35

El nuevo Hogar para Convalecientes se inauguró con charangas, discursos y anuncios en los periódicos. Los arquitectos, según se decía, habían estado inspirados; eran hombres jóvenes con ideas radicales acerca de «la dimensión humana», el empleo de la luz, de los espacios curvos y de los espacios verdes. Los constructores habían conseguido una obra admirable al llevar a cabo el diseño sin más costos de los previstos, respetando la calidad; en resumen, hubo panegíricos y cumplidos por doquier.

Joseph y Malone fueron fotografiados y entrevistados. Joseph aparecía inclinado sobre muchos planos esparcidos. Le preguntaron por su historia personal.

«Ese hombre modesto —escribió un reportero— habla con gratitud de la buena suerte que siempre le ha acompañado. Se percató de que comenzaba su ascensión con la compra de un pequeño edificio de apartamentos en Washington Heights, en el año 1919. Para ello tuvo que pedir prestados dos mil dólares».

Continuaba diciendo que la inauguración oficial del edificio se celebraría con una cena en la que se agasajaría a los arquitectos y a los constructores, junto con los benefactores principales del Hogar.

Anna había sido siempre de la opinión de que la clarividencia, la percepción extrasensorial (PES) y toda aquella clase de cosas, constituían un completo desatino. Pero sabía, lo cual no dejaba de ser un absurdo, que Paul Werner acudiría a aquella cena.

Por ello, en cuanto entró en el vestíbulo principal y le vio cruzar el enorme comedor hasta la mesa en que se sentaba Malone con su familia, no se sorprendió lo más mínimo. Observó cómo Malone se levantaba para estrecharle la mano, contempló las presentaciones y la leve inclinación de cabeza de Paul, oyó en su mente la modulación de su voz, aunque estaba demasiado lejos para que la oyera en realidad y supo que, al cabo de unos momentos, se acercaría a su mesa.

¿Qué le digo? ¿Y qué dirá él? ¿Se me coloreará la cara? La tengo caliente y roja y la gente se dará cuenta. Y, seguramente, él oirá los locos latidos de mi corazón.

Paul se dirigió directamente hacia Joseph y le tendió la mano.

—Paul Werner —se presentó—. He venido a felicitarle a usted y a Mr. Malone por ese edificio tan magnífico. Acabo de recorrerlo…

Por un instante, Joseph quedó sorprendido. Luego se levantó y respondió con dignidad.

—Gracias. Es usted muy amable. —Se volvió hacia los demás—: Este es el hombre que me dio el primer impulso. Él…

—Por favor —le interrumpió Paul—. Eso carece de importancia. Usted lo ha conseguido todo…, gracias a su propio esfuerzo…

—Ya conoce a mi esposa, Anna —prosiguió Joseph—. Y esta es nuestra hija Iris. Y este es nuestro yerno, Theo Stern, el doctor Theodor Stern…

Paul no había mirado a Anna; ¿qué debería hacer cuando Paul se volviese hacia ella?

Joseph le ofreció una silla.

—Siéntese con nosotros, Mr. Werner…

Paul se sentó. Anna sintió que le daba un vahído. Debía de encontrarse enferma…

—¿Está usted solo? —preguntó Joseph—. Tal vez su…

—Mi esposa no ha podido venir. En la actualidad —explicó Paul—, es decir, esta noche, efectúa un trabajo para mí. Pertenezco a la Junta de Fideicomisos y, dado que hemos contribuido al Hogar, es mi deber comprobar cómo se ha gastado parte de nuestro dinero… —Sonrió—. Y será para mí muy agradable informar de que, al parecer, se ha gastado muy bien. Lo que a mí me gusta, y debe usted saberlo, es que han conseguido un funcionalismo estilo Bauhaus, pero eliminando su frialdad.

Uno de los otros hombres de la mesa se dirigió a Paul:

—Como arquitecto debo decir que eso me halaga: ese fue exactamente nuestro propósito, el que la decoración de las superficies eliminase la apariencia febril. ¿Es usted arquitecto, Mr. Werner?

—No, sólo banquero. Pero me gustan estas cosas. Tal vez sea un arquitecto frustrado.

Cuán cuidadosamente maneja las cosas para hacerlas ir en otra dirección, pensó Anna. ¿Cómo ha tenido la osadía de presentarse aquí? Se cruzó con la mirada de Iris y, a su vez, le devolvió una débil sonrisa. ¿Por qué la miraba Iris? Pero, tal vez, no lo hiciera en realidad. Consciente, de repente, de que jugueteaba con sus perlas, Anna se llevó las manos al regazo. Entonces fue consciente de las perlas en sí, con sus tres finas vueltas. Paul se daría cuenta de que Joseph la trataba muy bien. ¡Qué pensamiento más vulgar! Enrojeció.

Paul observó su aturullamiento y tuvo un sentimiento de culpa. El hacerle aquello no estaba nada bien. (Sabía que se encontraría aquí y deseaba verla. Y todo el mundo tenía derecho a ser egoísta de vez en cuando. ¡Dios, qué maravillosa está! En tiempos pasados, una mujer de cincuenta y pico años era una anciana. Pero Anna tiene la apariencia de no haber tenido ni un solo día de preocupaciones o de no haber trabajado en toda su vida).

—Mi mujer es también una especialista en recolectar fondos —estaba diciendo Joseph—. Es presidenta de la junta del hospital de accidentados de nuestra ciudad y también presidenta de las representaciones benéficas de ópera en primavera. ¡Todas esas mujeres han logrado este año recaudar una pequeña fortuna! Quisiera pagar en mi oficina a alguien que trabajara tan esforzadamente, y lo hacen en balde…

Paul se dirigió a Iris:

—¿También es usted una de esas damas tan trabajadoras?

—Temo que no… Tenemos tres hijos y no me dejan mucho tiempo para nada más —respondió Iris.

Al mismo tiempo pensaba que su madre se comportaba de una forma muy chocante. Tenía dos manchas rojas en las mejillas. ¿Qué le sucedía?

—Pero mi esposa enseñaba en la escuela —intervino Theo con orgullo—. Tiene un gran talento para la educación. No hacen más que pedirle que vuelva…

—Tal vez cuando los niños sean mayores… —comenzó Iris.

—¡Qué desatino! —la interrumpió Joseph—. Ya tienes bastante trabajo con educar a tu propia familia…

—¿Qué enseñaba? —preguntó Paul.

La está sondeando, pensó Anna. Quiere conocerla, pobre Paul. ¡Seguramente la gente se dará cuenta de lo parecidos que son! El frío secó su boca, mientras se le humedecían a Anna las palmas de las manos.

—Daba clases de sexto grado, a unos alumnos de clase alta. Me hubiera gustado más enseñar en una escuela de los barrios pobres de la ciudad, pero mi papá no lo aprobó —respondió Iris, al tiempo que sonreía a Joseph.

—Mira —le contestó Joseph—, yo he salido demasiado recientemente de esos distritos pobres para desear que me los recuerden. Tal vez sea algo egoísta. Pero una persona que no proceda de allí no puede saber lo que un hombre siente cuando se lo recuerdan. Y no se lo permití, por lo menos mientras estuvo bajo mi techo. ¿Quiere un cigarro?

Ofreció unos cuantos en torno de la mesa, deteniéndose ante Paul.

—No, gracias. Mi vicio son los cigarrillos.

Los largos dedos de Paul abrieron su pitillera.

No me avergüenza decir de dónde procedo, pensó Joseph a la defensiva. No como algunos en estos tiempos… De todos modos, este hombre lo sabe. Y también ve dónde estoy ahora. Diablos, sé que es mezquino estar orgulloso. Pero sólo soy humano y él haría lo mismo en mi posición. Cualquiera lo haría.

—¿Le ha contado mi socio lo que hemos hecho en Florida? —le preguntó a Paul.

—Me ha mencionado algo muy por encima.

—Pues es una cosa grande, la más importante que hayamos hecho. Se trata de casas en condominio y otras unifamiliares, todas ellas con un gran centro comercial cerca, un campo de golf, dársena… Allí, a la derecha de la mesa, se encuentra nuestro arquitecto.

El joven arquitecto, dispuesto a ser oído, le comunicó a Paul:

—Como arquitecto frustrado, Mr. Werner, debe de estar usted familiarizado con las nuevas ciudades escandinavas. Intentamos reproducir algunas de ellas, urbanizaciones autosuficientes, sin tráfico automovilístico por las calles y todo ese tipo de cosas.

—Eso sí que es realmente innovador… —respondió Paul.

Y se lanzaron a una conversación ilustrada con diseños en los anversos de las minutas y pequeñas estructuras confeccionadas con tenedores.

Anna observaba las manos de Paul. Trataba de no mirarlas, pero, bajo el pretexto del interés del tema, no dejaba de contemplarlas. Eran fuertes y ágiles. Joseph tenía unas manos fuertes también, pero embotadas y muy diferentes. Diferentes.

Joseph no estaba interesado en la conversación. Las teorías no eran para él. A él que le diesen los planos para desarrollarlos. En vez de ello observaba a Anna, que escuchaba con gran atención. Anna conocía y gustaba de cosas como estas. Estaba encantadora con aquel vestido, de color rosa y con un gris iridiscente. Tafetán cambiable, le había dicho esa noche mientras se vestía.

—¿Te gusta el vuelo? —le preguntó, al tiempo que bailoteaba por la estancia haciendo revolotear la falda.

¿Qué pensaría aquel tipo de ella ahora? La muchacha pobre que se había presentado en los escalones de su elegante casa. Y ahora aquí estaba. Aquello sólo sucedía en Estados Unidos.

—… la refrescante simplicidad del diseño danés —concluyó uno de los asistentes.

Anna vio que Paul trataba de salirse de la conversación.

—¿Han estado también en Dinamarca? —le preguntó a Iris.

—Nunca he estado en Europa —respondió Iris.

—¿Ah, no? Deberían ir enseguida. No hay nada mejor que contemplarla con ojos jóvenes. Y con piernas jóvenes también —añadió.

—A Theo no le gustaría volver a Europa —comentó Iris en voz baja.

—Le he prometido a Anna un viaje —medió Joseph—. Se muere por volver. Pero estoy tan condenadamente atareado que lo voy demorando…

Paul se volvió hacia Iris y Anna comprendió que trataba de hacerse una idea de cómo era. Simplemente, ansiaba oír su conversación. No sabía que se necesitaba conocer a Iris durante mucho tiempo antes de que se decidiera a hablar. Se preguntó qué habría pensado al ver a Iris como una mujer hecha y derecha. También se preguntó si Joseph estaría intrigado al ver que Paul prolongaba tanto su estancia en la mesa.

—No, no quiero volver a Europa —comentó Theo—. Perdí allí a mi familia.

—Comprendo —le respondió Paul. Hizo una pausa durante un momento—. Entonces, tal vez le gustaría viajar a Israel. Después de todo, constituye el remedio de la enfermedad que afligió a Europa.

—¿Ya ha estado allí? —le preguntó Theo.

Las palabras parecieron tomar forma en los labios de Anna. Ha sido uno de los promotores que ha creado Israel… Pero enseguida pensó: ¿Qué pasaría si lo hubiera dicho en voz alta?

—Muchas, muchas veces —le respondió Paul a Theo—. Tanto desde antes de que se fundara el Estado como a partir de entonces. —Sonrió—. Le recomiendo una visita, especialmente a usted…

—Cuando los niños sean mayores —intervino Iris— tal vez vayamos. Mi padre ha hecho mucho, no in situ, sino recaudando fondos. Nos hemos sentido comprometidos en todo esto.

—Me alegra oírlo —respondió Paul.

Se dijo a sí mismo: Es más bonita de lo que esperaba. Ha debido de ser cosa del matrimonio. Está muy en su lugar y hablar muy bien… Y esos ojos tan enormes y brillantes… Anna no ha abierto la boca. No debí sorprenderla así. Es una buena actriz, no obstante; nadie puede pensar que aquí haya algo oculto. Pero también yo soy un buen actor. Tengo el corazón en un puño, pero nadie se ha dado cuenta. Excepto Anna. Ella sí lo sabe.

—¿Por qué no bailáis vosotros, los jóvenes? —les preguntó Joseph—. Adelante, no os preocupéis por nosotros…

Iris se levantó al mismo tiempo que Theo. Aquel hombre y mamá, pensaba Iris. Aquel hombre. ¿No se daba papá cuenta de nada?

Un momento después se acercó Malone.

—Mr. Micks quiere vernos —le dijo a Joseph—. Está en su despacho.

Cuando Joseph se hubo excusado y todos los demás de la mesa salieron para bailar, Anna y Paul se quedaron solos.

Entonces, por primera vez, Paul la miró.

—Quince años, Anna —fue todo lo que dijo.

—Oh, Paul, por lo menos debías haberme avisado.

—Lo sé. Ha sido algo imprudente. Perdóname. Un hombre puede cometer una equivocación alguna vez…

Anna no replicó. Tenía el corazón ahogándole la garganta.

—Cuando me enteré de este acto en el periódico, supe que estarías aquí. Y confié en que ella también vendría…

—¿Qué opinas de Iris?

—Es encantadora, y diferente… También muy complicada y con mucha trastienda. Y tengo la sensación de que siente curiosidad por mí…

—¿Qué quieres decir? —le preguntó al instante Anna.

—Nada preciso… Sólo es un presentimiento acerca de lo que ella siente…

—Ha hecho un buen matrimonio. Ha resultado muy bueno para ella.

—Lo sé. Leí las reseñas de la boda.

—Es una boda que tu madre hubiera aprobado. Quiero decir socialmente…

—¿Eso que dices no es un golpe bajo, Anna?

—Tal vez sí.

Sí lo era. Pero no había podido reprimirlo.

—Theo procede de una familia muy distinguida de Viena, o lo era hasta que la borraron del mapa. Distinguida y rica. Se educó en Cambridge y…

—Muy bien. Ya estoy lo suficientemente impresionado. ¿Qué clase de hombre es?

—Un hombre maravilloso y muy bueno. Y son muy felices…

—Así, siento que Iris ha renacido y esto, probablemente, añadirá unos cuantos años a mi vida… Y tienen tres hijos.

—Sí, dos niños muy listos, sobre todo el mayor, Steve. Nos da un montón de problemas por lo adelantado que está… La niña, Laura, es un ángel, una niñita saludable y de muy buen corazón.

Anna se calló. Paul tenía el rostro demudado, aquella cara tan sutil, tensa y patricia. Y Anna supo que su relato, tan de corrido, aunque él se lo hubiese pedido, le había tocado un lugar sensible y aún sangrante.

—Adelante —pidió Paul.

—¿Quieres…?

—Sí. Dime todo lo que haya sucedido. Tenemos un vacío de quince años que rellenar.

Se habría echado a llorar por él.

—Bueno —resumió Anna—, también ha sucedido una cosa maravillosa. Eric volvió con nosotros hace ya cinco años. Ahora va a cumplir dieciocho…

—¿Eric?

—El hijo de Maury.

—Me alegro por ti, Anna. Y por Joseph. Ya sabes —continuó Paul con tristeza— que también debemos pensar en Joseph. Esta noche he tenido unos encontrados sentimientos…

—Yo también me siento confusa.

De repente, los labios de Anna temblaron.

Paul apartó la vista.

—Querida Anna, te estoy sacando de quicio. No es justo hacerte esto aquí…

—No…

Paul dirigió la mirada a los que bailaban y cambió de tema.

—¿Con quién baila Iris?

Iris y Theo habían cambiado de pareja.

—Con uno de los hijos de los Malone.

—Es un magnífico espécimen…

—Todos los Malone son auténticos «especímenes». Cada uno es más saludable y mejor parecido que el siguiente.

—A ti te hubiera gustado tener un montón de niños, ¿verdad?

—Oh —musitó.

—Merecías haberlos tenido. No parece que para una mujer sea pedir demasiado…

—¿Qué quieres decir, Paul?

Paul no respondió. Por un instante, Anna tuvo una extraña sensación de irrealidad: ¡resultaba increíble que estuvieran aquí sentados juntos! Anna no sabía nada acerca de él, tras todos aquellos años intermedios, y lo mismo le pasaba a Paul. Ahora, de repente, Anna necesitó saberlo todo, llenar, como él había dicho, aquellos quince años.

—¿Qué haces mirando al vacío, Anna? Pareces estar a miles de kilómetros de aquí…

—No, me encuentro bien, sólo pienso en ti. Trato de imaginarme tu vida, y no puedo ver más allá de oficinas, barcos y aviones: vas de acá para allá. Eso es todo lo que veo, pero necesito saber algo más…

—Está bien, pero, en líneas generales, las cosas son como te las has imaginado. Voy a todas partes. El año pasado creí necesitar unas auténticas vacaciones y estuve en Marruecos, recorriendo las montañas del Atlas. Fue algo fascinante.

—Pero todo eso sigue sin decirme nada de ti…

—Oh —replicó Paul en tono pesimista—. Es lo que trato de hacer, ¿no te parece? Está bien, ahí va… —Con ademán desmañado estrujó el cigarrillo recién encendido en el cenicero—. Mi esposa y yo… No hay nada que vaya particularmente mal entre nosotros, pero tampoco va especialmente bien. Su familia está en Palm Beach. Pasa allí la mayor parte de su tiempo. Odio aquel lugar, por lo que raramente acudo… Trabajo, y me gusta mi trabajo. Tengo mujeres por dondequiera que voy y en cualquier momento en que las necesite… Pero no significan nada para mí. —Alzó la vista—. No te puedo quitar de mi pensamiento, Anna…

—Me duele. Me duele que seas desgraciado —respondió Anna en voz baja.

Paul encendió otro cigarrillo, se aclaró la garganta como si se ahogara y prosiguió:

—Supongo que podría sentirme filosófico, y preguntártelo a mi vez, como tú a menudo me lo has preguntado. Pero, de todos modos, ¿qué es la felicidad? Y, sea lo que sea, ¿por qué vamos a creernos merecedores de ella? Incidentalmente, en este tipo de conversación hay una gran parte de sentido común. El hecho es, Anna, que realmente no lo sé. Estoy confuso. Me siento culpable, y a la vez, enfadado, aunque no sepa de qué… ¿Tal vez del destino? ¿O de mí mismo? Pensaba que, después de tantos años, conseguiría olvidarte…

—Lo sé —murmuró Anna.

—¿Recuerdas nuestro último encuentro? ¿En la casa de la playa?

—Lo recuerdo. Aún éramos jóvenes y…

—Pero si todavía eres joven. Siempre lo serás. —Se inclinó hacia delante—. ¿Sabes una cosa tonta? Sigo confiado en que, algún día, en cierta forma, tú y yo…

—Por favor —le interrumpió alarmada Anna—. No me mires de ese modo. Iris nos está observando.

Paul se echó hacia atrás y Anna se sirvió otra taza de café, aunque, en realidad, no le apetecía. Pero así podía hacer algo con sus temblorosas manos.

—Deseo… —comenzó a decir Anna, en el momento en que se detuvo de repente la música del baile.

Theo e Iris volvieron a la mesa. Al poco, también regresó Joseph con Malone. Se dijeron algunas palabras corteses. Paul se alejó. Aquello había terminado.

—¡Dios santo, mamá! —observó, curiosa, Iris, mientras volvían en coche a casa—, parecíais tan serios tú y Mr. Werner… No pude evitar el miraros. ¿De qué diantres estabais hablando?

Se le ocurrió enseguida una verdad a medias.

—Estaba triste por lo que le contaba de Maury y Eric. Siento haberme mostrado un tanto emotiva…

—Desgraciadamente, eso es comprensible —comentó Joseph. Suspiró pesadamente y luego prosiguió más animado—: Parece un buen tipo ese Werner. A decir verdad, siempre me lo había imaginado como una especie de esnob, pero no lo es, ¿verdad?

—No lo creo —respondió Anna.

—Es chocante habernos encontrado al cabo de tantos años…

—Sí, en efecto…

Era muy tarde cuando llegaron a casa. Joseph se dirigió al frigorífico.

—Voy a hacerme un canapé. En este tipo de reuniones la comida es malísima… ¿Quieres algo, Anna?

—No, gracias…

Anna salió a la terraza. La noche era fría y el aire puro. Olía a tierra húmeda. Había millones y millones de estrellas en un firmamento claro y límpido. ¡Qué maravilloso era aquello! ¡Y tener aquella tristeza en el corazón! Aquel maravilloso orden que regia las estrellas, donde se encontrasen, y que las hacía moverse de modo tan previsible, mientras que, en la vida humana, existía tanta confusión…

Todo se debía al acaso. El lugar donde se nacía, el cuándo y el cómo. Con quién te casabas. Todo dependía del azar.

—¿Qué haces ahí fuera? —la llamó Joseph—. Cogerás un resfriado…

—Sólo miraba el cielo —respondió Anna, al tiempo que se metía dentro.

—¡Tú y tus estrellas! Deberías haber sido astrónoma… Vamos a la cama…

Joseph se sentó en el borde del lecho y se quitó los zapatos.

—Así que he conocido al fin a ese gran financiero…

Anna tuvo que mostrar un normal interés por ello.

—¿De veras es un gran financiero?

—Se trata de una pequeña Banca privada, no es un Morgan, pero, de todos modos, es muy poderoso. Le van muy bien las cosas. ¿Qué te parece? Le ha dicho a Malone que le gustaría participar por escrito en nuestros proyectos de Florida. ¡Y por un valor de ocho millones de dólares!

—¿Tanto?

—Claro que sí… ¿Qué te creías? ¡Es uno de los mayores proyectos de la Costa Este!

Anna levantó la vista. A Joseph le brillaban los ojos.

—Ya sabes, Anna, que nunca he dejado de pensar en aquel primer préstamo, cuando empezábamos, por dos mil dólares y sin ninguna clase de garantía… Y hoy, ese mismo hombre está ansioso de hacer negocios conmigo y por un montante de varios millones… Parece increíble, ¿no te parece?

—Sí, sí. Claro que sí…

—Werner también ha debido de estar pensando en eso… Pero, como es natural, no lo ha mencionado. Es, indudablemente, un caballero.

—¿Y vas a cerrar el trato con el Banco de Werner?

—No, Malone ya le ha dicho que, prácticamente, ya lo hemos formalizado en otro sitio… Pero para el caso es lo mismo…

Sus zapatos cayeron al suelo con estrépito.

—Imagínate, tres, o tal vez cuatro, generaciones en el mismo negocio… Así se hacen las cosas… Lo único necesario para ello es tener el abuelo apropiado, ¿no? Pero nosotros lo lograremos también, ¿no crees, Anna?

Joseph siguió con más jovialidad:

—Estamos saliendo adelante con nuestras propias fuerzas… Sí, créeme, nuestros nietos serán capaces de haber elegido el abuelo apropiado…

Presa de pánico, Anna corrió hacia él. Le rodeó con sus brazos y lo apretó con fuerza. ¡Ah, ámame! ¡No digas nada que pueda arruinarlo todo! Aunque no lo desees, no me dejes…

Joseph la besó.

—Esta noche estás guapísima, Anna. Estoy tan orgulloso de ti. No puedes saber lo orgulloso que llego a estar… Pero ¿qué ocurre? ¿Estás llorando?

—Realmente, no. Sólo unas lagrimitas. Porque todo marcha según mis gustos, con Eric y los niños de Iris que apenas se alejan de esta casa… Temo que esto cambie…

—Pero si tú siempre has sido muy optimista… ¿Qué te ocurre?

Joseph se echó a reír. Luego se encogió de hombros y alargó las manos, en un ademán de su infancia, como si fuese a alcanzar a todo el universo.

—Todo va tan bien, y ella se preocupa, y hasta llora… ¡La pura verdad es que los hombres nunca entenderán a las mujeres!

Anna se dirigió al vestíbulo durante el último descanso. El edificio de la ópera estaba lleno de mujeres, puesto que la Junta de damas del hospital se había quedado con un talonario de billetes y los había vendido todos. Complacida por aquel éxito, andaba por el pasillo hacia el surtidor de agua.

—Anna —la llamó alguien.

Incluso antes de mirar alrededor, sabía de quién se trataba. Paul estaba allí, apoyado contra la pared, como si temiese asustarla al inclinarse hacia delante.

—No te enfadarás conmigo, ¿verdad?

—No estoy enfadada. Sólo asustada. Paul, no deberías…

—Es el único medio que tengo para poder verte. En realidad, no pudimos hablar mucho en aquella cena…

—Pero tampoco podemos hablar aquí…

—Pues entonces, más tarde. Vayamos luego a algún sitio…

—No puedo. Tengo que irme a casa, Paul.

—Pues, ¿cuándo?

—Temo —le dijo Anna— que si nos vemos de nuevo ocurrirá algo…

—Tal vez. Pero eso no me preocupa.

Anna se lo quedó mirando. Su aspecto tan grave le recordó a Iris, cuando se encontraba tan sola antes de que se presentara Theo. Colocó una mano en su hombro y se quedaron allí, de pie, apenas tocándose, sólo mirándose y mirándose…

—Si creyese en la reencarnación, Anna, diría que, hace unos siglos, te tuve y te perdí, y que desde entonces, no hago más que buscarte…

Una mujer que volvía de beber agua en el surtidor, los miró abiertamente, por haber captado sus últimas palabras o por haber sentido, si ello era posible, aquella densa emoción que los rodeaba.

Si, a partir de ahora, lo veo cada día, pensaba Anna, ¿qué nos sucederá? ¿Qué ocurrirá con mi seguridad en la permanencia de las cosas y en la estabilidad? Una se puede negar veinte veces a irse con un hombre, pero tal vez la vigésima primera ya no lo rehusará… Y, presa de un súbito terror, pensó: ¿puede un ser humano estar seguro de lo que quiere? ¡Química! Sólo ese término moderno aplicado al encantamiento, a la atracción entre los sexos, a la tentación enfrentada a la prudencia…

¡Química!

La expresión de Paul era muy tierna.

—Aún brillas con luz propia, con aquella expresión que tenías cuando eras una muchacha y que nunca se te borrará, ¿no es verdad? A pesar de todo.

Ella sintió un dolor punzante.

—He estado desgarrada durante tanto tiempo que me gustaría sentir otra vez las cosas…

Sonó el timbrazo para el último acto. La gente comenzó a entrar en la sala, rozando contra ellos mientras seguían allí de pie junto a la pared.

Paul la agarró del brazo.

—Comprendo lo que quieres decir. No deseo apartarte de tu familia. No quiero lastimar a Joseph. O a mi hija. ¿Crees que querría herir a Iris? Créeme. Pero debemos vernos de nuevo.

—Comeré contigo.

—Dime qué hora y…

Dos damas vestidas de tarde y abrigos de pieles llegaron ante Anna, y una de ellas dijo con jovial idea:

—Te hemos estado buscando por todas partes… Corre, el telón se alzará de un momento al otro…

Y escoltaron a Anna entre un grupo de amigas que parloteaban, sin que le diesen oportunidad de decir nada más.

Paul siguió allí de pie un instante, mirándola ciegamente, como si quisiese perseguirla. Luego, con un desesperado encogimiento de hombros, se dio la vuelta y se alejó con rapidez.

La multitud que se precipitaba a la salida empujó a Anna por la puerta principal. Mientras se componía el vestido, vio a Joseph que aguardaba.

—Vamos. Tengo el coche en la esquina. ¿Cómo ha ido todo?

—Maravillosamente. A mí siempre me ha gustado Aída.

El coche se dirigió hacia el norte, buscando la salida de la ciudad. Hacia el Oeste, el sombrío cielo invernal empezaba a abrirse y en el vacío espacio que se formó entre las nubes, pareció verse una especie de lago de color lavanda, perlino y verde.

—Qué magnífica puesta de sol —comentó Anna—. Los días son cada vez más largos.

—Así es.

Joseph estaba muy silencioso. Debía de haber tenido uno de aquellos días tan difíciles. Anna tampoco quiso iniciar una conversación. Valía más no menear aquellas cosas. Durante los dos o tres últimos años, había tenido la sensación de que debía prodigar su cariño —como resultado natural de la buena suerte de Iris— y, en consecuencia, había sido capaz de pasar a veces más de una semana sin pensar en ciertas cosas. Pero ahora, aquello que parecía dormido se había despertado.

Su cuerpo estaba acosado por los nervios, y tenía calor. Se quitó el abrigo y se lo colocó sobre los hombros.

—¿Qué ocurrirá? ¿Una ola de calor en febrero?

—Es este vestido. Parece hecho para un invierno en Laponia y no para Nueva York —se quejó Anna.

Joseph no dijo nada más, excepto para preguntar, algún tiempo después, cuando Anna reposó la cabeza hacia atrás en el asiento, si no se encontraba bien.

—Tengo dolor de cabeza —respondió Anna—. Creo que se me están cerrando los ojos.

Casi habían llegado a casa cuando Joseph volvió a hablar.

—Has estado con mucha gente, ¿verdad? Supongo que todas habrán sido mujeres…

—Casi todas. Sólo había un par de hombres mayores, como el marido de Hazel Berber. Pero está prácticamente retirado.

—Supongo que habrás visto también a un montón de gente que no veías desde hace mucho tiempo.

—Sí, es natural en un acontecimiento como este.

Algo que oyó en la voz de Joseph la alarmó. Se incorporó pretendiendo ponerse bien la chaqueta y le lanzó una mirada. Pero Joseph seguía mirando hacia delante otra vez, con su expresión ordinaria.

Una vez en la habitación, se cambió y se puso un vestido más fresco. El calor era ahora abrumador. Entonces oyó cómo Joseph subía las escaleras, pateando los escalones con fuerza, como si la previniese de que iba a tener que confrontarse con él.

Entró en la habitación y cerró con ímpetu la puerta.

—Bien, Anna. He esperado hasta llegar a casa. Te he dado la oportunidad de que me lo contases y no lo has hecho.

Anna puso su mejor cara y se armó de inocencia.

—¿De qué estás hablando?

—Eres una buena actriz, pero eso no sirve. Mira, yo estaba allí. Llegué temprano, antes de que finalizase el último acto, y lo vi todo…

—¿Quieres decirme de qué me hablas? ¿Qué es ese todo?

—Vamos, Anna, vamos… No he nacido ayer… Estuviste hablando con aquel hombre durante quince minutos…

—¡Oh! —gritó Anna con voz bastante alta—. Te refieres a Paul Werner… Sí, lo encontré en el surtidor de agua. ¿Qué hay de malo en eso?

—No te encontraste fugazmente con él, sino que mantuviste, durante quince minutos, una conversación muy seria. No trates de decirme…

Sería mejor lanzarse al ataque. Era la mejor defensa.

—¿Qué has hecho? ¿Acaso llevas un cronometro? ¿Y por qué no viniste hacia nosotros y nos hablaste, de la forma que obraría cualquier marido, en lugar de estar allí espiándonos?

—Cualquier marido, en mi lugar, hubiera estado condenadamente curioso por saber lo que su mujer estaba haciendo… Él fue allí con el propósito de verte, Anna… Sabía que ibas a ir porque, ahora lo recuerdo, yo mismo le dije que estarías.

—¿Y lo mencionaste con el propósito de atraparme?

—Maldita sea, Anna, como tienes esos pensamientos…

—¡Y qué tienen que ver esos pensamientos!

—No hagas que me ponga a la defensiva, porque no puedes hacerlo. Fue a verte y me has mentido. Estos son los hechos escuetos. No puedes hacer nada para borrarlos.

—No te he mentido… Simplemente, he olvidado mencionarlo.

—¿Y por qué?

—Porque… —Anna se oyó a sí misma tartamudear, pero pudo seguir—: Porque no tenía importancia para mí. Era algo trivial. ¿Te hago cada noche una lista de las personas que encuentro durante el día?

—Gentes que te has encontrado… —se mofó Joseph—. ¿Y es corriente en ti encontrarte con Paul Werner? No lo ves igual que al lechero y al panadero… ¿Te crees que soy tonto? Pero ahora que pienso —prosiguió con más lentitud—, ahora que lo pienso, tal vez sí que lo ves. Tal vez lo ocurrido no resultara tan fuera de lo corriente…

—¡Qué monstruosidades estás diciendo! ¿Te has vuelto loco?

—No, no estoy loco. Pienso con mucha claridad. Y quiero saber por qué acudió allí y de qué estabais hablando. Estoy aguardando —concluyó Joseph.

Anna le había visto en ocasiones perder los nervios, explosiones provocadas por los niños cuando eran pequeños o por asuntos triviales de la casa, pero nunca con una furia tan fría como aquella. Intentó reunir sus pensamientos. Todo estaba en juego, todo.

—Hablamos acerca de…, déjame recordar, claro, acerca de la ópera y del nuevo tenor. Luego me preguntó las usuales cuestiones educadas acerca de la familia, cosas así. En realidad, nada que no pudieses oír.

Joseph manoseó con el periódico de la noche y lo descargó con fuerza contra el respaldo de la silla.

—No, no hicisteis eso. Te cogió del brazo. Luego te fuiste. Y vi tu cara cuando entrabas en la sala. No vas a decirme que hablabais acerca del nuevo tenor… ¿Qué es lo que él desea, Anna? Tienes que decírmelo. ¿Qué pretende ese hombre?

Anna inclinó la cabeza. Todo le daba vueltas como si fuese a desmayarse.

—Me siento mal —murmuró.

—Pues entonces siéntate. O échate. Pero no te salgas de esta forma por la tangente.

Anna se sentó, agarrándose la cabeza. Celeste había encendido la radio en la cocina; subió por las escaleras una serie de melodías de música de otros tiempos, antes de que volviera a cerrarla. Sonó una bocina en la calle, más allá del patio. El silencio de la habitación se le metió en los oídos. Joseph seguía de pie, aguardando. Anna no supo si había pasado un minuto o cinco. Levantó la cabeza.

—¿Y bien? —preguntó Joseph.

Anna hubiera querido gritar: ¡Por favor, déjame sola, no puedo más! Sin embargo, siguió en silencio.

—¿Y bien? —repitió Joseph.

Anna vio que no tenía salida. Se humedeció los labios, suspiró y rompió a hablar:

—Me preguntó si podía comer con él. La razón de que no te lo dijera fue que supuse que te enfadarías. Y sé también que tienes tratos de negocios con él. Creí que las cosas podían ponerse desagradables y que me sería posible solucionarlo por mí misma.

Se detuvo, temblorosa.

—¿Y cómo lo has solucionado?

—¿Cómo supones? Me negué. Le dije que no volviese a pedírmelo.

Anna miró fijamente a los ojos de Joseph y él mantuvo la mirada durante un minuto o más. Luego la apartó hacia otro sitio.

—Qué bastardo —murmuró—. Un caballero, pero bastardo. No está bien eso de que un hombre haga cosas, detrás del marido, con la esposa de este.

Echó a andar por la habitación. Levantó las cortinas de la ventana y miró a la oscuridad, y al cabo de un rato, se volvió hacia Anna.

—¿Aún sigue enamorado de ti?

—¿Por qué? ¿Porque me ha pedido que comiese con él?

—No puedes ser tan estúpida… ¿O debo tener tacto y llamarlo ingenuidad? Una mujer de tu edad… En nombre de los cielos, ¿qué crees que desea realmente?

—Lo único que sé, eso es todo, es que me pidió que comiese con él.

—La ciudad está llena de mujeres, mucho más jóvenes que tú, de las que puede disponer un hombre que quiera comer y todo lo que viene después. No quiero saber más de esos cuentos…

—Tal vez eso sean cosas que hagan ciertos hombres. Lo que quiero decir es que deseaba comer conmigo y que supongo que le gusto. ¿Hacen los hombres cosas así?

—¡No es más que un tenorio de tres al cuarto! ¡Y con la esposa de otro hombre! ¿No lo has comprendido?

—No.

Joseph se pasó la mano por la frente; estaba sudando.

—Resulta divertido, aunque no lo haya mencionado, pero en aquella cena pensé que te buscaba. Sentí algo. Pero luego me dije a mí mismo que no debía portarme como un estúpido. Me lo guardé para mí. Me dije a mí mismo que no era nada.

—Pues ya has visto —prosiguió Anna en voz baja—, que realmente tampoco ha sido mucho. Es un hombre cualquiera. Supongo, simplemente, que me encuentra interesante. Tal vez se deba a que me conoce desde hace mucho tiempo…

Qué espantosos resultaban aquellas marrullerías, aquellos engaños… Pero también la calumnia acerca de Paul era espantosa. No había elección. Debía defenderse a sí misma y no sólo a sí misma. Todo estaba estrechamente relacionado con lo que se decía y se pensaba en aquella habitación.

Abajo, en la cocina, se cerró con fuerza una puerta y se oyeron voces. Eric habría regresado del entrenamiento de baloncesto, y estaría demasiado hambriento como para aguardar a la cena. ¡Qué desastre constituiría todo aquello para él si no conseguía arreglarlo!

Todos estamos tan entrelazados… No hay forma de aislar el mal, la enfermedad. A todos les alcanzan sus anillos: Joseph y yo, Eric, Iris y sus niños. Y Paul. Nos hemos causado el uno al otro mucho sufrimiento sin desearlo.

—Anna, dime una cosa. Tengo que saberla. Te la pregunté antes y siempre la negaste, pero te la voy a preguntar de nuevo: ¿Estáis enamorados el uno del otro desde hace muchos años?

—Nunca. No, nunca.

—¿Y no ha habido nunca nada entre vosotros?

Anna cerró los puños. Luego se relajó y respondió exhalando el aire:

—No, nunca.

—¿Lo jurarías?

—Joseph, ¿no es bastante lo que ya te he dicho?

—Tal vez sea una locura por mi parte, pero me sentiría muy aliviado si me lo jurases. Por la salud de Eric, y de Iris, y de sus hijos. Entonces sabré que es verdad.

Anna se encontró arrinconada. Se había retirado a una esquina de la habitación y le parecía como si las paredes estrechasen su ángulo e intentasen atraparla.

—No, no haré eso. No juraré por sus vidas.

—¿Y por qué no, si yo te lo pido?

—Me insultas al solicitarme eso, como si no creyeses en mi palabra.

—No pretendo insultarte. Sólo que…

—Y, por otra parte, soy supersticiosa con esas cosas…

—¿Por qué? ¿Temes que les suceda algo? No les ocurrirá nada si estás diciendo la verdad.

—No, Joseph.

—Pues jura sin añadir eso. Di, simplemente, juro que nunca he tenido nada con Paul Werner que mi marido no pudiese conocer…

Ahora, desde algún rincón del alma de Anna, surgieron las fuerzas suficientes, nacidas de su terror, y se lanzó de nuevo al ataque.

—Ahora soy yo la que está furiosa, Joseph. ¿Por qué quieres humillarme? ¿Qué clase de matrimonio es este en el que no confiamos el uno en el otro?

—Deseo creer en ti —le respondió Joseph, retirándose ante su furia.

—¡Pues entonces, créeme!

Tenía lágrimas en los ojos.

—Anna, no podría soportarlo si… El mundo es un lugar asqueroso y nunca acabas de saber dónde te encuentras. Debe existir una persona que nunca cambie. Si perdiese eso… Mira, ya sabes las cosas por las que he debido pasar, y he seguido adelante. Pero si pensase que tú… —tragó saliva—. No podría seguir viviendo. Que Dios me ayude…

—No lo has perdido. Nunca lo perderás —le manifestó Anna, de nuevo con amabilidad.

—Sé que soy muy afortunado al tenerte. Una mujer como tú hubiera podido conseguir el hombre que desease…

Piedad. Piedad. La tensión se rompió en ella y Anna se echó a llorar.

—Anna, no, por favor. Todo está bien… No me importa. Comprendo lo que ha sucedido…

Nunca había soportado ver llorar a alguien. Iris lo supo cuando aún era una niñita. Papá te dará lo que quieras con tal de que dejes de llorar

—Condenado bastardo… —musitó Joseph—. Colocarte en una situación así… Será mejor que no siga dando vueltas por aquí…

—No lo hará…

Alguien llamó a la puerta.

—Soy yo, Eric. Celeste dice que la cena está dispuesta.

—Iremos enseguida —le respondió Joseph.

—No tengo apetito —comentó Anna—. Ve a comer tú solo con Eric…

—No, no… No deseo que el muchacho crea que algo anda mal. Enjuágate los ojos. Nadie debe enterarse…

Las caras son para ocultarlas, pensó Anna mientras se maquillaba los ojos y se ponía polvos. Suelen hablar de caras «sinceras»; ¿y quién puede tener una apariencia más cándida que yo? Se inclinó hacia el espejo; sí, una cara inocente, aún joven. Una cara maravillosa; un rasgo por aquí y otro por allí, y la combinación ejerce influencia sobre todos los hombres. Debido a que Paul la amaba, la perseguía. A causa de que Joseph la adoraba, creía en ella. Y, además, reflexionó con piedad y ternura, Joseph era un hombre sencillo. Creía en lo mejor de cada uno, a pesar de su jactancia. Paul no la hubiera soltado con tanta facilidad si la situación hubiera sido a la inversa. Su sutil inteligencia hubiera visto detrás y a través de ella.

Mañana trataría de contarle a Paul cómo estaban las cosas. Y que el largo silencio que había entre ellos debería continuar. No había otro camino.

Por otra parte, si pudiera hablarle a Joseph, descargarse de aquel peso de mentiras y ser francos para siempre… Sí, le gustaría ser libre, libre entre las ruinas de todo y de todos los que había amado… Pero, no. Nunca. Nunca. Viviría y llevaría ella sola la carga. Que Dios me ayude, como Joseph acaba de decir.

Que Dios me ayude…