43

Anna caminaba por la Quinta Avenida entre aquella luz dorada del mes de octubre. La envolvía una alegría juvenil y disfrutaba con todo.

Hacía una semana no hubiera creído posible que Joseph desease tomarse unas vacaciones… Habían empezado a acondicionar los terrenos de un nuevo complejo de apartamentos en el sur de Jersey: su pequeña habitación redonda estaba atiborrada de documentos y de planos. Pero luego los Malone habían llegado a casa a visitar a su nuevo nieto y, con sus descripciones de aquellos vastos espacios del Oeste, habían captado la fantasía de Joseph y este había convenido en volver con ellos.

Anna hubiera podido ser una gran viajera. El Desierto Pintado, el Bosque Petrificado, las reservas de los navajos, todo esto lo había recorrido en su imaginación. Sería una excursión hacia cosas conocidas y deseadas. Tal vez pudiesen persuadir a Joseph a que continuase el viaje hacia la costa…

Las once. Tenía que verse con Laura en «Lincoln Center», a las doce y media, para almorzar y luego ir al ballet. Se encontraba en la ciudad desde las nueve, demasiado temprano para Laura, ya que a la gente joven le gusta dormir hasta muy tarde. Había acabado ya las compras: unos zapatos para ella y no se había comprado nuevos vestidos, dado que Mary Malone no seguía mucho la moda.

Cuando se estaba con ella no se sentía la acuciante necesidad de tener un aspecto perfecto. Se detuvo en el departamento de hombres y compró algunas camisas deportivas para Joseph. Este realmente las necesitaba, pues, en caso contrario, argüía que sus viejas camisas ya eran bastante para aquel viaje. Como se resistía a gastar dinero en sí mismo, Anna tenía que acordarse de arrancar los precios para que no los viese y le dijese que devolviera las compras.

Gracias a Dios, Joseph últimamente se sentía muy bien. De pronto, sin saber de dónde había surgido, se le representó una imagen de su marido: Leía la sección de fincas en el Times del domingo. Sus manos eran muy bonitas para un hombre, con dedos muy largos, como se supone que deben ser los de un pianista o de un cirujano. Aquel viaje podía ser un principio. Sería maravilloso volver otra vez a Europa y luego visitar Israel. A veces Joseph hablaba de que le gustaría ver los lugares acerca de los cuales le había escrito Eric. Claro que hablaba de ello sólo vagamente, aunque la idea debía tenerla metida en la cabeza. Los pensamientos de Anna dieron vueltas y vueltas mientras se apresuraba hacia el centro de la ciudad.

Vio en una tienda unos dijes de oro. Será mejor que los compre esta mañana para el cumpleaños de Laura y los añada a su pulsera. Era difícil saber qué cosas le iban bien. No se puede estar siempre comprando libros. No es ya una chiquilla, pero tampoco es una mujer. Trató de recordar lo que a ella le gustaba a los catorce años. Pero hoy, pensó, era todo tan diferente. Ella vivió con el tío Meyer, entre extraños… De todas formas, yo debí tener alguna de sus confusiones, además de las mías primitivas.

Me pregunto muchas cosas de la gente. Hay tantas cosas que no conozco. Si yo hubiera nacido aquí y hubiera tenido la posibilidad de aprender, me hubiera gustado estudiar psicología. En la esquina, reñía una pareja. La chica estaba a punto de echarse a llorar. Él se alejó de ella. ¿Qué se habrían hecho el uno al otro? ¿Y por qué? Y esas dos señoras ancianas que andan delante de mí; por lo menos son tan viejas como yo, si no más. Llevaban unas caras muy pintadas. En las piernas se les abultaban las venas. Vestían igual que muchachas, con unos bonitos zapatos de fantasía. Parecían zapatillas de baile de una muchachita… Qué triste.

Tal vez cada cual se encuentra lastimado, herido por aquellas cosas que hubiera deseado y que no pudo alcanzar. Herido porque alguien viniese y se las llevase. (Y si nadie lo hacía, sería obra del tiempo). Sí, nos preocupamos de muchas cosas de las que nunca hablamos.

Vio en un escaparate un vestido color rosa. Podría sentarle bien a Laura dentro de algunos años, y me fue bien a mí también hace algunos años. Aquel vestido que Joseph me compró en París, ¿estaría aquí por arte de encantamiento?

Qué día más maravilloso. El calor había aumentado, últimos resabios del veranillo de San Martín. Caminó hacia el oeste, a través del parque, en dirección del «Lincoln Center». Laura nunca había visto El lago de los cisnes. A Anna le gustaba mucho. Recordó la primera vez que escuchó Tristán. El aire era suave y había polvo en las calles. Unos ancianos jugaban al ajedrez en los bancos. Los niños patinaban. ¿Cómo es que no están en la escuela? Claro, es sábado. Últimamente lo había olvidado. No me había dado cuenta.

Salió a la Calle 72 desde Central Park West. Se había pasado. Vaya, tendré que retroceder. Aquí está la calle. No le molestaría pasar por ella. Sólo para mirar. La calle estaba llena de niños morenos, puertorriqueños que jugaban a la pelota. Anna recordó que, en el bajo East Side, en aquella calle siempre llena de gritos, los niños jugaban al béisbol. Había toda clase de gritos. Esa debe de ser la casa. Sí, lo es. Qué pequeña… Alta y estrecha, con sólo la anchura de dos ventanas. Seguramente era una casa llena de realquilados, como todas las demás. La gente se sentaba en los escalones. Aprovechaban el último calor del año. Las persianas estaban enrolladas. En el «salón», colgaba una cortina verde. Entre las ventanas había una mesa baja donde dejaban el servicio de té a las cuatro. Y, además de esto, la habitación de Paul con las botas de montar, la bandera de Yale y todos sus maravillosos libros.

¿Soy la misma persona de entonces? No acabo de reconocerme a mí misma. Aunque pasa el tiempo, no hace tanto que me dirigí a la parte alta de la ciudad, desde el hogar de Ruth, y entré en esta casa que perteneció a los Werner. Borrón y cuenta nueva. ¿Qué sentido tiene pensar en lo que pudo haber sido? ¿O en inquirirme en cómo debe de estar ahora Paul? No tiene sentido, y sin embargo, me lo sigo preguntando. No me he acostumbrado a la idea de no lo veré nunca más. Como si hubiese fallecido.

Tampoco acabo de acostumbrarme al pensamiento de que Ruth ha muerto… No sé si la echo mucho de menos. Se había vuelto muy agria y envidiosa. Pero siempre estaba allí y podías contar con ella. «Me haré cargo de ti», dijo el primer día cuando llegué con mi hatito y mi chal, sin saber absolutamente nada. Confié en ella entonces y no me equivoqué.

El suyo fue un camino sin retorno. Sentada allí la noche en que Solly murió, y todo había desaparecido, no sólo Solly. Todo hubiera sido más fácil si nunca hubiera tenido el apartamento donde vivieron durante aquellos escasos años, con alfombras y un chal de seda encima del gran piano. En Washington Heights, donde fuimos el verano pasado después de su funeral, la primera planta la han convertido en tiendas. Ella vivía encima de una lavandería y de un bar. ¿Era tan deprimente cuando nosotros vivíamos aquí? No, está cambiado. Y ciertamente yo también he cambiado. Todo ha cambiado.

Dan ha muerto también en México. Lo vi sólo dos veces en veinticinco años. Me gustaría poderlo ver una vez más.

Estamos ya todos en nuestro declive.

Laura comía tortilla con beicon. Su largo cabello rojizo, el cual, Iris la informó divertida, la chica se apretaba contra una tabla de planchar, le caía por encima de la bandeja. Se lo echó hacia atrás y levantó la mirada.

—Estoy muerta de hambre —confesó.

—Eso huele bien.

—El beicon está delicioso. ¿Es verdad que tú nunca lo has probado?

—Nunca. Recuerdo que, cuando llegué a este país, la primera vez que vi preparar beicon me produjo muy mala impresión.

—Porque te habían enseñado que no debías comerlo. ¿Por qué no lo intentas?

—A veces creo que debería. Pero tu abuelo…

—No hace falta que se lo digas. ¿Hay que decirle al marido cada cosa que se haga?

—Siempre he creído que debe hacerse.

Dios me perdone por esta mentira…

—Pues entonces, díselo. ¿No puede una mujer ser lo suficientemente libre para hacer algo que su marido no apruebe?

—Supongo que tienes moralmente razón.

Laura pensó durante un momento.

—En ese caso —siguió Laura con amabilidad—, no creo que valga la pena, ¿no te parece? Es tomar una decisión sobre algo que le molesta y de lo que luego habrás de arrepentirte, ¿verdad?

Anna sonrió.

—Lo has expresado mucho mejor de lo que yo hubiera podido hacer…

Qué chiquilla más perceptiva… Un instrumento: yo toco una nota y ella hace la armonía. Mucho más en su papel de hija de lo que fue Iris, aunque ya sé que Iris no es algo único. He oído muchas conversaciones de hijas y también de madres. ¿Cómo me hubiera portado con mi madre, si esta hubiese vivido? Tengo que ser muy cuidadosa con Laura, no apartarla de Iris. Para los abuelos resulta muy fácil portarse así.

—Papá tocó la música de El lago de los cisnes anoche y hablamos del argumento. Ya sabes que fue el primer ballet que vio. Sus padres lo llevaron, en Viena, a ver bailar a la Pavlova. Investigamos a fondo la música y el libreto. A fondo, ya sabes cómo es papá —se echó a reír—. Cuando yo era más pequeña, de unos ocho años, solía pensar que me convertiría en bailarina. Pensaba, realmente, que si querías hacer algo llegarías a conseguirlo.

—Pero ahora conoces mejor las cosas.

—Casi todas. Por lo menos, así lo creo. Tal vez siga siendo aún una chiquilla y no me comprenda a mí misma. Pero, otras veces, siento que ya he crecido.

—Lo entiendo. Esta mañana, cuando he visto un vestido rosa en un escaparate, me he olvidado que soy una mujer anciana.

Laura no hizo aquellas absurdas protestas que la gente suele hacer: Oh, no eres tan vieja.

En vez de ello comentó:

—Debe de ser espantoso hacerse viejo. ¿Es tan espantoso realmente?

—Si piensas demasiado en ello tal vez sí. Yo intento no pensar en el poco tiempo que me queda.

Laura colocó la barbilla entre las manos. Esperaban el postre, café para Anna y pastel para Laura con un helado doble. Cuando salía a pasear con aquella chiquilla, nunca sabía si se encontraba en uno de sus periodos de pasar hambre, o en un momento en que se hinchaba de comer. Aquella semana parecía encontrarse en el segundo caso.

—Dime, nana —preguntó Laura, ahora ya seria—, ¿estás de verdad satisfecha con tu vida?

—Oh —respondió Anna— Eso es una pregunta demasiado seria para este magnífico y brillante sábado… Además, resulta imposible de responder…

Qué preguntas hacía aquella chiquilla…

—Inténtalo…

—No puedo. Si te refieres a si soy feliz con la vida que llevo, te podría responder que sí, que soy muy feliz. Me gustan las cosas. Tengo amigos y me intereso por todo, incluso, así lo espero muy seriamente, por algunas de ellas. Y también tengo otros placeres, como llevar a mi nieta al ballet. Pero si me preguntas si me hubiera gustado tener otra vida, ser una Pavlova o tal vez Madame Curie… en ese caso, ¿no comprendes que resulta imposible responder?

—A veces me preocupo terriblemente por la gente —prosiguió Laura, con la boca llena de helado—. Por ejemplo, mi padre. A veces me inquieta…

—¿Por qué?

—Debe de pensar mucho en su otra familia, en Liesel y en su niñito. Pero nunca habla de ellos.

Anna quedó en silencio.

—Supongo que a mamá no debe gustarle…

—¿Por qué dices eso? —preguntó Anna, encogiéndose algo de hombros, como si dijera: «Esto no me interesa demasiado».

—No lo sé. Sólo me imagino que mamá debe sentirse así.

Me pregunto qué sabrán o recordarán a medias. Eran muy pequeños. Gracias a Dios, no les hizo daño… De todos modos, ¿quién podía decir que un muchacho sólo debe tener días alegres a lo largo de toda su vida?

No resulta natural. De todas formas, uno especula acerca de lo que tienen dentro de la cabeza. Qué niños más deliciosos… Incluso los muchachos, si es que cabe usar esta palabra con ellos… ¿Y por qué no? Jimmy, naturalmente, Mr. Imperturbable… Y Steve, irascible, oscuro y brillante como el azogue; es el encuentro más encantador. ¿No resulta eso extraño? No lo comprendo. Steve es molesto y eso lo entiendo. También me molesta a mí. Sin embargo, hay algo que cabe buscar en él, algo cálido, muy cálido. Philip, el que se nos dio de regalo, cuando ya no esperábamos otros. Y esta muchacha. Dios los guarde a todos. Qué incongruente, acordarme de todos ellos en este lugar, con tanto ruido de voces y de platos. Dios guarde sus cuerpos sanos y sus corazones sin penas. No, eso resulta imposible… Bueno, que Dios les guarde de todas formas…

—Ya es hora de irnos —dijo Laura—. Todos se marchan.

—Sí, sí.

Anna miró su reloj. Se levantaron y avanzaron a través de la multitud que llenaba el vestíbulo. La gente las miraba. Anna lo sabía, por sus altas cabezas pelirrojas, una mujer madura y la otra de una muchacha.

Las arañas de luces, destellando como hielo y diamantes, se empezaron a apagar. La gran sala se oscureció. Comenzó la obertura. Luego, cuando al fin cayó el telón sobre el bosque del príncipe Sigfrido y el vals encantado, Anna, por debajo de la música, oyó el suspiro de placer de Laura.

Laura no hacía más que tararear.

—Ha sido maravilloso, maravilloso… Muchas gracias… Me ha gustado mucho…

El taxi se detuvo a causa del tráfico en una calle de barrio bajo, en salas de baile, bares y películas picantes. Había un cartel en que se leía: Muchachas, muchachas. Miss Dan La Rue y Miss April La Follette. Grandes pasiones, ardientes amores: se trataba del anuncio de la película. Anna confió en que Laura estaría mirando hacia el otro lado, pero, naturalmente, contemplaba las fotografías. No existen los amores ardientes, pensó Anna, sólo se trata de frío sexo, tan mecánico como pistones bombeantes. No es que yo pueda decir la última palabra al respecto, Dios bien lo sabe. Pero, de todos modos, en esto no hay ninguna sensación, no hay cariño, cuando debe ser la cosa más viva del mundo, ¿no es así? Se preguntó qué inducía a las chicas a hacer aquello… O por qué la gente se preocupaba por aquellas cosas… Por alguna razón amargamente insondable, tuvo una visión de Miss Mary Thorne, con blusa y falda, tendiendo a Anna un ejemplar de Hiawatha.

El taxi avanzó de nuevo hacia Grand Central. Anna pensó si Laura le haría alguna pregunta acerca de lo que acababan de ver, o si debía ella, adulta responsable, explicarle algo a la muchacha acerca de aquello. Qué asunto más sucio… La encolerizó que aquella basura fuese arrojada sobre una mente como la de Laura. Pero, de todas formas, no se puede mantener a una muchacha siempre con los sueños de El lago de los cisnes. Realmente, debía decir algo. ¿Pero qué? Podía contarle algo, pero cuando se presentaban aquel tipo de cosas, como siempre había ocurrido durante toda su vida, Anna parecía alzar unas barreras.

En el East Side, el escenario cambió y atravesaron unas calles limpias, donde compradoras de clase media regresaban a su casa. Pequeños cines anunciaban, discretamente, películas extranjeras.

—Oh, ¿la has visto, nana? La vi el mes pasado con Joannie. Era muy buena.

—Yo también la he visto. Muy bonita —replicó Anna.

—¿Y sabes lo que me gustó más? Que fuese tan real. Las películas francesas siempre lo son. Quiero decir que la muchacha no era una belleza fabulosa. Tenía una nariz muy grande y el pelo alborotado después de nadar como me ocurre a mí. No obstante, su sonrisa era maravillosa. Y el chico también, la forma en que la miraba. ¿Te acuerdas cuando iban por una calle y llevaban uno de esos grandes panes sin envolver y, de repente, se detuvieron y la chica volvía la cara hacia él como si fuese una flor?

—Lo recuerdo —respondió Anna, aunque no era así.

—Cuando terminó la película, yo estaba llorando. Encendieron las luces y odié el modo con que, de repente, y de una forma tan brusca, te hacían volver a la realidad. Me goteaban las narices y, mientras buscaba un «Kleenex», la mujer que tenía a mi lado y que salía entonces, me miró riéndose. Estaba tan furiosa que le dije: «¿Por qué no se cuida de sus asuntos?». Pareció muy extrañada. Luego quedé tan avergonzada de mí misma, que quise morirme. ¿No quieres tú también morirte cuando pasa una cosa así de espantosa?

A veces, pensó Anna, cuando están en el tren, no hablan. No quieren «comunicarse», como Iris dice. Y, en otras ocasiones, todo sale a la luz.

—Este año he comenzado muy bien en la escuela y me salen mucho mejor las matemáticas, aunque creo que todo esto me importa un ardite. ¿Cuándo emplearé una ecuación al cuadrado, por amor de Dios?

—Estoy segura de que no sé qué es eso. Nunca lo he sabido…

—¿Comprendes lo que quiero decir? Tú te has abierto camino muy bien sin necesidad de ecuaciones. De todos modos, esa es una de mis resoluciones para este año. La otra, es conseguir que me desaparezcan estos michelines de la cintura. Me disgustan mucho.

—Pues yo no veo nada.

—No los ves cuando llevo vestido. Pero la semana pasada me compré unos vaqueros, y después de meterlos en la bañera para que encogieran, tenían muy buen aspecto, pero, al ponérmelos, me hacían una cintura espantosa. Tengo que conseguir algo al respecto. Tú tienes una bonita figura para tu edad. No creo que nunca te hayas preocupado de ella. ¿Qué clase de perfume usas?

—Ninguno en particular. Tu abuelo siempre me hace regalos y empleo los que me trae.

—Yo uso «Calèche». Realmente es maravilloso. Muy sexy, pero también muy refinado, si comprendes lo que quiero decir…

Podría charlotear así durante horas, pero nunca me cansaría de escucharla.

—… he puesto esa enorme ampliación de D. H. Lawrence en mi habitación. Cubre casi la mitad de la pared…

—… la crema de los granos, parece que actúa, pero cuando me la pongo en la cara tengo el aspecto de haber cogido la viruela…

—… ha sido maravilloso lo de hoy, aunque, como es natural, no se pueden tener las mismas sensaciones después de Tchaikovski, que, digamos, después de Händel, ¿no es verdad? Lo que quiero decir es que no emplean el mismo lenguaje, ¿no te parece…?

Si se quisiese etiquetar esta fracción de tiempo, este segmento de espacio, habría que llamarlo Costa del Este suburbana, clase media superior. La abuela convidando a la nieta a acudir a una función de tarde el sábado. Un fenómeno americano. Yo diría que encantador, realmente encantador. El tren disminuyó la marcha al entrar en la estación.

—Sabes, nana, recordaré este día. Les contaré a mis hijos que la primera vez que vi El lago de los cisnes fui con mi abuela. Fue una tarde cálida y maravillosa y volvimos juntas a casa en tren.

No necesito preocuparme por ella, pensó Anna. No por esta chiquilla.

—Cogeremos un taxi —le dijo—. Te dejaré al pasar y luego yo seguiré hasta casa, porque lo más probable es que el abuelo ya haya llegado.

En el taxi, escondió los paquetes, sintiendo plenamente el placer de dar cosas, lo que había comprado para el cumpleaños de Laura y las nuevas camisas de Joseph.

El coche de Malone, con la matricula de Arizona, estaba aparcado en el camino de automóviles. Joseph debía de haberlos invitado a cenar. ¿Sería suficiente la carne asada? Despidió al taxi y se encontraba ya a medio camino de la puerta principal, cuando Malone la abrió.

—Hola —dijo Anna—, qué magnífica sorpresa… No esperaba… —y al ver su cara preguntó—: ¿Qué ocurre? ¿Ha pasado algo malo?

—Anna, tómatelo con calma. Joseph… su corazón. Se ha derrumbado en el despacho encima de su escritorio. Llamamos a un médico, pero…

—Dios santo —dijo Anna—. ¿Dónde está? ¿En qué hospital? Llévame, deprisa…

Malone la agarró por los hombros. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Oh, Anna, Anna, no hay ningún hospital. Era demasiado tarde…

Iris se tambaleó. Su cara estaba gris.

—Estoy bien, Theo —dijo Anna, puesto que él la había sujetado del brazo—. Ocúpate de Iris…

El templo estaba lleno. La luz del mediodía entraba a través de las ventanas con aquellos cristales emplomados de los que Joseph estaba tan orgulloso. Parecía oscilar encima del pavimento del pasillo lateral, con puntitos de colores rubíes y áureos. ¿Cómo puedo pensar en tales cosas?, se preguntaba Anna. Pero debo pensar en ellos y en sus rostros. Sin mirar el ataúd, sin acordarme de que Joseph yace en él. Mirar hacia la segunda hilera, donde se encuentra Pierce, nuestro congresista; y ese otro cuyo nombre no recuerdo, que pertenece al «Consejo nacional de cristianos y judíos». Rostros. Rostros. Debo recordarlos. Joseph se acordaría de cada uno de ellos y les daría las gracias después. También están todas esas personas de la Junta de directores del hospital. Ese hombre bajito pertenece al sindicato de la construcción; Joseph siempre había llegado a unos acuerdos muy decentes con los obreros y ellos lo sabían. Rostros, rostros. Mujeres de la hermandad de la sinagoga. Tom y Vita Wilmot. Ahí está la amiga de Celeste, Rhoda. Pensar que Celeste no se atrevía a venir… Y Mr. Mozetti, el jardinero. Los hijos de los Malone y sus esposas. Las hijas de Ruth; qué gordas están… Y Harry; tiene una cara muy triste; qué extraño resulta que aún ejerza de taxista y que Solly estuviese siempre tan orgulloso de su ciencia libresca. Qué extraño…

Debo pensar, debo pensar. Ahora el rabino ha cogido mi brazo. Me encuentro muy frágil. Tienen miedo de que me desmaye. Pero no lo haré. Joseph se avergonzaría de mí delante de todas esas personas. El rabino dice ahora que ha dejado un buen nombre detrás de ti. Un gran tesoro sin precio, que sólo se adquiere con el trabajo y una vida honrada. El rabino tiene mucha razón en lo que dice. Es un hombre muy amable y sabe que, en este momento o en cualquier otro, lo que dice es la pura verdad. No siempre ocurre así, pero, de una forma u otra, hay que decir algo bueno de los muertos, ¿no es así?

—¿Podrán oírlo: podrán saber lo que se dice de ellos? De mortuis nil nisi bonum. A Maury le divertía mucho que recordase sus apotegmas latinos, aunque no sé nada de latín. Pero siempre he tenido buena memoria y mejor oído.

—Y vivirá en los corazones de todos aquellos que le han amado —decía el rabino. Su voz era grave, pero amable. Miró a la viuda, hablándole a ella—. Fue muy devoto de su fe. —Sí, sí que lo fue—. Una gran inspiración para sus nietos; les dio el sentido de su identidad…

A lo largo de la fila se sentaban todos los nietos, con caras serias y bajas. Laura lloraba en silencio. ¿Recordarán lo que Joseph les dio? Sólo el tiempo lo dirá, muchísimo tiempo.

Aquellas hermosas y familiares palabras, con su música severa: «Teme a Dios y guarda sus mandamientos; ese es el deber principal del hombre».

Música.

—Oh, Dios, omnicompasivo, espíritu eterno del Universo, concede el perfecto descanso, bajo las alas de tu presencia, a Joseph, que ha entrado en la eternidad…

Salimos y nos hemos metido en un largo coche negro. Tiene un aspecto siniestro. Hay también una escolta de motoristas. ¿Quién lo ha dispuesto y por qué? A Joseph no le hubiera gustado. Incluso en la muerte existen los status y el orgullo. La gente humilde tiene unos funerales muy patéticos, distintos a este. Ahora atravesamos las puertas del cementerio. Allí se encuentra el mausoleo de la familia Kirsch; se parece a las tumbas reales que vimos en Europa. Riqueza y jerarquía incluso en la muerte. Joseph no hubiera permitido nada de eso… «Sólo una losa», me dijo en una ocasión. Se la colocaré el año próximo, y la mía a su lado… «Anna, esposa de Joseph», dirá. Qué persona más loca soy al tener estos pensamientos, mientras me ayudan a salir del coche y me sostienen por los codos. Todas esas prendas verdes drapeadas para ocultar el hecho de que eres un agujero nada más en la tierra. Y todos esos muertos, hectáreas y hectáreas de ellos. ¿No se sentirán unos extraños si supieran que estamos aquí? Lo saben, mientras yacen en la oscuridad, debajo de la hierba, bajo el techo de esa pesada hierba, con sus calaveras en forma de huevo y sus manos impotentes. Supongo que pueden oír a las personas que dicen cosas acerca de ellos; sus aguzados oídos las escucharán, pero serán incapaces de defenderse a sí mismos: sí, tenía razón… no comprendiste, sólo intenté

De mortuis nil nisi bonum.

¿Es eso todo lo que cabe decir de Joseph, que nutrimos a nuestros hijos y los amamos y los perdimos, que no hacías más que trabajar durante toda tu vida, aunque afirmabas que constituía un placer para ti? ¿Y para qué todo ello? ¿Por qué nos alejamos así y te dejamos en la tierra? ¿Es eso todo cuanto cabe decir?

Se produjo como un susurro. La gente se levantó y murmuró las palabras del Kaddish:

Yit ga-dal ve-yit-ka-dash she-mei ra-ba

Iris sollozaba mientras Theo la llevaba hacia el coche. ¿Por qué no lloro yo también? Joseph estaría orgulloso de que no lo haga. De todos modos, debo llorar.

Alguien susurra:

—Creo que habla muy bien…

Otro dice:

—Ella lo soporta muy bien… Siempre ha tenido gran dignidad…

El cielo tiene un aspecto glacial. Antes de llegar a casa comienza a llover, una lluvia sombría, racheada, que lo rocía todo. Las luces están encendidas por toda la casa. Los amigos y los vecinos han venido con crisantemos rosados, con cestos de frutas y pasteles de chocolate.

—Venga —dijo Celeste—, tómese una taza de té, ya que no ha comido nada en todo el día…

Me lleva al comedor y permito que me conduzca. A pesar de todo, el cuerpo reclama sus comodidades: el té, la chimenea, ventanas que protejan la lluvia. Incluso que me pongan un emparedado de pollo en mi bandeja.

¿Por qué no lloro?

Fue el sombrero el que provocó las lágrimas. Al cabo de aquel día tan largo, fue la visión del arrugado sombrero para la lluvia de Joseph, olvidado en un sillón del vestíbulo del piso de abajo. Anna entró en su habitación, sujetándolo junto a sus mejillas —aquel viejo sombrero que él ya no llevaría nunca más—, y se quedó allí llorando, oscilando según la antigua costumbre de las plañideras.

Vacío, vacío. Se dejó desnudar. Habían abierto la cama, aquella cama tan grande para yacer allí sola. Tuvo la rápida imagen —¿en qué lugar de su cabeza estaría almacenada?— de Joseph jugando en la playa y Solly junto a él… Se arrojaban una pelota…

—Pobre Solly… Toda su brillante juventud ha quedado arruinada… —había dicho Joseph una vez, sin mirarse a sí mismo.

Alguien empujó la puerta. Era el viejo perro. George II, que había dormido con ellos desde… desde que Eric se fue. Alzó la cabeza, volvió sus mansos ojos hacia Anna, preguntando dónde estaba Joseph… y, al no recibir respuesta, se acomodó en la esterilla del lado de Joseph de la cama, aguardando.

No he sido lo suficientemente buena para él. Lo confesé ayer, e Iris me sujetó las manos. Me dijo:

—Mamá, eso no es verdad. Lo hiciste feliz. Tú sabes que él era feliz…

Sí, siempre me dijo que lo era. Durante nuestros primeros años de vida en común, me lo debe de haber dicho centenares de veces. Pero sigue siendo verdad; no fui lo suficientemente buena con él.

Oh, lo intenté. Deseaba hacerlo, era mi deber hacia él.

Aquel sacerdote que, además de Paul, es el único hombre sobre la tierra que conoce lo que yo sé…, ¿estará aún vivo? Nunca nos dimos el uno al otro nuestros nombres.

Theo llamó a la puerta.

—Te he traído algo. ¿Puedo entrar?

Tenía un vaso de agua en una mano y una píldora en la palma de la otra.

—Nunca tomo tranquilizantes, Theo…

No había querido que sonara de aquel modo tan orgulloso y afectado, pero resultó así.

—Es sólo para esta noche. Te has portado como una buena chica y mereces una ayudita…

—Deseo enfrentarme con ello sólo con mis fuerzas…

—Ya sé que eres muy fuerte, pero también muy testaruda. El doctor, que soy yo, te pide que te lo tomes…

—Está bien, está bien. Pensé que ya te habías ido a casa.

—Estamos sentados en el piso de abajo…

—Lleva a Iris a casa… También esto ha sido muy duro para ella.

—Lo sé. Ahora, realmente, es cuando ha acabado de crecer, cuando se ha convertido en una adulta.

—¿Así que también sabes eso?

—Claro que sí. Era la niñita de su papá.

—Sí. Su niñita…

Al cabo de un momento, Theo prosiguió:

—Laura está aquí, durmiendo en la habitación del otro lado del vestíbulo.

—Oh, no, ¿por qué?

—Sí. Vendrá también mañana después de ir a la escuela y se quedará a dormir durante las noches siguientes.

—No debes permitir que esa chiquilla lleve sobre sus hombros la carga de cuidarme.

—Laura no es una chiquilla. Y no es la niñita de su papá, Anna. Además, desea quedarse.

Quedé abrumada de tanto amor y no pude hablar.

—Para eso son las familias —afirmó con claridad Theo—. Ahora, duérmete.