Eric estaba sentado en los escalones del bungalow de ventas aguardando a su abuelo. A la izquierda, se agrupaban hileras de casas ya terminadas, todas iguales bajo el cielo gris de marzo. A la derecha, se iban elevando las estructuras; repiqueteaban los martillos; el polvo se alzaba en nubes rojizas cuando un camión descargaba un cargamento de ladrillos; las mezcladoras de cemento zumbaban. Enormes conductos, por los que podían arrastrarse dos hombres a la vez, aparecían tumbados en medio de una confusión de rollos de cobre. Un camión subió por una pequeña cuesta. Otro dejó una carga de planchas. Pero aparte esta confusión aparente podía decirse, honestamente, que reinaba cierto orden.
Pronto comenzaría su cuarto año con su «nueva familia», así que ya había hecho muchas veces esa visita a los lugares en que se construía. Realmente, aquello no le importaba demasiado y tampoco le pedían con frecuencia que fuese. Hoy había aprovechado el viaje para comprarse también unos zapatos y una gabardina. Su abuelo decía que aquello era asunto de hombres y no de la abuela.
En realidad no necesitaba una gabardina nueva. La abuelita habría contemplado su gabardina vieja y comentado:
—Aún durará otro año —como la abuela acostumbraba también a decir—: Tienes suficientes suéteres y no necesitas comprarte ninguno.
O bien:
—Realmente ya has comido demasiado, Eric. —Una declaración que era impensable en casa de los Friedman.
Aquí te atiborraban de comida; a veces te daban mucha más de la que podías tragar. Aquí, además, siempre le estaban comprando algo:
—¿Te gusta el suéter? Es muy bonito. Te lo compraré.
El regalar era una forma de amar, no un sustitutivo del tiempo o de los cuidados, sino sólo porque, como se había percatado Eric, nunca les parecía que utilizaban suficientes medios. Si Chris o la familia tenían serias preocupaciones acerca de cómo era amado —y no había ningún motivo para pensar en ello—, en realidad no necesitaban tenerlas. Era bañado, rodeado y envuelto en amor.
Chris le escribía con regularidad. Los otros Guthrie le escribían desde donde les aconteciese encontrarse. Le enviaban tarjetas desde cruceros alrededor del mundo. Saludos y pequeños regalos llegaban desde la casa que los Guthrie más ancianos habían alquilado en el sur de Portugal. Chris le había escrito extensas cartas con descripciones de Venezuela e instantáneas de sus hijos, enviadas, y Eric lo sabía, para alejar cualquier sentimiento de soledad que Chris suponía que podía acometerle.
Eric intentaba contestar de una forma amable. Que formaba parte del equipo de baloncesto, y que jugaba de delantero. Que le habían regalado una bici nueva para su cumpleaños. Que todo le iba muy bien. Que tenía un montón de amigos. Que pertenecía a una nueva patrulla de scouts.
La verdad era mucho más compleja que aquellos hechos tan triviales. Aquel hogar era muy diferente. En primer lugar, se encontraba muy atareado. Aquel sentimiento de actividad casi febril era un reflejo de la personalidad de su abuelo. Tomemos, por ejemplo, el día de hoy: se suponía que era su día libre. Pero como siempre, había alguna emergencia que tenía una necesidad absoluta de atender, incluso hoy, con la fiesta de Pascua que empezaba al anochecer. Siempre estaba atareado en alguna parte. Eric había quedado sorprendido al enterarse de que sus abuelos sólo hacía siete años que vivían en aquella ciudad, pero se veían tan involucrados en ella como si hubiesen pasado allí toda su vida. Su abuela pertenecía a la junta del hospital y a numerosas otras juntas de caridad, tantas que no podía recordarlas. El abuelo había construido una capilla para el nuevo templo y había entregado como donativo la mitad de sus beneficios. (El abuelo no se lo había contado, pero la tía Iris sí, pues estaba muy orgullosa de su padre). La semana anterior, un policía había sido abatido al perseguir a un sospechoso, y la ciudad había organizado una colecta para su viuda y sus hijos; el abuelo estuvo al frente de ese comité. Se decía que le iban a nombrar miembro de la comisión estatal que debía estudiar el problema de las viviendas públicas. No, no era la clase de hombre con quien un muchacho pudiera pasar tardes enteras por los bosques, con un libro y unos prismáticos, cazando pájaros. Y, además, tampoco le hubiese interesado en caso de sobrarle tiempo.
¿Tal vez no era justo con él? ¿No había que pensar primero en su vida y en el lugar de donde procedía? Una vez, en Nueva York, habían pasado en coche delante de la casa de la calle Ludlow, donde su abuelo había crecido, y también pasaron ante la calle Hester, donde nana había llegado como una inmigrante más. Se conmovió al ver aquellas calles tan estrechas y atestadas y al observar cómo eran sus casas. Nunca había visto lugares así, excepto, de una manera vaga, en algunas fotos. ¿Cómo se podía saber de bosques y de pájaros viviendo en unos lugares como aquellos?
El otoño anterior, antes de que empezase la escuela, el abuelo tuvo que ir a Boston en viaje de negocios, y la nana les había sugerido que fuesen juntos hacia el Norte, a través de Nueva Inglaterra, durante unos días. Resultó sorprendente, pero el abuelo se mostró de acuerdo. Habían ido hasta los montes Monadnock, en New Hampshire, alojándose en viejos hoteles de madera con girasoles en el patio y en los que les servían pastelillos para enfrentarse con aquellas mañanas tan frías. Anduvieron por blancas y pequeñas ciudades y nana entró en tiendas de antigüedades y compró chucherías de cristal antiguo.
—Si quieres tener contenta a una mujer, cómprale juguetes —le dijo el abuelo, al tiempo que le guiñaba un ojo a Eric.
El abuelo y Eric anduvieron por una carretera y se detuvieron en un puente sobre un torrente, en el que un par de muchachos estaban pescando.
—¿Sabes algo de pesca? —le preguntó el abuelo.
Y cuando Eric le respondió afirmativamente, que solía pescar con frecuencia truchas en los alrededores de Brewerstown, y que también hacía escapadas por los campos y las lomas cuando ya habían recogido el maíz, y luego por las colinas, hasta las lejanas cordilleras azules que se solapaban unas con otras…
El abuelo no había dejado de considerar todo aquello y al fin, dijo:
—Hay muchas cosas que yo nunca he visto, Eric…
Tal vez no tengo razón, al decir que no le interesarían esas cosas.
En el viaje hacia el Sur, fue la nana la que hizo la sugerencia, como si hubiese estado leyendo en la mente de Eric:
—Tal vez deberíamos volver a través del Estado de Nueva York y Eric vería de nuevo Brewerstown.
Y no es que temiese pedirlo. Para entonces, sabía que podía pedir cualquier cosa que ellos pudiesen darle o concederle. La razón radicaba en que no había deseado que ellos creyesen que sentía nostalgia o que no estaba a gusto con ellos. Eran tan condenadamente sensibles respecto a él… Una vez, había oído la conversación de su abuela con aquella anciana dama, Ruth, que los visitaba a menudo:
—Eric se ha metido tanto en nuestros corazones como Maury a su edad —decía su abuela—. Joseph solía ser muy estricto con Maury, ¿recuerdas? Pero Eric hace todo lo que quiere. —Y había suspirado—: No creo que tenga la menor idea de lo que eso supone para nosotros.
Se hubieran quedado sorprendidos al enterarse de que sí la tenía, que los había observado mucho más de lo que se imaginaban. Sabía, por ejemplo, que cuando el abuelo estaba trabajando muy intensamente se ponía de mal humor con nana. Las pequeñas cosas lo irritaban, como un bolso o un par de guantes tirados encima de una silla, o que tuviese que aguardar cinco minutos. Y nana, en aquellos casos, no le respondía. Pero nunca se enojaba con Eric, excepto en una ocasión, y aunque la nana sí se enfadaba con él, tampoco lo hacía demasiado a menudo.
Eran muy blandos con él porque temían que no les amase, eso lo comprendía con toda claridad. Hubo momentos, durante el primer año, en que se encontraba disgustado consigo mismo; no había conocido a ningún muchacho que se encontrase en su caso. En cierto modo, aún seguía a veces un poco compungido consigo mismo. Pero, casi siempre lo sentía más por aquellos dos ancianos, aunque no sabía el porqué.
Se detuvieron en Brewerstown. Al atravesar en coche la Calle Mayor, en dirección a la casa, había sentido una extraña sensación y procuró ocultarse en el coche, confiando en que no pudiese verle nadie que conociese. Se acordaba del día que tuvo que abandonar aquella casa, hacía ya casi tres años. La abuela había regresado al hospital, donde moriría. Se la llevaron abatida y con la cara de un color amarillento oscuro, y con un extraño y desagradable olor muy diferente al propio de la abuela, que siempre había olido a jabón de limón. Cuando salió en su último paseo, Eric había pensado que la casa quedaría desocupada. Por el camino, se detuvo a sujetar una enorme cabeza de peonias que, de otro modo, se hubiera caído al suelo en el sendero de delante de la casa. A la abuela le preocupaban mucho sus peonias. Trató de memorizarlo todo en aquellos últimos minutos: el árbol espino, un espino auténtico procedente de Inglaterra, con unas espinas muy crueles; la mata de las moras, en la que se preparaba una cueva a la sombra para él y para George cuando ambos eran muy jóvenes. Le había parecido que todas aquellas cosas sabían de su marcha. Anduvo por el sendero entre el abuelo y la nana, que entonces resultaban unos extraños, se había metido en su coche, y durante el trayecto por la carretera, y hasta que la casa se perdió de vista, no se había permitido a sí mismo volver la cabeza y sólo miró hacia delante.
Y ahora que habían vuelto ante la casa, esta, de modo asombroso, no parecía la misma. Había un carrito de muñecas en el sendero principal. Un cochecito de bebé, con una red de mosquitero, estaba colocado en el porche. Estuvieron sentados en el coche observando un juego de croquet a un lado del césped y ropa colgada en el tendedero instalado cerca del garaje. La casa estaba en actividad, como si Eric no hubiese habitado nunca en ella ni la hubiese abandonado…
—¿Quieres que entremos? —le preguntó la nana—. Estoy segura de que a esas personas no les importará…
—No —respondió Eric con firmeza—. No…
Sus abuelos comprendieron, pusieron de nuevo en marcha el coche y se alejaron.
Deseando decir algo, Eric señaló a los caballos que se encontraban en el campo de los Whitely.
—Ese es Lafayette, el alazán. Solía montarlo casi cada día.
—¡Nunca habías dicho que montases a caballo! ¿Por qué no nos lo contaste? Te compraré un caballo —exclamó el abuelo—. Existe un buen establo a menos de quince minutos de nuestra casa…
—No —rehusó—. No, gracias. Ahora ya no tengo tiempo, con la escuela, los entrenamientos de baloncesto y todo lo demás…
Pero aquella no era la verdad. La alegría de montar, el aire libre, la compañía de aquel caballo… todo aquello pertenecía a la otra vida… No debía mezclarlas. Ya había tenido demasiada confusión. Debía mantener separadas aquellas vidas. La otra estaba acabada y cerrada. Olvidada.
La puerta se abrió y salió Mr. Malone. Se sentó en los escalones al lado de Eric.
—Tu abuelo aún estará ocupado unos minutos. —Se secó la frente—. Hay mucho trabajo, puedes creerme. ¿Te gustaría dirigir este negocio?
—No lo sé, señor —respondió educadamente Eric.
—Es una pregunta tonta, ¿no es verdad? ¿Cómo puedes saberlo? Pero sí querrás… Mis chicos se lo toman muy bien. Y tu abuelo estará en el séptimo cielo el día en que cuelgues tu sombrero en su despacho. —Bajó la voz—. Eric, debes saber que es un hombre diferente desde que tú llegaste. No es que antes hubiese nada malo, pero ahora es como si se hubiese quitado años. Te lo digo yo, que lo conozco bastante. ¿Sabes cuánto tiempo hace que lo conozco?
—No, señor.
—Pues lo conocí en 1912. Veamos, eso es, hace treinta y nueve años. Hemos pasado juntos una gran parte de nuestra vida. ¿No te ha contado cómo quedé arruinado en la Bolsa, en 1929, y él cuidó de mí?
—No, señor.
—Claro que no lo ha hecho… Pero yo nunca lo olvidaré… Me alimentó a mí y a toda mi familia hasta que fui capaz de empujar el hombro otra vez. Sí —añadió Mr. Malone—, los viejos tiempos. Viejos tiempos. El verte aquí me recuerda cuando tu padre iba a visitarnos al negocio en la ciudad. Era aún más pequeño que tú. ¿Te molesta que mencione a tu padre?
—No, señor.
—Me gusta la forma en que dices «señor», aunque no me enfadaría si no lo hicieses. Pero eso demuestra que estás bien educado. Los chicos de estos días no usan esas expresiones. Sólo los muchachos de la escuela parroquial… Tienen buenos modales. Deben tenerlos, porque, si no, la hermana les propina un palmetazo en los nudillos…
Era extraña la diferente clase de gente que había por aquí, reflexionó Eric. Mr. Malone era católico… Y uno de los ingenieros era chino; cuando te acostumbrabas a su cara tan rara, llegabas a darte cuenta de que era muy bien parecido.
—Tu abuelo deberá apresurarse —dijo Mr. Malone, al tiempo que miraba el reloj—, si quiere estar en casa para el momento del Seder.
¡Qué raro era ver a Mr. Malone recordar a mi abuelo sus obligaciones con el Seder!
Al fin salió el abuelo y se dirigieron todos al coche.
—Proyectos en marcha, ¿eh? —comentó, mientras se abrían paso entre excavadoras y grúas—. Por un valor de tres millones de dólares. No creo equivocarme si digo que no podremos hacernos cargo de esto. —Se echó a reír—. No podremos hacerlo ni de lejos… Lo que quiero decir es que precisaremos concertarnos con los Bancos y los sindicatos para lograr que la cosa se ponga en marcha. Tendremos miles de horas de quebraderos de cabeza, te lo aseguro. Pero constituye un gran desafío, Eric, resultará una maravilla pasar en coche cuando todo esté terminado, y ver los autos en sus entradas, las cortinas en las ventanas, los niños jugando en las aceras. Pensar que tú, que nosotros, lo concebimos primero con la mente y luego lo vemos realizado… ¿Crees que te gusta? —le preguntó, como ya lo había hecho Mr. Malone.
—Debes de saber muchísimas cosas —respondió Eric.
—Pero te sientes tan a gusto como el pez en el agua. Sólo la semana pasada vendimos diecinueve casas. ¿Qué piensas de todo esto?
—Es algo fantástico —convino Eric.
—Tu cumpleaños es la semana próxima, ¿no es verdad? Supongo que no me dirás lo que quieres. Como nunca lo haces…
Actualmente, le parecía que ya lo tenía todo. Pero entonces, mientras el coche tomaba una curva y pasaban debajo de un par de puertas colocadas en pilares de piedra, de repente le pareció que había algo que le gustaría.
—¿Sabes lo que me gustaría, abuelito? No es una cosa muy cara. Creo que sería estupendo si te hicieses socio del club del «Lochmuir Club». En ese caso, tendría siempre un sitio para jugar al tenis como tanto me gusta. Incluso en invierno.
—¿El «Lochmuir Club»? ¿Qué sabes de él?
—Es muy bonito. Estuve allí, recuerda, el año pasado cuando aquellos amigos de Chris visitaron a sus parientes en la ciudad… ¿Te acuerdas que Chris quiso enseñármelo? Me llevaron allí a comer…
—No sé dónde fuiste…
—Alguno de los muchachos de la escuela pertenecen a ese club. Tienen pistas de squash y una piscina cubierta. Los nadadores se entrenan allí para la Olimpiada.
—Eso parece muy interesante —respondió el abuelo en voz baja.
—¿Crees que podremos hacernos socios?
—No —respondió el abuelo—. No podemos.
—¿Es demasiado caro? ¿Es esa la razón?
Fuese cual fuese el motivo, sería la primera vez que su abuelo le negaba algo porque resultaba costoso.
Su abuelo apartó por un momento los ojos de la carretera.
—La razón no es esa. ¿No sabes a qué se debe?
—No.
—Piensa, Eric.
Eric notó que enrojecía.
—¿Se debe a que tú eres…?
—No temas decirlo. Se debe a que somos judíos y no nos admiten en ese club. Ni como miembros, ni como invitados en el comedor. ¿No lo sabías?
—He leído algunas cosas aquí y allá, pero me parece que no había pensado mucho en eso…
—No, no tenías por qué hacerlo, ¿no es así?
Su abuelo tenía la boca torcida del disgusto.
Rodaron durante algunos momentos en silencio. Luego Eric comentó:
—Dijeron que vendrían al Este durante el verano y que me llamarían otra vez. Les diré que no puedo ir.
—No tienes por qué hacer eso. Debes ir.
—Me parece que no me gustaría.
—Bien, eso es asunto tuyo…
Se produjo otro silencio. Al cabo de un momento, su abuelo se volvió hacia él con una sonrisa. ¿Falsa?, se preguntó Eric.
—Bueno, ya hemos llegado, con tiempo suficiente para cambiarnos para la gran cena de tu abuela. ¿Recuerdas que hemos de vestirnos para el Seder, Eric?
—Lo recuerdo —respondió Eric.
La mesa estaba preparada con un mantel y con los candelabros de plata, que siempre flanqueaban el florero colocado en el centro. Esta noche habían añadido los objetos de la fiesta, que Eric veía por tercera vez sin contar la cena, hace mucho tiempo, a la que había asistido en casa de su condiscípulo David, aquella cena que le pareció en aquella ocasión tan rara y exótica pero que ahora le parecía algo completamente natural. Era un festival de libertad, como su abuelo le había explicado con amplitud. Reconoció el matzoh bajo su cubierta bordada, la bandeja con el rábano picante, símbolo de la amargura de la esclavitud y el perejil en conmemoración de los primeros frutos de la primavera. Sabía que la copa de plata, ya llena de vino, había sido preparada para el profeta Elías, quien anunció la llegada del Mesías, y que estaba allí «por si se presentaba aquella noche», según explicó el abuelo guiñando un ojo.
Aquel año, había doce sitios en la mesa para los amigos que no tenían familia con quien estar, y un lugar para un hombre joven de la oficina del abuelo que había perdido, de forma trágica, a su esposa. Dos de los cubiertos estaban reservados para Steve y Jimmy, que ya eran aquel año lo suficientemente mayores para celebrar la fiesta por primera vez.
Todos se habían vestido para la cena; las ropas parecían nuevas y las mujeres habían ido al salón de belleza. Todos parloteaban. La tía Iris estaba preocupada por el bebé, Laura, que habían dejado en casa. También estaba preocupada por que los pequeños se portaran mal.
—¿Y eso qué importa? —preguntó alguien—. ¡Son de la familia!
El abuelo se hizo cargo de los pequeños. Sería Jimmy quien efectuaría las cuatro preguntas, según sabía Eric, porque era el varón más joven en la mesa. Sí, para entonces Eric sabía ya exactamente cómo discurrían las cosas, el orden de la velada.
—Seder significa orden —le explicó el abuelo.
Sabía también que la comida sería deliciosa. La nana había estado trabajando en la cocina con la sopa, el pescado y el pollo; también habría pasteles, fresas y mostachones como postre. Pero pasaría mucho tiempo hasta que se llegase a los postres, un gran rato hasta que se llevaran a la boca el primer bocado de comida, y Eric estaba preparado para permanecer intranquilo un buen rato.
El abuelo ocupó su lugar en el sillón y esperó a que la nana bendijese las velas. Le brillaban los ojos. Constituía una de las mejores horas del año. Sus ojos recorrían a todos los presentes y la mesa. Luego miró al ilustrado Haggada que tenía abierto al lado de la bandeja. Alzó la copa y dijo las bendiciones rituales en el vino. Los hombres de la mesa —excepto Eric y el tío Theo— se unieron a él pronunciando las antiguas palabras que debían de haber oído, por primera vez, cuando tenían la edad de Steve y de Jimmy, que se sentaban sorprendentemente tranquilos, con sus grandes y redondos ojos.
—¿Qué significa la Pascua judía? Conmemora la noche en que el Ángel de la Muerte exceptuó los hogares de nuestros antepasados en Egipto y nos vimos libres de la esclavitud.
Eric observaba y escuchaba. Todo era alegre y hermoso, como si se tratase de poesía. Pero resultaba artificial para él aprender aquel ritual. No era para él. La tía Iris le dijo una vez (tenían muchas charlas juntos; ella era muy franca y honesta en las conversaciones que mantenía con él) que a su padre no le gustaba realmente ser judío.
—Deseaba ser más americano —le dijo—. Pero nunca vi que se produjese en esto ningún conflicto. Tenemos una tradición de cuatro mil años y forma también parte de la tradición norteamericana. Los puritanos eran un pueblo del Antiguo Testamento, como bien sabes.
—Es extraño —observó Eric— que él y tú vivieseis en la misma casa, y esto significa mucho para ti. ¿Qué te hace suponer…?
—No lo sé —le respondió Iris.
Y Eric le había dicho:
—Yo tampoco deseo en especial ser judío. No quiero serlo. Pero no me preocupo ni en un sentido ni en otro. ¿Lo comprendes?
Iris le respondió:
—No tienes por qué serlo. Puedes elegir un camino u otro. O ninguno, aunque no creo que eso sea bueno.
Luego Eric la previno.
—No se lo digas al abuelo ni a la nana, por favor.
—No, claro que no —le prometió Iris.
Eric añadió:
—Me siento culpable por esto, ¿sabes? ¿Crees que está bien tener esos pensamientos y mantenerlos ocultos?
E Iris le dijo que no se sintiese culpable, que la culpa era algo que desgarraba, que te hacía incluso enfermar.
—Todos los jóvenes mantienen algunas cosas ocultas a los mayores. Es una cosa muy normal, Eric.
A Eric siempre le había resultado muy fácil hablar con Chris.
—¿Y tú? ¿Ocultas algo?
Iris le miró con fijeza.
—Durante años sufrí a causa de que ellos pensaban que yo era una chica fea a la que nadie quería…
—No creo que seas fea —le respondió Eric—. No tienes diferente apariencia que las demás personas. Incluso creo que, en cierto sentido, eres guapa. ¿No opina así también el tío Theo?
Ella se echó a reír y dijo:
—Supongo que sí. Si no, se engaña a sí mismo.
Cuando Iris reía, lo cual no sucedía a menudo, tía Iris realmente parecía guapa, pensó Eric. Y era muy inteligente. A veces, cuando debía confeccionar un trabajo de historia, o algo parecido, y no sabía cómo hacerlo, Iris le brindaba ideas. Hacía que las cosas resultasen muy directas y muy claras.
Ambos eran listos, ella y tío Theo; sus hijos podrían aprender mucho de ellos. El nombre de Theo había salido en los periódicos el mes pasado en un artículo acerca de algunos médicos de Nueva York, que reconstruían las caras de unos japoneses, víctimas de la guerra. «Un gesto internacional», anunciaba el periódico. Poseía un servicio de cirugía plástica en el hospital donde habían construido un nuevo pabellón —el abuelo había hecho un gran donativo para el pabellón—; hubo una cena y un discurso y el nombre del abuelo también apareció en el diario.
Ahora Eric ya tenía hambre. Aún seguían con el ritual y comían el matzoh, «símbolo del pan de la aflicción», según contaba el abuelo.
Jimmy iba a ser apuntado. Su madre le había estado preparando durante toda la semana, y habló en un puro gorjeo, haciendo la primera de las cuatro preguntas:
—¿Por qué esta noche es diferente a las demás noches?
La tía Iris cogió la mano del tío Theo por detrás de la silla de Jimmy. Estaba realmente loca por el tío Theo. Una vez, cuando Eric había estado en su casa, y no se enteraron de que entraba por la puerta, la vio correr hacia el tío Theo, echarle los brazos al cuello y besarle tan… violentamente… Aquello le hizo sentirse a Eric extraño, extraño y embarazoso.
Ahora comenzaron a cantar. La canción era en hebreo. Naturalmente, Eric no tenía idea de lo que significaba, pero sonaba a cosa feliz. La nana tenía una voz dulce y delgada, no aguda, pero se la oía con claridad entre las demás voces.
Le gustaba cantar. A menudo, cuando trabajaba en la cocina, la oía cantar de lejos, incluso desde las habitaciones del piso de arriba.
—Mi madre tenía la costumbre de cantar en la cocina —explicaba, y él intentó imaginar cómo debía ser aquello de recordar los cánticos de una madre.
Una vez le preguntó a Anna:
—¿Era mi madre igual?
Y aguardó, casi conteniendo la respiración.
¿Cuál sería su respuesta? Eric creía, aunque nadie se lo había dicho, que Anna no se parecía a su madre.
Anna vaciló, como si tratara de concentrarse, y luego le dijo:
—Tu madre era una muchacha muy gentil. Era pequeña y graciosa. Era muy inteligente y perspicaz. Y os amaba mucho, pero que mucho, a ti y a tu padre…
La nana aquel día estaba haciendo bollos y vertía el amarillo batido en las cazuelas. Comentó:
—Estos eran los favoritos de tu padre. Se comía hasta media docena de una sentada…
Hablaba de forma cortante. Eric ya se había percatado de que nunca mencionaba a su padre en presencia del abuelo. Pero tuvo valor para preguntarle por qué se portaba así:
—Mi abuelita solía hablar de mi madre. ¿Por qué el abuelo no habla también de mi padre?
—Porque le hiere mucho —le respondió la nana.
—¿Y no te duele también a ti?
—Sí, pero las personas son diferentes —respondió en voz baja.
Continuó sintiendo que, en el ambiente, había algo pesado y sin resolver. Creyó que ello se debía a que su abuelo lamentaba algo que había dicho o hecho. Estaba muy agradecido por las pequeñas cosas que la nana le contaba en momentos inesperados.
—Tu padre solía decir que tus ojos parecían ópalos —le había manifestado una vez, y él sintió como se le ensanchaba una sonrisa en la boca.
Su abuela tenía la virtud, a través de observaciones de aquel tipo, de conseguir que sus padres, especialmente su padre, pareciesen algo vivo. Ahora que ya se habían alejado, que parecían sólo siluetas, incluso su madre, de la que hablaban mucho en su época de Brewerstown, le parecía sólo una muñeca, algo demasiado suave para ser de verdad. Las primeras noticias que tuvo de su padre le llegaron a través de Chris, que no lo había conocido bastante bien. ¿Qué le contaba? ¿Que su padre había sido un gran tipo, un gran estudiante? ¿Que había conseguido mejores notas que Chris? ¿Que jugaba también muy bien al tenis?
Aquello era sólo una caricatura de aquel valeroso hombre de Yale. ¿Quién era? Lo ayudaba más a conocerlo el enterarse, a través de la nana, de que le gustaban los bollos.
Pero seguía siendo insuficiente. Eric empezó a comprender que nunca sería suficiente, que aquella búsqueda de cómo eran su padre y su madre sería un viaje sin fin, un paso a través de estancias y habitaciones, cada una de las cuales llevaba, una vez se abría, a otra estancia con otra puerta. Las puertas no llevaban a ninguna parte. O ni siquiera se llegaban a abrir del todo.
El abuelo hablaba ahora en un tono grave:
—Ani ma’ amin: Creo. Creo en la venida del Mesías y, aunque se demore, seguiré creyendo.
(Cristo había dicho: «Estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos». Los egipcios depositaban alimentos y ropas en sus tumbas para que sirviesen en la otra vida. Y ellos también estaban seguros de tener razón).
Por el momento, la ceremonia había llegado a un alto. Iban a servir el pescado. Con enorme apetito y alivio, Eric empuñó el tenedor.
Ese dolor en la garganta y detrás de los ojos era lo que Iris denominaba que su sentimiento «rebosaba». No era sólo que la copa de la alegría pudiese rebosar, sino más bien que la copa podía llegar a romperse bajo tanta presión. ¿Cómo podía la vida resistir tanto?
Los niñitos, con sus trajes iguales, contemplaban a su abuelo en su sillón tallado. Para un chiquillo, pensó Iris, recordando cómo había sido ella cuando tenía la edad de sus hijos, aquella alta y oscura silla se alzaba como un trono, sobre otro nivel. La voz que surgía del trono se transformaba, y ya no era la voz de cada día de papá. Era amable, aunque seria, y si alguien se atrevía a silenciarla cuando hablaba, era inmediata y severamente reducido al silencio.
Sonrió ahora a sus hijos, indicándoles con sus labios que se callasen.
—Buenos chicos.
Parecían pasmados, como si entendiesen lo que decía su abuelo, aunque aquello resultaba imposible. Sí, era cierto que nunca lo olvidarían.
Eric parecía remoto, excepto cuando comía. Pero incluso entonces sólo se concentraba en la comida. Iris dudaba incluso de que oyese lo que se decía. De repente, Iris recordó que estaba sentada en la cocina con Maury y Aggie, cuando nació Eric. Hablaban acerca de él y uno de ellos manifestó:
—Dejémosle libre, que elija lo que desee cuando sea mayor.
Iris no había hecho ningún comentario. Era sólo una colegiala. ¿Qué podía saber entonces? Pero cuando le preguntaron:
—¿Qué opinas?
Iris les respondió:
—Un niño debe saber quién es.
Y Maury había respondido:
—Un buen y decente ser humano, eso es lo que es. ¿No resulta suficiente? ¿Necesita una persona una etiqueta como una lata de sopa?
Había considerado aquello muy simple, pero ella recordaba haber pensado, incluso entonces, que se equivocaban. Las cosas no eran tan sencillas.
En el otro extremo de la mesa, papá reía con Mr. Brenner. Probablemente, se trataba de un chiste que consideraba algo atrevido. Sí, decían algo tapándose la boca con la mano y papá miraba de reojo a las mujeres, para asegurarse de que no le oían. La idea de papá de un chiste atrevido era algo que hoy no haría gracia al promedio de muchachos del grado medio superior. Papá debía de ser el último de los victorianos. No de los victorianos hipócritas (Iris había leído mucho acerca de aquel periodo y conocía sus sutilezas), sino de uno de aquellos de elevada cuna que vivían lo que creían y que creían lo que vivían.
Aquel firme optimismo, aquella certidumbre de que todo podía enderezarse; ¿qué podía hacerse sin aquello? Sólo en una ocasión le había fallado, cuando Maury murió. E incluso entonces consiguió superarlo. No sé qué haremos cuando papá nos deje. A veces, siento que él nos aferra a todos con sus poderosas manos.
—Iris, Mrs. Brenner te está hablando —le indicó su madre.
—¿Qué? Perdóneme. Me encontraba en las nubes. Debe de tratarse del vino —se disculpó.
—No se preocupe, no se preocupe —dijo Mrs. Brenner—. Sólo estaba comentando el nuevo jarrón de cristal de su madre. Me gusta mucho «Lalique», ¿no le parece? Y su madre me decía que ha comprado otro igual para usted.
—No me lo habías dicho —protestó Iris.
No quería el jarrón. No armonizaba bien con su casa. Mamá persistía en hacer los regalos según su propio gusto, que resultaba demasiado recargado y fantasioso para Iris.
—Olvidé decírtelo —le dijo su madre—. Pensé que sería mejor entregártelo hoy.
Iris captó la mirada de Theo y su mensaje. Solía decirle que se portaba, a veces, con demasiada sequedad con su madre. Iris suponía que aquello ocurría cuando su madre le daba la lata, pero sabía que no había razón para ello. ¿Por qué, en ocasiones, era tan difícil para ella y para su madre decirse las cosas más simples?
—Gracias, mamá. Es magnífico —estaba diciendo Theo—. Eres demasiado buena con nosotros…
—Sí, gracias, mamá —añadió Iris—. Es muy hermoso.
Mamá sonrió, como si fuera ella la que fuese a recibir el regalo.
El vino había embotado la cabeza de Anna, junto con el calorcillo de la habitación y el olor de los claveles. Sus pensamientos corrieron desde las fresas, que no estaban tan buenas como deberían estar, a lo que Joseph estaba diciendo acerca de cuán libres eran en la gloriosa Norteamérica, y que no debían olvidarse de aquellos lugares del mundo donde los hombres vivían aún encadenados.
Hablaba muy bien. Sus ideas eran trabadas y claras. Un hombre como él, iletrado, con tan poca educación… Últimamente le pedían que hablase en muchos lugares, como en el comité de bienes raíces del Condado, o en la cena del mes pasado del Fondo de Caridad municipal. Anna siempre estaba muy orgullosa cuando lo veía en el estrado, recibiendo honores y apareciendo tan alto. Realmente, no era alto, pero lo parecía y ella siempre lo veía así cuando lo miraba.
Era difícil creer que fuese el hombre que iba a trabajar llevando mono y con sus pinceles de pintor… Pero, en realidad, no había cambiado. Seguía siendo sencillo y directo en sus cosas. No se daba aires, como aquellos que pretendían que nunca habían vivido en el East Side, que nunca habían oído hablar de la calle Ludlow y que no entendían el yiddish.
Pero aún seguía teniendo un temperamento muy vivo. Se irritaba por cosas triviales. No obstante, enseguida pedía perdón y uno debía olvidarlo. Trabajaba muy duro y durante demasiado tiempo, aunque intentaba contenerlo.
—Tengo un tigre en la cola —solía decir—. No puedo detenerme…
Anna deseaba que también le pintasen un retrato. Pero él insistía en que aquello resultaba harto presuntuoso. Anna le recordó que no había pensado en que resultase presuntuoso para ella, cuando le pintaron el suyo hacía años en París.
—Las mujeres son diferentes —le dijo.
Pero Anna lo deseaba. Incluso pensaba ya en dónde lo colgaría, encima de la repisa de la chimenea del salón, un buen retrato de Joseph, con traje oscuro como un diplomático del siglo XIX. Debía hablar de aquello con Eric. Si Eric le pedía que lo hiciese, Joseph lo haría. Lo hacía todo por Eric. Todos lo hacían.
Echó una mirada a la mesa. Iris se había vuelto para hablar con Eric. Sabía que Eric e Iris mantenían a menudo largas conversaciones, especialmente acerca de Agatha y Maury. Le preocupaba que, algún día, a Iris se le escapara algún comentario acerca de sus padres que Eric desconociera…
—Nunca le he dicho nada —le aseguró Iris—. Pero ahora que sacas el tema a colación, ¿por qué no debe, algún día, conocer toda la verdad? ¿No le estamos educando para que sepa enfrentarse a la verdad?
Y Anna le había respondido:
—Eso sólo se hace cuando representa una diferencia, cuando sea algo que se necesite saber. Algunas verdades pueden destruir, y entonces resulta mejor mentir.
Secreteos. Muchos secreteos en torno de aquella mesa. Pero todos estaban reunidos. Ojalá Dios otorgase que siempre resultara así.
Anna recordó entonces que Iris le había mirado con cara de sorpresa.
—Estaba todo delicioso, Anna —comentó Joseph. Y lo proclamó con orgullo ante todos los invitados—: En nuestra casa no hacemos comidas preparadas o listas sólo para servir. Mi esposa lo hace todo ella misma.
En el extremo más alejado de la mesa, Anna servía a los niñitos. El anillo brillaba en sus ocupadas manos. Sus mangas le cayeron encima de sus blancas muñecas. Joseph pensó: «No somos una familia muy grande, como la de Malone; por lo menos Iris, va camino de tenerla».
Pero aquella noche no era la indicada para lamentaciones, sino para aquellas emociones que producían corrientes y contracorrientes. Pero bajo la alegría, esta no era completa. Si sus grandes logros en los siete años transcurridos desde la guerra hubiesen llegado antes… Muchos de los años de sus vidas se habían desperdiciado en procurar sólo sobrevivir. (Como la mayor parte de la Humanidad). Pero ahora ninguno de ellos debía preocuparse, especialmente si nada le ocurría a él. Pero ya había previsto esto. Dios no quisiese que volviese a producirse una repetición de los años treinta. Los economistas afirmaban que aquello no volvería a ocurrir, que se habían instaurado nuevas garantías en el sistema. ¿Pero quién sabía…?
Si Eric hubiese llegado antes, pensó, mientras observaba cómo el muchacho repetía un plato. No se le podía hacer ningún reproche en cuestión de apetito… Se preguntó qué sentiría realmente Eric ante aquella ceremonia. Si, aunque sólo fuese eso, se sintiera atraído por un sentido del valor familiar. ¿Incluso un sentido de la Historia? Probablemente no. Todo había sido demasiado reciente y demasiado repentino. Ya tenía trece años cuando comenzó a vivir con ellos. Había sido muy difícil manejar a Maury. Y Maury había crecido en aquella casa…
Pero esto no tenía importancia. Lo importante era que el chico creciese saludable. Que fuese feliz y que no se inquietase por nada. Nunca pensé que me oiría diciendo esto… Parece feliz. Es muy aprovechado en la escuela, y a veces, hasta habla como un profesor… Y los chicos deben ser así. También es un atleta y eso abre muchas puertas, incluso en mi tiempo, cuando se admiraba a los que eran rápidos en el béisbol que jugábamos en la calle, sorteando las carretillas de mano… También es muy hábil con las manos. ¿No había mencionado Anna que le gustaría tener una casita para pájaros y no le había construido él mismo una para ella? ¿No había sido una auténtica casita con porche y chimeneas?
Sí, siguió pensando Joseph, hay muchas cosas de las que puedo estar contento.
Sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Tuvo miedo de que, de un momento a otro, sus ojos se llenasen de lágrimas. Le ocurría con frecuencia, cuando se conmovía por algo.
Se llenó de nuevo la copa de vino.
—Pidamos la tercera gracia…
De repente, le pareció oír la voz de su padre hablando por su propia boca.
—Loado sea Aquel de cuya abundancia participamos y en medio de cuyas bondades siempre hemos vivido…