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Al principio fue el bosque primitivo, de fresnos y cicuta, arces, olmos y robles. Luego llegaron los colonos, nivelaron el bosque, plantaron maíz y pastos para el ganado. Los árboles fueron plantados de nuevo para dar sombra en verano. Durante muchos años, doscientos o más, las granjas pasaron de padres a hijos y la tierra floreció.

Hacia fines del siglo pasado llegaron los hombres ricos de las ciudades, que construyeron sus casas de campo rodeadas de muros y de puertas de hierro forjado. Y los árboles siguieron abundando, porque a esos hombres les gustaba jugar a la vida campestre. Se sentaban en sus terrazas y contemplaban su ganado, que había conseguido galardones en los concursos; sus bruñidos caballos asomaban la cabeza por encima de las vallas hechas con traviesas de ferrocarril, que los mantenían alejados de los jardines y las plantas.

Después de la Segunda Guerra Mundial llegaron los que escapaban de la presión agobiante en las ciudades. Ahora, por segunda vez, echaron abajo los árboles, no de forma selectiva, unos cuantos aquí cuando se necesitaba, otros pocos allí, sino de una forma violenta y drástica, con una deforestacion total. Un gigantesco roble se destacaba contra el cielo con sus hojas superiores movidas por el viento veraniego, mientras la sierra lo atacaba por su base. Se inclinó levemente durante un instante y luego se desplomó, formando un gran arco, contra el suelo, donde quedó tumbado en aquella tierra de la cual había asomado su primer retoño hacía un siglo y medio.

Así desaparecieron los árboles, se parcelaron los prados, dividiéndolos y subdividiéndolos y las excavadoras levantaron la tierra. Hectárea tras hectárea, hileras de casas idénticas, como piezas de ajedrez en un tablero, recibían los resplandores del sol. Las calles tomaron aristocráticos nombres ingleses de poetas y almirantes. Las casas fueron vendidas como «mansiones» o «fincas», a pesar del hecho de que, a menudo, se podía asomar uno por la ventana y estrechar la mano del vecino, con sólo inclinarse un poco.

Como una mancha encima de un mantel, se esparcieron por el paisaje cubriendo toda la tierra. Luego llegaron los centros comerciales y las redes de autopistas; grandes sistemas de circulación, en que las carreteras se superponían y daban vueltas sobre sí mismas, para regular aquel enorme chorro de coches, de tal forma que el viajero que quería ir hacia el Oeste debía primero dirigirse hacia el Este, hallar un paso elevado y dar la vuelta en la dirección contraria.

Aquello crecía y crecía y se extendía hasta perderse de vista.