Israel era tan estrecho en su extremo norte, que un gigante de las antiguas leyendas podría abarcarlo, con un pie en el Líbano y el otro en Siria.
El río Jordán, tan enorme en la imaginación del mundo occidental, era sólo un torrente, pensó Eric sorprendido, y las cataratas de su nacimiento, tan respetadas por los nativos, son sólo como el chorrito de un grifo si se las compara no con las de Niágara, sino con cualquier cascada de mi país.
Sin embargo, aquella tierra era maravillosa.
En la cresta de una baja colina se hallaban los edificios de madera de kibbutz: dormitorios, comedor, biblioteca, escuela. Los graneros y cobertizos se alineaban por las laderas; más abajo se extendían los amplios huertos de frutales, y detrás de todo, yacía el ondulante mar de los trigales.
Los segadores avanzaban en medio de aquel océano dorado. Los muchachos y las mujeres trepaban a los árboles frutales y recogían y empaquetaban la fruta. El ganado pateaba en los establos. La hierba recién cortada perfumaba el ambiente. Desde el comedor-sala de estar se oía el sonido de alguien que practicaba al piano; del taller de máquinas llegaba el tintinear de hierro contra hierro. En la gran cocina, se preparaban comidas desde la mañana hasta la noche. Los niños chapoteaban en la piscina: la segunda generación, basándose en la fundación que habían efectuado los pioneros, había añadido aquel toque lujoso. De aquellas rocas, descuidadas y estériles durante siglos, la visión y el trabajo habían construido aquel medio de vida.
Y todo aquello se hallaba al alcance de los cañones de los Altos del Golán.
—Los sirios tienen estacionadas tropas allí —le dijo Juliana, señalando al este de los riscos que se alzaban como un muro—. Cualquier cosa que se mueva por los campos o por la carretera constituye un objetivo a su voluntad. El año pasado, poco después de mi estancia aquí —añadió con amargura—, ocurrió con un autobús que se dirigía a la ciudad. El conductor fue alcanzado, y, por supuesto, quedó destrozado. Hubo ocho muertos, entre ellos dos niños menores de cinco años.
Paseaban por los patios existentes entre los edificios. Juliana tenía un aspecto muy serio.
—Ven, te enseñaré algo más. En este lado estamos a sólo tres kilómetros del Líbano.
Se deslizaron entre una hierba resbaladiza que se extendía entre hileras de jóvenes perales. En el extremo más bajo del huerto, la chica alzó una cortina de hojas y miraron las reptilíneas bocas de una serie de cañones.
—Esta es nuestra segunda línea defensiva. El alambre espinoso y los guardianes se encuentran en la frontera.
—Resulta muy serio pensar que dormimos con cañones en nuestro patio trasero.
—Más bien infunde seguridad. Puedes estar seguro de ello… De todos modos, a veces logran penetrar. ¿No has leído nada acerca de la incursión en la escuela? Sucedió en el próximo pueblo, a sólo veinte minutos de aquí. Allá, a través de aquel bosquecillo, se encuentra la frontera y el alambre espinoso. Si andas en línea recta llegarás hasta allí.
Eric pensó que, si se hubiera ido con Chris, se encontraría al otro lado. Se preguntó vagamente cómo serían las vidas de los que se hallarían al otro lado, pero, en las escasas semanas que llevaba allí, se había identificado tanto con los que vivían a este otro lado, que le resultó muy difícil imaginar cómo se vivía tras aquella frontera.
Dormía en el dormitorio de los hombres solteros. En la pared de enfrente de cada cama, colgaba el fusil de cada uno de los hombres. Los pantalones y los zapatos estaban en una silla situada al lado de la cama. Se podía estar vestido, en el piso de abajo y afuera de la puerta, en menos de sesenta segundos.
Pensó en las historias que el abuelito le había contado respecto de sus antepasados, que se habían establecido en las soledades del Estado de Nueva York. Energía y valor. Hacer surgir algo de la nada. Tal vez eso era lo que le atraía de aquel lugar… eso y Juliana.
—¿De veras te gusta, Eric? ¿Sientes algo de todo lo que te contaba cuando estábamos en Holanda? —le preguntó la chica.
—Estoy empezando a sentirlo. Y ahora ya sé qué querías decir.
Se sentaron en un peñasco ante el sol declinante. Era Sabbath y por doquier reinaba el silencio. El trabajo había cesado. Reinaba un completo silencio sólo alterado por los pateos y mugidos procedentes de los establos.
—Cuando vine por primera vez —durante años había deseado venir aquí—, fue porque sentía una especie de obligación. Esto le pasó a muchos jóvenes europeos, incluso a los alemanes. Ahora estoy aquí porque amo esto. Pero la obligación fue lo primero.
—Cuéntame más cosas…
Juliana se estremeció.
—En aquellos años de la guerra, cuando yo tenía nueve, diez u once años, vi tantas cosas… —Permaneció silenciosa durante un minuto o dos; luego prosiguió—: Una vecina nuestra, una mujer determinada y con convicciones…
—Como tú —la interrumpió Eric sonriendo.
—Era una mujer muy valiente. Tenía a una familia judía escondida en el desván, tras una puerta disimulada. Como en el caso de Anna Frank. ¿Has leído el libro?
—Sí.
—Pues fue algo parecido. Sólo muy pocas personas conocían que estaban allí. Toda la comida que podíamos economizar, una manzana de más, un poco de cereales que quedaban en el fondo del puchero, mi madre lo llevaba a la puerta de al lado. Se suponía que nosotros los niños no lo sabíamos, pero oí a mi madre contarle a mi padre que se encontraban allí dos hermanos y sus esposas, algunos niños y un bebé. Tenía que esconder al rorro debajo de una manta para apagar sus lloros. Así las cosas, un día llegaron los alemanes y se los llevaron. Fueron directos a la puerta escondida. Y también se llevaron a nuestra vecina, en un camión cargado con gente que iban a los campos, la mayoría de ellos a los hornos crematorios. Los esposos eran separados de sus mujeres y los niños de sus madres. Los oímos alejarse por la calle hasta doblar la esquina, y gritaban, gritaban.
Juliana se cubrió el rostro con las manos y luego prosiguió:
—¿Crees, Eric, que podría olvidar algo así? No puedo en absoluto. Un día, los nazis se llevaron a mis dos tíos, los hermanos más jóvenes de mi madre. Nunca más hemos sabido de ellos. Habían estado actuando en la clandestinidad…
—¿Alguien los denunció?
—Supongo que sí. Durante todo aquel tiempo temimos por mi padre. Se suponía que yo tampoco lo sabía, pero ya conoces cómo son los niños y cómo averiguan lo que sucede en una casa. Así pues, yo también sabía que mi padre actuaba para la clandestinidad. Y, por la noche, cuando ya era tarde y reinaba el silencio, y oías el ruido de un motor o de unas pisadas, temías que fueran también a llevárselo.
—¿Habrá niños, en alguna parte, que tengas la clase de vida que se supone que deben tener? —estalló Eric.
—Estoy segura de que sí… En caso contrario, el mundo se convertiría en un auténtico manicomio… ¿También fue tu vida muy difícil?
Quizás otro tiempo. Ahora no.
—No —murmuró—, actualmente es acogedora y maravillosa…
Aquello era verdad, en varias maneras, ¿no era así? No se trata de compasión de sí mismo, eso es algo que hiede, pensó con aspereza. Por ello repitió en tono firme:
—No, es acogedora y maravillosa…
Desde el vestíbulo llegó hasta ellos una música, una sonata para piano tocada por unas manos fervientes y con mucho espíritu. Eric levantó la vista en ademán inquisitivo.
—Chist —le hizo un ademán Juliana.
Y aguardaron entre aquel crepúsculo violeta a que la música terminara, aguardaron un largo momento hasta que los sonidos se disiparon en el aire.
Juliana prosiguió entonces con cálida voz:
—Es Emmy Eisen. Ya la conoces, la mujer que me ayuda a veces en la guardería… Era profesora de piano en Múnich y permaneció oculta durante toda la guerra. Como es tan rubia, pensaron que era aria, ¿comprendes? Y tenía muy buenos amigos, personas católicas, que dijeron que era pariente de ellos y que le proporcionaron documentación falsa. Fue una de las pocas afortunadas y nunca la cogieron. Pero murió su marido y también sus dos hijos. Por eso no habla mucho. No sé si te has dado cuenta…
—Claro que sí —respondió Eric.
—Es una lástima que no tenga un buen piano para ella sola. Los muchachos han estropeado este… Eric, no has pensado en una palabra de lo que te he dicho…
—No —contestó Eric.
—¿Entonces en qué pensabas?
—He estado pensando, si realmente quieres saberlo, en que amo tu adorable boca y tus torneados brazos…
Debajo de la colina existía un agujero, al que la alta hierba proporcionaba una cortina de arbustos muy fuertes, que lo convertían en una cueva verde, completamente escondida. Además, ya era casi oscuro.
—Ven —dijo Eric.
Juliana se levantó y lo siguió. La suave cortina verde se cerró herméticamente detrás de ellos cuando la hubieron atravesado.
Había elegido trabajar en los establos. Aprendió a manejar las máquinas de ordeñar; limpiaba los pesebres y ponía la comida dos veces al día. Aquella labor le recordaba Brewerstown y el pasado con sus parientes. Aparte de ello, había muy pocas cosas en aquel mundo multicolor que le recordasen a Eric cualquier otro lugar.
Cuando se reunían para la cena en el vestíbulo-comedor, observaba a aquellas personas tan variadas. En primer lugar, se encontraban los más antiguos, que habían llegado aquí procedentes de las ciudades de la Polonia rusa y que aprendieron por sí mismos a trabajar la tierra. Luego estaban sus hijos, los sabrás, mujeres y hombres rubios y fornidos: unas personas animadas y siempre dispuestas a bailar y regocijarse… Un pueblo con gran determinación y tenacidad… Por último, los visitantes, en su gran mayoría estudiantes de todas partes; una muchacha cristiana de Australia, que había llegado por curiosidad y para pasar una aventura de verano; muchachos de Brooklyn, judíos ingleses y gentiles alemanes, venidos para pasar un mes o dos. Muy pocos querían quedarse como pretendía Juliana.
Juliana trabajaba en la guardería, dado que, en Holanda, había sido adiestrada como maestra en un kindergarten. Muchas noches tenía que quedarse a dormir en la guardería, la cual, le sorprendió enterarse de ello a Eric, estaba bajo tierra. Actualmente constituía un refugio antibombas, detrás de una bonita puerta azul. Quedó conmovido. El mundo no tenía conocimiento de cómo debía vivir aquel pueblo… Se preguntó si incluso sus abuelos, que tanto se habían preocupado por Israel, sabían realmente cómo andaban las cosas.
—Uno teme por esos niños que han de vivir bajo los cañones —le explicó Juliana—. Como es natural, eso no inquieta a los más pequeños. Pero los mayorcitos saben cómo están las cosas. Lo comprenden muy bien…
La mayoría de los que tenían quince y dieciséis años habían sobrevivido a los campos de concentración y llevaban, y tal vez llevarían siempre, el ultrajante número tatuado en sus brazos. Los chicos alborotaban y se peleaban como hacen los chicos de todo el mundo. Las chicas llevaban cintas en el pelo y coqueteaban como hacen las muchachas de cualquier lugar. Pero sus ojos tenían aspecto preocupado.
Juliana era muy buena con ellas. Era lo suficiente joven como para conocer las canciones populares más corrientes y para enseñarlas a manejar el lápiz de labios con destreza. Y era también lo suficientemente mayor para darles algo del amor de aquellas madres que habían perdido, puesto que la mayoría de ellas habían visto desaparecer a sus madres cuando eran tan pequeñas que apenas las recordaban.
Y mientras Eric le veía acompañar a aquellos chiquillos, mientras andaba al lado de ella bajo el viento y la luz del sol, pensaba: ¿habrá otra mujer igual a esta? ¿Puede haberla? Con la otra mitad de su mente sabía que cada hombre que ama a una mujer piensa de forma igual. No, no la había ni podría haber una mujer igual que Juliana.
Dulce, tan dulce, con su pelo blanquecino y su piel que se había vuelto de un tono café con leche bajo aquel sol abrasador… Era muy saludable y fornida, y casi tan alta como él; parecía no cansarse nunca. Él no admiraba a las mujeres «delicadas» y frágiles. Ahora le complacía pensar que, con una mujer como Juliana, un hombre podría ir a cualquier lugar del mundo; no había nada que para ella resultase demasiado arriesgado o demasiado nuevo.
No la había seguido con ningún pensamiento de matrimonio. A los veintiún años ninguno de sus amigos estaba casado y tampoco tenía ningún deseo él mismo de estarlo. No deseaba comprometerse con ningún lugar o con ninguna persona, que le obligara, con bastante exactitud, a decir: el año que viene, en tal momento y en tal lugar, estaré haciendo esto o lo otro. Nada de ello. (Y aquello, había pensado a veces, resultaba raro en él, dado que a menudo, y hablando filosóficamente con algún amigo, se oía a sí mismo decir que lo que más necesitaba era algo que perdurase). Pero la permanencia pertenecía a su futuro. Simplemente, había deseado seguir a Juliana porque, de todas las mujeres que había conocido, era la más encantadora.
Pero, mientras avanzaba el verano, comenzaba a sentir la sensación de que le amenazaba una pérdida.
En el kibbutz se celebraron dos bodas en un mismo día. Eric había visto ya muchas bodas, pero nunca tan emotivas: con tantas lágrimas y abrazos, tanto baile y tanto vino. Durante un rato desempeñó su usual papel de invitado de una boda, observando con curiosidad y sintiendo una simpatía humana ante su gozo, pero sin notar ninguna clase de afinidad. Y de repente, mientras se encontraba entre la muchedumbre que aclamaba a los novios y los acompañaba hasta la carretera por la que se dirigirían a pasar su breve luna de miel, sin haber podido decir qué sucedía en el interior de su mente, de repente, todo aquello le pareció sumamente encantador y poco menos que inevitable. En privado, comenzó a pensar acerca de ello, y quedó sorprendido al verse haciendo aquello. Asimismo se sintió entre complacido y orgulloso. Luego siguió dándole vueltas al tema, buscando sus consecuencias últimas, comprobando el terreno que pisaba, aunque aún no dispuesto a precipitarse de cabeza hacia él.
—Dime —le preguntó a Juliana un día—, ¿piensas quedarte aquí mucho tiempo?
Estaban sentados cerca de la piscina. Todos se habían ido al agua, pero él la había retenido, pues debía hablarle.
—Esto, en realidad, no es un hogar para mí…
—Claro, pero de todos modos —la acució Eric—, ¿planeas quedarte para siempre?
—Esa es una palabra que no acostumbro a emplear. De veras, no me gusta pensar tan por adelantado…
—Yo sí. Me gustaría encontrar un lugar y unas personas que me resultasen convenientes para siempre. Hay que hacer algo en el mundo que perdure…
—¿Cómo qué?
—Pues —continuó Eric— una casa, algo que no tengas que abandonar. Donde puedas plantar árboles y quedarte para verlos crecer y hacerse viejos.
—Dime con qué sueñas —le ordenó Juliana, al tiempo que se pasaba por la nariz y las mejillas una brizna de hierba.
—Sueño… —vaciló—. Sueño con escribir un libro, que se recuerde después de mi muerte. Un libro realmente importante. Y me gustaría escribir en la estancia de una casa parecida a donde he crecido.
Tal vez le hubiera gustado añadir algo parecido a esto: «Y contigo en la casa», pero ella le interrumpió:
—Confío en que lo hagas… Espero que logres durante toda tu vida todo lo que desees…
La gente, usualmente, dice cosas así llevada de una amabilidad superficial. Pero la preocupada ansiedad de su voz conmovió a Eric.
—¿De veras? —le preguntó.
Y la chica respondió:
—Sí, que te amo. Claro que te amo…
Ciertamente, aquella no era la primera vez que se decían uno a otro algo parecido, pero ahora él quiso ir más lejos, deseando y temiendo a un tiempo saber:
—A lo mejor ya ha habido otro…
Juliana desvió la mirada, más allá de la agitación y animación de la piscina.
—Hubo uno, sólo uno, pero hace ya mucho tiempo y fue algo muy diferente…
Eric no quedó satisfecho.
—¿Qué sucedió?
Juliana volvió hacia él de nuevo la mirada, parpadeando como si regresase de un lugar remoto.
—Deseaba… Me incordiaba mucho diciéndome que debíamos casarnos. Por ello, nos peleamos y la cosa acabó. Eso fue todo…
Ni siquiera esto le satisfizo.
—¿Eso es todo?
—Eso fue todo aquello que merece la pena hablar…
—Pero, dime —insistió—, ¿por qué hubiera resultado tan terrible que os casarais? —añadió, tratando de alentarla—: Pensé que eso era lo que deseaban todas las muchachitas, casi desde la cuna…
—Sí —respondió Juliana—. Así suele ser. Y es una lástima… Pobres mujeres… ¿Nunca has sentido pena por las mujeres?
—No —respondió con honestidad Eric—. O mejor dicho, nunca he pensado en ello…
—Pues bien, piensa un poco… La de matrimonios desgraciados que llegan a contraer porque están preocupadas por llevar tanto tiempo esperando y que se les pase el momento… Y los matrimonios desgraciados que tienen luego que soportar. Y esos hijos desgraciados…
—¡Qué poco prometedor suena eso! Como si no hubiera matrimonios felices. Esto no resulta ni siquiera juicioso…
La chica extendió las manos.
—Resulta juicioso para mí, y eso es lo único que cuenta… Me gusta vivir la vida que llevo.
Su corazón pareció sangrar. Le pareció como si, dentro de uno o dos años, Juliana le contase a otro hombre acerca de él: «Sí, era un joven americano, pero me incordiaba con que nos casáramos y por ello…».
—¿Y qué me dices de los niños? —preguntó Eric sin gran convicción—. Eres maravillosa con ellos. ¿Verdad que desearías tener hijos tuyos?
—Ahora mismo ya es suficientemente maravilloso el cuidarme de los hijos de los demás…
—Pero no puedes seguir indefinidamente haciendo eso —argumentó—. Sólo se trata de un subterfugio de la realidad…
Juliana se levantó.
—Me estoy asando con este calor. Vamos a nadar…
—Ve. Iré dentro de un momento.
¿De qué se trataba? ¿Por qué? Juliana se mostraba tan libre en el amor cuando yacían en su «cueva verde», tan libre en sus pensamientos de su futuro personal. Le desconcertaba. Hubiera sido más fácil entenderlo y asimilarlo si existiese otro hombre. Una vez había habido una muchacha que le gustaba tremendamente a Eric; luego la muchacha había empezado a tontear con otro, y Eric se interpuso enseguida entre ambos, preguntando: «¿Él o yo?». ¡Qué chocante! Sonrió al recordarlo. Ella había elegido a Eric y, después de todo esto, dejó de apetecerle aquella chica.
Pero aquello había sido diferente. Aquella muchacha no era Juliana. Y ahora el rival no era otro hombre. ¿Qué ocurría entonces?
Al final del verano, los jóvenes extranjeros regresaron a sus Universidades y a sus empleos. Sólo unos cuantos deseaban volver otra vez. Aquello había constituido una aventura, pero el año próximo elegirían un lugar distinto. Tal vez el Nepal, o Suecia.
—¿Regresas a Estados Unidos? —le preguntó Juliana a Eric.
—Me puedo quedar un poco más. Me prometieron un viaje antes de empezar a trabajar, y esto puede hacer las veces —le respondió.
Además, pensó, el momento de aquellas partidas no era el más apropiado. Estaban en plena cosecha, y cuando más manos se necesitaban, durante unas febriles semanas en que se trabajaba veinticuatro horas al día, era cuando se quedaban menos personas. Si debía irse, aquel seguramente no era el momento más apropiado para hacerlo.
La verdad era que él no podía dejarlo. Por lo menos, aún no.
Cuando finalmente se acabó la recolección, se tomaron unas vacaciones. Eric no había visto Jerusalén. Se le ocurrió que, puesto que Juliana le había contado cuán maravillosa era aquella ciudad, le gustaría a ella ir allí con él durante dos o tres días. Por lo tanto, arregló un viaje con otras personas y le contó a Juliana, cuando se encontraron al mediodía, las gestiones que había realizado.
La chica se indignó.
—¿Quién te ha dado derecho a planear algo por mí?
Al principio, pensó que Juliana bromeaba, pero cuando vio que no era así, quedó atónito.
—Pensé que me darías las gracias por haber planeado este viaje y haberte ahorrado tantas molestias…
—¿Y qué te hace estar tan seguro de que deseo ir contigo?
—¿Acaso te has vuelto loca? —le preguntó.
—No. No me gusta que me maneje un hombre…
—Está bien, no tendrás que preocuparte más —le dijo furioso—. No haré más gestiones. Ya no quiero ir contigo.
Y se alejó.
Toda la tarde estuvo resentido por su irritación. ¡Mujeres! «Siente pena por las mujeres», le había dicho Juliana. Caprichosas, volubles, infantiles, ingratas, estúpidas… No encontraba más palabras.
¿Habría quizás algo más? Todo era posible, aunque no podía imaginar de qué se podía tratar. Habían estado juntos durante casi todo el tiempo y Juliana no había tenido, literalmente, un minuto para hablar con nadie más… Sin embargo, todo era posible…
Durante la cena, se sentó a propósito lo más alejado posible de ella. Pero cuando terminó y se dirigió a los establos para efectuar el último repaso de todas las noches, Juliana lo siguió.
—Eric, Eric. Lo siento…
Le colocó una mano en el brazo.
Eric no respondió.
—Me ha pasado esto ya varias veces. Sé que es algo estúpido y tonto. No resulta decente cuando tú has sido tan simpático.
Eric se ablandó.
—Sí, pero…, ¿a qué se debe eso?
—A veces tengo la obsesiva sensación de que me manejan… La independencia es muy preciosa para mí. Estoy escarmentada. No te lo puedo explicar.
—Bueno, no te preocupes más —respondió Eric, sintiéndose incómodo y muy lejos de comprender nada.
—¿Verdad que no te enfadarás conmigo? Por favor…
—No te preocupes —repitió—. ¿Quieres que vayamos el domingo?
—Sí, quiero. Me gustaría mucho.
El microbús estaba atestado. Casi todos los pasajeros eran niños y adolescentes. Sus cánticos eran desafinados y ensordecedores, pero alegres. La carretera atravesaba campos pardos ya labrados para la siembra de invierno. También pasaron ante pueblos con bloques de casas de cemento, desnudas, horribles, pero limpias.
—Es todo lo que se pueden permitir —le explicó Juliana a Eric, cuando este hizo un comentario—. No tienen dinero ni tiempo. La belleza llegará después.
Ya habían tenido suficiente belleza en el pasado, y la de Jerusalén aún pervivía. El coche se detuvo en la cresta de una colina. Debajo yacía la pálida y ambarina ciudad, que se extendía hacia las más lejanas colinas y por ambos lados.
—No es oro —observó Eric, como preguntándoselo— cual en la canción. Es ámbar. Eso es…
—Es una antigua tradición —le explicó el conductor—. Se supone que da deseos de ir a Jerusalén. ¿Quién quiere bajar aquí?
Parte de los chicos y de las chicas descendieron del vehículo. Juliana se levantó junto con ellos.
—Confiaba en que lo desearas —le dijo Eric.
Durante tres días se divirtieron. Eric fue a todas partes donde lo llevaron. No necesitaba ninguna guía de la ciudad, puesto que Juliana la conocía muy bien.
—Es una lástima que no podamos ver más —le contó Juliana—. El este de Jerusalén está en manos de los árabes y no nos permiten ir. Y el viejo barrio judío que se encontraba allí, y que había perdurado durante dos mil años, fue destruido cuando los árabes lo atacaron en el año cuarenta y ocho.
De todos modos, había mucho más de lo que los ojos pudieran ver o los pies hollar en tres días. Museos y lugares arqueológicos. Calles atestadas de gente en la ciudad antigua, vívidas y de característico olor. Mujeres árabes con velos negros y hombres árabes con kaffiyehs. Tiendecitas donde los artesanos martilleaban el cobre o cortaban pieles. Siguieron también el Viacrucis. Oyeron el canto mágico de los almuédanos a primeras horas de la mañana, y lo escucharon de nuevo al mediodía, cuando acudieron a la mezquita a observar cómo los hombres oraban arrodillados vueltos hacia la Meca.
En los campos rocosos de los lindes de la ciudad, las cabras trepaban haciendo sonar las campanillas. Un hombre tenía una recua de camellos cansados, cuyos grandes ojos parpadeaban pacientemente mientras aguardaban, rumiando, entre la cegadora luz del sol. Escucharon la melancólica melodía de la música oriental. Por la noche, bailaron la hora. Pasearon entre tiendas lóbregas y antiguas.
—Esta es la calle de los yemeníes —le explicó Juliana—. La mayoría de ellos son joyeros y plateros.
—Me gustaría comprarte algo —respondió Eric.
—No me estaba refiriendo a eso —protestó la chica—. Sólo deseaba que lo vieras porque es muy interesante. Llegaron aquí procedentes del Yemen…
—Cómprate una de esas pulseras —le ordenó—. No, esa no, no es lo bastante bonita. Elige una mejor…
El dueño de la tienda les enseñó un magnífico brazalete, con una filigrana de plata tan fina como el encaje.
—Esta —dijo Eric con firmeza—. Esta, si la señorita la quiere.
—Oh, sí —respondió Juliana—, claro que la señorita la quiere…
Cuando hubieron salido, la chica le preguntó:
—Eric, ¿tan rico eres que puedes gastar el dinero de esa manera?
Quedó conmovido. A fin de cuentas no le había costado tanto…
—No —replicó—. No lo soy, aunque la gente de aquí debe de creerlo…
En su último día, Juliana le dijo:
—He dejado la mejor parte para ahora. Te llevaré a una sinagoga.
—Oh —le dijo él divertido—, pareces olvidar que ya he estado en muchas y muchas veces…
—Pero no en una como esta. Por lo menos, así lo creo.
Se detuvieron al final de una larga calle.
—Esto se parece a la Europa medieval —exclamó Eric.
—Pues lo es. Ha sido trasplantada. Se puede encontrar de todo en esta ciudad. ¿No te lo había dicho?
En la cuadrada sinagoga, de piedras antiguas, se separaron. Juliana subió dos pisos de escaleras hasta el balcón de las mujeres, donde mujeres ocultas leían sus libros de oraciones detrás de las celosías. Mirando a través de un diminuto agujero, Juliana vio abajo a los hombres que cantaban ante sus pupitres de oraciones, envueltos en sus chales. Eric debía de encontrarse entre ellos, pero no pudo verlo.
Se encontraron de nuevo en la puerta de entrada.
—Parecen todos tan viejos —le comentó Eric.
—Es sólo las barbas y las ropas negras lo que les confiere ese aspecto…
—Pensar que han estado rezando de ese modo durante tres mil años…
—Quizás aún más…
—Mi abuelo llegó desde un sitio así al bajo East Side de Nueva York, antes de que se convirtiese en «moderno» —rio Eric—. Sabes, creo que le gustaría más esto… Pero mi abuela no quiere…
—¿Te das cuenta de que estas personas no se preocupan de la política o de las guerras, o de cualquier otra cosa que ocurra más allá de estas puertas?
—Aguardan al Mesías, que redimirá al mundo.
Juliana meneó la cabeza.
—Han estado rezando así a través de incursiones y guerras, y Dios no lo permita, incluso en medio de las derrotas…
—Eso es fe. Creen. Yo querría hacer lo mismo —le explicó Eric.
Juliana le miró curiosa.
—¿No crees en nada?
—¿Y tú? —contrarreplicó Eric.
—Sí. En la libertad y en la dignidad individual.
—Bien, pues también me gusta eso…
—Tal vez constituyan las creencias que una persona necesita. Algo lo suficientemente valioso para vivir y para morir por ello.
—Sí, pero aún no quiero morir…
—No, claro que no…
—Pregúntame qué es lo que deseo —la ordenó Eric.
—¿Qué deseas?
—Vivir donde tú estás. Estar cerca de ti para siempre.
—Nada dura eternamente —respondió Juliana sombría.
—¿Realmente crees eso? No me gusta oírtelo decir.
—Ya lo sé…
—Quiero casarme contigo, Juliana. Creo que ya lo sabes…
—Ah, eres aún muy crío para tu edad, Eric…
Eric se detuvo en mitad de la calle.
—Eso es algo que no debieras decir…
—No te enfades conmigo. Sólo quiero decir…, que soy mayor que tú. Tengo veinticuatro años…
—¿No crees que tengo una apariencia de más edad? Y, de todos modos, ¿eso qué importancia tiene?
—Supongo que ninguna. Pero también quería decir que eres demasiado confiado. Apenas me conoces, y aún así, me ofreces tu vida en bandeja de plata…
—Es mi vida —se limitó a musitar Eric—. Puedo ofrecerla, si lo deseo…
—Bah, no te enfades —repitió la chica. Se inclinó sobre él y le besó—. Cómprame un helado. Tengo los pies cansados y mucho apetito. Sentémonos en un parque y comámoslo allí…
Se sentaron en un banco del parque y tomaron el helado. Los niños pasaban charlando camino de casa al salir de la escuela, con sus carteras colgadas de los hombros. Pasaban también autobuses de turistas. En un patio, más allá de la calle, una familia decoraba un succah para la Fiesta de los Tabernáculos: calabazas, naranjas y espigas de trigo eran colgadas de las vigas o bien amontonadas. Eric siguió la mirada de Juliana.
—Es el festival de la cosecha —le explicó—. Comen afuera en esos pequeños puestos.
—Una costumbre muy linda. Todos los pueblos tienen sus bonitas costumbres.
—Claro que sí.
Pasaron ante ellos dos ancianos, que caminaban leyendo a la vez en un libro. Sus barbas y sus manos se movían al compás de una agitada discusión.
—A mi abuelo le agradaría mucho verlos —dijo Eric—. Estoy pensando que si llevase barba y sombrero negro hongo, se parecería mucho a esos ancianos. Aquí, no dejas de ver una y mil veces los mismos rostros.
—Sí, claro…
—¿Te pasa algo? —le preguntó Eric.
La chica había tirado los restos del helado y estaba sentada con las manos en el regazo.
—No… Sí… Tengo que decirte algo…
Eric aguardó, pero Juliana no acababa de empezar a hablar.
—No quiero decírtelo…
Eric vio su agitación.
—No lo hagas, si no quieres…
—No —se contradijo la chica—. Sí quiero decírtelo. Eso es, deseo decirte algo. He deseado siempre decírselo a alguien y nunca lo he hecho. Y no puedo aguardar más… Sabes lo que es tener dentro de ti algo que te quema, algo de lo que quieres hablar y no puedes, que te pone tan enferma, que te avergüenza tanto…
Eric no podía imaginar qué podía haber hecho la chica y estaba asustado.
—¿Sabes lo que es algo así? —le preguntó la muchacha de nuevo.
—No, no. Claro que no…
—¿Te acuerdas de lo que te conté de mi familia, de cómo ayudaron a aquellos pobres judíos que se encontraban en el desván y que mis tíos fueron arrestados por los nazis?
—Sí, me hablaste de tus padres y…
Le interrumpió.
—No, acerca de mis padres no. De mi madre. —Giró la cabeza y pareció seguir hablando al aire—. Mi madre y sus hermanos.
Se calló y Eric aguardó de nuevo.
En aquel momento pasó una autobomba, sonando la campana y seguida de un coche de la Policía que tocaba la sirena. Durante unos momentos resultó imposible oírse. Luego, el silencio retornó al parquecillo: palomas que zureaban y picoteaban las migajas caídas; una mujer gritó una vez al otro lado de la calle. Pero Juliana tampoco ahora siguió con sus confidencias.
Eric aguardó y estaba a punto de decir: «Adelante».
Pero vio que Juliana tenía los párpados cerrados con fuerza y los puños apretados en su regazo. Eric no sabía qué hacer.
De repente, Juliana habló con voz sorda:
—Mi padre…, cuando acabó la guerra, las autoridades holandesas vinieron a buscarlo. Había sido un espía doble a favor de los alemanes. Uno de los principales. Un hombre muy importante… —Abrió los ojos y miró a Eric—: ¡Un pez gordo! Era el que había denunciado a mis tíos, a los vecinos, a nuestro pastor y a todos los demás que trabajaban en la clandestinidad. ¿Puedes creerlo? Mi propio padre…
Eric contuvo la respiración.
—Creí que mi madre se volvía loca…
—Tal vez —dijo Eric—, no era verdad. ¿Era falsa la acusación?
Juliana movió despacio la cabeza.
—Era lo que esperábamos. Pero resultó cierta. Mi padre no trató de negarlo. Estaba muy orgulloso de ello. Orgulloso. Eric… Creía en todo aquello, en la raza superior, en el Reich de los mil años, en todo eso…
Eric tomó ambas manos de la chica y se las apretó.
—Sí, creí que mi madre se iba a volver loca… Haber vivido con… —y hasta amado, supongo— un monstruo, que había mandado a sus hermanos a la muerte. Haber convivido con un hombre así y no haber sabido quién era…
Eric la acarició el pelo. No le quedaban palabras.
—Y había sido muy bueno conmigo y con mis hermanas. Siempre nos traía cosas, juguetes, azúcar, cuando en el país no había nada de nada. Íbamos juntos de excursión al campo. Nos amaba. Y había mandado a otros niños a la muerte.
—Lo siento, lo siento —dijo Eric.
Era incapaz de pensar qué más decir.
—«Dime —me preguntaba mi madre después de que pasara todo—, dime, ¿puedes creer en alguien, confiar en alguna persona?». Y yo sólo tenía entonces catorce años…
—No querría decirlo de esa forma —le explicó Eric con gentileza.
—Supongo que no. Se arreglaba bastante bien. Tenía a mis hermanas y a mí, trabajaba, vivía. Pero si puedes vivir con alguien y no saber cómo es realmente, cómo… —Su voz se quebró.
—Así que era eso —murmuró Eric para sí.
—¿Qué? ¿Qué has dicho?
—Nada importante.
Empezaba a anochecer y se encendieron las farolas de la calle.
—Estoy contenta de habértelo dicho —le explicó Juliana—. Me encuentro mejor…
—Puedes decirme cuanto quieras —respondió Eric, creyendo en lo que decía.
Pero, en cierto modo, sentía que se lo hubiera dicho. Porque ahora había conocido al rival y veía que sería muy difícil de vencer.
—Hay un chico que me preocupa —le dijo Juliana a Eric unas semanas después—. ¿Recuerdas lo que te conté acerca de aquel autobús que fue tiroteado el año pasado? Hubo unos cuantos niños que sobrevivieron, aunque sus padres resultaron muertos.
—Lo recuerdo. Me enseñaste el lugar…
—Pues ese niño… ¿Lo conoces, ese Leo que me sigue a todas partes? Tiene nueve años, un muchachito con gafas…
Eric asintió.
—No creía que tuviese problemas…
—Es muy silencioso. Nunca molesta a nadie y se portó muy bien después de aquel suceso. Tenemos muchos casos de histeria aquí. Pasamos toda la noche con alguno de los niños, y eso sucede durante semanas, en que tienen pesadillas y lloran. Pero a Leo nunca le había ocurrido.
—Tal vez estés demasiado preocupada. ¿Has hablado con alguien de este asunto?
—Oh, sí… Y la gente dice que es muy maduro y muy valiente. Y eso es verdad, pero hay algo que me inquieta…
—Le hablaré si tú quieres. Fui consejero en los campamentos. Tal vez aún sepa cómo hablarles a los muchachos.
—Confiaba que dijeses eso —le contestó Juliana agradecida.
Acudió con Leo una tarde, mientras Eric daba de comer a los terneros.
—Me dijiste que necesitabas a alguien que te ayudase y he pensado que Leo podría hacerlo. Es muy fuerte y alto para su edad.
Leo no contestó nada; se limitó a seguir allí de pie, ceñudo y sin sonreír.
—Esos terneros —le explicó Eric cuando Juliana se hubo ido— acaban de ser destetados. Estoy tratando de que beban su leche en un cubo. Pero el problema es que no lo comprenden y tratan de derribarlo… ¿lo ves? Si pudieses sujetar el cubo mientras les meto la cabeza para que prueben la leche…
Había cinco terneros. Una vez les hubieron alimentado a todos, Eric comentó:
—Ha sido divertido, ¿no crees?
Leo se encogió de hombros.
—¿Querrás hacerlo otro día?
—Si necesitas ayuda, lo haré. La gente está para ayudar…
—Nunca olvides eso. ¿Querrás?
—Supongo que sí…
—Tengo que ir a los pastos a recoger las vacas. Hoy están muy lejos.
Aquella vez Eric no le preguntó a Leo si quería ir, sino que se limitó a decirle:
—Ven conmigo.
El chico obedeció. Tomaron el sendero. El viento silbaba mientras pasaban por los trigales.
—Es bonito, ¿verdad? —comentó Eric—. Se tiene suerte al vivir en un lugar tan maravilloso.
—Sí.
Lo intentó de nuevo. Todo cuanto había intentado eran aquellas trilladas preguntas con las que los adultos acosaban a los niños:
—¿Qué serás de mayor?
—Lo que el país necesite. Soldado, probablemente.
Aquella pedante respuesta desconcertó a Eric.
—Leo, deseo que me digas lo que realmente piensas, no aquello que se supone que yo debo oír.
El muchachito se detuvo en el sendero, abrió la boca como si fuese a hablar, pero luego la cerró y siguió adelante.
¡Qué hombros más patéticos! ¡Qué piernas más delgadas! Bebé, muchacho y hombre… Y se produjo otra pregunta que pareció llegar de un remoto rincón del tiempo y de la memoria:
—Leo…, debes de pensar mucho en tu padre y en tu madre, ¿verdad?
Por segunda vez, el chico se detuvo. Pero ahora miró con dureza a Eric.
—Se supone que no debes hablarme así…
—¿Y por qué no? ¿Qué está mal?
—Porque he oído decir al médico y a la enfermera, que debemos apartar nuestras mentes de todo lo que ocurrió. Y eso es lo que intento todo el tiempo hacer, y ahora vienes tú y me haces semejantes preguntas…
—Ven —le dijo Eric—, siéntate un momento. —Se apoyó en una enorme roca del borde del sendero—. Se supone que no debes pensarlo; ¿es eso lo que te dicen? Pero no has sido capaz de hacerlo, ¿verdad?
—La mayor parte del tiempo lo consigo —prosiguió Leo—. No soy un bebé, ya lo sabes…
—Sé que no lo eres —le respondió cariñosamente Eric—. Pero yo tampoco lo soy, ¿no crees?
Leo se extrañó.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que perdí a mi padre y a mi madre de la misma forma que tú, o casi de la misma forma. En un automóvil. Y aún pienso en ellos y sé que siempre lo haré…
Leo quedó silencioso, observando a Eric.
Eric prosiguió:
—Sí, y a menudo, cuando era más joven, lloraba. Pensaba en qué injusto resultaba que yo fuera de todos los chicos que conocía, el único al que le hubiera ocurrido aquello. Y lloraba.
—No es de valientes llorar —replicó Leo.
Su rostro empezó a temblar.
—Pues yo creo que sí lo es. Creo que resulta valiente ser honesto y sentir como tú sientes…
—¿De veras? ¿Aún lloras ahora que eres mayor?
—Mírame —le dijo Eric.
Sus ojos estaban llenos de lágrimas.
El muchacho le miró dubitativo. Y de repente, se echó sobre Eric y hundió su húmedo rostro en sus hombros.
Durante un largo rato, Eric lo abrazó. En su cabeza destellaron imágenes y más imágenes. De su abuela, de Chris, de la nana…
Luego pensó que se estarían preguntando por qué no regresaban las vacas. Pero no se movió.
Al final, Leo alzó la cabeza.
—¿No se lo dirás a nadie?
—No.
—¿Ni tampoco a ella?
—¿A quién? ¿A Juliana? No, ni siquiera a ella. Te lo prometo.
Leo se incorporó y se limpió la nariz y los ojos.
—¿Hay algo más que desees preguntarme, Leo?
—Sí.
Eric se inclinó y Leo le susurró:
—Me gustaría tener un barquito grande de juguete para el estanque.
—Te haré uno. Soy muy experto en este tipo de cosas. Ahora, apresúrate. Se nos ha hecho muy tarde para recoger las vacas…
Arieh, que dormía en la cama de al lado de Eric, observó:
—Me he dado cuenta de una cosa. Últimamente no hablas mucho de tu hogar. De la casa de campo donde creciste, o de cosas así.
—Supongo que así es —admitió Eric.
Arieh era un sabrá, nacido en el kibbutz. Era un campesino, con la leve tosquedad y silencios de un hombre del campo.
—Aquí les gustas a todos —le dijo de sopetón.
—¿De veras? —Eric sintió que enrojecía.
Aquella gente tenía escasas consideraciones de tipo social. Si buscabas un cumplido por su parte, ya se había percatado de ello, raramente lo conseguías.
—Me alegro —prosiguió—, porque a mí también me gustan mucho las personas de aquí.
—Juliana dice que has hecho un buen trabajo con aquel chiquillo.
—Es un buen chico.
—Nadie sabe qué has hecho en realidad con él. ¿No lo sabías?
—No creo, realmente, saber nada —respondió Eric lentamente—. Fue sólo algo que se me ocurrió de repente.
Arieh asintió.
—Ha sido muy bueno. —Alargó una mano hacia el interruptor de la luz—. ¿Te importa si apago? Ha sido un día muy duro…
Echado allí, en aquella silenciosa oscuridad, pensó en los días sencillos de su nueva vida. Eran unos días nutridores, igual que leche y buen pan comidos debajo de un árbol al mediodía, o quizás en una cocina, en una noche invernal, en un gélido país invernal, como el de su infancia.
Trabajó mucho, y cada semana, la labor se hizo más fácil, y su cuerpo más diestro y hábil. A veces, al ir y venir de los campos a los establos, veía a Juliana de refilón, afuera con los niños, o haciendo algún mandado sola, andando con su rápido paso, con su fino cabello largo cayéndole por los hombros. Entonces, el día se le hacía interminable, mientras aguardaba la noche.
«Una mente firme en un cuerpo sólido». Eric sintió que también su mente se fortalecía, que no había nada con lo que no pudiera enfrentarse. Y no es que hubiera tomado asombrosas decisiones acerca de sí mismo; las había apartado de sí, y lo sabía. Pero cuando llegase el momento de adoptar decisiones, sería capaz de ello.
Luego se burló de su euforia. «Porque estás viviendo una vida “natural” —se mofó—, dado que te sientes saludable, crees que puedes resolverlo todo». Si ella quisiese casarse con él… Pero sabía que no debía pedírselo de nuevo, sabía que debía aguardar a que se le disipase el miedo, fuese cuando fuese.
Así transcurrió el cálido otoño. El invierno resulta muy duro en Galilea; Eric pensó que pronto ya no habría más noches en su «caverna verde».
La necesidad que sentían el uno del otro era tan acuciante que, raramente se producía entre ellos una conversación preliminar. Se encontraban donde habían quedado, delante de la puerta de ella, y luego descendían por la colina, a través de los huertos.
—Vamos —le decía él.
Luego ella extendía su chal encima de la crecida hierba y yacían allí, entre los arbustos debajo de los grandes cañones.
Una noche, mientras permanecían tumbados allí, escucharon el sonido del piano de Emmy, llevado colina abajo por el viento. Se alzaba y caía, cantaba y moría. Eric pensó que la música les contaba muchas cosas. Con su centenar de voces, les hablaba de esperanza y de valor, de la antigua tristeza y de la nueva alegría, diciéndoles, sin palabras, cuántos hombres amaban la tierra, de su miedo a morir, de su pavor bajo las estrellas.
Algo le formó un nudo en la garganta y jadeó un poco. Juliana se volvió hacia él.
—¿Cuándo te casarás conmigo? —le preguntó, olvidado por completo de sus resoluciones.
Y, ante su absoluto e incrédulo asombro, Juliana le respondió:
—Tan pronto como gustes…
—Oh —replicó—. ¿Mañana?
A la débil luz del firmamento, vio la sombra de la chica.
—¿Podrás aguardar a que llegue mi madre? No tardará más que unos cuantos días…
Sintió, como cuando el dolor se alivia de improviso, o cuando la carne se caldea después de sufrir frío, un profundo, muy profundo, consuelo.
Durante un rato, durmieron en completa tranquilidad. Cuando despertaron, ya había salido la luna. Cogidos de la mano, como solían caminar, regresaron en silencio, trepando por la colina.
Una llamarada de fuego abrió un hueco en la dormida noche. Los hombres se levantaron de sus lechos, instantáneamente despiertos, como si hubieran estado esperando el Armagedón.
—Son los depósitos de gasolina —gritó Arieh—. Han alcanzado el depósito…
Nadie preguntó de «quiénes» se trataba…
Alcanzados los depósitos de combustible levantaron surtidores de tierra y una columna de fuego. Una alfombra de llamas se precipitó sobre la techumbre de los establos, y luego sobre las cuadras y los garajes. Para entonces, los hombres ya se habían puesto los pantalones y los zapatos, y con fusiles y granadas, se encontraban a medio camino de las escaleras.
—¿Dónde vamos? —musitó Eric—. ¿Te sigo?
—Sí —gritó Allon—. ¡Adelante!
Se produjeron unos crujidos, mientras la madera saltaba a trozos al alcanzar las balas de las paredes.
—Salgamos a la puerta exterior —ordenó Allon—. Demos la vuelta por atrás hasta el salón-comedor. Silencio, bajad la cabeza y a paso ligero…
Eric comprendió. Desde el salón podrían dominar todo el patio, el centro neurálgico de la comunidad. Cualquiera que intentase cruzar por allí quedaría al alcance de sus armas.
Se deslizaron a lo largo del muro posterior. Desde los establos les llegaron los relinchos de los caballos.
—Dios santo, ¿no podríamos sacarlos? —musitó Eric.
—¿Estás loco? ¡Silencio!
De reojo, vio la estructura de los establos del ganado delinearse por un instante entre un rectángulo de fuego. Luego todo se derrumbó. El heno resultó alcanzado. ¡Las vacas! Pobres criaturas… Con aquella mansa mirada.
Las balas crepitaron en torno de ellos mientras corrían. ¿Pero eran los fusiles de ellos o los del enemigo? Un hombre que corría por delante de los demás fue alcanzado y cayó, gritando y dando vueltas como una peonza. De cada edificio surgían gritos sobrenaturales. ¿Dónde se encontraban los atacantes? La impenetrable oscuridad protegía al enemigo al igual que a ellos.
Llegaron al salón-comedor y empujaron la puerta, que se había abierto por dentro, pues se habían reunido allí todos los demás. Agazapados, se arrastraron en fila india: Ezra, Arieh, Allon, Eric y todos los demás.
¿Cómo me he encontrado aquí? ¿Cómo sabré luchar?
Los jefes, agrupados, susurraban entre sí. La estancia estaba silenciosa. Afuera, los fusiles seguían crepitando. ¿Dónde? ¿Dónde se hallaban los atacantes? ¿No existiría ningún plan de contraataque? Debía de haberlo.
A Eric le ardían los pulmones. Habían corrido colina arriba hasta el vestíbulo. Su cabeza le producía comezón; estaba bañado en sudor.
Allon repartió instrucciones:
—Quiero que cada uno se coloque en las ventanas. Los hombres de Zack custodian el dormitorio sur, por lo que no pueden ayudarnos aquí. Somos veintinueve, pero no conocemos el número de esos diablos. Han cortado los hilos telefónicos… Ezra, ¿puedes llegar hasta el camión y lanzarlo colina abajo sin hacer ningún ruido? Cuando estés en la carretera pon el motor en marcha y sal volando…
—Lo haré. ¿Dónde está el perro? Sacadlo de la cocina…
—¡Hará ruido!
—¿Quién, Rufus? Quiero que venga conmigo… Puede destrozar la garganta de un hombre…
Ezra y el perro se deslizaron a través de la puerta de la cocina.
En diagonal respecto del patio, se encontraba la guardería, con un grupo de abetos delante de su puerta azul. Juliana se encontraría allí frenética, oyéndolo todo pero sin ver o saber lo que ocurría.
El terror casi le quitó a Eric la voz.
—¿Y los niños? ¿Y la guardería?
—Los hombres de Dan se supone que se encuentran allí.
—No los veo.
Eric se esforzó en la oscuridad, iluminada ahora por un humo amarillento producido por el fuego mortífero de los disparos.
—No hace falta que los veas —habló impaciente Allon—. Pero están allí…
Así que había un plan. Claro, naturalmente que existía un plan. Pero ¿y si no funcionaba? ¿Y si los hombres de Dan quedaban atrapados, o…?
De nuevo se produjo el silencio en la sala de estar, excepto aquellas pesadas respiraciones. Aguardaron, aguardaron.
—¿Dónde se supone que están? —susurró Eric al hombre que se hallaba a su lado.
—¿Quiénes?
—Los árabes.
—No lo sé. ¿Cómo voy a saberlo? Por todas partes.
Avram se encontraba asustado, aunque pretendiese no estarlo, aunque fingiera ser un gran experto y tener mucha experiencia.
—Intentarán caer sobre nosotros, creyendo que estamos aquí escondidos a la defensiva. Nos adelantaremos mientras avanzan.
Se produjeron unos débiles arañazos en la puerta. Allon se preparó el arma, se apretó contra la pared y abrió un poco la puerta. El perro Rufus se arrastró, gimió y se derrumbó, formando un bulto peludo ensangrentado, con el vientre abierto.
—Oh, Dios santo —dijo alguien—. Entonces, Ezra…
Se quedaron allí de pie, mirándose los unos a los otros. Alguien gritó desde una ventana situada enfrente.
—El dormitorio sur está ardiendo… Dios mío, saltan por la venta…
La voz se apagó tras una detonación y ruido de cristales rotos. Arieh…
Allon se arrastró sobre las manos y las rodillas y le dio la vuelta.
—Está muerto —dijo sencillamente, sin mirar alrededor— Se debió levantar y…
—¿Tú qué sabes? —gritó Eric, sin pensarlo—. Tal vez él…
—Tiene la cabeza destrozada por un disparo —respondió Allon—. Ven a verlo por ti mismo…
Eric se acordó que habían jugado al ajedrez la pasada noche. Luego pensó que iba a vomitar. No puedo ponerme malo en este momento…
—Oíd —les dijo Allon—, debemos dirigirnos a la ciudad. Iré yo y necesito tres, no, o cuatro, que me acompañen. ¿Quién viene?
—Pero si han matado a Ezra dominarán la carretera —objetó alguien—. Así que, posiblemente…
—Atajaremos por el huerto y daremos un rodeo a la carretera hasta un kilómetro más allá de las puertas.
—¡Eso no servirá, Allon! Es una misión suicida… Entrarían precisamente por el huerto…
—¿Existe otro medio? —preguntó Allon.
Agazapado allí de rodillas, humedecido con la sangre de Arieh, rebosaba una inmensa autoridad.
—Vamos, podemos tener una oportunidad. ¿Quién viene conmigo?
—Yo —respondió Eric.
—No, tú no conoces muy bien el camino. Ben, Shimon, Zvi, Max. Iremos nosotros. Si alguno resulta alcanzado, los demás no deben detenerse por él. Uno de nosotros ha de pasar. Marc, hazte cargo de las cosas aquí mientras esté fuera.
Como si se tratase de una respuesta, quedó aplastada otra ventana de la parte delantera, esparciendo cristales rotos por el suelo, que cayeron encima de Arieh, a quien ninguno de ellos se atrevió a mirar.
Aguardaron de nuevo. Marc se encontraba en la esquina, aplastado contra la pared y, desde un ángulo, miró a través de la ventana más lejana.
—Están cruzando el patio —susurró de repente.
—¿Quiénes son?
—Está… muy oscuro. Por el amor de Dios, baja ese fusil —le gritó a Yigel—. Pueden ser de los nuestros…
Aguardaron. En alguna parte, en la historia de la Primera Guerra Mundial, Eric recordó haber leído que la mayor tortura de los soldados la había constituido las interminables esperas. Con la boca seca, las manos húmedas. Teniendo ganas de orinar.
Se arrastró hasta la ventana y miró asomándose unos centímetros por encima del antepecho. Sí, había unos hombres que caminaban entre las sombras y que cruzaban el patio. Se dirigían hacia la puerta de la guardería. ¿Serán de los nuestros? ¿Los hombres de Dan? ¿Refuerzos? ¿Entonces por qué van de forma tan abierta y en línea recta? No pueden ser de los nuestros… Su corazón le palpitó. Deben de ser…
Los hombres se detuvieron ante la puerta de la guardería. Contó que eran cinco… ¿O siete? Había muy poca luz para verlo bien. Se quedaron allí de pie… ¿Por qué? ¿Quiénes?
Una bala se introdujo en la estancia, luego otra y otra, una descarga de fusilería. Mac dio un grito, alcanzado en el muslo. David cayó; ¿muerto o sólo herido? No había tiempo para averiguarlo.
—Están en el tejado —gritó Avram—. Han subido al tejado de la ampliación…
Qué demonios… Qué desalmados… Ahora podrían disparar a través de las ventanas mientras ellos no podrían devolver los disparos en la oscuridad…
Sólo quedaban tres en pie: Avram, Yigel y Eric. Se deslizaron hasta la parte trasera de la estancia, arrastrando a Marc con ellos, fuera del alcance de las balas que caían como granizo.
De repente, la granizada cesó. En un total silencio, se alzó una voz que hablaba en un hebreo con mucho acento:
—¡Eh, los de adentro! Tenemos una proposición que haceros… ¿Nos oís?
Avram, Yigel y Eric se apoyaron los unos en los otros.
—Oíd, sabemos que estáis ahí… ¿Puede el jefe Allon hablar? ¡Contesta! No tienes que dejarte ver…
—¿Cómo conocen a Allon? —musitó Eric.
—Por árabes de la ciudad. Contactos a través de la frontera. Quién sabe…
—¡Allon, el jefe! ¡Será mejor que escuchéis! O, de lo contrario, quemaremos el resto del lugar… Si nos dais lo que queremos, os dejaremos en paz…
Avram susurró:
—¿Debemos contestar?
—No —respondió con rabia Yigel.
—Sí —le contradijo Eric—, si perdemos el tiempo con estas conversaciones, es posible que Allon pueda llegar a la ciudad y nos presten ayuda…
—¿Qué deseáis? —gritó entonces Avram.
—¿Eres el jefe Allon?
—Lo soy. ¿Qué queréis?
—Seis niños. Sólo seis. Nos los llevaremos y los retendremos hasta que vuestro Gobierno nos devuelva a nuestros seis luchadores por la libertad que tiene en vuestras cárceles…
—Los luchadores por la libertad son los que atacaron a la escuela hace dos años —le explicó Yigel a Eric. Y luego le dijo a Avram—: Diles que se vayan al infierno…
—Sabéis muy bien que no haremos eso —les gritó Avram.
—Claro que lo haréis. De otro modo, mataremos a todos los niños y a todos vosotros de paso. Mirad, nuestros hombres ya están esperando en la puerta de la guardería…
—No lo conseguiréis —les gritó Avram—. Tenemos este lugar a más de cien de los nuestros…
—Tal vez los hubiera. Pero ya no los hay…
Silencio.
—Cuando entremos en la guardería no dejaremos a nadie vivo… ¡Jefe Allon! Será mejor que nos entregues a seis. Sólo a seis…
Las camitas estaban pintadas con patitos y conejitos. Unos payasos y unos elefantes bebés danzaban por las paredes. Y Juliana dormía allí. Mi muchacha…
Alguien trasteó en el cerrojo de la puerta trasera de la cocina.
Dieron un salto.
—Tened cuidado. No abráis…
—¿Quién está ahí? —gritó Yigel, apuntando con su revólver.
Hubo un pesado susurro.
—Soy yo… Shimon… Abridme…
Yigel abrió la puerta lo suficiente para dejar entrar a un joven árabe, con las manos en alto, y a Shimon que empuñaba un fusil y apuntaba con él en la espalda al árabe.
—Atrapé a este tipo que bajaba por la colina con un cuchillo en la mano. —Shimon entregó el cuchillo a Avram—. Zvi y Allon han muerto. Max y Ben consiguieron pasar. Tal vez ya se encuentren en la ciudad.
—Si supiéramos cuántos son —respondió Eric—, tal vez podríamos…
—¿Podríamos qué? —le preguntó desdeñosamente Avram.
—Preguntadle cuántos son —replicó Eric.
Yigel dijo algo en árabe y luego lo tradujo.
—Dice que no sabe…
—Dame el cuchillo —intervino Eric; lo cogió de manos de Avram.
Lo apretó contra el cuello desnudo del árabe. El hombre retrocedió horrorizado, con los ojos desorbitados.
—Yigel, explícale que si no responde, se lo cortaré de la misma forma que rajó al perro, y probablemente, también a Ezra. Díselo.
Yigel habló. El hombre murmuró algo y Yigel lo tradujo de nuevo:
—Dice que son «cuatro»…
—Por lo menos había cinco o seis sólo delante de la puerta de la guardería, y hay algunos más en el tejado. Explícale que queremos saber la verdad —ordenó Eric.
—Dice que cinco. Que se había olvidado de contarse a sí mismo…
Eric hundió un poco el cuchillo en el hombro del árabe. El hombre empezó a gritar y Eric retiró la ensangrentada navaja.
—Respóndeme —gritó—, o la vez siguiente te rebano el pescuezo…
El árabe tembló, gritó algo y Yigel lo tradujo una vez más.
—Dice que hay dos en el tejado. Que no sabe cuántos se encuentran delante de la puerta de la guardería. Los demás han muerto.
—Muy bien. Átalo —le ordenó Eric.
Le sorprendió comprobar que Avram y Yigel le obedecían sin protestar.
—¡Jefe Allon! ¿A qué aguardáis? ¿Hasta que prendamos fuego a la guardería?
—No podréis —les respondió a gritos Avram.
¿Dónde estarían Max y Ben? Y, si por algún milagro habían conseguido cruzar, ¿cuánto tiempo tardarían en llegar con la ayuda procedente de la ciudad?
Eric se arrastró hasta la ventana de delante. Habían encendido una antorcha delante de la puerta de la guardería, y no quedaba la menor duda de que iban a incendiar aquel lugar. A la luz vacilante de la antorcha los contó: cinco, no, siete, apoyados contra la puerta y esperando. Oyó sus malignas carcajadas. Qué rufianes, qué salvajes… Y aquellas lastimeras mujeres que se hallaban al otro lado de la puerta… Juliana… Se percató de que nunca le había acometido tanta ira ante tamaña atrocidad…
Se levantó vociferando, sin reconocer su propia voz, sin saber siquiera lo que gritaba.
—Iré a por ellos, iré a por ellos…
—Agáchate —le gritó Yigel—. Eric, no seas loco, agáchate…
—Qué basura, qué escoria de asesinos —gritó Eric.
Yigel lo obligó a agacharse.
—¡Calla! No puedes hacer nada… Son siete…
—Tengo una granada…
—Pero están demasiado lejos… Te dispararían desde el tejado, además de los otros que están allí… No llegarías nunca lo suficientemente cerca para arrojarla, no desperdicies tu vida…
Ante los ojos de Eric parecieron iluminarse unos resplandores rojos y amarillos. Todos los terrores del mundo destellaron en su cabeza, como se dice que ocurre en el momento de extinguirse la vida. Oprimieron su pecho todos los angustiados, todo el mal y toda la iniquidad: los niños perdidos, la violencia, la corrupción y la muerte prematura. Todos ellos, todos ellos…
Su camisa se desgarró por la espalda, dejando un trozo de tela caqui en las manos de Yigel, mientras se zafaba, alcanzaba la puerta y bajaba los escalones con la bomba en la mano.
Los supervivientes lo contaron de esta forma: Cruzó el espacio abierto hacia la guardería, al igual que un futbolista que corre para conseguir un gol. Regateó y volvió a precipitarse hacia delante, mientras las balas se aplastaban contra el suelo en torno de sus pies. A unos cinco metros del grupo que estaba delante de la puerta de la guardería, una bala le alcanzó en la espalda y cayó muerto, pero no antes de que pudiera arrojar la granada en medio del grupo, matándolos a todos.
Aquello fue el fin. Los dos francotiradores huyeron aterrorizados del tejado y fueron capturados en el huerto. Para cuando llegó ayuda de la ciudad, ya habían apagado el incendio y todo estaba en silencio, excepción de los lloros de las mujeres que amortajaban a los muertos.
En el otro lado del mundo, en Estados Unidos, un cablegrama llevó las noticias. Hacía ya una semana que había llegado, y Joseph había envejecido diez años. Se sentó a desayunarse, su primera auténtica comida en muchos días. Acabó el café y se separó de la mesa, pero no se levantó; se limitó a seguir sentado allí con la boca abierta. Como un auténtico anciano. Anna no se había mirado al espejo. Dios sabría qué aspecto debería de tener… ¿Y eso qué importancia tenía?
Y luego (cómo si aún no hubieran tenido bastante), Celeste les entregó el correo, en el cual, entre montones de facturas, anuncios y cartas de condolencia, se encontraba una carta manuscrita de Eric… La había echado al correo hacía diez días.
Las manos de Anna temblaron, pero su voz fue firme:
—Tengo que decírtelo, Joseph. Es una carta de Eric.
—Léela —respondió su marido con un hilillo de voz.
Anna deglutió y obedeció. «Queridos abuelo y nana: Acabo de regresar de sembrar avena. Desde donde estoy ahora sentado, los oscuros y húmedos campos se extienden hasta el horizonte; es algo muy hermoso». Se había sentado delante de un escritorio, su mano había descansado sobre aquel papel hacía sólo unos cuantos días. No, un escritorio no, seguramente una mesa basta y sin pintar. Se le formaban unos finos pliegues en torno a los ojos, pues debía forzar la vista; pronto habría de ponerse gafas. Sus ojos eran tan brillantes cuando su cara estaba morena… Estaría muy bronceado tras tanto tiempo trabajando en los campos. «No quiero parecer afectado o algo chiflado, y confío que nadie piense eso de mí, pero si lo hacen no puedo hacer nada. Es como si algo estuviese detrás de mí, presionándome para que haga algo, que, realmente, haga algo por una buena causa. Confío en que me comprenderéis lealmente».
Joseph gimió y Anna se detuvo.
—Adelante —musitó al poco de su marido.
—«De verdad siento que pertenezco a este lugar. Por primera vez, desde que me he hecho lo suficientemente mayor para pensar en estas cosas (desde que empecé a vivir con vosotros quería más bien decir), no siento ningún conflicto acerca de quién soy yo. Sólo soy otro par de manos necesarias y voluntariosas… Sé que confías mucho en que lleve a cabo tu trabajo y continúe tu buen nombre. Miles de jóvenes estarían agradecidos por tener una oportunidad como esa, y, realmente, estoy agradecido. Pero no es para mí. Desde que he llegado aquí, estoy convencido de que no es algo para mí».
—No quería regresar —comentó dubitativo Joseph—. Nunca hubiera regresado.
Anna lo miró con dureza, pero él siguió sentado sin decir ya nada más.
Anna reanudó la lectura:
—«De todos, vosotros dos comprenderíais muy bien que hay algo diferente en este país. No resulta encantado o grácil, como Europa, ni rico y fuerte como nuestro propio país, al que tanto he amado. Pero venid a visitarme aquí y comprobareis, por vosotros mismos, lo que quiero decir y lo que hago. Asimismo, quisiera deciros que tengo junto a mí a una muchacha. No sé cómo resolveremos las cosas entre nosotros, pero la amo. Es holandesa; os gustará a primera vista. Ya sabéis lo buenos que fueron los holandeses con nuestro pueblo durante la guerra…».
Anna terminó la carta y la dejó encima de la mesa. Luego abrió un delgado sobre de avión, con la dirección escrita por una persona extraña.
—Es de una muchacha. De Juliana. Debe de ser la chica a la que se refiere Eric…
—Léela.
—«… creo que les había escrito sólo uno o dos días antes de que sucediera la desgracia. Pero, en aquel momento, no sabía que íbamos a casarnos. Eso no supone ahora ninguna diferencia para ustedes —Anna se detuvo y luego, con voz más fuerte, prosiguió—, pero deben saber qué estuvo haciendo hasta el final. Era muy valiente, como los demás les habrán dicho, o seguramente, les contarán. Pero, sobre todo, se sentía feliz. Quería que supieran esto. Y asimismo que los mencionaba con frecuencia y que los amaba mucho. Mi primer pensamiento fue regresar a mi hogar, con mi madre, con mi gente. Luego pensé que no, no mientras siga floreciendo el mal. Iré como pionera al Néguev. Voy al desierto, a un lugar muy duro».
Seguían unas cuantas líneas más y la expresión de sus mejores deseos.
—Pobre muchacha —comentó Anna.
—Sí… pobre chica…
Siguieron sentados sin moverse. El periódico de la mañana y las tazas de café continuaban encima de la mesa, entre ellos, como cualquier día ordinario. Luego Joseph reposó la cabeza encima de la mesa.
Dios, Dios, ¿dónde estás? Anna lloraba en silencio. ¿Por qué atormentas a este hombre bueno? Eso sin hablar del resto de la Humanidad… El mundo sufre y se derrumba; las personas son comidas por el cáncer, gritan en los manicomios, las ametralladoras disparan contra los niños, los propietarios se llevan los salarios de medio mes por tener derecho a vivir en una casucha. ¿Por qué, con Tu sabiduría, permites que ocurra esto?
¿Y por qué he de continuar creyendo en Ti a pesar de todo? Theo dice que se debe a que necesito la imagen de un padre. No lo sé, no puedo pensar en ello. No puedo pensar en nada. No sé por qué creo aún en Ti… Porque creo. Tengo que hacerlo o no podría vivir.
Pero te lo pregunto igual: ¿cuándo dejarás de torturarnos?
Sonó el teléfono. Anna se levantó para contestar. Habló durante un momento y regresó luego a la mesa.
—Era Theo —explicó en voz baja—. Iris acaba de tener un bebé. Un niño. Ambos se encuentran bien…