Salieron de Carnegie Hall y se encontraron ante un fuerte viento con el que debieron luchar, mientras se dirigían a la zona de aparcamiento. Theo no apartó la cara del frío aire. Se sentía brillante y ligero, tan claro y encumbrado como el Réquiem de Verdi que acababan de escuchar, y que ahora y siempre constituía para él una canción particular de la muerte.
Un corro de gente aguardaba en la esquina para parar un taxi o cruzar la calle. Mezclado entre ellos, Theo vio un rostro; este se desvaneció y luego volvió a aparecer. Lo vio al fin con claridad, vaciló durante un segundo, y al fin estuvo seguro…
—¡Franz! ¡Franz Brenner!
—Theo, Mein Gott!, me enteré de que vivías en Nueva York, pero hasta ahora no había podido encontrarte…
—¿Qué haces aquí? —y recordando a Iris—. Este es Franz Brenner, uno de los mejores abogados de Viena… Nos hemos educado juntos. Iris, mi mujer.
Franz rio.
—Theo es demasiado generoso. Y yo soy demasiado mayor para haberme educado con él.
—Pero ahora estamos aquí… Vamos a comer algo a alguna parte.
Una vez en el «Russian Tea Room» se dedicaron a escudriñarse el rostro.
—Theo, tienes muy buen aspecto… Debes de ser muy feliz. No has cambiado nada…
—Y tú…
—No me digas que no…
Franz tenía el pelo completamente blanco. Una profunda cicatriz le cruzaba una mejilla, una especie de pliegue de carne parecido a una herida, que le temblaba al hablar.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Theo de nuevo.
—Me dedico a los negocios. Negocios de confección. Pero vivo en Israel.
—¿No ejerces de abogado?
Franz se encogió de hombros.
—Israel está repleto de licenciados en Derecho alemanes y austriacos. No pueden hacer mucho allí. Pero dime…
—Pediremos algo, la cena, por ejemplo —le interrumpió Theo—. Necesitamos tiempo para hablar. O mejor aún. ¡Tengo otra idea! —Sintió crecer su excitación—. Ven a casa con nosotros. Vivimos a una hora de aquí… Puedes pasar con nosotros un día o dos.
—Ich kann nicht, ich fahre morgen abuelo. Perdóneme Mrs. Stern. Aún no estoy muy acostumbrado al inglés. Lo estudié hace muchos años en la Universidad, pero a veces me olvido y rompo a hablar en alemán. Lo que quiero decir es que me voy en avión mañana por la mañana. —Se inclinó por encima de la mesa—. Cuéntame cosas, Theo… ¿Tenéis hijos?
—Sí, dos niños y una niña. ¿Y tú?
—No tengo hijos… Perdí a Mariana… Pero me he casado de nuevo, con una viuda que tiene hijas ya mayores. Poseo una buena colocación. La vida es dura allí, pero ahora es nuestro hogar. Me enteré casualmente de que vivías en Nueva York. Pero no te encontré en el listín telefónico de la ciudad. ¿Sabías que, en aquellos días, valía una fortuna un listín telefónico de Nueva York? Podías encontrar el nombre de algún lejano pariente —un primo tercero de tu abuela, por ejemplo—, o el nombre de cualquier desconocido que te mandase, por pura piedad humana, la documentación que te salvaría del incendio de Europa.
—Sólo viví en la ciudad durante un año. Tuve aquí una habitación al llegar en el año cuarenta y seis.
—Bueno, en realidad, Liesel se enteró de que tú…
—¿Qué dices?
—Dije que Liesel se enteró…
Theo se levantó.
—Dios santo, ¿qué estás diciendo? ¿De qué Liesel hablas?
Franz estaba asombrado.
—De qué Liesel va a ser… De tu mujer, naturalmente —murmuró.
—Franz, Liesel está muerta.
—Lo sé, lo sé…
—Murió en Dachau con toda nuestra familia. ¡No resulta decente hablar de ella! Nunca mencionamos su nombre…
La cara de Franz estaba muy seria. Sus preocupados ojos ni siquiera parpadeaban. Al final prosiguió:
—No murió en Dachau. Pensé que lo sabías. Creí que el comité de Tel Aviv te había informado.
—¡Maldita sea, Franz! ¡Maldita sea! Habla ya de una vez…
—¡Theo, Theo! —Iris le puso la mano en el brazo.
Un hombre que se encontraba en la mesa de al lado se dio la vuelta y los miró, pero enseguida apartó la mirada.
—No sé por dónde empezar —se excusó Franz—. Dios santo, yo…
Theo pareció volverse loco.
—Comienza por el principio. O, de lo contrario, no tomarás jamás ese avión mañana. ¿Qué sabes?
Observó cómo Franz miraba de reojo a Iris.
—Ella puede oírlo… Maldita sea, deseo saberlo…
Franz bajó los ojos y contempló el salero.
—Encontré a Liesel, durante el invierno del cuarenta y seis, en Italia. Había intentado dirigirme a Palestina, pero los británicos nos hicieron volver. Por ello, me estaba preparando de nuevo, aguardando que una vieja bañera intentase romper el bloqueo. Éramos unos centenares de personas, algunos vivían en campamentos y otros escondidos con documentación falsa.
—¿Llevaba mi mujer documentación falsa?
Parecía estar cargado de electricidad. Creía que su cabeza iba a estallarle; tenía la sensación de que soñaba; estaba convencido de que iba a enfermar.
—No, no tenía documentación falsa.
—¿Qué ocurrió entonces?
Franz levantó los ojos.
—Theo, ella está muerta. Eso lo sé, puesto que estaba allí. ¿Para qué sirve todo esto? Dejémoslo tal como está.
Theo no dejaba de temblar.
—Deseo saberlo. Te aviso que no te dejaré coger ese avión…
Franz suspiró. Respiró profundamente como un niño que empieza un recitado delante de toda la clase.
—Está bien. Fue Friedman la primera semana después del Anschluss. Los alemanes llegaron a la casa a buscar a tu familia. Resulta extraño, pero tu familia pensó que su influencia y sus relaciones los ayudarían, pero fue todo lo contrario. Otras personas que no eran tan importantes, tuvieron tiempo de escaparse. Llegaron a primeras horas de la mañana, en un día frío y lluvioso. El bebé estaba enfermo y tenía fiebre. Ella les suplicó que no le hiciesen salir con aquel tiempo. La explicaron que podía dejar al bebé atrás si lo deseaba: «Puede cogerlo o dejarle aquí solo en la casa. Elija una cosa u otra». Mientras se marchaban, uno de los soldados tiró al suelo de una patada un cuadro. Su superior se puso furioso: «¡No rompan las cosas! ¡Es una casa de primera clase y la necesitamos!». De esta forma se enteraron de que no regresarían. Fueron en coche con dos hombres con uniforme de la SS. El bebé no dejó de gritar durante todo el viaje. Aquella mañana no había tomado tampoco el biberón.
Iris dejó de respirar y empezó a llorar.
—¡Estáte quieta! —le dijo Theo furioso.
—Al cabo de unos días, el bebé agarró una neumonía y murió. Luego, durante algún tiempo, todos estuvieron juntos en un campo antes de que fuesen separados y enviados a Polonia. Ah, Theo, ya conoces todo esto… Ya sabes lo que sucedió… El mundo entero lo sabe, excepto aquellos que no quieren saberlo…
—Adelante… —le animó Theo.
—Los ancianos murieron pronto. Los más jóvenes y fuertes fueron enviados al trabajo. Respecto a ella… Había un taller donde hacían cinturones, guantes y otros objetos de cuero para el Ejército. Trabajó allí durante algún tiempo… —tragó saliva y prosiguió hablando con voz monótona—. Entonces, algún tiempo después, no sé cuándo, tal vez un año, o tal vez dos, sí, debió de haber sido así, no lo recuerdo exactamente…
—Esos detalles no importan. Adelante…
—Bueno, pues entonces, un día, algunos oficiales, altos mandos de la Gestapo, se presentaron allí. Estaban buscando, ya te lo imaginarás, buscaban chicas. Chicas bonitas, rubias, que pareciesen arias. Para los cuarteles generales del frente… —Franz se quedó silencioso un momento. Luego, levantó la vista, temeroso—. Se la llevaron e imprimieron en su brazo: «Sólo para oficiales».
Theo comenzó a removerse nervioso en la silla. Un vaso de agua se cayó y se vertió su contenido encima de la mesa.
—Por favor, Theo, ya has oído bastante —le susurró Iris—. Mr. Brenner, Franz, esto no tiene sentido, ya es suficiente…
Theo se acomodó de nuevo.
—Franz, no te preocupes por nada. Deseo saberlo todo, cualquier palabra que recuerdes. Y tú, Iris, cállate…
—Me contó que hubo una persona que salvó su integridad mental. Se trataba de una prostituta; esta muchacha, que procedía de Berlín, esta muchacha les decía a las demás: «Oídme, oídme, ellos no os tocan, no os tocan en realidad, ¿lo comprendéis? Se trata sólo de carne, de piel. Si en algún momento tenéis que tocar inmundicias con las manos desnudas, no le echáis después la culpa a las manos, ¿no es cierto? No os las cortáis. Esto es lo mismo; son inmundicias, basura, mierda». Perdóneme —le dijo Franz a Iris.
De esta forma ella se había encerrado en sí misma y vivió aguardando, aguardando a que los alemanes perdieran la guerra.
—Los doctores acudían con regularidad para comprobar si habían contraído alguna enfermedad. Eran unos hombres duros y fríos. Liesel estaba asombrada de que pudieran tener médicos así. Siempre había pensado que los médicos eran diferentes. Según decía, había sido muy ignorante del mundo, había conocido muy poco de los seres humanos. Un día llegó un hombre que la conocía, un abogado, llamado Dietrich, de Viena.
—Lo conocía, era un bastardo. Fue uno de los primeros en unirse al carro de los vencedores.
—Él la conocía porque tocaba en un cuarteto de cuerda y se habían tratado en casa de alguien. Creo que en casa de sus padres.
—Fue en casa de mis padres, no en casa de los padres de ella. Era el grupo musical de los martes por la noche. Algunas veces Liesel acudía a tocar el piano.
—Pues bien, él se acordó de ella. Y poco tiempo después la hizo regresar a la fábrica. Esto fue algo que se debió a su actuación. Ella pensó al principio que se trataba de un acto de piedad. Después de todo, seguía siendo inocente. Naturalmente, se trataba de que la guerra estaba terminando y muchos de aquellos torturadores se volvieron de repente «humanos». Confiaban en que alguno de aquellos supervivientes dijese algo en su favor cuando los juzgasen. De todos modos, nos encontramos en Italia. Al principio no me reconoció; había perdido casi treinta kilos… Durante un momento yo tampoco la reconocí, de lo envejecida que estaba… Se podía pensar que tenía mucho más de treinta años; pero, en cierta forma, seguía siendo encantadora. Ni siquiera aquellos monstruos pudieron destruir aquello… Esperamos semanas en Génova. Aquí se fueron reuniendo aquellos cadáveres andantes, que habían caminado a través de toda Europa, escondiéndose, escapándose de los campos y que ahora huían de los rusos… Todos ellos deseaban salir de Europa y no volver nunca más. El grupo con el que pasé aquellos días, aguardaba, igual que yo, entrar en Palestina. Nos gastábamos los pocos céntimos que nos había dado la junta, en unos cafés baratos. Estábamos allí sentados, como supongo que se hacía en Europa, delante de un vaso de vino o de una taza de café. Nos sentábamos también al sol y experimentábamos la sensación de no estar ya aterrorizados de sentirnos vivos. Y hablábamos del futuro. Algunos de nosotros persuadimos a Liesel para que se uniese a nosotros. Pensábamos que tú habías muerto. Aquellos días había muchos rumores. En los lugares en que se reunía la gente como nosotros, en cuanto se presentaba alguien todo eran preguntas y comparaciones. La gente llevaba listas, listas con fechas, nombres y direcciones: ¿Habéis visto, u oído algo, de Fulano de Tal? Llegó un hombre que había oído de alguien que había estado en uno de los campos a los que enviaban a los judíos franceses, que te habían copado en París y que estabas muerto. Algún tiempo después alguien lo confirmó; estaba seguro de que te había visto en el contingente de prisioneros que se formó poco después de la caída de Francia. No había ninguna razón para no creer en aquello. A fin de cuentas, la mayoría de nosotros había perdido a sus padres, hermanos, hijos; ¿por qué no también a un esposo? Dios de los cielos, cuánto valor he contemplado… qué paciencia, qué fuerza de voluntad…
Franz se detuvo. Contempló la pared. Después prosiguió:
—Luego recuerdo que sucedió una cosa terrible… Había, en el grupo que aguardaba para embarcar, un médico, un hombre ya viejo que había sufrido lo mismo que el resto de nosotros, y al igual que todos estaba aplastado por el tremendo milagro de haber sobrevivido. Era muy fuerte, muy firme y muy amable; hablaba a la gente de que no debían dejarse llevar por la emoción, los alentaba y daba esperanzas… Era un auténtico jefe. Y, de repente, un día, mientras estábamos sentados allí, recuerdo que comía pasta (en aquel tiempo no se podía conseguir otra cosa para comer), de repente, aquel hombre tan fuerte se levantó de la silla y corrió por la plaza. Había allí algunos carabinieri charlando con un tendero, y el médico les agarró uno de sus fusiles y comenzó a gritar. Simplemente, se había vuelto loco en aquel atardecer en la playa. Forcejearon con el fusil, el doctor recibió un disparo y quedó muerto. Quedó allí tendido en el suelo, nuestro atento e ilustrado doctor. Después de aquello, se produjo un cambio en Liesel, como si, creo que serían estas sus palabras, constituyera un espejismo creer que podríamos hacernos cargo de nuestras vidas, regresar a una vida normal, que era demasiado difícil, demasiado duro seguir teniendo esperanza. De todos modos, al fin llegó el barco. Era una miserable y vieja bañera, muy poco marinera, pero constituía la última de nuestras preocupaciones. La auténtica, la constituía el bloqueo británico. Debíamos zarpar de noche, sin luces. En los muelles sólo musitábamos. Cruzábamos el Mediterráneo hacia Palestina. El barco estaba completamente atestado. La gente se mareaba. Los niños no hacían más que molestar y gritar, y algunos de los adultos no tenían fuerzas suficientes para ser pacientes. De todas formas, lo intentaban. Estaban preocupados, muy tensos… No hacíamos más que buscar la presencia de otros buques. Un día, durante una de nuestras interminables conversaciones, un hombre mencionó un encuentro que había tenido con un refugiado judeoalemán, un soldado que prestaba servicios en el Ejército americano. Aquel hombre tenía una carta con una lista de nombres facilitada por un tal doctor Weissinger, que había escapado a Estados Unidos, desde Viena, en el treinta y cuatro. La lista contenía algunos vieneses que se encontraban en Nueva York. Theo Stern estaba en ella. En aquellos tiempos, comprenderás que resultaba importante escribirlo todo, procurar que la gente se agrupase, saber quiénes vivían. ¿Conoces al doctor Weissinger, Theo?
—Murió hace algunos años. Sí, era uno de los más hábiles. Vino aquí al principio, cuando nadie creía aún lo que iba a suceder.
La voz de Theo no resultaba familiar a sus propios oídos. Era una voz falsa y artificial. La auténtica habría sido estruendosa y hubiera parecido golpear el aire.
—Aquel hombre copió la lista del soldado. Vimos tu nombre, con la dirección donde vivías en Viena, aunque no estaba la de Nueva York. De todas formas parecía no caber duda. Le dije a Liesel que, en cuanto llegásemos a Haifa, escribiríamos, que resultaría sencillo encontrarte. Yo mismo pude haber hallado tus huellas después de que ella murió. No sé por qué no lo hice. Tal vez porque alguien me contó que las autoridades ya te habían informado. De todas formas, una persona que ha sufrido tanta confusión y desarraigo queda como en letargo. Y no se sabe como volver a empezar. Y hay que comenzar a hacer cosas para poder vivir. Hablamos mucho, Liesel y yo. Nos sentábamos en cubierta hasta últimas horas de la noche. Abajo, hacía demasiado calor y demasiado ruido.
—Dime todo lo que ella te contara.
Pensó que no podía soportar seguir oyéndole. Pero sabía también que si no escuchaba todo, después tampoco sería capaz de soportarlo.
—Es difícil recordarlo. Se hablaba de muchas cosas en el curso de aquellos días. Y, de todos modos, uno tampoco deseaba hablar demasiado, ¿no es cierto? Me dijo varias veces: «Apenas me acuerdo de Theo. Recuerdo las cosas que hicimos: el día en que fuimos a la Mariahilferstrasse y compramos los anillos de boda. Theo deseaba tenerlos enseguida y yo le dije si no sería mejor hablar primero con papá. Me contestó que naturalmente que sí, pero dado que papá iba a dar su consentimiento, sería mejor comprarlos ahora mismo. Me acuerdo de todo esto —decía Liesel riendo—. Pero no puedo recordar su cara.», concluyó. Oh, sí, también me habló muchas veces de esquiar. Me dijo que recordaba, en especial, un día pasado en los Dolomitas, de cómo habíais esquiado durante el día y luego cantasteis dúos para alguien por la noche, después de cenar en el hotel. Cosas así eran las que recordaba. También me dijo: «Éramos muy jóvenes; ¿cómo pudimos ser tan jóvenes?». Estas eran las cosas de las que hablaba. A menudo, se quedaba silenciosa durante un largo rato. Yo también, tenía mis propios pensamientos. Todos los teníamos. Se trataba de un barco cargado de pensamientos. Resultaban extraños, aquellos pensamientos, tan profundos, en aquellas noches tan maravillosas, con aquel aire parecido a agua caliente que te acariciaba la piel. Excepto la última noche. Comenzó a llover y el barco se movió mucho. Muchas personas se pusieron enfermas, más de lo acostumbrado. Nos refugiamos en la cubierta con toldo, tanto ella como yo. La lluvia nos mojó por completo. «Aquí estaremos secos —me dijo Liesel—. Pero yo me siento sucia, Franz». Recuerdo que contesté diciendo las cosas acostumbradas en un caso como aquel, pero ella me contradijo: «¿Quién va a quererme tocar otra vez?». Yo no hice más que discutir con ella sobre eso. Luego me dijo: «Me pregunto cuánta gente se habrá caído por la cubierta por la noche, en un barco que se mueva tanto como este». «Qué cosas más macabras me preguntas», le dije. Quedé alarmado. Me comentó que aquello en realidad no era nada malo, que sería una forma pura de morir, dejándose caer en las límpidas aguas… Usaba a menudo aquella expresión de «límpido»… Decía que era algo parecido a entrar en una habitación cómoda, con el embozo de la cama preparado y las lamparillas con luz poco intensa. No estaba seguro de qué pensar. Tras todo lo que habíamos padecido, aquellas conversaciones eran muy frecuentes. Las teníamos a menudo. Era una forma de conducta que, mientras nuestras esperanzas crecían, emergía gradualmente de nosotros. De todos modos, intenté ser cauto. La urgí a que viniese abajo porque era muy tarde. «No —me dijo—, abajo está muy sucio. Por lo menos aquí el aire es limpio y libre». Le dije que me quedaría con ella. Liesel protestó, pero yo seguí allí…
Franz levantó los ojos.
—Pero me dormí, Theo, me quedé dormido. Y cuando desperté, se había marchado. Y no tengo nada más que añadir.
Debajo de las camisas, en el cajón central del armario ropero, había dejado la foto de matrimonio de sus padres, aún en la cartera de cuero que se había llevado a París, cuando su viaje a Estados Unidos. ¿Qué impulso le hizo, en el momento final, meterlas en la maleta? Si no lo hubiera realizado así, no hubiera quedado ningún recuerdo de sus rostros, excepto en las mentes de aquellos que los habían conocido, y durante el tiempo en que sobreviviesen aquellas mentes.
Iris estaba aún en el piso de abajo. Habían viajado en silencio durante el camino de regreso a casa; Iris ni siquiera había intentado encontrar unas palabras de consuelo, y Theo le estaba agradecido por ello, puesto que no podía existir ninguna… Supuso, mientras abría la carterita, que su mujer las habría visto al meter la ropa. Pero Iris nunca le había hecho ninguna clase de observaciones al respecto, y también le estaba agradecido por esto…
Las fotos de sus padres habían sido tomadas en aquel tiempo en que la juventud se convierte, poco a poco, en el orgullo de una edad media. Su padre llevaba el elegante uniforme de oficial de la Primera Guerra Mundial, y exhibía una apropiada expresión severa. Su madre iba vestida con la seda de la época con la falda cogida con un lazo y un collar de perlas que le llegaba hasta la cintura. Era muy delgada y alta. A las chicas jóvenes de su época les enseñaban a mantenerse erguidas, solía siempre decir. ¿Habría andado también con los hombros erguidos hacia la furgoneta, o camión, o el vehículo del tipo que fuese, que la conduciría a la muerte?
Estudió las fotografías. Ahora se veía capaz de contemplarlas. Quitó la foto de su madre del marco y sacó la que había escondido debajo y que fue incapaz de mirar durante todos aquellos años.
¿Le sonreía o no le sonreía? Le resultaba difícil decirlo, puesto que sus labios aparecían fruncidos de forma poco natural. Pero los ojos, a menos que sólo lo imaginase, a menos que fuese el modo en que se retorcía la carne que los rodeaba, parecían siempre sonreír, incluso cuando estaba seria o enfadada. Tenía los ojos de color avellana: ojos de gato, acostumbraba a decir él. El niñito estaba en su regazo, sosteniendo una pelota de fieltro. Recordaba aquella pelota. La había comprado una tarde en Graben. Fritzl la había escondido debajo del sofá y tuvieron que apartar el mueble para sacarla. Una pierna estaba oculta y la otra se apoyaba en el regazo de su madre. Parecía… Theo se acercó más. Sí, en aquella redonda rodilla se veía un hoyuelo.
Liesel, querida Liesel. ¿Qué hiciste? Y yo que creía que habías muerto enseguida. Dios santo, ¿cómo lograste vivir durante tanto tiempo?
La puerta del dormitorio se abrió y la luz del vestíbulo se filtró por la abertura. Los pasos de Iris no habían hecho el menor ruido. Llegó a su lado y, durante un largo momento, examinó la fotografía. Theo vio que había miedo en el rostro de Iris, como si supiera que algo había cambiado o que estaba a punto de cambiar. Le preocupaba. ¿No era una locura? ¿Preocuparse por Iris que seguía viva?
—He estado muy brusco con el pobre Franz —comentó Theo.
—No ha sido nada. Lo habrá comprendido —respondió Iris en voz baja.
Luego, Theo empezó a sollozar. Iris atrajo la cabeza de su marido hacia sus hombros. Y siguió allí de pie, sujetándolo. Fue muy amable con él y no le dijo una palabra.