El coche zumbaba hacia el Norte, entre aquel frío que tanto amaba Theo. El invierno había sido siempre para él la mejor estación. Adoraba la nieve cayendo de un firmamento gris, cómo silueteaba las ramas, de una forma tan japonesa; cómo se deseaba volver junto a la chimenea, tomar una sopa espesa y arrebujarse en edredones. Al cruzar la demarcación entre Massachusetts y Vermont, pensó que aquello no se diferenciaba demasiado de Austria.
Se inclinó hacia delante y trató de sintonizar mejor la radio, pero cuanto más se alejaba de la ciudad más se debilitaba el sonido, y la Novena de Mahler quedó irreconocible por los parásitos. Cuando al fin la apagó, ya no se oyó otro ruido que el clic de los limpiaparabrisas y el roce de los neumáticos del coche.
Hubiera sido estupendo tener a Ingrid al lado. Su presencia resultaba una delicia y aquello ya duraba casi un año. Ni sus risas ni sus silencios solicitaban nada de él. Una vez a la semana, Theo iba a la ciudad a dar una clase, tomándose luego libre el resto del día y de la noche, dedicando aquellas horas a Ingrid. Eran tan absolutamente libres en aquellas dos pequeñas habitaciones… Ingrid tenía muy buena música y hacía ella misma el pan en el horno. El lecho estaba junto a la ventana, de la que colgaban plantas, que constituían las únicas cortinas, y que proyectaban sobre la cama su sombra verde y su húmeda fragancia. A veces, se pasaba toda la tarde tumbado escuchando música, mientras Ingrid fumaba sus suaves cigarrillos que habían llegado a convertirse en algo consustancial a ella. Cuando Theo se marchaba, quedaba animado para el resto de la semana.
Pero hubiera sido una locura que viajasen y llegasen juntos. Nunca se sabe a quién te puedes encontrar, aunque había elegido aquella pequeña estación de esquí a causa de que se encontraba apartada de las carreteras principales, y porque no conocía a nadie que estuviese enterado de su existencia, y mucho menos que hubiera estado allí.
Se lo mencionó a Iris, sabiendo que se negaría a ir con él, explicándole que sería estupendo pasar unos días esquiando.
—Puedes hacer muchas cosas estupendas allí mientras desciendo por las faldas de las montañas —le dijo—. Dar paseos por el pueblo, mirar antigüedades…
Pero Iris había rehusado acompañarlo.
—Vete tú y pásalo bien —le dijo con aquella educada preocupación que se suele tener hacia los amigos.
Las cosas marchaban así entre ellos.
Pero Theo no podía pensar en el modo de cambiarlas. El humor de Iris se había, poco a poco, ensombrecido. (Las nubes se mueven una tras otra en un firmamento soleado, pero si vuelves a mirar al cabo de una o dos horas, te sorprendes al descubrir que el cielo se ha ennegrecido por completo). Iris no se había mudado a otra habitación porque todas las demás estaban ya ocupadas, pero había sustituido la cama matrimonial por camas individuales. Iris aguardó a que Theo hiciese algún comentario, pero no hizo ninguno. Si aquello era lo que ella quería, pensó Theo enojado, se encontraría con lo que buscaba. De todos modos, ya se habían dicho todo lo que se interponía entre ambos. Theo recordó haber oído historias acerca de matrimonios, hacía una o dos generaciones, que vivían bajo el mismo techo sin dirigirse la palabra el uno al otro. Nunca creyó que resultara posible una vida así, aunque ahora se percataba de que sí era verosímil. De todos modos, tampoco era cierto que Iris y Theo viviesen sin hablarse; les inquietaba mucho como padres, infligir una cosa así a sus hijos. No, mantenían unas conversaciones corrientes en la mesa e iban a reuniones de la Asociación de padres y maestros y acudían a cenas y fiestas de amigos que no sospechaban nada de su situación. (Ya casi nunca acudía al club; Iris había tenido razón al respecto. No era la atmósfera que él realmente deseaba, pero su día semanal dedicado a Ingrid le compensaba con creces de aquella pérdida, según pensaba ahora, sonriéndose para sí).
Así estaban las cosas. No había sido capaz de mudar el modo de pensar de Iris, ni ella había cambiado; aunque reflexionó que sí había cambiado un poco. Sí, de modo extraño algunas de sus convicciones habían comenzado a tener influencia sobre él. Las cosas que Iris había dicho, surgidas de unos tortuosos canales, cámaras y recovecos de su mente, habían comenzado a parecer ciertas. O, por lo menos, se veía que había en ellas algo de verdad.
¿Tal vez tenía razón Iris y él no deseaba realmente casarse? A veces creo —y ello me entristece y avergüenza—, que realmente no lo deseaba. Recuerdo que me encontraba muy cansado. Sólo quería descansar. Quizá todo lo que deseaba eran unas habitaciones soleadas, un piano en la parte salediza de una ventana, pájaros en unos árboles situados delante de la ventana, y no había ninguna forma simple y eficiente de conseguir aquellas cosas sin estar casado. ¿O sí hubiera podido tenerlas?
También deseaba hijos, otro muchachito, aunque nada pudiese devolver el primero… Pero sus hijos eran maravillosos: Jimmy, un avispado pícaro; sensitivo, pensativo y, a veces difícil, Steve; aquella redondita y sonrosada Laura… ¿Cómo podía un hombre describir a su querida y única niñita?
Deseo que resulte suficiente para Iris que tengamos todo esto, y que la vida sea —era— buena juntos. Porque resultaba tan bueno estar juntos… Pero eso ya no es suficiente… Iris desea algo que no parezco ser capaz de darle. Siento —sentía—, a veces, como si hubiera dado unas monedas a un mendigo que necesitaba algo más de lo que yo le podía dar. Quiere que la adore. Y yo no la adoro.
Antes de casarse, Iris temblaba en su presencia; Theo había observado que ella estaba enamorada de él y ello le conmovía. Recordaba haber pensado que sería muy bueno con ella (¿entonces, tal vez, pese a todo, realmente había querido casarse con ella?), y a su vez, disfrutar de su tranquila forma de ser, del refinamiento de su rostro. Una dama encantadora, eso es lo que era. Un concepto de miras estrechas en Estados Unidos, pero que aún se valoraba en Europa, o por lo menos, así ocurría mientras él había vivido allí. Una razón suficiente en Europa, la mejor razón de hecho, para elegir esposa.
Pero no había esperado la intensidad de su amor. Aquellos ojos tan confiados y que lo adoraban… Un hombre podía sentirse culpable ante ellos sin necesidad de haber hecho nada. Su alma se asomaba por sus ojos. Toda aquella emotiva gravedad… Casi daba miedo. Ser responsable de la supervivencia de otra alma…
Frunció el ceño. Sus pensamientos le habían producido dolor de cabeza, o tal vez sólo se debía al gorro de lana que estaba prieto. Se lo quitó. Si hubiera conocido a Iris lejos de aquella casa tan vital y acogedora —el primer hogar en el que había estado desde hacía muchos años—, si la hubiera conocido en una oficina con el bloc de notas encima de las rodillas, y con aquellos ojos oscuros y meditabundos mirando más allá de él, a los rincones de la estancia, ¿se hubiera sentido tan fácilmente atraído por ella? La verdad es que no… No obstante, una vez conocida su sutil y adaptable mente, el auténtico placer que para ella radicaba en estar con él, se había limitado a desear estar con ella. Se habían deslizado hacia una pauta de comprensión, hacia un lenguaje común.
No era muy frecuente que dos personas fueran capaces de caminar con tanta facilidad al mismo ritmo a través del mundo, incluyendo en ello el ritmo del sexo.
Habían compartido todo eso, y ya no era capaz de hablar con ella acerca de su obstinada y fija idea de que él debía sentir, por ella y hacia ella, de aquel modo y sólo de aquel modo, y no sentir nada igual hacia ninguna otra persona presente o pasada.
¡Mujeres! Pero no todas las mujeres…
La primera vez que estuvo con Ingrid, esta le dijo:
—Tienes el cuerpo de un bailarín o de un esquiador… En forma de uve, disminuyendo desde los hombros hasta las caderas. Algo especialmente apropiado para esquiar…
Theo quedó encantado.
—Soy muy bueno esquiando…
—¿Lo ves? Lo que te digo. Es muy diferente, por ejemplo, respecto del cuerpo de un boxeador…
—¿Eres una experta en cuerpos masculinos?
Ingrid se echó a reír.
—He visto ya tantos… —Al ver que él no respondía, añadió—: ¿No te extraña?
—Claro que no. Sólo estoy sorprendido. No pareces…
—¿Una fulana? Pero qué provinciano eres… ¿Hay que ser vulgar para disfrutar de lo que ha sido hecho para el placer? ¿El sexo debe ser sólo santificado o denigrado?
—No lo sé. Pero la mayoría de las personas, en especial las mujeres, lo ven de ese modo, ¿no es así?
—Se trata de un simple placer, eso es todo, y eso es en lo que creo. Lo mismo que el vino o la música. Cuando estás cansado, cambias de marca o das la vuelta al disco.
—Confío en que no te canses de mí demasiado pronto —le manifestó Theo en otra ocasión.
Estaban comiendo fettuccine en «Alfredo». Ingrid tenía un estupendo apetito. Aquello era otra cosa que le hacía sentirse a gusto a su lado. Nunca le estaba dando vueltas al asunto de las calorías, como hacen la mayoría de las mujeres en la actualidad, y de cómo habrán de pasar hambre durante la semana próxima para compensar aquella noche especial. Los fettuccine se le deslizaron del tenedor y se echó a reír. Luego también se rio él, aunque aquello resultaba tan estúpido… No había reído de forma tan alocada desde hacía quién sabe cuánto tiempo…
—No espero cansarme de ti —le respondió con franqueza Ingrid—. Aún sigue gustándome Beethoven y, aunque no lo creas, aún adoro el «Château Mouton Rothschild», no tienes más que probarlo…
—Muy bien, lo haré —respondió Theo, al tiempo que llamaba al camarero de los vinos.
Luego ella se había puesto seria.
—Pero cuando tú te canses de mí, ¿me harás un favor? Llámame y dímelo. No me mientas ni me des excusas para no concertar nuevas citas. No intentes apartarte de mí educadamente. Sólo dime: «Ingrid, adiós; lo hemos pasado muy bien, pero adiós». ¿Lo harás, Theo?
—Muy bien, pero no quiero pensar en ello. Sólo acabamos de empezar… —le respondió.
De nuevo la libertad, la libertad, cual una brisa vigorizante… Si las mujeres supiesen…
También había sido capaz de hablar con ella acerca de Liesel. Por primera vez le escuchó con atención. Habló durante horas mientras ella permanecía tumbada en el lecho, fumando cigarrillos. Habló y habló… Le contó cómo al principio, fue incapaz de creer en la muerte de Liesel o de su hijo; cómo, una vez, en un restaurante de Londres, durante la guerra, oyó a una mujer, en una mesa contigua a la suya, que hablaba con acento extranjero, un acento que fantaseó que hubiera sido el de Liesel si esta hubiera aprendido a hablar en inglés. Dio una excusa para levantarse de la mesa y lanzar una mirada a aquella mujer. Hasta tal punto había llegado su locura…
Incluso había recordado a aquel joven, de Londres, cuya mujer había resultado muerta en el bombardeo de su casa, y cómo él, Theo, sujetando la mano de aquel tipo se había jurado a sí mismo: No, es una locura amar así, hacerte tan vulnerable. No quiero volver a ser tan vulnerable nunca más…
Le contó cómo, tras su encuentro con Franz, el rostro de Liesel, que se había desvanecido, había regresado y oscilaba en el aire ante su vista, nítido hasta el menor detalle: la blanca cicatriz del arañazo que un gato la había infligido en la nariz, aquel diente torcido que tanto la preocupaba, el hecho de que sus pestañas fuesen morenas y sus cejas rubias. Aquel rostro que tenía delante de él durante todo el tiempo, todo el tiempo… A veces se había regocijado de ello, percatándose de lo mucho que lo había anhelado; en otras ocasiones, tuvo que taparse los ojos y gritar: «¡Aléjate! ¡Apártate de mí! ¡Vete!».
Le había contado a Ingrid todo esto y al decirlo, y al ella escucharlo, había encontrado alivio, calma, tranquilidad…
No le habló de Iris e Ingrid tampoco le preguntó por ella. Cuántos sobrentendidos había entre ellos… Ingrid calmaba su sed, apaciguaba su hambre y quedaba ella misma satisfecha. Dejaban que sus mentes se vaciasen en una marea de sueño tras sus momentos de dicha, sin preocuparse por lo que deseasen o necesitasen. Qué mujer más tranquila… Una mujer que no precisaba que cuidasen de ella…
Iris nunca comprendería a nadie así…
Ni tampoco su suegro, pensó Theo divertido. Desearía lapidarme a muerte… Amor sin fin mientras no cometas transgresiones; ninguna piedad, en caso contrario. La única razón de que perdone mi irreligiosidad es porque soy médico. Aquel pensamiento le divirtió momentáneamente.
—Tu trabajo es sagrado. Haces un trabajo sagrado —le decía Joseph a menudo.
En cierto sentido, aquello era cierto, si se retorcía un poco la palabra «sagrado». Theo levantó una mano del volante y la flexionó dentro de los guantes. Una intrincada red de frágiles huesos, pero cuántas cosas podía hacer… Estaba orgulloso del trabajo que llevaba a cabo, y era humilde al mismo tiempo… ¿Sagrado? Tal vez sí…
Pero, entonces, cualquier trabajo es sagrado y el cuerpo es milagroso. El trabajo de descender por las faldas de las montañas, la tensión de los bailarines o de los que tocan el violín. Qué mecanismo tan raro resultaba el hombre. Un bruto, en el peor de los casos, y en el mejor, un organismo egocéntrico, que sólo buscaba su placer…
¿Y por qué no? Mientras no perjudiquemos a nadie… (No lastimo a nadie; ¿o sí?). Dejar florecer nuestro escaso tiempo con nuestras pequeñas codicias y nuestros pecadillos y morir sin ofrecer resistencia, cuando llegue nuestra hora.
—¿Qué te gustaría hacer con tu vida? —le preguntó un día a Ingrid.
—No lo sé. Y eso es lo maravilloso… Disfrutar de la belleza. Me gusta mi trabajo. Me gusta verme saludable y joven, y procuraré conservar ambas cosas todo el tiempo que me sea posible. Asimismo, me agrada la música y la buena comida. Y me gustas tú. Me gustas mucho, Theo…
—Eso me alegra —contestó él.
—Pero no deseo poseerte. No temas. Podrás irte en el momento en que lo desees. Y tampoco deseo sentirme atada, ya lo sabes.
Y aquella era la auténtica razón de que no desease alejarse. ¡Qué sabias son las mujeres! ¡Qué perversos son los hombres!
Llegó a un desvío existente en la carretera general y se detuvo a echar un vistazo al mapa. Diez kilómetros desde la bifurcación y pasada la tienda de artículos diversos… Su corazón le latió con fuerza debido a la excitación, unos latidos agradables, indoloros. El coche comenzó a trepar por la carretera de montaña. Se veían pocas huellas de neumáticos. La carretera no parecía muy frecuentada, por lo que el lugar estaba bien elegido después de todo. Se dirigió al albergue, que se alzaba entre piceas. Allí se encontraba ya el cochecito verde de Ingrid. Había llegado antes que él, puesto que Ingrid conducía como una poseída…
La nieve era firme y espesa. No hacía demasiado frío. Con suerte tendrían una mañana soleada. Y, mientras tanto, allí le aguardaba la comida, una chimenea, una cama y una muchacha alegre, fuerte, experta y dulce…
La débil luz de febrero se filtraba hasta la alfombrilla que estaba al lado de la ventana y sobre las manos de Iris, que sostenían un libro que, en realidad, no leía. Sólo estaba sentada allí, según comprobó Anna, observando el tiempo que hacía. Anna dio unos golpecitos en la abierta puerta e Iris se dio la vuelta.
—Hola —le dijo Anna cariñosamente—. Ya he hecho las labores domesticas y pensé que podía dar un paseo. Necesito un poco de ejercicio.
Era la mejor excusa que podía pensar para aquella desacostumbrada visita antes del mediodía. La verdad es que había detectado, a través de sus mundanas conversaciones telefónicas mantenidas durante los últimos días, una nueva y alarmante depresión del espíritu de su hija.
—Muy bien, siéntate. ¿Quieres comer algo?
—No, gracias. No me quedaré mucho tiempo.
Se sentó, algo desmañadamente, y se preguntó cómo preguntar o comentar las cosas. Con Iris, siempre resultaba muy difícil encontrar las palabras adecuadas…
—Si Nellie no apaga la radio en la cocina —casi gritó Iris de repente—, creo que me volveré loca, o la estrellaré contra el suelo…
—Es lástima que no estés en Vermont con Theo. Realmente necesitas un cambio, Iris. Los nervios de las mujeres quedan destrozados si se está continuamente con los niños y no se busca ninguna clase de alivio…
Un lugar común, para no enfrentarse abiertamente con la verdad…
No hubo respuesta.
Anna prosiguió en voz baja:
—Iris, llega un momento en que debemos dejar aparte nuestra reserva. Sabemos, desde hace mucho tiempo, que tienes problemas, y he sido demasiado educada y prudente para preguntarte de qué se trata. Pero ahora ha llegado el momento.
Iris alzó la vista. Su rostro carecía de cualquier tipo de expresión. Estaba como vacío. Su voz tampoco reflejó ninguna inflexión.
—A veces me preocupa si estoy viva o si voy a morirme. Ya sabes ahora de qué se trata…
—¿Te ha hecho algo Theo?
La pregunta golpeó a Iris como una bofetada. Su boca se torció en una mueca debido a las lágrimas.
—¿Que si Theo me ha hecho algo? No, realmente, no me ha hecho nada. Sólo se ha alejado de mí, me ha dejado sola. Nos hemos abandonado el uno al otro. Vivimos en la misma casa, pero estamos muy lejos el uno del otro.
—Comprendo. —Anna hablaba con mucho tiento—. ¿Me puedes decir las razones, o no lo sabes?
—Oh, las conozco muy bien… Es a causa de mí… No cumplo los niveles requeridos… No sé esquiar, no soy una rubia delicada, soy sólo mediocre con el piano. Hay que enfrentarse con ello; soy mediocre en general. Fin de la cita…
Así que se trata de eso, pensó Anna. Debí haberlo sospechado…
Iris se levantó y dio unos pasos en la habitación. Luego se sentó de nuevo al escritorio, enfrente de Anna.
—Mamá… Sé que debería avergonzarme de mí misma por preguntarte esto, pero debo saberlo. ¿Era tan hermosa como en la foto?
—No he visto nunca ninguna fotografía —contestó Anna evasivamente.
—Por favor, no me trates así. La viste cuando estuviste en Viena…
—Todo lo que recuerdo es una bonita chiquilla… Iris, cariño, ¿por qué te haces esto a ti misma?
—No lo sé. No lo sé…
Hacía mucho tiempo, años y años —¿cuándo?— Anna había tenido un destello de pensamientos. Si alguna vez tengo una hija, no le permitiré que sea vulnerable y poco realista.
—Ya ves —lloró Iris—, ya ves, nunca más volveré a tener dignidad… Tengo un alma mezquina… Estar celosa de aquella pobre mujer que anduvo a través de la destrucción de este siglo y murió en ella… Envidarla por la única cosa que ha dejado: alguien que la amó y que sigue triste por ella… Estoy avergonzada de mí misma, de este gusano que me roe por dentro… ¿Ves qué persona más perversa soy?
—No eres perversa. Nunca lo has sido. Pero piensas mucho en todo, incluida tú misma…
Debía existir alguna combinación de palabras que sonasen naturales, y al mismo tiempo, resultasen consoladoras.
—Es normal sentir un poco de celos y es normal sentirse algo culpable por ello…
—No —la interrumpió Iris—, no te das cuenta de lo que quiero decir. ¿Cómo es posible? Papá te adora; no tiene a nadie más que a ti…
Anna hizo una mueca de dolor, mientras el sufrimiento la corroía por dentro. Luego trató de mostrarse despreocupada.
—Tu padre es un hombre. ¿Y cómo puedo saber si me lo cuenta todo? Pero te aseguro que no estoy preocupándome sin cesar…
—Pero sabes —le respondió con impaciencia Iris— que no está en un club de campo rodeado de mujeres o que no se sienta a solas en el piso de abajo, sufriendo durante toda la noche. Yo soy del todo superflua, ¿no lo ves? Me mantiene apartada. Y no sé cuánto tiempo podré vivir así…
—¿Deseas abandonarlo?
Iris la miró con fijeza.
—Quisiera poder desearlo. Pero no lo deseo. De todos modos, no creo que tampoco pudiera vivir de esa manera…
—Deseo saber cómo ayudarte…
—¡Ayudarme…! Me hubieras podido ayudar no dándome este nombre tan ridículo; eso, en primer lugar. ¡«Iris»! Mírame, ¿parezco un lirio[2]? ¿Qué motivo tendrías para creer que iba a crecer y me gustaría un nombre así? A menos, naturalmente, que esperases que me pareciera a ti…
—Lo siento. Pensamos que era un nombre encantador, eso es todo…
—Dios santo —musitó Iris.
Golpeó el escritorio con los puños. Luego bajó la cabeza. ¡Cuánto sufrimiento! Estaba desesperada… La nuca de aquel cuello era tan débil, tan tierna, incluso en un adulto… Anna adelantó una mano para tocarla, pero luego la retiró, temerosa de entrometerse.
Oh, la amo, la amo, y eso que no fue nada parecido a lo que sucedió con Maury. Dorado Maury. Aquellos primeros años en la acera, con las mujeres sentadas en sillas plegadizas, los pequeñitos con sus juguetes de arrastrar, sus risas, su pelo claro… Una anciana abuela le había tocado su cabeza con la mano.
—Wunderkind —le dijo—. Qué niño más encantador…
¿Pero cómo podían haber sido igual las cosas respecto a Iris? Dios sabe que nunca experimenté alegrías por su causa ni antes ni después de su nacimiento. Tanta miseria, tanta desesperación, tanto sentido de culpabilidad, ¿no podían haber afectado al niño en el útero? Y después, mirándola, buscando en su rostro señales —por loco que esto pueda parecer—, a través de las cuales pudiera ser yo castigada… De que pudiera ser, Dios no lo quisiera, retrasada, lisiada, marcada… Pero no fue retrasada, ni lisiada, aunque, sin duda alguna, quedó marcada. Pálida, tímida. Oh, qué valiente es esta pobre alma, cómo intenta lograr la felicidad y está a punto de conseguirla, pero siempre ocurre algo; se levanta un viento que la derriba. Es mi pecad. Debiera haber existido algún medio para haberla enseñado a ser fuerte y segura de ser amada… Pero no lo hice…
El pasado es tan vago… El pasado de Iris me elude. Mientras ella crecía, aumentaba mi precaución. Pero nunca me dio ningún problema. Recuerdo que nunca pareció joven.
¡Maldito Theo! ¿Qué le había hecho?
Tal vez si se hubiese casado con aquel achaparrado y tímido maestro, que la había rondado durante la guerra, quizá la vida hubiera sido menos complicada para ella. Él era un hombre humilde e Iris hubiera sido su reina. Pero entonces cada hombre y cada mujer podrían preguntarse cuán diferente hubieran sido sus vidas de haberse casado con otras personas. ¿Se preguntaría aquello mismo todo el mundo, en un momento dado? Un matrimonio de ancianos pasea cada tarde delante de mi casa. Siempre llevan gabardinas. La mujer tiene un rostro rubicundo y se sujeta el pelo hacia atrás con una cinta. Dan pasos al unísono, y hablan, siempre hablan. ¿Qué tendrán que decirse el uno al otro?
—Odio el parloteo —dice siempre Joseph.
Pero aquel hombre y aquella mujer se inclinan uno hacia el otro, riendo. ¿Cómo hubiera sido yo de diferente si me hubiese casado con un hombre que tuviera muchas cosas que contarme? ¿Y si me hubiese casado con Paul?
Iris levantó la vista y se enjugó los ojos.
—Dime una cosa: ¿hubieras querido morirte si papá no te hubiese pedido que te casaras con él?
¡Dios mío, qué preguntas!
—No, ningún hombre se merece eso.
—Ahora estoy segura de que tú no eres igual que yo y que yo no me parezco en nada a ti…
—Supongo que no.
En un estante, encima del escritorio, había una reproducción de El beso, de Rodin. Era extraño que Anna no se hubiera percatado antes de que se encontraba allí. Aquello estaba bien en un museo, pero por Dios santo, ¿no resultaba excéntrico tener aquella desnuda y abrazada pareja expuesta en la casa de uno, especialmente con los niños entrando y saliendo? Iris debe de ser más «libre» que yo en las cosas de ese tipo. Yo todavía me desvisto a solas. Joseph lo encuentra chocante. No sé por qué lo hago. No me encontraba embarazosa cuando me desnudaba delante de Paul…
Los pensamientos de Anna se disiparon poco a poco. Estaba de pie y confundida, como aturdida, sin saber dónde ir o qué decir. ¿Qué sentiría yo en la piel de Iris? No sé si estaría tan quebrantada como lo está ella. Theo es el centro de su vida y el «centro es intocable». Le acabo de decir que un hombre no merece que se muera por él. Pero yo siempre he dicho que, si algún tirano pidiese mi vida o la de Joseph, diría, «toma la mía». ¿También lo haría por Paul? Me pregunto qué estará haciendo Paul en este instante. ¿Qué me diría si le contase las angustias de su hija?
Pero se trataba de la vida de Iris, no de la suya.
—Debes hablar con Theo. Hablaros el uno al otro, romper el muro que os separa. Tal vez encuentres que, tras estos meses, se halla dispuesto a oírte y a cambiar de conducta.
El hablar de Anna fue tomando impulso, valiéndose de clichés:
—El tiempo es el mejor remedio, ya lo sabes. Especialmente cuando se hace lo apropiado. Lo que no ayuda es seguir lastimando a alguien.
—¿Y qué sabes tú de eso? ¿Qué daño has hecho tú?
—Soy humana.
Tras un momento, Iris prosiguió:
—No creo haberle hecho ningún daño a Theo.
—Tal vez no. ¿Pero tratarías de olvidar el daño que te ha hecho él a ti?
—Tampoco sé qué entiendes al hablar del daño que haya podido hacerme a mí. Simplemente, se ha cansado de mí. Y él no puede hacer nada al respecto, ¿verdad?
—No puedes dar eso por seguro. Te vuelvo a decir, querida, que analizas las cosas demasiado profundamente. Puedes imaginar motivos que, en realidad, no existan. O, de todas formas, exagerarlos. Solía observar que hacías eso cuando eras una chiquilla.
—Siempre me has estado observando. Escrutando mi rostro como si buscases algo.
—¿De veras? No lo recuerdo. ¿No miran siempre las madres de cerca a sus hijos?
—Era algo diferente. Pensaba que dabas la impresión de que no me reconocías, como si no estuvieses del todo segura de quién era yo…
Anna quedó silenciosa.
—¿Sabes quién soy yo?
—No te comprendo…
—Una persona independiente. Eso es lo que siempre he sido.
—¿Y no lo somos todos en cierto modo? —eludió hábilmente Anna.
—Claro que no. Mírate a ti misma, con todos los amigos que tienes. No puedes estar sola cinco minutos, a menos que lo desees así.
—¿Amigas? Depende de lo que entiendas por amigas. Conozco docenas de mujeres agradables, pero ¿realmente amigas? Como es natural, está Ruth. —Anna empezó a contar con los dedos—. Y Vita Wilmont, y me siento muy unida a Mary Malone. También están Molly y Jean Becker y… Eso es todo. Las demás sólo son una buena compañía, gente agradable. Esperas demasiado de las personas, Iris. No te darán gran cosa y siempre te decepcionarán.
—Eso es algo cínico procediendo de ti…
—No soy cínica. Sólo realista. No cabe esperar mucho de nadie, eso es todo.
—Yo tampoco espero nada —respondió Iris sombríamente.
—¡Vamos! ¡Eres una mujer joven! Mira hacia delante. Piensa de forma positiva.
(Esto me suena a Club Rotario. Tal vez porque no sé qué más decir).
Sonó el timbre e Iris pareció recobrarse.
—Son los niños que vuelven a casa a comer. ¿Tengo aspecto de estar alterada?
—Tienes muy buen aspecto. No se percatarán de nada.
Eran demasiado pequeños para ver aquella cara triste y la falda y la blusa arrugadas. Anna suspiró.
—Me voy. Tengo cita en la peluquería para esta tarde. ¿Quieres que te pida también hora?
—Tienes mucho tacto, mamá. Pero sé el aspecto que tengo y no me preocupa.
—¿Entonces no te he servido de ninguna ayuda? Deseo tanto ayudarte…
—Ya lo sé, mamá, y muchas gracias. Pero, como ya te dije cuando llegaste, estoy más allá de todo eso. Si no fuera por mis hijos no me preocuparía vivir o morirme…
—¿No se encuentra bien hoy, Mrs. Friedman?
Mr. Anthony, que había cuidado durante muchos años de su cabello, era aún lo suficientemente joven para parecer el nieto de Anna.
—Me duele la cabeza, Anthony. Por eso no tengo ganas de hablar.
Anna cerró los ojos, y luego los abrió sobresaltada por las chillonas voces que procedían del otro lado de la estancia. Una mujer muy arreglada, y con un rostro agraciado para su edad, parecía irritada. Su pequeño y gordezuelo labio inferior estaba retorcido como una roja salchichita de aperitivo.
—Un poco más allá, en las sienes. Encima de los oídos…
El paciente Leo movió un mechón de pelo otra fracción de centímetro. Anna observó aquel juego. Apaciguaba sus sobresaltados pensamientos observar a aquella mujer tan desasosegada y que hacía poses, estudiándose en el espejo como si fuera a tragárselo.
Otra mujer se levantó del secador y se inclinó junto a la de labios salchicha.
—¿Cómo le fue su excursión a la nieve?
—Muy bien. Tuvimos un tiempo estupendo y los niños disfrutaron mucho. Estuvimos en un lugar de lo más recóndito. Constituye un gran cambio no encontrarse con un alma. Oh, sí, había una persona. El doctor Stern, el cirujano plástico. Y no había nadie más.
—¿Estaba allí el doctor Stern? ¿Y con quién? ¿Con su amiguita?
—No conozco al doctor, es Jerry el que lo conoce. ¿Y por qué dice eso, es que tiene alguna?
—Claro que sí… Y hace ya mucho tiempo… Es divertido, pero la gente cree que puede esconderlo. Yo lo sé por mi hijo Bruce, que tiene un apartamento en la ciudad enfrente del de esa alta fulana sueca. Una noche, en que estábamos en casa de Bruce, y tuvimos que cambiarnos de ropa para ir al teatro, vimos llegar a ese doctor Stern. Acostumbraba ir mucho por el club, con su esposa, una persona muy tímida. De todos modos, no caí en ello, pero cuando le vi otra vez, un par de semanas después, le dije a Bruce: «¿A quién viene a visitar?». Y Bruce me contestó: «Viene cada martes a visitar a su amiguita».
—¿A esa sueca alta y rubia?
—Sí, la vi una vez. Con ese pelo tirado a un lado que lleva es imposible olvidarla.
—¡Dios santo! Estaba con él. El doctor intentó hacer ver que acababa de conocerla. Aguarda a que se lo cuente a Jerry…
Mr. Anthony guardó el peine y cruzó la estancia. Cuando regresó de nuevo junto a Anna, las voces se habían acallado.
—¿Les has dicho quién soy? —preguntó Anna.
—No. No les he dicho quién es usted. Les he dicho, simplemente, que cambiasen de tema. Lo siento, Mrs. Friedman. Son unas lenguas viperinas…
En la calle se había levantado viento, un viento cargado de amenazas, que encajaba con su miedo y su ira hacia la mujer que, al revelar lo que ella no quería saber, la forzaba ahora a actuar. Se le había presentado airadamente, una especie de solicitud para la acción.
Luchó contra aquel viento hasta llegar a la puerta de su casa. Su hogar constituía un abrigo contra el mal tiempo; la mezcolanza de colores de los libros, el jarrón de rosas amarillas encima de una mesita encerada, habían estado siempre a salvo de la furia que pudiera desencadenarse en el mundo exterior. Entró y, por un momento, contempló todas aquellas cosas, viendo ahora, tal vez por primera vez, que los muros no significaban una protección, que podían derrumbarse con gran facilidad, que eran tan frágiles como una cáscara de huevo ante las amenazas del mundo.
Debo luchar por ella, pensó aterrada. Debo luchar por ella.
Sacado de una revista, pensó Theo. Una imitación de un aguilón de chimenea colonial de hierro. En el telar situado en un rincón, habían hilado unos metros de tela. Una falsificación divertida. Pero el fuego era auténtico y también la bebida. La carne fría daba comezón por el calor y la expectación. ¿Dónde estaba Ingrid? Tardaba mucho en vestirse, como todas las mujeres.
—¡Stern! ¿Qué haces aquí? Pensé que era el único que conocía este lugar…
—Hola, Nelson —respondió Theo, y se levantó para saludar a la esposa de aquel hombre.
Qué mala suerte… Era la primera vez que lo iban a ver con Ingrid, y había tenido que ser Nelson, del departamento de Patología del hospital…
—¿Estás con la familia?
—No. Me he tomado un par de días libres yo solo. Mi esposa opinaba que tenía merecido este reposo… —respondió Theo.
—Hemos venido con las muchachas. Puedes cenar con nosotros para no estar solo…
—Gracias, pero hoy, en el descanso por las montañas, he conocido a una jovencita. Creo que es maestra, y como no deseaba comer sola, la he pedido que lo hiciera conmigo. Y ahora no puedo zafarme de este compromiso…
—Pues tráela también. En la mesa hay sitio para seis…
—Muy amable de tu parte. Ah, aquí está…
Ingrid bajaba en aquel momento las escaleras. Su cabello estaba recogido a un lado con un pasador de bronce y le caía sobre su camisa de un amarillo limón. La gente se la quedó mirando. Se dirigió directamente hacia Theo.
—Aquí estoy. ¿Creías que no iba a llegar nunca?
—El doctor Nelson y su esposa —le dijo— Miss… Perdone, pero no me acuerdo de su nombre. ¿Miss Johnson, verdad?
Ingrid captó la insinuación.
—Johannes. ¿Cómo están ustedes?
—Miss Johannes es una experta de Noruega. Realmente una experta, tenéis que verla mañana…
—Le he dicho al doctor Stern que se venga a nuestra mesa. Mi esposa y yo estamos planeando un crucero al cabo Norte el verano próximo, y tal vez nos pueda dar algunas informaciones acerca de Noruega…
—Es muy amable de su parte, pero ya he encargado una mesa y no quiero trastornar los arreglos que tienen dispuestos en el comedor —replicó Ingrid, al tiempo que miraba a Theo.
Hacía rato que estaba enfadado consigo mismo.
—Lo siento —comenzó haciendo ver que se dirigía a Nelson.
—Está bien. —La voz de Ingrid era muy educada y fría—. No tiene importancia, doctor Stern. Como es natural, deseará estar con sus amigos…
Theo observó, mientras se alejaba hacia la mesa para dos del rincón, que Ingrid estaba furiosa.
Nelson se inclinó hacia él.
—Caray, cómo te espabilas —le murmuró—. Vaya chavala…
Theo ignoró el comentario.
Afortunadamente, no se requirió de él demasiada conversación. Mrs. Nelson era una de aquellas mujeres cuyos monólogos pueden llenar toda una noche. Por lo general, desdeñaba aquellas trivialidades propias de un restaurante, de una tienda o de un viaje, pero aquella noche se mostró agradecido. Sólo tenía que tragar la comida y despedirse luego de los Nelson, que irían a una taberna donde las chicas querían oír a un cantante, procedente de un club nocturno de Nueva York. Pese a que le instaron a que los acompañase Theo se disculpó alegando cansancio y subió a la habitación de Ingrid tan pronto como se perdieron de vista sus amigos.
Ingrid lo aguardaba sentada en la cama y leyendo. Vio al instante que no lo invitaría a que se acostase con ella.
—Lo siento —empezó—, pero no se me ocurrió otra forma de salir del aprieto. Ese hombre es un pelma. Trabaja en el hospital y vive no muy lejos de mi casa. —Levantó las manos—. ¿Qué más podía hacer?
Ingrid no respondió. Theo comenzó a enojarse y pasó a la ofensiva.
—Podías haberme seguido la corriente y haber cenado con nosotros. No creo que te hubiese molestado demasiado…
Ingrid soltó el libro.
—¿Que no me hubiera fastidiado? Nunca me he sentido más ofendida en toda mi vida…
Theo estaba auténticamente asombrado.
—¿Esta noche? ¿Y por eso?
—Esta noche. Y por eso…
Theo se sentó en el borde de la cama.
—Dime por qué —le preguntó con amabilidad.
—Aún me duele más el que tenga que explicártelo.
—Me sorprende. Me conoces lo suficiente para saber que ofenderte es la última cosa que desearía hacer. Ya he visto demasiadas heridas, Dios santo, para querer infligir ninguna más…
—Eso son sólo bonitas palabras —le replicó Ingrid con amargura—. Muy bonitas. Ya te las he oído muy a menudo. «Lo único que deseo en la vida es no causar ningún daño». ¿No es eso lo que sueles decir? Y, oh, sí: «Somos como insectos; nuestras vidas pueden ser borradas del mapa en un instante». Y crees en el buen humor, en la dicha de cada día y en ser buenos el uno con el otro. Oh, eres muy elocuente, Theo, muy elocuente…
Quedó perplejo ante sus burlas.
—Pareces no haberte aclarado con todo esto…
—Por lo que a eso se refiere, hemos terminado. Tú y yo hemos terminado…
—No puedes ser tan poco seria. ¿Qué he hecho?
—Se trata de lo que no has hecho. He estado pensando en muchas cosas, aunque nunca te las he dicho. Y esta noche esperaba decírtelas.
—Debías haberme contado hace tiempo lo que tenías en la cabeza…
—Tal vez debí hacerlo. Pero resultaba algo vago y deseaba ser paciente, creyendo que se presentaría la ocasión y que algo les sucedería a nuestras vidas. Pero esta noche, cuando he tenido que esconderme ante esa gente corriente y moliente, me he sentido sucia. ¡Te avergüenzas de mí! ¡No soy suficientemente buena para ti! No has permitido que esas personas supieran que ya nos conocíamos…
—¡Ingrid! Qué palabras empleas… «No soy suficientemente buena»… «Te avergüenzas de mí»… Cuando sabes que se debe a que tengo esposa y no puedo…
—¡Exactamente! Ella no tiene que esconderse, ¿verdad? ¡Pero yo sí!
Theo alzó de nuevo las manos.
—Sabías desde el principio cómo estaban las cosas. Decías que querías sentirte libre, sin que te forzasen las emociones…
—Nada de emociones… El daño se te hacía a ti, ¿no es cierto? Nada de emociones…
—Naturalmente, no me refería, en concreto, a esas cosas, pero… Tú sabías lo que quería decir. Lo que eso significaba para ambos. Las cosas que a uno lo atan de pies y manos…
Se levantó y se la quedó mirando. Se sentía totalmente confundido.
Ingrid no respondió.
—Sabías lo que eso significaba para nosotros, ¿no? —repitió.
—Supongo —siguió Ingrid en voz baja— que no soy justa contigo. Tú dejaste muy claras las cosas. Y yo también…
—Entonces, ¿qué ocurre?
—El hecho es, Theo, que últimamente he estado pensando que sí, que estoy atada. Atada de pies y manos, como tú dices. Nunca pensé que lo desease, pero se presentó así, de repente.
Theo no sabía qué decir.
—Tengo treinta y cuatro años. Y deseo que alguien me pertenezca. Que me pertenezca en la calle, en los restaurantes, en casa, en la cama… Alguien que me pertenezca a mí, no a alguien que tome prestado a otra mujer…
De repente, Theo se echó a reír.
—¿De qué diablos te estás riendo? —le inquirió Ingrid, encolerizada.
—Lo siento. No me río de ti. Sólo que eres igual, ¿verdad? ¿Por qué tuve que pensar que eras diferente?
Ingrid sonrió débilmente y Theo vio que tenía los ojos húmedos. Buscó un cigarrillo, lo encendió y levantó la vista.
—¿Qué debemos hacer, Theo?
—No lo sé. He sido muy feliz con las cosas que hacíamos, y me gustaría seguir como estábamos…
—¿No quieres abandonar a Iris? Theo, si me dices que sí lo deseas, me volveré loca de contento. De otra forma, ya lo ves, esto se ha convertido en un callejón sin salida para mí…
Theo anduvo hasta la ventana y miró afuera. En cada crisis de su vida, sentía necesidad de salir de las paredes que lo enclaustraban y, si esto no era posible, mirar por lo menos al espacio libre. Permaneció allí, viendo cómo caía la nieve, que se traslucía en el círculo de luz procedente de la puerta principal que estaba debajo. Quedó hipnotizado por los copos, que formaban movimientos en espiral y que parecían, por algún efecto óptico, alzarse en lugar de caer.
Había llegado, inevitablemente, aquel día. Siempre llega el día en que se han de considerar las cosas y adoptar decisiones. Nada permanece siempre en su primitiva simplicidad. Ni el matrimonio, ni esto. Suspiró. Detrás de él, el humo comenzaba a expandirse por la estancia. Se dio la vuelta. Ingrid estaba aún tumbada en la cama, con los tobillos cruzados. Tenía un aspecto lánguido y él se sentía terriblemente triste.
—No puedo dejar a Iris —dijo en voz baja—. No sé, de todos modos, qué nos va a suceder, pero sí sé que no estoy preparado para hacer algo así…
—¿Nunca estarás dispuesto?
—No lo sé.
Cogió una mano de Ingrid y esta la dejó allí inmóvil. Una brillante lágrima rodó por las mejillas de Ingrid, mientras apartaba la cara. Theo sintió que sus ojos también se llenaban de lágrimas. ¿Por qué las mujeres siempre hacían que los hombres se sintieran tristes?
—Tienes todo el mundo ante ti, querida Ingrid —le dijo—. Tómalo y que Dios te bendiga.
Theo estaba sentado ante su escritorio, entre una hilera de diplomas y las fotografías de Iris con los niños. Qué diablo más bien parecido, pensó Anna; eso es lo que solían decir cuando yo era joven. Con algunos mechones grises, pero tan esbelto a causa de esquiar y jugar al tenis… ¡Qué diablo más encantador!
Theo se levantó sorprendido.
—Vaya, mi suegra… ¿Qué te trae por aquí? Estás demasiado guapa para venir a que te estiren la piel de la cara…
—Gracias. Pero, de todos modos, esta vez no. ¿Has disfrutado con tus vacaciones? Volviste demasiado pronto.
—Sí, la nieve estaba muy suelta y me cansé pronto…
Ahora que ya estaba aquí, se le había disipado la cólera y temía comenzar. Pero Theo la ayudó.
—No has venido a preguntarme cómo me han ido las vacaciones en la nieve…
—No, claro que no. —Anna suspiró—. Ayer estuve en la peluquería…
Theo alzó las cejas y aguardó educadamente.
Anna miró hacia la ventana. Una paloma estaba posada en el acondicionador de aire. Se había impuesto una misión imposible. Pero debía completarla.
—¿Sabes la cantidad de chismes de los que se entera una en la peluquería de señoras?
Theo se irguió ligeramente en su sillón y aguardó de nuevo.
—Sucedió de este modo, que me enteré de algo que hubiera sido mejor para mí no haber sabido… No has hecho solo este viaje, Theo. Tienes, digamos, unas relaciones en Nueva York…
—¿Sí?
—Muchas personas te han visto en distintas ocasiones, con una… dama. Una dama muy alta y muy rubia. A menos, claro está, que mientan… Si es así, perdóname lo que acabo de decir…
—No han mentido…
—Lo siento. Confiaba en que se tratase de un embuste.
—Podría insistir en que eso es una mentira, pero te enterarías de la verdad con mucha facilidad. Y, de todos modos, me engañaría a mí mismo con mentiras.
Encendió una cerilla para la pipa.
Anna observó que las manos le temblaban.
—¿Eso es todo lo que tienes que decir, Theo?
—¿Y qué más cabe decir? Podría afirmar que no soy el primer hombre y que tampoco seré el último. También podría decirte que dos de cada tres hombres hacen cosas así. Pero no lo haré. Sólo afirmaré que no me siento orgulloso de ello…
Empujó con violencia el sillón hacia atrás y se levantó. Se dirigió a la ventana, donde la paloma se estaba frotando el pico, y se quedó allí de pie, dando la espalda a Anna.
—Admito que me ha trastornado lo que me sucedió el año pasado. E Iris no tiene nada que ver con ello. No la culpo a ella. Aunque no sé, no estoy seguro de si tengo o no la culpa. De todos modos, empezó a crecer como una bola de nieve que va cuesta abajo…
—Una bola de nieve… Cuesta abajo… —repitió con acritud Anna.
—Luego conocí a esa chica y ocurrió precisamente en el momento en que nosotros…
—Sólo estoy preocupada por Iris. No quiero oír una palabra de nada más…
—Permíteme que te lo explique. Estoy seguro de que desearás enterarte de que todo ha terminado entre esa mujer y yo…
—¿Cuándo ha sucedido?
—Anteayer. Realmente ha terminado, no hay que preocuparse más al respecto. Acabado y archivado.
—Te estoy muy agradecida… Creo que Joseph te mataría si llegara a enterarse.
—¿No se lo vas a decir?
—Claro que no. Pero no para hacerte un favor a ti. Lo hago por él y por Iris…
—¿Y tú? ¿No te dan también ganas de matarme?
Anna respondió espaciando las palabras:
—No quiero hacer de juez. Supongo que la gente hace lo que tiene que hacer…
Theo se dio la vuelta y la miró.
—Eso es una concepción demasiado libre para tu generación…
—Tal vez sí. Pero es igual. No permitiré que destruyas a mi hija, Theo.
—¡Mamá! ¿Crees que deseo hacer eso? Fue algo completamente… Está bien, ya sé que no quieres oírlo. Pero tengo que decírtelo: cuidaré de Iris. Eso supongo que sí lo entiendes…
—Lo creas o no, lo entiendo. Pero el problema es que ella no puede…
—Has hablado con Iris…
—Sí. También hablamos anteayer…
—¿Te ha contado cómo vivimos juntos? Que ha quitado la cama de matrimonio…
Anna enrojeció al oírle contar aquellas intimidades. Y prosiguió con voz desafiante:
—Muy bien. Eso ha estado mal hecho. Pero una mujer no hace algo así sin tener sus razones, aunque no puedan justificarse. Hace mucho tiempo que no pareces más que un muerto viviente. Y, al final, creyó que ya había transcurrido demasiado tiempo. Y eso de querer ahogar tus penas con esa gente tan «lista» del club… No te estoy acusando, pero, después de todo, eso había de acabar, ¿no te parece? Iris está viva, tiene su propia vida; no puede compartir tus recuerdos…
Las lágrimas surgieron en los ojos de Anna. Trató de contenerlas con los párpados.
—Algunas mujeres pueden hacer frente a una cosa así, sin experimentar demasiado dolor. Pero ella no puede. Te ruego que lo comprendas, Theo: no puede ayudarse a sí misma… Siempre ha sido de esa manera… Cree que es muy sencilla, que no es lo suficientemente buena para ti… Opina que no estás satisfecho, que ella ha fracasado. Necesita rehacerse, Theo. Lo he intentado, y lo seguiré intentando, pero no soy la persona adecuada para hacerlo, ¿verdad? Eres tú quien, en realidad, debe ayudarla…
—Me haces sentir como una moneda de dos centavos —replicó en voz muy baja Theo—. Tan barato como eso…
—No ha sido esa mi intención. Sólo intento arrojar un poco de luz en un lugar oscuro, ver adónde nos dirigimos. Tienes tres hijos y su hogar está a punto de derrumbarse. Eso no puede suceder, Theo… ¿No me comprendes? —gritó Anna, dándose cuenta de la pasión que contenían sus palabras—. La familia es siempre lo primero… Siempre…
—Lo comprendo, mamá, y ya te he dicho que aquello ha terminado. Iré esta noche a casa y le diré a Iris que todo aquello terminó…
Anna pareció horrorizada.
—¡Theo! Ella no sabe nada de esa mujer… Si añades eso a lo que ya siente, la arruinarás…
—Pero a mí me gustaría empezar de nuevo. Poner algo de honestidad en esta situación.
—Sí, tu honestidad te haría sentirte heroico, ¿verdad? Sin importarte lo que le sucediera a ella… Theo, te juro que tendrás en mí un enemigo para toda la vida, si no me das, ahora mismo, tu palabra de que nunca, nunca, en ninguna circunstancia, le contarás nada de todo esto a Iris… Se encuentra en un mal paso, Theo. —Su voz se quebró—. Temo por ella. Estoy realmente asustada…
—Te digo de nuevo, mamá, que eso ha acabado. E Iris nunca sabrá nada, ya que tal es tu deseo…
—Gracias. Y recuérdalo. Nunca he estado en esta consulta hablando contigo…
Theo asintió.
—Intentaré enderezarlo todo. Es lo que más deseo. ¿Crees que me produce alegría vivir así?
—Creo que no… Pero debo decirte que no me parece que seas capaz de arreglarlo. Es ya un poco tarde. E Iris no es fácil de manejar. Eso es lo que pienso.
Theo sonrió con cierta tristeza.
—Yo también lo sé.
Anna se levantó, sujetando su abrigo.
—Pero no te hagas a la idea de que no lucharé por mi hija, por duro y difícil que ello pueda llegar a ser. Y lo haré si no podéis solucionarlo vosotros solos.
—Eres engañosa, mamá. Por dentro eres de hierro. Pueden mellarte o arañarte, pero nunca te horadarán…
—Oh, claro que sí. De hierro…
Theo la acompañó a través de las otras estancias, donde ya aguardaban los pacientes. Anna se miró en el espejo al pasar: alta, con su brillante pelo contrastando con el cuello oscuro de su abrigo de piel; vio cómo un hombre levantaba la vista para contemplarla. No estoy mal, pensó lúgubremente, no estoy mal para mi edad y para tantas cosas desagradables como he llegado a ver.
—Querida mamá política, no te lo tomes a mal —le dijo Theo ya en la puerta—, pero si yo hubiera sido más mayor, o tú más joven, cuando nos conocimos… De todos modos, eres una mujer fuera de lo corriente, ¿sabes eso?
Ella le alargó la mano.
—No creo que fueras mi tipo…
(Pero, posiblemente, sí que me gustarías. Con tus rasgos y tu donaire, Theo, me recuerdas tanto a Paul…).
Anna subió deprisa las escaleras hasta la sala de estar, donde Nellie le había dicho que se encontraba Iris, en su escritorio. Entró impulsivamente.
Iris levantó la vista.
—No te esperaba…
—Ya lo sé. Sólo he venido a enterarme de cómo te van hoy las cosas…
—Lo mismo que la última vez que nos vimos…
La voz de la muchacha era sepulcral. Era extraño seguir todavía pensando en ella como una muchacha, cuando ya era una mujer de treinta y seis años. Pero aún seguía siendo muchachil aquel delgado cuello y aquellos ojos tan afligidos.
—Me he enterado de que Theo ya está en casa.
—Volvió ayer.
—¿Y?
—Y nada. No debió haberse casado conmigo, eso es todo.
—Eso es algo que debe juzgarlo él, ¿no te parece? (Debo reparar lo que el otro día hice mal; tomar medidas desesperadas, vencer o perder). Y, además, supongo que es un poco tarde para pensar en esas cosas, ¿no crees? ¿Con una casa llena de niños y hablas así? Eso es una bobada, eso es lo que es…
Anna había levantado mucho la voz pero, al acordarse de que Nellie se encontraba en el piso de abajo, la bajó otra vez, aunque aquello no hizo disminuir la pasión y la intensidad que se traslucían en su tono.
—Mira ese cielo, ese mundo en todo su esplendor… Es maravilloso… Y tú estás aquí encerrada, entristecida porque las cosas no resultan según tus deseos… ¿No crees que ni siquiera la gente afortunada tiene todo lo que desea? ¿Quién eres tú para no sobrellevar una carga, e incluso eres tú misma la que te la estás creando? De todos modos, casi todas las cargas que llevamos nos las ponemos nosotros mismos…
Se detuvo pensando: ¿Premio? ¿Castigo? ¿Castigo para mí, a través de Iris, como una vez pensé que ocurría a través de Maury? Absurdo. Un concepto supersticioso. Joseph diría que no lo es. Sí, diría que todos tienen que pagar por lo que hacemos.
—Sabes que era feliz —respondió Iris con suavidad—. Juro que en todo el mundo no había una mujer más feliz de lo que yo era…
Era verdad, era verdad. ¡Maldito Theo de nuevo! La muchacha se está muriendo por dentro por su culpa. Su dolor se ve con tanta claridad como si le estuviese quemando la carne.
Ese algo entre un hombre y una mujer… Ahora en presencia de su hija, se le hizo de nuevo vivo el dolor de la juventud.
—¿Cuánto tiempo puedes seguir así? —preguntó bruscamente Anna.
—No lo sé. Ya no sé nada de nada.
—¿Has hablado con Theo desde su regreso?
—No. También tiene un aspecto miserable. Esas vacaciones no le han sentado nada bien —se sonrió Iris sin ganas.
—¿Entonces no lo sientes también por él? ¿Puedes experimentar sentimientos hacia los pobres y oprimidos del mundo, y sentir tan poco hacia él?
—¿Te estás poniendo de parte de Theo? —gritó sofocadamente Iris.
—No «estoy poniéndome de parte de él»…
¿Cuáles habían sido las palabras de Theo? «Un poco loco», había dicho. Anna prosiguió:
—Parece como si os hubierais vuelto un poco locos… No es que Theo no tenga razones suficientes, y tal vez tú también las tengas. No puedo meterme dentro de tu alma. Lo que intento decir es que no debemos sentirnos abatidos por las presiones de la vida. Las presiones de la vida —repitió, y presa de un torbellino de pensamientos, dejó morir su voz en una clave menor.
Al cabo de un instante, prosiguió, muy pensativa:
—Iris, las personas no son mártires. Debes empezar a representar si quieres salvar algo, incluyéndote a ti misma. Cuando no estés contenta, haz ver que lo estás. Y, al cabo de poco tiempo, empezarás a estar contenta de verdad…
—¿Me das ese consejo? ¿Un subterfugio de tan baja estofa? ¿Eso es lo que has estado haciendo durante todos esos años? ¿Fingir?
—¿Qué quieres decir?
Anna se quedó mirando con fijeza a su hija.
Iris aguantó la mirada.
—No lo sé, si tú tampoco lo sabes…
Pero, pensó Anna, no sé qué quiere decir. Siempre ha tenido una extraña sensación respecto de Paul, desde que envió aquel cuadro, hace ya muchos años, tal vez antes de que Joseph y yo discutiésemos por culpa de los Werner. No importa. No puedo hacer nada respecto de lo que haya pensado acerca de mí, y ya tiene bastantes problemas con los propios.
De repente, todo pareció mezclarse: pánico, piedad, presagios inminentes, impaciencia e ira porque todo aquello le hubiese caído encima. Una mezcla de todo pero, principalmente, pánico.
—¡Escúchame! Sal de tu capullo y mira el mundo real que existe afuera… ¿Qué pasará si lo pierdes? Tú, que hace dos días me dijiste que no podías enfrentarte con el pensamiento de vivir sin Theo… ¿Crees que, si finalmente se harta y se va, vas a tener una cola de hombres esperando para hacerse cargo de ti y de tus tres hijos? ¿Qué dices a esto?
Anna se mostró cruel, dirigiéndose más a ella misma que a Iris:
—¿Y qué sucedería si se muriese? ¿Qué pasaría si una mañana se fuese como de costumbre, y al cabo de un rato, llegasen unos desconocidos a llamar a tu puerta, como nos pasó a nosotros con Maury, y te enterases de que Theo había muerto? ¿Qué sucedería entonces? ¡Contesta!
Empezó a respirar con fuerza, y no pudo detener aquellas hirientes palabras, aunque se percató de que Iris estaba aterrada:
—Sí, en tres segundos todo habría acabado. Para siempre. Y te quedarías sola en esta casa, con tu silenciosa dignidad, tus heridas, tu orgullo y tus hijos, que habrían perdido a su padre. ¡Pues bien, esto puede suceder! —Iris se había llevado las manos a la cara—. Y no me vengas a buscar entonces, si eso ocurre… No busques mi simpatía… Porque he tenido ya los suficientes problemas para toda una vida y no quiero hacerme cargo de ninguno más…
Lo malo de aquello era que le daba placer lo que decía, le complacía lastimar a Iris… (No tienes aguante, Iris, eso es lo que pasa). Y, al mismo tiempo, estaba atemorizada. Dios mío, si algo le ocurriera… Iris, mi niña, mi niña, ¿por qué las cosas han de ser tan difíciles para ti? No te lo mereces.
—No me preocupa que me odies. Te digo lo que necesitas oír. No me preocupa que no me vuelvas a hablar. Naturalmente, yo sí lo haré —prosiguió Anna. Estaba perdiendo el aliento y se sentía débil; tuvo que agarrarse en el marco de la puerta—. Pero si tú eliges no hablarme, no podré hacer nada al respecto. Y ahora, óyeme, vas a ir a la peluquería… Y quítate esos andrajos. No quiero verte así. Y luce una sonrisa en la cara cuando Theo regrese a casa. Sonríe, maldita sea, aunque tengas que ponerte engrudo en la boca. Y ahora llama a un taxi para mí. Me voy a casa.
Iris alzó la vista.
—Es una buena idea. Estaba a punto de decirte que te fueses.
—Es lo que esperaba. Poner pies en polvorosa…
Por primera vez en su vida, Anna se metió en la cama sin estar enferma con fiebre. Pero nunca se había encontrado tan agotada. Había sido como empujar colina arriba una enorme rueda; se desliza hacia abajo y se ha de empujar muy fuerte para recuperar el espacio perdido.
Afortunadamente, Joseph se había ido con Eric a la ciudad a cenar y a ver un partido de hockey en el Garden. Eric siempre dedicaba un día festivo a su abuelo. En realidad, le darían una gran fiesta con motivo de su vigésimo primer cumpleaños, pensó Anna, mientras se tumbaba apoyada en dos almohadas y se calentaba las manos con una taza de té. Una magnífica fiesta, con una pequeña banda, un grupo de gente joven que tocaría música alegre.
Hemos hecho un largo camino desde el día en que llegamos en coche a casa, procedentes de Brewerstown, con un aterrado y valiente muchachito. Gracias sean dadas a Dios por esto. Y roguemos que los problemas de Iris también se solucionen. Pero no sé, las cosas han llegado demasiado lejos. Theo es condenadamente independiente, muy poco fácil de manejar, y mi hija resulta a veces imposible.
Me pregunto cuándo podrá uno dejar de preocuparse por su familia… Confío en que los niños no hayan oído o comprendido nada. Especialmente Steve: es muy listo y lo ve todo. A veces, creo que tiene una cara muy preocupada, aunque probablemente, se deberá a que es el primer hijo y se supone que el primer hijo ha de ser sensitivo, y ha de estar en mayor armonía con lo que les sucede a los adultos. Aunque Maury no era… Sí, claro que lo era. Te olvidas de que no te diste cuenta hasta después, hasta mucho después, de lo que había debajo de su carácter risueño. De todos modos, es cierto que nunca fue tan complicado como Iris… Por lo menos, eso creo…
Todo es difícil. Yo también. Dios mío, qué difícil soy yo también…
No quiero angustiarme más. Querría otra taza de té, pero no tengo fuerzas bastantes para ir a por ella. He hecho lo que he podido por todos. Lo que cuenta más ahora, lo que ha de contar más ahora, somos Joseph y yo. En una ocasión, deseé tener la fe tan absoluta que posee él. Pero puesto que sé que la tiene, ¿por qué le escondo todos esos trastornos? Sería más fuerte que yo. Y lo es, en muchas formas. Pero no en lo que se refiere a Iris.
Se abrió la puerta de entrada.
—¡Anna! ¡Estoy en casa! —la llamó Joseph.
—Me encuentro en el piso de arriba, en la cama…
Escuchó cómo subía los escalones de dos en dos, como un joven.
—¿Ya en la cama? ¿Qué te ocurre?
—Sólo un resfriado. Tengo mucho frío. Me he tomado una aspirina.
—Siempre estás por ahí dando vueltas, con tus mandados y tus caridades… ¿Por qué no te preocupas un poco más de ti y te lo tomas menos en serio todo?
Su voz reflejaba irritación y preocupación a un tiempo.
—No me grites, Joseph. Además, mira quién habla de ir de acá para allá. ¿Lo habéis pasado bien?
—Claro que sí. He dejado a Eric, que tenía un compromiso. Hay mucha gente en la casa de alguna chica cerca del Point.
—Eso está bien. He estado pensando que debemos ofrecerle una fiesta para su próximo cumpleaños.
—¡Gran idea! ¿Quieres que te ponga otra manta? ¿Tienes mucho frío?
—No, estoy bien. De veras. Estaré del todo buena mañana por la mañana —le dijo cariñosamente.
Le puso una manta alrededor de los hombros.
—Así lo espero. Confío en que lo hayas cogido a tiempo, antes de que te hubieras puesto peor. Dios no lo quiera.
—Creo que sí —replicó Anna—. Creo que, efectivamente, he llegado a tiempo…
A su llegada, Theo comprobó que habían quitado las dos camas gemelas. La vieja cama, con su cobertor blanco y amarillo, se encontraba otra vez en su sitio. Iris salió del vestidor. Llevaba una especie de túnica, a la que llamaban abrigo de azafata, o algo parecido. De todos modos, tenía unos adornos muy bonitos en el cuello, en forma de pétalos de margarita. También había ido al peluquero.
—Buenas noches —dijo Theo, al tiempo que reía jovialmente—. Veo que ha habido algunos cambios en el mobiliario…
—¿Te gusta? —le preguntó Iris, sin mirarlo.
—Mucho.
Theo aguardó un momento y cuando Iris alzó la vista, avanzó hacia ella y colocó la cabeza de su mujer en sus hombros. Ella no se acercó más, pero tampoco se alejó. Permanecieron así unos instantes. Theo recordó aquella noche, hacía ya bastante tiempo, cuando había sido él quien descansara su cabeza en los hombros de ella, y fue su mujer la que intentara consolarle. Pero aquello pertenecía ya al pasado.
Sus manos recorrieron el cuerpo de Iris.
—No —musitó ella—. Aún no…
—¿Pero pronto?
—Sí, claro que sí. Pronto. Muy pronto…