía sólo pocos años? Sí, ahora era capaz de sentirse aquella muchacha novicia que adoró a aquel dios descendido, y que se encontraba tan por encima de ella… Pero ahora él, se hallaba allí sentado, suplicante, y hubiera llorado por él, vertido lágrimas por ambos.

—Anna, sería maravilloso que nos casáramos, incluso ahora…

Lugano. Calles estrechas y empedradas, árboles floridos. Ellos dos paseando por las calles, bajo los árboles. Una mesa en una terraza al sol y una botella de vino que compartir. Una habitación en una casa antigua, con la brisa nocturna llegándoles a través de las ventanas mientras dormían juntos, y luego la brisa mañanera que les alcanzaría también y les haría despertar, de nuevo juntos. Anna no pudo responder de ansia y deleite…

Sin embargo, ya conocía la única respuesta posible.

—Ya sabes —siguió Paul— que algo comenzó a alentar entre nosotros desde el mismo principio. Y aún sigue vivo. Ha vivido durante instantes de desacuerdo o equívocos, a través del tiempo y de la distancia. Nada ha podido matarlo. ¿No le darás una posibilidad de que al fin florezca? ¿Podemos evitar liberarlo?

—Si estuviéramos solos en el mundo —comenzó Anna—. Pero no lo estamos. Siempre existen los demás…

—Dime qué quieres decir…

La mirada de Anna se cruzó con sus preocupados ojos y prosiguió con la mayor ternura posible:

—Existen aquellos que llegaron antes y ya se han ido. Y existen los que vinieron después… No es posible. No existe ninguna posibilidad…

—Pero ¿por qué?

—Porque esta es la familia de Joseph, Paul; ¿no lo ves?

Él sacudió la cabeza.

—No, Anna, no…

Ella se levantó y llegó junto a él, poniéndole las manos en los hombros.

—Mírame. Óyeme, querido mío. ¿Te imaginas tú en la mesa de Theo e Iris, enfrente de ellos y de sus hijos? ¿Imaginas cómo puedo yo hacer posible que estés con esa familia en la que tu hija no sabe que es tu hija y con unos nietos que no saben que tú eres su abuelo?

Paul no respondió.

—Iris ha tenido siempre unos indefinibles e incómodos pensamientos acerca de ti y de mí, y lo sé muy bien… Y si despertasen de nuevo, así de repente… ¿Te lo imaginas?

Paul siguió sin responder.

—Sería una locura. ¿No te das cuenta de lo que pasaría? ¿Podría soportarlo?

—No, no podrías soportarlo —respondió al final Paul, en voz muy baja.

—Y tú tampoco.

Anna se separó de él y anduvo hasta el otro extremo de la habitación. Mientras le daba la espalda, acudieron las lágrimas a sus ojos y se los enjugó, torpemente, con el brazo.

No debo tocarle otra vez, ni permitir tampoco que él me toque…

—Otra vez la familia —prosiguió Paul—. Siempre la familia, poniéndose delante de todo…

—Pero comprendes por qué, ¿no es así?

—No, no lo comprendo. Sigo queriendo que cambies de opinión. Y al diablo con todo lo demás…

—No creo que pienses lo que dices…

—No, claro que no. —Y luego, de repente—: Has de saber que envidio a Joseph…

—¿Que lo envidias? Pero si está muerto…

—Sí, pero mientras vivía… Consiguió vivir…

El reloj de la repisa de la chimenea de la habitación contigua tocó la hora —aquel reloj indiferente y alegre que le habían regalado a Anna los padres de Paul—, como señalaba todas las horas, ya fuesen de regocijo o de dolor, de idas y venidas… Para él eran todas iguales.

—¿Este es el verdadero final, Anna? —preguntó Paul.

Ella se dio la vuelta y lo miró. Aquella era la última vez, auténticamente la última vez. Oh, sus ojos, aquellos maravillosos ojos azules, su risa, su fuerza, su gentileza: aquella maravillosa boca, sus manos…

—¿Es tu última respuesta?

—Paul, Paul… Así debe ser.

Sin lágrimas, Anna. Has dicho adiós muchas veces a las personas que amabas, de muchas formas, a lo largo de toda tu vida. Esta es otra despedida. Eso es todo. Sin lágrimas, Anna.

—Muy bien, pues entonces no te veré nunca más. Estaré en Europa antes de que finalice este año…

—Pensaré en ti. Siempre me acordaré de ti…

Anna le dio la mano y él la retuvo durante un momento entre las suyas. Luego la soltó.

—No, no me mires salir. Adiós, Anna…

Y atravesó la alta puerta de la terraza, descendió los escalones hasta la hierba y desapareció de su vista.

El motor del coche se puso en marcha y salió despedida la gravilla. Cuando Anna supo que Paul ya se había ido, salió también a la terraza. El vaso con el que había bebido se encontraba encima de la mesa; su tenedor estaba en el platillo. Anna miró la silla en que había estado sentado.

Todo es un misterio. Nuestros contradictorios amores y lealtades. Todo cuanto deseamos. Todo cuanto debemos hacer.

El reloj, a través de la abierta ventana, tocó la media y luego otra hora. Las sombras cayeron sobre el césped en fajas azulgrisáceas y el sol había recorrido ya mucho de su camino hacia occidente, antes de que Anna, al fin, se levantara y entrase en la casa.