Le dijeron que se trataba de un ligero ataque, una trombosis coronaria benigna.
—En cierto modo, se encuentra en mejores condiciones que un hombre que no haya tenido ese aviso y siga haciendo cosas que no le convienen. Vivirá muchos años —le aseguraron—, siempre y cuando haga ejercicio, y coma de forma adecuada.
Pero él siempre había hecho esas dos cosas.
—Y no se preocupe por nada —concluyeron…
Pero eso…
Su mente erraba. Aquello se debía a no tener nada que hacer. Ya había leído por segunda vez hoy el Times y ahora subió a su despacho del piso de arriba; extendió unos planos encima de la mesa. Se estaban haciendo con los terrenos para construir un centro comercial en Florida. Se producía una gran bonanza en la construcción de edificios, de condominios y de colonias de jubilados. Ahora sus pensamientos se enderezaron hacia cosas más específicas. Tan pronto como le dejasen salir de casa, a primeros de mes, según afirmaban, haría una visita de inspección a las cadenas de tiendas. Serían de artículos variados, con un drugstore, zapaterías y unas cuantas y selectas boutiques… Necesitaban un paisaje espectacular, una avenida con palmeras reales en medio, tal vez. Lo llamarían «Palm Walk».
Se movió inquieto por la habitación. Anna había tenido razón. Resultó un lugar magnífico para él. Le gustaba ver el paisaje por encima de las copas de los árboles. Le agradaba escuchar los sonidos caseros en los dos pisos que tenía debajo; oía lo suficiente para sentir que se encontraba en su hogar, pero que no le molestaban en lo más mínimo.
Se sentía bien de nuevo, y su aspecto era bastante bueno, incluso no tenía demasiadas canas. Anna tuvo que teñirse las canas: Joseph insistió mucho al respecto. El rostro de Anna seguía aún muy firme; ¿por qué habría envejecido su cabello? Se había teñido de un modo natural su pelo bermejo. Parecía quince años más joven. Aún se encontraba fuerte y andaba con agilidad. Se pueden decir muchas cosas del modo en que anda una persona. En lo que a él se refería, no acababa de creer que tenía ya sesenta y tres años, es decir, que hacía ya siete años que había muerto Eric… Pero resultaba mejor no pensar en aquello, o en otras muchas cosas más… Había que vivir el momento. Lo cierto era que tenía una gran carga sobre sus hombros, que debía hacerse cargo de un gran negocio del que dependían doscientas personas, junto con sus familias, pero podía hacerle frente. Deseaba abarcarlo todo: aquello era algo que demostraba que seguías vivo. Al enfrentarte con un problema tras otro, primero resuelves uno y te enfrentas con el siguiente…
Malone era ya muy viejo. Sus labios temblaban, y sus ojos estaban acuosos. No resistirá tanto como yo, pensaba Joseph. Malone estaba ya preparado para el retiro, para no seguir soportando tanta presión aunque afortunadamente, tenía el suficiente sentido común para darse cuenta. Estaría mejor en Arizona. Además, Malone tenía hijos.
Deberían haber tenido más hijos, se impacientó por enésima vez. Los hijos pequeños de Iris constituían el único futuro: su propio futuro, no el de su abuelo. Así debía ser. Pero, de todos modos, también hubiera sido bueno que alguno de ellos se hubiese preocupado del trabajo y de la reputación que él había logrado. La tierra… Había tenido razón respecto de que la tierra era la base de toda la riqueza. Si se manejase apropiadamente… Pero Jimmy iba camino de convertirse en médico, igual que su padre; aquello era seguro. Se rio por lo bajo: la semana anterior Iris había encontrado un ratoncito muerto debajo de su cama. Todos decían que Jimmy era la niña de sus ojos; bueno, pues Philip era su segunda niña de los ojos. Philip, mi dicha, mi cariño… Bajando en pijama las escaleras para oír el cuarteto de Theo, y pensábamos que había bajado a por más pastel… Se ríen de mí, pero yo sigo insistiendo. Rubinstein y Horowitz también fueron pequeños alguna vez. Opino que toca como un ángel. Nunca habíamos tenido una persona así en nuestra familia. Excepto esa sobrina de Anna, esa pobre muchacha Liesel… Tal vez la música le haya llegado a través de ella, de alguna extraña forma. Dios bien sabe que, por mi lado, eso resulta imposible… Tampoco Philip querrá dedicarse a mis negocios; es casi seguro…
Y Steve… Parece que lleve una bomba, con tanto socialismo encima, o anarquismo, o como se quiera llamar… No, esto no es justo. Es sólo un muchacho, aún no ha cumplido los dieciséis, y estos tiempos son de gran radicalismo. Es la novedad. Aún le queda mucho camino por recorrer. Pero no deja de ser preocupante.
Gracias a Dios, no puede decirse nada de Laura. Parece una nueva Anna, con esa expresión en su rostro como si el mundo naciese de nuevo a cada amanecer…
Todos seguirán su camino sin mí. Cada cosa seguirá adelante. Esos árboles se harán más altos. La gente irá y volverá de la escuela, de la oficina y del supermercado, pero yo no estaré aquí. Bromea, si quieres, con tus energías, tu ambición y el no tener aspecto envejecido; búrlate de ti mismo y deja que los otros también lo hagan… Como si un hombre no pudiera saber cuándo le están lisonjeando… La sensación es la de que uno se deja llevar…
Y tampoco necesitas mucho más… El sexo…, más vale olvidarse de eso… Y la comida. Ya no disfrutas con ella, lo menos no de la forma de antaño. O dormir: qué dulce es poder dormir toda la noche de un tirón. No te das cuenta de ello hasta que te empiezas a despertar cada mañana antes del amanecer. Afuera aún está oscuro y permaneces tumbado con los ojos abiertos, observando la luz que se filtra a través de las persianas y escuchando el viento invernal o las primeras llamadas de las aves, como si fuesen preguntas hechas en la oscuridad, y pequeños detalles separados. Es el momento en que te sientes más solo. Anna aún duerme. Sus hombros son fragantes; se perfuma antes de meterse en la cama. Pero, a pesar de todo, estamos separados; cada ser humano se encuentra separado y solo. Nunca lo sabes, o tal vez no quieres admitirlo, hasta que llega el momento en que se acerca la muerte.
Anna suele decir:
—¿Por qué no te tomas las cosas más despreocupadamente? Puedes delegar más en los hijos de Malone. Limítate a echar una mano uno o dos días a la semana para ver cómo andan las cosas…
No. ¿Qué haría aquí todo el día? Sentarme y escuchar cómo mis arterias se endurecen. Trabajar es tan… alegre. Cuando estoy fuera más de un par de días me invade una gran melancolía y eso me lastima. Eso nunca me ha gustado hacer viajes. Es la única cosa en que estoy en desacuerdo con Anna, porque ella habría recorrido todo el Globo y subido a todas las montañas si yo lo hubiese querido. El trabajo y la compañía «Friedman-Malone»: son mi vida… Y Anna lo sabe…
Se acercó al televisor y lo encendió. Primero se oyó el sonido y luego fluctuó la imagen hasta ocupar por completo el gran ojo blanco de la pantalla. Era una reposición de los funerales de Kennedy, que se habían celebrado la semana anterior: los cantos fúnebres, las personalidades que cruzaban el puente camino de Arlington y aquel caballo con los estribos hacia atrás. El caballo…
Habían pasado dieciocho años desde que muriera aquel otro presidente… Recordó las tiendas de la Avenida Madison que exhibían su retrato con una orla negra. Dieciocho años… Y ahora era peor: aquel hombre joven con la cabeza destrozada por los disparos. Apagó el televisor.
Muerte y violencia. Violencia y muerte. Cuando el corazón comienza a ir mal nada se puede hacer, pero una muerte como aquella… Las muertes sangrientas, destrozantes, de Kennedy y Maury. Y el rostro anegado de Benjie Baumgarten. ¿Qué le había hecho pensar en aquello? Luego Eric. Tan innecesario todo…
Oh, Maury, hijo mío, si pudieras volver no me preguntaría lo más mínimo lo que hiciste. Si os hubiera hecho más felices las cosas a ti a aquella muchachita, si hubiera aliviado la presión de la situación, entonces tal vez… Hacía ya casi veinticinco años. Y tu hijo… Traté de revivirte a través de él, tal vez como si tú pudieses saber que lo amaba y que era bueno con tu hijo. Pero él no lo quería, no deseaba lo que yo deseaba darle. No sabía lo que quería, Maury. No sabía adónde deseaba pertenecer. Quizás en un mundo en que todos fuesen iguales. (¡Ay…! ¿Dónde hubo o hay un mundo así?). Cuando elegía una cosa se sentía culpable por volver la espalda a la otra. Nunca nos lo dijo, pero lo sabíamos. Su madre era una de esas cosas; ella lo calculó así y llevaba razón. Se sintió más culpable por volverle la espalda a nuestro lado, porque éramos los que más sufrían, los más débiles. Y también lo intentó hacia el lado más soleado, hacia el de los gentiles. ¿Quién puede echarle la culpa? Y luego, de nuevo, se sintió culpable. Carecía de raíces. Esta es una de las palabras más exageradas de nuestros días, pero no conozco otra y cuadra bastante bien.
Pero Eric no era la única persona en su situación. ¿Tal vez lo exagerara mucho? ¿Podía habérselo echado a la espalda y haberse limitado a vivir? Pero era muy sensible; se preocupaba demasiado por todo. Al parecer somos una familia así, muy blandos, pensamos mucho en nosotros mismos y en cuantos nos rodean. (Pero yo no, yo soy más duro, soy el único que no actúo así).
Incluso mi padre y mi madre. No tenían nada y tampoco sabían nada. Pero mi madre deseaba que me hiciese médico. Subíamos al terrado de la casa. Yo le llevaba el cesto con la ropa para que la tendiese. Sus ojos reflejaban nuestra historia, los ojos profundos de Raquel y de Sara. Era más joven de lo que yo soy ahora, y parecía ya muy vieja. Sus vidas fueron duras, muy duras… Durmiendo en aquel cubículo de la parte trasera de la tienda. Preocupados por o que habían de llevar a la mesa: ¿aguar otra vez la leche de los niños? Oh, Dios santo, tener que vivir así…
Y, sin embargo, qué simple era todo. La única preocupación la constituía el dinero. No podrían creerlo, si regresasen y viesen de qué se preocupa ahora la gente. Iris, y toda esa psicología infantil, rivalidad fraterna, escuelas permisivas, campamentos progresistas. Qué tonterías, nada realmente serio de qué preocuparse.
Ha sido algo bueno que volviese a ejercer de maestra. Yo no lo creí así al principio, no podía entender que una mujer trabajase a no ser por auténtica necesidad. Me parecía que era como si Theo no pudiese mantener a su familia. Pero todo ha ido muy bien. Iris tiene aspecto de estar haciendo lo que deseaba. Se siente más… importante. Incluso quiere hacer un cursillo de educación especial. Imagino que no quiere dedicarse sólo a las cosas corrientes de tipo suburbano, como las Asociaciones de padres y maestros, el escultismo, el dentista y las clases de baile. Iris siempre fue una muchacha muy brillante…
—¿Quieres oír algo, Celeste?
—He traído esto. —Otro tiesto de crisantemos—. Aquí está la tarjeta.
—¿Dónde vamos a poner todo esto? No hay ninguna habitación apropiada…
Además, aquella maldita habitación parecía una casa de pompas fúnebres con tantos floreros y macetas, y todas aquellas tarjetas de las que había que dar acuse de recibo… Recibía muchas cosas de aquel tipo, como libros, coñac y cartas, incluso una carta de Ruth. Ahora ya tenía más de ochenta años… Con sus manos artríticas, las líneas bailaban en la página. «Querido y viejo amigo: Todos te queremos mucho».
Ruth me quiere. Pero yo no ayudé a Solly. Lo dejé morir…
Celeste aguardaba.
—Las llevaré abajo y le diré a Mrs. Friedman que les busque algún sitio. ¿Se encuentra bien, Mr. Friedman?
Celeste siempre parecía muy preocupada, abría la puerta sólo unos centímetros, como si esperarse hallarlo tendido muerto en el suelo… Te vuelve loco ver siempre una cara tan preocupada… Pero luego, como si se hubiera avergonzado de sí mismo, replicó con tono cariñoso:
—Debo estar enfermo otra vez, puesto que recibo tantas atenciones…
—Oh, no diga eso. Le cuidamos lo mejor posible sin necesidad de que se encuentre enfermo…
—Ya lo sé, Celeste, ya lo sé…
—¿Le gustaría una taza de té o alguna otra cosa?
—Gracias. Ya tomaré el té cuando regrese mi esposa…
—Volverá pronto. ¿Quiere que cierre la puerta?
—Déjala abierta, gracias…
Resultaba bueno oír los ruidos de la casa. Celeste se pasaba todo el día hablando y trabajando en el piso de abajo. Qué buena mujer esa Celeste. Era un miembro más de la familia. Steve debía preguntarle cómo se encontraba… Le respondería que se encontraba muy bien… Que tenía una habitación preciosa, con una tele para ella sola. Con vacaciones pagadas. Con toda la comida que le apeteciese. Se lo diría a Steve.
Anna estaría pronto aquí. Había ido a almorzar con la Junta del Hospital. No había querido dejarlo solo, puesto que hacía semanas que no salía de casa, desde que le dio el ataque. Debía darle gusto. Tener buen aspecto cuando saliese. Debía vestir bien, cosa que Anna hacía, sin preocuparse en el gasto; deben saber lo que hacemos. Algunas de las esposas de los hombres más ricos tienen un aspecto horroroso, con unos vestidos que les sientan fatal. Con los cabellos encrespados y parecían melones y sus tintineantes pulseras. Resultaban llamativas y vulgares. El buen gusto de Anna le había enseñado esto…
Anna le había enseñado muchas cosas… Todo lo bueno de su vida le había llegado a través de ella, todo aquel encanto y fragancia, toda aquella gentileza y dicha… Maury y Eric provenían de ella. E Iris…
Frunció el ceño. Otra vez aquellos espantosos y locos pensamientos. Estaba convencido de haberlos apartado de su mente, pero estaban de nuevo aquí, como una mancha que es imposible hacer desaparecer.
Esa Iris no puede ser mía… Mi encanto, mi amor… Pero me desconcierta… Pensó en lo imprevisible que había resultado: hacía cinco años del nacimiento anterior, y estaba entonces tan preocupado que apenas me acercaba a Anna. Sí y creo —lo que resulta un loco pensamiento— siempre haber pensado que Iris se parece un poco a aquel tipo, a Werner. Unos pensamientos tan locos, que debo apartarlos de mí… Debo alejarlos… De lo contrario, me sentiré avergonzado de mí mismo…
Pero, aunque no haya sido esto, algo ha habido entre los dos. Algo. No sé hasta dónde llegaron, pero sé que hubo alguna cosa. ¿Antes de casarnos o después?
Pero ¿cuándo? ¿Tal vez aquel día en que la envié para que pidiese prestado aquel dinero? Y si así fue, yo sería el único que habría tenido la culpa. Nunca debí permitirle ir allí, nunca debí colocarla en una situación en que… Solos en aquella casa. Con todas aquellas escaleras oscuras, con aquellas barandillas de madera que subían y subían; un espejo muy alto al final del primer piso, delante de la habitación en que se encontraba el piano. Anna me lo enseñó una vez y nunca he podido olvidar aquella primera ocasión en que me encontré en el interior de la casa de un hombre rico.
¿O tal vez un encuentro en alguna sombría tarde invernal? ¿En un hotel vistoso, con el transito discurriendo por la Quinta Avenida, diez pisos más abajo? Vasos y botellas tintineando en una mesa: champaña, puesto que Anna no bebe whisky. Sí, una mesa. Y una cama…
Cerró los ojos y los oprimió con fuerza.
En lo que a mí se refiere, he podido tener muchas mujeres. Es una cosa muy fácil sobre todo cuando un hombre puede comprar las cosas. Chicas de la oficina. Incluso una vez una dama abogado: alta, con una cabellera negra recogida sobre un cuello blanco. Tan fácil… Pero nunca tuve demasiado tiempo para ese tipo de cosas. Tal vez nunca las he deseado lo suficiente, porque podía haber hallado el tiempo necesario, ¿no? Realmente, nunca lo deseé demasiado…
Anna.
Nunca creí, cuando le pedí que se casara conmigo, que accedería. No había nada entre nosotros, ni miradas, ni el menor roce de nuestras carnes, que me hubiera hecho creer que tenía la menor posibilidad. Pero se lo pregunté y ella me dijo que sí. En cierto modo, sé que esto no es lo que sucede, generalmente entre un hombre y una mujer. En cierta forma, sé que incluso entonces hubo algo más…
Anna era tan joven… Ingenua, desconocedora del mundo… Y aún lo sigue siendo, a su modo, aunque se enfadaría si se lo dijese. Nunca debo permitir que conjeture todo esto, que sufra a causa de mis retorcidos pensamientos. Acuerdo mutuo. Dominio de uno mismo. Llamadle como queráis. Y todo cuanto he tenido, me lo ha concedido ella. Y hemos vivido la vida juntos, ella y yo.
Anna, querida mía, amor mío…
Ahora se oyó el coche. Miró su reloj. Había vuelto a casa muy pronto, no había querido dejarlo demasiado tiempo solo. Escuchó cómo bajaban la puerta del garaje y luego sus pisadas por el sendero enarenado. Llegó otro coche y se cerró una portezuela. Más pisadas. ¿Quiénes serían?
Luego las voces de Theo y Anna, subiendo por la escalera, las voces de Jimmy y Steve por debajo de las suyas.
—Buenas tardes —dijo Theo con voz profesoral—. ¿Cómo está hoy el paciente? —Y luego, ya con su voz normal—: Nos detuvimos al mismo tiempo delante de un semáforo, y los chicos y yo tuvimos la idea de venir a verte…
—Siempre es una alegría veros… ¿Cómo va todo, Theo?
Una especie de saludo establecido entre ellos. Significaba: ¿Qué haces en tu gabinete? Atareado pero no con demasiado trabajo, supongo. Pagando facturas con lo que dejan libre los impuestos. Pero también significaba: ¿Se deslizan las cosas con suavidad en casa? ¿No dan problemas los niños?
Las también formalizadas respuestas de Theo le tranquilizaban. Sí, sí, todo iba muy bien y también había buenas noticias: Jimmy había entrado a formar parte del equipo del equipo de tenis.
—Felicidades —respondió Joseph—. ¿Y tú, Steve? ¿También has conseguido algo?
Pero Steve tenía el ceño fruncido, con aquella expresión que Anna llamaba «abotonada».
—No.
—Adelante —dijo Theo—. Cuéntaselo al abuelito.
Y, dado que Steve seguía silencioso, prosiguió él:
—Steve se encontraba en mi despacho haciendo unas fotocopias. Y ocurrió que captó una conversación con una paciente, una muchacha a la que hay que hacer una operación de cirugía estética, porque no le gusta la forma de su nariz. Y Steve se disgustó, y no con ella, sino conmigo… Opina que debía echar escaleras abajo a aquella chica y a su nariz…
—Dije que, con tanta gente enferma y sufriente que hay en el mundo, deberías avergonzarte de malgastar tu labor con una burguesía expoliadora… —intervino Steve.
—El sufrimiento es un problema de grados —respondió Theo—. Si su nariz la hace sentirse desgraciada, aunque esto pueda parecerte ridículo, no es una cosa en absoluto ridícula…
—No quiero seguir por ahí la discusión. El hecho es que tratas con personas así porque ganas dinero haciéndolo, y esa es la única razón. Otra vez el sistema que procura beneficios…
—¿Y qué tiene de malo ese sistema? —preguntó Joseph.
—¿Que qué tiene de malo? Es un sistema que, al buscar el mayor beneficio posible, arruina el medio ambiente y destruye el espíritu humano. Eso es…
La postura del muchacho, con su esbelta figura apoyada contra la pared y su cabeza orgullosamente ladeada, suscitaron la ira de su abuelo.
—Que destruyen el medio ambiente… ¿Qué demonios les explican a esos chicos en la escuela?
—¡La escuela! —Steve adoptó un aire desdeñoso—. Tengo mis propias ideas… La escuela no nos enseña nada, excepto a empollar para sacar buenas notas…
Joseph alzó las manos.
—Bah… Bobadas socialistas… Este tipo de conversaciones sólo responde a una cosa: a envidia. Todo este asunto de la nivelación, evaluaciones sin examen; es la gente que suspende o aprueba por los pelos la que pide esas cosas. Te darán toda clase de razones con florituras morales, pero los hechos escuetos son que tienen envidia de los que consiguen sobresalientes…
—Eso no puede aplicarse a mí —respondió Steve, con mucha razón, puesto que había sido siempre un estudiante con sobresalientes—. No tengo envidia de nadie o de nada. Pero me siento culpable y tú también debieras sentirte así…
Jimmy alzó su raqueta de tenis.
—Vamos, Steve, corta el rollo de una vez…
Pero Joseph se había sentido provocado y quería seguir con aquel tema.
—¿Culpable de qué?
—De vivir de la forma en que vivimos. Debieras sentirte culpable de habitar en una casa como esta, mientras millones de seres humanos viven en chabolas…
—Hace falta mucha inteligencia y un trabajo muy duro para llegar a conseguir esta casa… ¿No crees que un hombre se merece algún premio por su inteligencia y por sus esfuerzos?
—Cuenta mucho la suerte en eso de ganar dinero —replicó Steve, en voz baja, mientras Joseph podía oír su respiración pesada a causa de la ira—. Suerte y, además, bastantes engaños por aquí y por allá…
—¡Steve! Has ido demasiado lejos… —intervino Theo furioso.
Joseph alzó la mano.
—¡Déjalo! Engaños, ¿verdad? Quiero que sepas que tu abuelo nunca ha concertado ninguna clase de acuerdo incorrecto… ¿Lo has oído? No tengo nada de qué avergonzarme… Construyo con honestidad. La gente necesita un techo y yo se lo construyo. La mayoría de ellos nunca habían vivido tan bien… ¿Y ha de suponerse que soy un parásito porque, al hacer lo que hago, he ganado un poco de dinero?
—¡Joseph! Te estás excitando demasiado —gritó Anna—. Nadie supone que tú… Chicos, ¿por qué no salís afuera un rato y practicáis saques contra la pared del garaje?
—O vayamos a casa —intervino otra vez Theo—. Ya te ajustaré las cuentas por el camino. —Luego, ya en el piso de abajo, continuó—: Lo siento. Resulta difícil tratar con Steve. Siempre estamos igual…
—Algo le corroe por dentro —replicó Anna—. ¿Tal vez porque Jimmy es más alto? —preguntó pensativa—. Tal vez sea muy duro el ver que tu hermano menor es más alto que tú… Y, además, ahora le ha atacado el acné…
—Mi mujer siempre está buscando excusas —gruñó Joseph—. Siempre con la psicología…
—Nunca olvides —le dijo Anna— que hay cosas en el interior de los chiquillos que somos incapaces de imaginar. Iris me ha dicho que el consejero de educación le comunicó que el coeficiente intelectual de Steve es algo mayor que el de Jimmy, y sin embargo, Jimmy se comporta mucho mejor y parece interesarse más por las cosas, como con los sellos, los animales, el tenis y…
—¡Jimmy! —la interrumpió Joseph—. Siempre ha dominado mejor los nervios. Los suyos y los de los demás…
—Jimmy ha tenido siempre una actitud de tipo pasivo —explicó Theo—. Disfruta de la vida. No se debe a él, sino que es feliz, muy feliz por ser como es. Parece mirar siempre las cosas con mucha claridad y calma. Hace un par de noches preguntó: «Si tú y mamá os murieseis, ¿qué pasaría en esta casa?». Quedé un momento desconcertado, pero luego me percaté de que era una pregunta totalmente razonable. Pero Steve se enfadó mucho con Jimmy. Sus ojos se llenaron de lágrimas a causa de la ira. Y estoy seguro de que no era debido a que pensase que Jimmy había herido nuestros sentimientos. Dios sabe que Steve nunca se preocupa demasiado de los sentimientos de los demás. Seguramente era porque le aterra la muerte, pobrecillo, nuestra muerte y tener que quedarse solo…
Theo suspiró y durante un momento, nadie habló. Luego Theo se levantó.
—Ah, no saben las ventajas de su situación… Supongo que, a su edad, tampoco nos preocupábamos nosotros. Pero esto pasará. Confío en que Steve no se vea envuelto en nada irreparable antes de que eso ocurra. Ha estado hablando de ir al Sur el verano que viene, en una de esas famosas marchas…
Joseph interceptó las señas que le hacía Anna a Theo para que no prosiguiera.
—Anna, deja de protegerme. Aún no estoy muerto o moribundo.
—Claro que no… Pero todo esto puede sacarte de quicio. Siempre ocurre lo mismo…
—Mamá tiene razón —se disculpó Theo—. No debía haber sacado a colación este tema. No te preocupes, sabré manejar las cosas…
—Sé que lo harás, Theo. Pero no es fácil. Hay que ver lo que tenemos que hacer por nuestros hijos… Nos desangramos por ellos…
—En el almuerzo había un buen orador —prosiguió Anna—. El tema lo han constituido los costos del hospital. Te hubiera interesado mucho, Theo.
Joseph sonrió. ¡Qué transparente! Querer mantener la conversación sobre cosas intrascendentes… No exaltar al viejo… Agotar el tiempo hasta que termine la visita…
Anna y Theo se olvidaron de cuán claramente subían las palabras por la escalera, cuando unos momentos después, hablaban en voz baja en la puerta de entrada.
Joseph escuchó cómo Theo decía:
—Hoy tiene el espíritu por los suelos, ¿verdad? Exaltarse así por Steve… No creo que, realmente, le preocupen los desatinos de Steve…
—No, no. Lo conozco. O por lo menos, debería conocerlo, ¿verdad? Lo que ocurre es que se acuerda de Maury y Eric. A veces le ocurren estas cosas, incluso le pasaban también antes del ataque. —La voz de Anna aún bajó más—. No puede soportar ni que se mencionen sus nombres. Siempre intento, cuando se acerca el día en que van a leer en la sinagoga la lista de los nombres de los muertos, encontrar alguna excusa para no ir… Digo que no me encuentro bien o algo parecido…
—¿Y eso funciona?
Anna se echó a reír.
—Claro que no… Pero lo intento…
Con Anna, nunca sabes qué oculta, qué está planeando, siempre para protegerme. Cree que no sé que, hace ya muchos años, las cosas no andaban bien entre Iris y Theo. Lo disimularon, pero lo sé. Nunca se lo pregunté porque suponía que temía saberlo. De todos modos, tampoco me lo hubieran dicho…
Gracias a Dios, las cosas ahora van muy bien, estoy seguro. Theo es un hombre bueno. Me gusta verlo regresar de las pistas de tenis con los niños, hablando en francés o en alemán con ellos. Y es muy bueno también con Iris. Su voz es muy gentil cuando le habla. Me he dado cuenta. Es lo mejor que podía tener.
Cariño mío, corazoncito mío… Desde el día que Iris nació, tan fea, tan tierna, una cosita tan encantadora… Pero todo le ha salido bien. A su manera, se ha convertido en una mujer de buena apariencia, no según los gustos corrientes, pero dotada de una apariencia distinguida. Esa es la palabra: distinguida Iris…
Sería mejor que aquel chiquillo, Steve, no le causase quebraderos de cabeza… Yo también le ajustaré las cuentas uno de estos días. Engaños, eso es lo que ha dicho. ¡Vaya palabra! ¡Y suerte! Lo ha dicho de una forma tan desdeñosa, como jugar a los dados o meter una moneda en la ranura de una máquina… ¡Suerte! Tanto trabajo, levantarse antes de las cinco para ir a donde construíamos edificios durante los primeros años… Matándome por conseguir contactos y financiaciones, sudando con el pago de las hipotecas, ¿todo eso es suerte?
Dice que no damos valor al dinero. Claro que no damos el valor que ellos dan a esta casa en la que vivo. ¿Cómo podríamos con los sindicatos de la construcción que cada año exigen más y más? Están dejando exhaustos a los patronos… Pero yo sé que un hombre desea que su familia viva decentemente, desea darles cosas… Debo saberlo… ¿Pero cuál es la respuesta? No la sé. Lo siento, pero no la sé.
En cierto modo sé lo que Steve quiere decir, aunque piensa que no lo comprendo. Es un chico listo, el más listo de todos… Pero no puedo tratarlo del mismo modo como lo hago con los otros, mi pequeño Philip o Jimmy. Jimmy tiene ojos alegres. Acabo de acordarme de eso. ¿Tal vez por el pelo largo de Steve? A mí me gusta tener las uñas limpias, especialmente cuando me siento a comer. No puedo remediarlo: odio la suciedad. Qué condenado y arrogante chiquillo… y, además, sientes que no es feliz… Pobre Steve… Desearía hacer algo por él. Pobre muchacho…
Anna regresó con una bandeja, dos tazas de té y un platito de pastelillos.
—Te comerás esto y echarás una siestecita. Son órdenes del doctor, así que no gruñas…
—¿Quién demonios necesita echar una siesta?
—Tú la necesitas —le respondió calmosamente Anna—. Y así podrás volver al despacho, como te han dicho…
Anna se sentó y empezó a tomarse el té. Su rostro era plácido, digno. Una firmeza revestida de suavidad. ¡Qué mujer más notable! ¿Por qué pienso siempre en lo que hubiera dicho mi padre? Habría dicho que tenía calidad. Acostumbraba coger una pieza de tela fina y la deslizaba entre sus dedos pulgar e índice. «Calidad, siempre debes buscar calidad», me decía.
—¿En qué estás pensando? —le preguntó Anna.
—En ti. No cometí ningún error cuando te vi sentada en la escalinata de entrada de los Levinson.
—Me alegro.
—¿De veras, Anna? A veces me lo pregunto. He tenido demasiado tiempo para pensar durante el pasado mes. ¿Te acuerdas, poco antes de darme el ataque, cuando estábamos en aquella función a beneficio de los ciegos? Estabas hablando de aquel sujeto que pública libros de arte, y yo pensaba: «Ese es el tipo de hombre con el que ella debería haberse casado, la clase de hombre que habla con su mismo lenguaje».
—¿Quieres burlarte de mí?
—No te lo tomes a broma. Lo digo en serio.
Reflexionó: Debía contarle todo lo demás. Sí, sí, debes soltarlo todo.
—Sé que una vez te prometí no volver a hablar de nuevo de este tema, pero, últimamente, no he conseguido alejarlo de la cabeza. Se trata de ti y de Werner… Él también es un hombre que habla tu mismo idioma, ¿no es verdad?
Anna respiró hondo.
—Oh, Joseph… Otra vez no…
—Lo siento. Ya sé que me aseguraste que no había habido nada entre vosotros, pero hay muchas cosas que no concuerdan: palabras, ademanes, incidentes… No quiero volver sobre esto, porque ya lo sabes y yo lo sé. Pero no acaba de concordar y mi sentido común, mi instinto…
—El sentido común y el instinto no prueban nada —le interrumpió Anna—. Te he dado unas respuestas razonables. No deseo darle más vueltas al asunto. Tengo la sensación de estar empleando una espada contra las telarañas cuando me hablas acerca de «instintos».
Incluso en su tranquila denegación, Joseph sintió un desafío. Si él no era aún un inválido, Anna debía haberse comportado con más vehemencia, con más enfado. No debía presionarla demasiado, para no buscarse problemas. Después de todo, era afortunado al haberla tenido durante todos aquellos años, se dijo a sí mismo por enésima vez. Una mujer como Anna que podía haber elegido a cualquiera…
—No te atormentes a ti mismo, Joseph. No me hagas esas preguntas. Aunque no puedas creerme, y siento que no puedas, no me preguntes nada más…
Así que, realmente, nunca lo sabría. No podría disipar sus dudas, saber que ella era totalmente suya y que siempre lo había sido, aquello era lo que nunca, nunca conocería… Daria los años de vida que le quedaban con tal de saberlo…
—Me gustaría quedar en paz —le dijo Joseph en voz grave.
—Pues quédate en paz… No puedo decirte más…
Anna terminó su té, se levantó y le pasó a Joseph la mano por la frente. Su mano estaba cálida, debido a la taza de té, y de nuevo olía a su perfume.
Joseph no se movió, disfrutando de la suavidad de la mano de Anna al pasarla por su frente, confiando en que no se detendría.
—Se está muy bien aquí, ¿verdad? —dijo Joseph, confiando en retenerla.
—Mucho. Es nuestro hogar.
Aquella casa tranquila, la visión de los árboles, pensó de repente, esas cosas pertenecen siempre a los que están arriba. En Buenos Aires o en Pekín, cualquiera que fuese el sistema, las estancias tranquilas y la vista de los árboles correspondería siempre a gente que se hallaba en la cumbre.
—Si alguien piensa que puede existir un mundo en que se logren estas cosas sin esfuerzo, está loco… —dijo Joseph de improviso—. He sudado para conseguirlo, Anna, lo he sudado mucho…
Anna pensó que ella también se había esforzado por las mismas cosas. Respondió:
—Ya sé lo que te ha costado. Y ya es tiempo de que te detengas, ¿no crees? Mira, aquí está George que viene a verte…
La puerta, que sólo habían dejado ajustada, fue empujada contra la pared y el gran perrazo negro entró en la estancia pesadamente.
—Hace fresco para estar en mayo y no le gusta el frío…
—Se está haciendo viejo —dijo Joseph lúgubremente.
Se trataba de George II, el hijo de aquel George que había traído Eric a su casa. Y George II tenía un hijo, Albert, nacido poco antes de que muriera Eric.
—Lo sé. Pero al más joven le gusta estar afuera. ¿Te agradaría que George hiciera la siesta contigo?
—Aparentemente, él la hará, me guste o no.
George se había echado ya en el sofá y, considerablemente, había dejado sitio suficiente para Joseph.
—Muy bien, túmbate. Philip vendrá antes de que te des cuenta. Y Laura ha dicho que seguramente se dejaría caer también.
Se echó obediente y Anna cerró la habitación detrás de sí. Dos o tres veces a la semana, Philip se detenía en su camino a casa procedente de la clase de música o de la escuela religiosa. Vaya programa para un tipejo de sólo siete años… Pero era la forma en que se hacían aquellos días las cosas… Y volviendo a pensar en ello, tampoco había tanta diferencia con relación a Maury y a Iris. Empujamos a nuestros hijos para que consigan lo mejor, queremos para ello lo mejor del mundo. Pero ese chiquillo, ese Philip, es realmente algo especial. Me preocupo mucho por él cuando se vía y dobla la esquina. Tiene que cruzar dos calles y hay mucho tráfico. Claro que hay semáforo. Pero es una personita tan pequeña…
Tan pronto como salga de aquí, y haga de nuevo mi vida normal, me detendré en «F.A.O. Schwartz» y le compraré el juguete más estupendo, costoso y magnífico que tengan allí. Anna e Iris no lo aprobarán, pero, por una vez, no me importará. Quiero comprarle algo a un niño hijo de burgueses explotadores. Algo en lo que no hubiera podido yo soñar cuando tenía su edad. No sé qué, pero lo encontraré.
No podía dormirse. Demasiado descanso, ese era el problema. Tal vez sería mejor levantarse y ponerse a leer. Anna había traído el día anterior un libro y lo dejó aquí. Habló algo acerca de unos magníficos ensayos escritos por un tipo muy importante. Y Joseph se había percatado de que deseaba hablar de ello, por lo que le pidió que le dejase leer algunas páginas. Y aquello había dado resultado. Por un momento, comprobó lo que ella quería decir.
Era malo que, durante toda su vida, no hubiese leído nada. Siempre había admirado a los estudiosos, pero no había nacido estudioso, y aquello no había podido ser. Iris siempre recibía en su casa a muchos maestros, unas personas muy agradables, muy educadas y con muchos conocimientos, pobres bastardos… Pero no podían ni permitirse gastar los diez dólares que costaba uno de aquellos libros que tanto les gustaban… ¿Qué sentido tenía aquello? De todos modos, hubiera sido una gran cosa haber podido dominar aquellos dos mundos… Sabía tan poco… Al vivir con Anna había sido siempre consciente de ello, aunque ella nunca le permitió hablar de aquel modo de sí mismo. Aquella vez que habían estado en la Ciudad de México y los parientes de su mujer les llevaron a ver aquellas extensas ruinas: qué proeza constituían aquellas construcciones… Anna lo sabía todo acerca de sus constructores. Los aztecas, ¿no había dicho eso? Anna había leído cosas acerca de sus palacios, sus sacerdotes y lo que había ocurrido cuando llegaron los españoles. Sí, Anna sabía muchas cosas…
¿Cuál era el libro que había estado leyendo el otro día? Tenía tapas rojas y lo había dejado en el sillón. Se levantó. Sí, un libro de ensayos. Le había echado una ojeada cuando Anna salió de la habitación. Había un ensayo acerca del envejecimiento que Anna, ciertamente, no le había dejado ver, pues se lo escondió. Pero Joseph lo recordaba, página cuarenta y tres. Tu memoria es aún muy buena, ¿no te parece, Joseph? Las arterias no deben de estar tan mal cuando tienes una memoria así…
Aquí estaba. Sobre el envejecimiento. Sus ojos recorrieron la página. «… los dedos se abren y dejan caer lo que debieran haber sostenido con fuerza. Los hombros se vuelven ligeros, libres de aquello que habían transportado. Vayamos donde el viento barre la superficie y alcanza la marea…».